jueves, 31 de agosto de 2017

"Hacer la guerra sin romper la paz": piratería antigua

Friso en Aphrodisias, actual Turquia


En el mundo greco-romano, para referirse a la piratería, se usaban varios términos que tenían significados parecidos pero con matices diferentes, según ha estudiado Isaías Arrayás[1]. Para nosotros, siguiendo a los autores clásicos, resulta casi imposible diferenciar a los piratas de los corsarios, de mercenarios o incluso de mercaderes armados, algo habitual, pues hubo un estrecho vínculo entre piratería y comercio. Pero si los términos utilizados para referirse a piratas, mercenarios, ladrones, bandidos, etc. se enmarcan en un contexto histórico, ya es posible precisar el significado de cada uno de los términos utilizados.

El autor aborda las causas del auge de la piratería en los territorios de la Anatolia meridional en la primera mitad del siglo I a. C., valorando e impacto que tuvieron las guerras mitridáticas en el proceso.

En un principio la piratería fue considerada una actividad lícita, una parte importante de la economía, equiparable a la desarrollada por los recaudadores de impuestos. Gracias a los piratas los mercados de esclavos estaban bien nutridos. En tiempos arcaicos y clásicos los griegos la practicaron no solo por su beneficio personal, sino para proporcionar medios de subsistencia a los menos favorecidos, llegando a ser considerada una actividad de prestigio. Pero cuando los intercambios comerciales se intensificaron, la piratería fue considerándose un estorbo.

Los historiadores antiguos –dice nuestro autor- deformaron y exageraron sus explicaciones, con lo que el fenómeno de la piratería se nos hace complejo y diverso. ¿Cuáles son los verdaderos motivos de la piratería? Los piratas se nutrían de la población marginal y que se situaba fuera de la ley, de la pólis. Los piratas no actuaban por patriotismo, sino por supervivencia, de forma que solían romper los vínculos con su patria, y la masa de desheredados suele aumentar en situaciones de guerra; valga solo recordar los efectos nefastos de la primera guerra mitridática sobre las economías, que sufrieron la más grave crisis económica de su historia. El dinero aportado por los evergetas (los ricos que subvencionaban actividades en las poleis) en el siglo I a. C. fue mucho menor que en época helenística. En Éfeso, los efectos de la crisis fueron tan intensos que no observa a ningún notable griego entre los evergetas de la ciudad. El largo conflicto mitridático y el dominio romano empobrecieron a la población.

Los antiguos empleaban la palabra lèstès para referirse a los malhechores, aunque también existen los términos kakourgos, lôpodutès y katapontistes. El término peirtatès no se usa hasta el siglo III a. C. Parece que los antiguos griegos no diferenciaban claramente el bandidaje en tierra de la piratería en mar. Pero en un principio, el bandido o el pirata no es considerado un enemigo de la patria para los romanos, un hostis, que es el enemigo contra el que se combate por razones de hegemonía, de intereses políticos o estratégicos, etc. Es el caso de los isaurios, en el sur de Anatolia, al principio vistos como meros bandidos, pero que dada su resistencia y organización, acabaron por forzar un verdadero conflicto con Roma, y por lo tanto pasaron a ser considerados hostis. Tal es así que un hombre libre apresado por los malhechores conservaba su condición de libre, algo que no ocurría con un prisionero de guerra. En Roma, la victoria sobre los piratas no llevaba a la celebración de un “triunfo”, sino solo una “ovatio”.

En tiempos helenísticos el principal foco de piratas en el Mediterráneo oriental, junto a la isla de Creta, eran las regiones montañosas de Anatolia meridional; los habitantes de las montañas se nos presentan por los autores antiguos como en permanente revuelta, al tiempo que nos hablan de la pobreza que sufrían y que les llevaba a enrolarse en la piratería. Cilicia, en Anatolia, es el centro pirático por excelencia, hasta el punto de que se llegó a identificar a esta región con la piratería. El autor distingue dos “Cilicias”: la Pedias y la Tracheia. La primera es una gran llanura con importantes ríos dedicada a la agricultura; por el contrario, la segunda está a los pies del Tauro, rica en bosques y en minerales metálicos, con escasos ríos donde el más importante es el Calycadnus. En estas regiones se desarrollaron numerosos enclaves con puertos importantes, que se erigieron en bases de piratas, como los de Anemurium, Nagidus, Celenderis, Aphrodisias y otros. La población de Soli fue deportada por Tigranes II de Armenia al invadir la región en 83 a. C., pero lo que los antiguos llamaban ciudades en muchos casos eran meras fortalezas adaptadas para el refugio de los piratas.

Roma se valió de los piratas para sus objetivos bélicos, hasta que el desorden en el Mediterráneo se volvió contra ella (algo muy actual). Hasta tal punto aquello fue así que ciertos piratas no eran tales, sino que se correspondieron más con lo que nosotros conocemos como corsarios, y el utilizarlos a su favor no fue solo cosa de Roma, sino de Egipto y otras potencias.

Delos fue un importante mercado de esclavos, tan demandados en Roma, por lo que la piratería fue una actividad, en sus momentos de auge, muy lucrativa. Chipre y Egipto participaron también en esta actividad de colaboración con los piratas, pero cuando estos representaron más un problema a la dominación romana que otra cosa, Roma empleó a varios generales para combatirles. El más eficaz de todos fue Servilio Vatia, con una acción centrada en Isauria, provocando un traslado del fenómeno pirático hacia Creta. Pompeyo asentó a piratas en Dyme, en Acaya y consiguió frenar su avance…


[1] “Bandidaje y piratería en la Anatolia meridional…”.

martes, 29 de agosto de 2017

"... ay del Rey... terra sen justiça"


Monasterio de Soandres (A Coruña)

La investigadora María Luz Ríos[1] señala que, al menos en Galicia, en los conflictos durante la Baja Edad Media, se ha demostrado que los campesinos nunca son solo campesinos, sino que están “contaminados” por miembros de la baja nobleza rural y de la burguesía. Los señores pueden también ser colectivos, como concejos urbanos y monarcas. Es decir, a la “cuestión campesina” hay que añadir además los intereses políticos de las hidalguías locales.

La mayor parte del campesinado gallego estaba ligado a sus señores por medio de contratos forales, y las rentas en la Baja Edad Media son sorprendentemente bajas en relación a siglos anteriores –dice Mª Luz Ríos-: el quinto, el sexto o el séptimo de la producción, frente a la mitad o tercio de la época precedente. Las violencias de los campesinos contra sus señores, o las acciones jurídicas, remiten siempre a nuevas imposiciones que dichos señores tratan de generalizar por la vía de los hechos: apropiaciones por la fuerza bruta de sus bienes –sobre todo ganado-, las usurpaciones de los comunales (por lo que no hay que esperar a las desamortizaciones del siglo XIX para ver esto), los daños físicos infligidos por los agentes señoriales… Las quejas de los campesinos remiten a la inexistencia de una autoridad política, ya sea su señor jurisdiccional o el rey, protesta también de los señores eclesiásticos contra la nobleza laica.

Se multiplicaron los posibles detractores de la renta mediante el suforo, pero la violencia del campesinado gallego bajomedieval no responde a un intento de cambiar de raíz el sistema, sino una respuesta coyuntural ante cada abuso. La concesión de fueros con carácter poblacional sirvió para extendr la condición vasallática fuera de las jurisdicciones señoriales (coutos), lo que provocó conflictos interseñoriales e interferencias jurisdiccionales.

Pero aparte la violencia –de unos y de otros- señores y campesinos fueron capaces no pocas veces de resolver sus conflictos con acuerdos, con pactos, y si todo esto fallaba, con demandas judiciales en las que la enorme desigualdad de las partes introducía una grave distorsión en las relaciones. En ocasiones la conflictividad era “de baja intensidad” o permanecía larvada, mientras que los señores no recurrían a la violencia por sistema, sino cuando fallaba todo lo demás, pretendiendo obtener una cobertura jurídica a sus pretensiones.

En la Baja Edad Media, sin embargo, el predominio señorial tuvo que abrir un hueco a fuerzas emergentes, como la baja nobleza y las clases urbanas, e incluso a los campesinos enriquecidos. En no pocas ocasiones la causa de la conflictividad está en el incremento de la presión fiscal; entonces el campesinado demuestra mayor fuerza y organización, llegando a curiosas alianzas, algunas de las cuales serán instrumentalizadas por los más poderosos. En todo caso estamos ante una sociedad más compleja, pues la condición de campesino es diversa y así lo demuestran las fuentes, según ha demostrado la autora. Los campesinos cumplían un papel insustituible, pues estaban citados como agricolae, rusticii, terricolae, laboratorii, populatorii, moradores, vecinos, serviciales, heredetarii, forarii, homines, vasallos. Desde el siglo XIII surgen con fuerza comunidades rurales donde viven los anteriores, pues aunque algunos no fuesen exactamente campesinos, sin duda estaban muy relacionados con la agricultura, la ganadería y con la tierra.

El hecho es que a medida que aumentan los conflictos y crece la violencia, aumenta el ritmo de recursos judiciales. Otra cosa es que haya capacidad para hacer cumplir las sentencias; normalmente se tenía al rey como último reducto de la justicia. En efecto, la sociedad bajomedieval se jidicializa, las casas nobles (no no nobles) se llenan de escrituras y cuando hay un conflicto violento lo primero por parte de los campesinos es la destrucción de los documentos que acreditan los derechos de sus señores. La autora cita el caso del abad de Soandres cuando era apuñalado y clamaba: ay del Rey… terra sen justiça. En 1419 dicho abad intentaba reorganizar el archivo monástico comprendiendo la estrecha ligazón entre la pérdida documental y la de bienes y derechos. El abad se lamentó de que los campesinos abriesen la puerta primera, quebrantasen las puertas de la torre donde estaban los tumbos y escrituras y se las llevasen del monasterio.

La diversidad social, pues, durante la Baja Edad Media, es enorme, lo que demuestra en la documentación que la autora ha consultado, alcanzando gran vitalidad los grupos intermedios de la sociedad, por ejemplo los campesinos enriquecidos. En Galicia, sin embargo, la burguesía demostró una fuerza mucho menor que en otras partes de España y de Europa. Una novedad es la personación de los vasallos ante sus señores aportando las escrituras probatorias de sus derechos, se iban arañando fragmentos de las propiedades señoriales o negando su derecho a la percepción de ciertas rentas.

En 1484 cerca de cincuenta vasallos del señor abad de Celanova, que usufructuaban casas, viñas y heredades en la zona de Monterrei y Verín, realizaron la presentación de sus títulos forales ante el representante del monasterio, y algunos presentaron varias cartas forales. Se observa una variada casuística que se explica por la forma de gestión del patrimonio señorial, pero sobre todo por la intensa explotación agraria de este territorio. Esta presentación de títulos forales dio ocasión a un prolongado conflicto, entre otras causas porque alguna carta foral se demostró falsa. El monasterio estableció que en relación a la granja del couto de Mixós todos los que pretendiesen usufructuar bienes presentasen sus justos títulos, pues de no ser así serían despojados. Debe tenerse en cuenta que el producto rey de esta zona era el vino, con gran valor añadido.

En el apeo de casas y heredades del monasterio en Verín, en 1498, hay labradores, pero también barberos, clérigos, notarios… Cada vez son más accesibles los documentos a un mayor número de grupos sociales y personas. Antes, en 1495, la Real Audiencia de Galicia había promulgado una real ejecutoria contra Don Francisco de Zúñiga, señor de la villa de Monterrei, en la que se ordena que el monasterio de Celanova sea amparado y defendido en la posesión de Mixós, Pazos y Verín, con todas sus rentas y jurisdicción civil y criminal.

Después de los visto, no es extraño que, a pesar de la peste negra, las grandes mortandades, la disminución de la población, la conflictividad social, los abusos, muchos historiadores –en el conjunto de Europa- consideren que la crisis bajomedieval fue un fenómeno positivo. Falta por concretar en que medida en cada caso.


[1] “El valor de las escrituras: resolución de conflictos entres señores y campesinos en la Galicia bajomedieval”.

lunes, 28 de agosto de 2017

El viaje de Benjamín de Tudela

Un barrio de Montpellier


Benjamín de Tudela fue un sefardí que, entre 1159 y 1173, realizó un viaje empezando en Tortosa y otras ciudades de Cataluña, y tras recorrer el sur de Francia e Italia, parte de Nápoles por vía terrestre, se embarcó para continuar por el Adriático, las costas greco-turcas y del Levante mediterráneo y de aquí a Arabia, Yemen y Egipto. Conocedor de varias lenguas, su libro de viajes (Sefer masa’ot) es una fuente de información extraordinaria para conocer a los grupos dirigentes judíos en los sitios por donde pasó, lo que ha estudiado María José Cano[1]. El libro de Benjamín fue publicado en Constantinopla a mediados del siglo XVI.

En cuanto a Barcelona habla de la existencia de “hombres sabios e inteligentes, y grandes príncipes como el gaón[2] R. Sheshet…”. De la ciudad dice que es “pequeña y hermosa”, donde viven comerciantes de todas partes. La comunidad judía de Barcelona era una de las más antiguas en Sefarad y muchos de sus miembros eran propietarios. Ya el libro de los Usatges (redactado en la segunda mitad del siglo XI) les había sujetado a la jurisdicción de los condes de Barcelona. Contaban con dos sinagogas, unos baños, un hospital y un bet sefer, o encargado de enseñar las escrituras. Muchos de los judíos barceloneses eran banqueros y negociantes con ultramar, relacionándose algunos con los reinos musulmanes. Desde mediados del siglo XII es frecuente encontrarse algún miembro de la familia Ibn Sheshet como baile del tesoro.

Había también médicos, como Isaac Avenbevinist, que lo fue –y consejero- del conde Ramón Berenguer IV. Como médico estuvo en las cortes de los reyes Alfonso II y Pedro II de Aragón, a los que sirvió también como traductor, diplomático y administrador. Autor de varios tratados de medicina, fue defensor de Maimónides, además de mecenas de poetas y escritores.

R. Shealtiel fue funcionario del estado y garante del préstamo que el conde solicitó para sufragar la campaña llevada a cabo en el sur de Francia (1162). No fue el único pero sí uno de los que ostentó el título de príncipe o nesiim.

Otro notable judío de Barcelona era R. Abraham ibn Jasday, poeta y traductor, entre otras, de la obra de Al-Gaaali. Fue defensor de Maimónides y redactó junto a su hermano Yehudah una carta a las comunidades de Castilla, León, Aragón y Navarra contra la quema de los libros de dicho autor.

Otra ciudad que visitó Benjamín de Tudela fue Gerona, de la que dice haber una pequeña comunidad judía, pero que no tenía una gran actividad intelectual. Sigue por Narbona: “en ella hay sabios, notables y príncipes. Un tal R. Qalonimus poseía tierras donadas por el gobernador de la ciudad, probablemente a cambio de servicios, y R. Abraham era jefe de una academia rabínica, habiendo en la ciudad unos trescientos judíos.

La leyenda de los “reyes judíos” –dice la autora- está basada en la existencia real de judíos que ostentaban el título de nessim, los cuales gozaban de unos privilegios especiales, entre el que estaba poder contratar trabajadores cristianos. Durante el siglo XII se produjo la división jurisdiccional de la ciudad entre el arzobispo y el vizconde. El barrio donde vivía la mayoría de los judíos, Grande Juiveríe, estaba bajo la jurisdicción del vizconde, contando con dos sinagogas, un hospital y baños. El barrio de Belvéze era de jurisdicción arzobispal, y en él estaba el cementerio. Uno y otro señores protegieron a los judíos cuando en 1163 estos fueron atacados por cruzados hispanos. Los judíos de Narbona eran agricultores, vinicultores, negociantes, explotaban minas de sal y fuentes termales, pero también había joyeros, prestamistas y médicos.

Muchos eruditos fueron hasta Narbona atraídos por la fama de su Academia, como Yosef ibn Plat, y Benjamín no es el único que habla de esto, siendo Ibn Daud. R. Makhir el autor de un compendio medieval de leyendas hagádicas (instructivas).

Luego cita a Béziers, afamado centro de estudios rabínico, donde había una “sólida comunidad hebrea” dividida en dos barrios diferentes, uno de la jurisdicción del obispo y otro del conde. Durante el siglo XII los judíos tuvieron la protección del obispo, que prohibió la práctica de apedrear las casas de los judíos el sábado anterior a la cuaresma… si bien los judíos tenían que pagar una fuerte tasa por ello.

En cuanto a Montpellier dice que “es un buen lugar para el comercio”, disponiendo de madrazas para el estudio del Talmud. Los médicos judíos de esta ciudad fueron famosos, como también los comerciantes y los prestamistas. También fue un importante centro de estudios rabínicos, destacando Abraham ibn David de Posquiéres, adversario de Maimónides. Luego se desplaza a Lunel, donde conoció a “grandes sabios y ricos” judíos, y así continúa su viaje Benjamín, dejándonos una muestra muy útil de los notables judíos en Cataluña y el sur de Francia durante el siglo XII.


[1] “Los notables judíos de Cataluña y el sur de Francia según el Sefer Masa’ot de Benjamín de Tudela”.
2 Título dado a algunos rabinos judíos.


domingo, 27 de agosto de 2017

Moriscos aragoneses


Huesa del Común

El Archivo Histórico de Protocolos de Zaragoza guarda una gran cantidad de documentación sobre los moriscos aragoneses de los siglos XV y XVI, según ha estudiado José Cabezudo Astrain. Muchos de esos moriscos contrataban en Zaragoza, sobre todo para contraer préstamos en trigo o dinero, pero también para vender carbón, productos de la caza, azafrán y otras mercancías. Los de la ciudad eran espaderos, ballesteros, borceguineros, aljeceros (albañiles), carpinteros (fusteros), herreros y de otros oficios, destacando los “maestros de casas”.

En las casas más notables realizaban los magníficos artesonados que en algunas ocasiones podemos admirar; otros eran menestrales (albéitares) y un gremio muy particular era el de los mozos “raíces”, palabra esta que quizá sea una corrupción –dice el autor citado- de “arraez” o capitán de barco. Estos “raíces” monopolizaban el tráfico fluvial por el río Ebro, establecidos en Zaragoza y pueblos aguas abajo hasta Flix. También había algunos pescadores.

La morería zaragozana tenía su mezquita y estaba gobernada por un merino en nombre del rey. También había adelantados, clavario (responsable de las llaves), cullidores de la peyta, alfaquí, etc. Las comunidades morisca y judía disponían de un fuero que les facultaba para poder contratar de igual manera que los cristianos. Como distintivo, en el caso de los moriscos, debían cortarse el pelo con rodete, aunque hay un documento de Fernando el Católico (1496) por el que se indicaba a los funcionarios reales de Zaragoza que no obligasen a los moros a “cortarse el cabello muy desaforadamente”.

Las confesiones a la fe católica fueron muy frecuentes desde principios del siglo XVI y parece ser que no había falsas conversiones, como en el caso de la minoría judía. Un proceso curioso es el que aparece instruido contra Ferrando Tarazona, del pueblo de Arandiga, cuya profesión era “tamborino” o juglar. Este judío converso se casó con una mora conversa, pero sus contactos con los judíos seguían siendo frecuentes, aunque su fe era tan insegura en una religión como en la otra, puesto que declaró que por casarse con la que era su mujer “se hubiera hecho turco”.

Los moriscos poblaban exclusivamente bastantes aldeas, o eran clara mayoría: Nuez, Gelsa, Villafranca, Alborgue, Cinco Olivas, Sástago, Jatiel, Puebla de Híjar, Urrea, La Zaida, Mediana, Botorrita, María, Muel, Mezalocha; Letux, Codo, Aguilar, Riola, Calatorao, Alpartir, Foz-Calanda, Huesa del Común, Mesones, Sabiñán, Sestrica, Gotor, Brea, Arandiga, Morés, Purroy, Torrellas, Trasmoz, Fréscabo, Bisimbre, Ambel y Bureta. Estos moros aldeanos cultivaban cereales y viña, viéndose por los contratos que eran pobres; los vasallos de un señor no podían trasladarse de lugar y los que se especializaban en oficios artesanos vivían en Zaragoza.

El autor constata que eran muy importantes las aljamas de Huesca, Barbastro, Daroca, Calatayud, Caspe, Pina, Tarazona, Belchite e Híjar, entre otras.

De los más distinguidos maestros de obras pertenecian a la familia de los Galí, y concretamente Farax de Galí recibió del rey Fernando el Católico el nombramiento de Maestro Mayor de la Alfarería. Otros muchos moros se dedicaron a la fabricación de pólvora: en un famoso proceso de la Inquisición contra los moriscos de Aragón (1574) se les juzgó por regocijarse al perder los cristianos la plaza de La Goleta (al norte de Túnez). Los moros de Villafeliche, Sestrica y Morés tenían molinos de pólvora, la cual era vendida en Valencia, habiendo también almacenes de pólvora en Calatayud y Ricla. Compraban el salitre en Zaragoza y también fabricaban arcabuces.

¿Contribuyó esto último a que se viese a los moriscos aragoneses –en particular- como quintacolumnistas de la morería medieterránea y norteafricana?

La región más olvidada


Villarreal de San Carlos, hoy

María Soledad Pita ha hecho un trabajo sobre los intentos de repoblar Extremadura por parte de los ilustrados españoles en el siglo XVIII[1]. La región era una de las más despobladas de España cuando las costas empezaron a recibir población y el interior empezó a perderla, tendencia que no ha cesado desde entonces. Se trataba de poner en cultivo tierras baldías frenando el gran desarrollo de la Mesta; también de construir caminos que uniesen la capital con la periferia; se proyectaron ciudades en torno a dichos caminos, pero la mayoría de estas obras no se realizaron. No bastaba con la voluntad y clarividencia de una minoría ilustrada, faltaba un cambio de régimen que no se dio hasta la centuria siguiente.

Los ilustrados encargaron cartografías de los terrenos que querían conocer y ya durante el reinado de Felipe V se habia promulgado una ordenanza (año 1718)[2] en la que se encargó a los ingenieros militares hacer un reconocimiento exhaustivo del país, levantar planos y mapas, y se hicieron memorias. También se constató el problema del bandidaje, que asaltaba a los viajeros debido a los despoblados. Se vio que la situación reinante hacía imposible el desarrollo, aunque la región fuese rica potencialmente.

En 1767 se promulgó el Fuero de las Poblaciones, obra que ya se había planteado en el siglo XVI y que recibió impulso en el XVIII: ello supuso la creación de cuarenta y cuatro pueblos y once ciudades, estableciéndose unos diez mil colonos extranjeros entre Madrid y Cádiz, ciudad esta a donde llegaban las mercancías procedentes de América. Luego el Estado siguió con otros proyectos, y también particulares; en el primer caso la Real Provisión de 1777 sobre “Reglas para la repoblación de Extremadura”.

Fue Antonio Ponz[3] el que calificó a Extremadura como “la región más olvidada”, dejándonos algunas impresiones en su obra: la mayor parte de la tierra está destinada a dehesas, cotos y rebaños. Hablando de la zona de Alcántara dice “sin descubrir alma viviente por aquellos derrumbaderos”. En el Tajo pudo hablar con un barquero, “figura más extraordinaria, y de peor catadura, que he visto”, comparando el río con el “Acheronte”, río griego del inframundo, el río de los afligidos. Habla también de los malos caminos y de las extensiones despobladas. “Solo en las riberas de Almonte”[4] vio algo de vida en esta “pingüe Provincia de Extremadura”. Añade que en las Corchuelas[5] hay un palacio arruinado, y visitó el puerto de la Serrana, hasta el que llegaban las dehesas. Aquí vio los “vestigios de una venta”, lamentándose en otro pasaje de las “calamidades [que] habré pasado” recorriendo estas tierras.

Otro de los ilustrados que estudia la autora a la que sigo es Campomanes, que ya se había preocupado de imaginar sociedades idealizadas en su “Sinapia”. El rey Carlos III le había regalado una finca en las proximidades de Mérida, que él quiso dedicar al cultivo de moreras. En 1778 Campomanes viajó por Extremadura y dejó plasmada una memoria que presentó al Consejo de Castilla. El documento se estructura en cuatro partes: desde Madrid a la venta y puente del río Alberche, desde aquí hasta el Tajo y el puente de Almaraz, hasta el Guadiana y el puente de Mérida y hasta el arroyo de la Caya, en la frontera portuguesa. Para Campomanes lo principal era el acondicionamiento del camino real, que ya estaba casi acabado pero no del todo, y llega a la conclusión de que el despoblamiento es la cusa del abandono de estas tierras y no su consecuencia, indicando que los más notables despoblados están entre Calzada de Oropesa y Navalmoral de la Mata y Almaraz, entre esta población y Jaraicejo, el puerto de Miravete y Torrejón el Rubio, los montes de Trujillo, las zonas del arroyo de Toro y Pizarrosillo, Don Pedro y Medellín, Mérida y Alburquerque (con la excepción de Nava), el arroyo de Albarregas y el de Lácara, la Puebla de Montijo y el fuerte de San Cristóbal, el santuario de Botova…

La memoria fue tomada con interés por el marqués de Ustáriz (1735-1809), ascendido a intendente de Extremadura en 1770, donde su gestión se vio entorpecida por los grandes propietarios de la Mesta. Las propuestas para la repoblación de Extremadura fueron las siguientes: se pretendía crear una enorme cantidad de nuevas poblaciones, así como dos asentamientos entre Calzada de Oropesa y Navalmoral de la Mata. En esta zona se proyectó Encinas del Príncipe. Se planteó otra población entre el puerto de Miravete y Torrejón el Rubio (Villareal de San Carlos, el único que se llevó a cabo y que hoy existe, entre Plasencia y Trujillo). También se habló de la posibilidad de crear poblaciones en el camino entre Jaraicejo y Cáceres, entre Mérida y Badajoz, entre el río Gévora y Alburquerque.

A la postre, lo hecho fue mucho menos de lo proyectado, pero al interés ilustrado se sumaron algunas iniciativas privadas, de las que son ejemplos los proyectos de Valbanera y Roza de la Pijotilla, que nunca llegaron a ser realidad. María Soledad Pita señala que para Extremadura no existió un plan que se pareciese al de Sierra Morena, sino propuestas más o menos inconexas. La “memoria” de Campomanes sobre Encinas del Príncipe es de 1778, que se proponía entre Calzada de Oropesa y Navalmoral de la Mata; aunque fracasaría, se tuvo la intención de que sus habitantes fuesen labradores, y cada uno recibiría cuarenta fanegas de tierra, sobre todo con la intención de producir trigo y otros granos. Cada agricultor tendría hasta doscientas cabezas de ganado lanar, y se entregaría cincuenta fanegas de tierra a cada uno para pastos, sin que un solo labrador pudiese tener más tierra que la indicada, pagando al Estado el 3% de lo producido, eligiendo los habitantes al alcalde y a los concejales.



[1] “Encinas del Príncipe, Villarreal de San Carlos, Valbanera y la Roza de la Pijotilla…”.
[2] Incluso sobre los ríos que pudiesen hacerse navegables.
[3] Nacido en Torás, Castellón, en 1725, murió en 1792. Clérigo, pintor, académico, fue un verdadero ilustrado, dejándonos una importante obra, entre otras: “Viaje de España”.
[4] Afluente del Tajo en la provincia de Cáceres.
[5] Al sur del Tajo y de Villarreal de San Carlos (es una pequeña sierra).

jueves, 24 de agosto de 2017

Belgas en Guatemala

Ruinas de una iglesia barroca en Puerto Barrios,
donde se encuentra hoy Santo Tomás


Parte de la costa atlántica de Guatemala está formada por dos grandes bahías, la más pequeña de Santo Tomás de Castilla, fundación española en 1604 pero que cuando el país se independice será concedida para su colonización a ingleses, luego a belgas…

Es sabido que los españoles basaron su proceso colonizador en América en la fundación de ciudades, desde las que se pretendía controlar el resto del territorio, pero estas ciudades no existieron en la parte este de Guatemala, donde el clima es distinto al del resto del país, más seco dentro del conjunto tropical. Los españoles concedían a aquellas ciudades un alto grado de autonomía, dándose el caso de que en Centroaméreica el proceso de conquista avanzó desde la costa pacífica hasta la atlántica, a partir de los centros de México y Panamá. También desde las Antillas hasta la costa, pero con poco éxito. Esto provocó que las regiones del Caribe centroamericano no contasen con población española comparable a los centros del Pacífico, lo que llevó a una fuerte resistencia indígena, que aprovecharon los piratas de varios países europeos para establecer asentamientos ilegales.

Los reyes de España realizaron esfuerzos durante el siglo XVII para poblar dichas zonas, entre ellas Santo Tomás, uno de los ejemplos frustrados de España. Otros puertos fundados en esta zona fueron Puerto Caballos y Trujillo (este en la actual Honduras), que fueron una atracción para la piratería que ahuyentó a los españoles.

Con la independencia –señalan Willy Soto Acosta y C. H. Cascante Segura[1]- los diversos estados consideraron la necesidad de incorporar a sus territorios aquellas zonas que habían quedado como “bolsas” fuera del antiguo control español, pero al tiempo se incorporaban al imperialismo de corte moderno, en el siglo XIX, estados como Bélgica, con la personalidad de su rey Leopoldo I y la “Compañía Belga de Colonización”. No fueron solo los belgas los que aparecieron por Guatemala, sino ingleses y otros, pues los intereses eran claros en relación al comercio en el Caribe y la comunicación con el Pacífico aprovechando ríos, lagos y caminos terrestres.

Los nuevos gobernantes (criollos) se quejaron de la “escasez de brazos” para acometer la tarea de hacerse con los territorios no conquistados, apareciendo distintos proyectos pese a las pocas posibilidades de éxito. En todo caso, los europeos que se desplazaron a Guatemala no contaron siempre con la autorización de los gobiernos autóctonos. Guatemala, tras su independencia en 1823, y la breve anexión a México, heredó el problema de la vertiente caribeña, cediendo Santo Tomás a los ingleses, quienes pretendían convertir la zona en otro Belice. En 1834 el gobierno guatemalteco cedió la Compañía Comercial y Agrícola de las Costas Orientales, el territorio de Verapaz, al cual fueron anexadas las tierras de Santo Tomás. La empresa inglesa no prosperó y en 1841 aquella Compañía vendió sus derechos a otra belga, sin que en ello existiese permiso alguno por parte del gobierno guatemalteco.

En 1840 se había creado la “Sociedad Belga de Colonización”, especie de colaboración entre la Corona (el Estado) y negociantes particulares, y cuando dicha Sociedad compró los derechos a los ingleses, no sabían el carácter jurídico de Santo Tomás ni la inestabilidad política que vivía Centroamérica. Cuando los belgas llegaron a Guatemala se encontraron con que el Presidente Rafael Carrera había retirado los derechos a los ingleses, por lo que mal podían estos venderlos lícitamente a los belgas. Estos, entonces, dejaron de interesarse por Verapaz y optaron por pretensiones más modestas, mientras el acercamiento entre la Corona y los industriales seguía afianzándose en el pequeño país europeo.

Santo Tomás tenía el interés de ser una de las primeras posesiones belgas, tras el fracaso en el intento de comprar Cuba. En Santo Tomás se pretendió establecer un sistema fundado en la explotación del trabajo según las razas, siendo los indígenas pagados en especie y los productos explotados: cochinilla, café y tabaco fundamentalmente. Desde Santo Tomás se pretendió establecer un canal terrestre-fluvial hacia el interior de Guatemala y el Pacífico, para lo cual e emplearía el río Motagua. Otra serie de canales partirían de la Bahía Graciosa hasta diversos puntos del Caribe, y así ampliar la influencia belga a Nicaragua para controlar el canal que atravesaría este país. Para todo ello el rey Leopoldo I dio subsidios en 1842 y 1843, calificándose los empresarios “los hombres más honorables de Bélgica”. La Corona también se beneficiaría de los resultados, que se presumían positivos, aunque esto quedó siempre en una indeterminación muy poco productiva.

Existía también un interés “civilizador” basado en la supuesta superioridad de los blancos, lo que contó con las bendiciones de las autoridades eclesiásticas, en particular el arzobispo de Malinas. Así, la realidad se debatía entre la ética y el beneficio, mientras que el sistema de explotación intentaba convivir con la posesión comunitaria. Pronto se vio un desfase evidente entre las expectativas y la realidad, pretendiendo que las clases inferiores belgas fuesen desplazadas a Santo Tomás para evitar su miseria y falta de trabajo.

Los jesuitas, por su parte, quisieron imitar las reducciones que habían llevado a cabo sobre todo en Paraguay, mientras que los opositores a ellos lo consideraron “enojoso desde todos los puntos de vista”, pues el producto de la comunidad era entregado a la administración y esta lo repartía equitativamente entre los trabajadores. Una primera muestra de oposición entre el comunitarismo jesuítico y el liberalismo político que se abría paso como fuese. Había que separar -decían los colonizadores- los negocios del mundo espiritual. Lo cierto es que de los 882 individuos que fueron desplazados a Guatemala, muchos de ellos eran enfermos y solo 286 –señalan los autores a los que sigo- eran población activa.

En 1845 un testigo de la colonia, Alexandre Pottie, describió la situación de la siguiente manera: Me parece que caminamos en medio de un vasto cementerio en el cual los habitantes han abandonado sus silenciosas tumbas, para mostrarnos sus heridas y sus miserias. De todos aquellos que vimos ninguno llevaba en su cara una huella de salud… Más tarde participaron los franceses en la empresa explotadora, hasta que el Estado guatemalteco se hizo dueño de la situación y acabó con el sueño de ambiciones miserables.


[1] “La colonia de Santo Tomás: las visiones de un intento de colonización belga…”.

martes, 22 de agosto de 2017

"Manifestación del designio divino"


Ruinas del castillo de Salvatierra
(Calzada de Calatrava)

“A primera hora de la mañana del 16 de julio de 1212, sobre las ondulaciones de la vertiente sur de Sierra Morena llamadas ‘Navas de Tolosa’ se alineaban los dos mayores y más poderosos ejércitos conocidos hasta la fecha en la Península Ibérica”, relata Martín Alvira Cabrer[1] en su tesis doctoral. A las órdenes del califa almohade, varios miles de hombres de diferentes razas y procedencias, pues aquel había convocado a todo al-Magrib, Ifriqiya y los países del Sur. El ejército cristiano estaba envuelto en cruces y con la bendición del “Señor de Roma”, expresión que corresponde al mismo califa. Allí estaban tres de los cinco reyes de España, las Órdenes Militares, las milicias de muchas ciudades e incluso tropas venidas de más allá de los Pirineos.

El obispo de Tui (Suero), entre otros, aseguró que Alfonso VIII de Castilla deseaba enfrentarse a los musulmanes para vengar la derrota sufrida en Alarcos (1195), y así mismo lo señala la más tardía “Primera Crónica General” de Alfonso X. El rey castellano decidió la batalla que se daría en las Navas de Tolosa en 1210, concibiéndola como “guerra justa de desquite” con un espíritu feudal y caballeresco. El autor de la tesis que aquí resumo ve así el concepto de “ultio”, el deseo de venganza que forma parte de la ideología feudal, y esa guerra estaria “consagrada por la divinidad”, porque esa misma divinidad había castigado a los cristianos en Alarcos.

El rey castellano, para preparar la batalla de 1212, hizo un deliberado esfuerzo diplomático y propagandístico a nivel continental, y concibió la campaña como ofensiva, todo lo contrario que en Alarcos. Aquí la batalla se dio en territorio cristiano, en Tolosa se dio en territorio musulmán. Los cronistas, durante la Edad Media, tendieron a personificar en los reyes los éxitos y los fracasos sin tener en cuenta otros factores. De ahí que cuando los éxitos militares venían, los reyes eran perfectos, exaltados, verdaderos motores de la historia. Solo a partir de la “Crónica Najerense” y, sobre todo, desde la “Chronica Adefonsi Imperatoris”, la historiografía comenzará a dejar de ser casi exclusivamente biográfica, dice el autor al que sigo.

La repoblación castellana de Béjar se hizo en 1209 y la de Moya (al este de la actual provincia de Cuenca) en 1210, “para tener ocasión de hacer la guerra a los sarracenos”, según Lucas de Tuy. A partir de aquí se dio una ofensiva castellana por tierras de Baeza, Andújar y Jaén, “confiando en la misericordia de nuestro Señor Jesucristo”, dice la “Crónica Latina”, lo que apoyaba el papa al menos desde inicios de 1209. Por su parte el califa preparaba un enfrentamiento notable contra los cristianos, independientemente de las algaradas sobre Andalucía. Pasó el estrecho con gran ejército, el puerto del Muradal[2] y asedió la fortaleza de Salvatierra, hoy en Calzada de Calatrava (Ciudad Real). Este asedio se dio en 1211, mientras que el castellano permanecía con su ejército cerca de Talavera. Grupos de musulmanes, entre tanto, arrasaban los alrededores de Toledo.

La caída de Salvatierra en poder musulmán hizo ver al rey castellano la necesidad de ser los cristianos los que ofendiesen en vez de defenderse, y estos hechos forman parte de esa “guerra feudal” que se desarrolla en toda la Cristiandad entre los siglos XI y XIII: continuas algaradas de rapiña, saqueos y caza de botín por un lado; ataques a fortalezas, asedios y tomas de plazas fronterizas, o como se dice en la Chanson des Lorrains: “La marcha comienza. Al frente están los exploradores e incendiarios. Tras ellos vienen los forrajeros cuyo trabajo es recolectar los botines y llevarlos al tren de bagaje principal. Enseguida todo un tumulto. Los campesinos, saliendo de sus campos, retroceden lanzando fuertes gritos. Los pastores reúnen sus rebaños y los conducen hacia los bosques vecinos… Los incendiarios ponen fuego a los pueblos y los forrajeadores los visitan y saquean…”.

Si hasta entonces Alarcos había sido la ofensa recibida que debía vengarse, Salvatierra fue por la que “lloraron las gentes y dejaron caer sus brazos”, y la trascendencia de ello se comprueba en la “Crónica Regia de Colonia” (1175-1220) y en otras fuentes de la época. A la oportunidad de reconciliación –dice Alvira Cabrer- con el Dios vengador de 1195, se une ahora la “tuitio”, la obligación de origen feudal de proteger al débil. En la península Ibérica el “tiempo de guerra” era aún más intenso y cotidiano que en el resto de Europa. Guerra de religión y guerra de conquista, la actividad militar se basaba en el sentimiento de inseguridad y el peligro de la constante amenaza musulmana.

Aunque el Duero y Sierra Morena fueran las auténticas “fronteras” entre civilizaciones, entre la Sierra de Guadarrama y el Guadalquivir se extiende, entre 1086 y el primer tercio del siglo XIII, una “zone frontiére” –dice E. Lourie- de villas militarizadas –la Extremadura y la Transierra- donde la guerra es una actividad cotidiana que ordena la sociedad, rige la economía y orienta las conciencias.


[1] “Guerra e ideología en la España medieval: cultura y actitudes históricas ante el giro de principios del siglo XIII”, Universidad Complutense de Madrid, 2000.
[2] Al norte de La Carolina (Jaén) y al sur de Almuradiel ( Ciudad Real).

lunes, 21 de agosto de 2017

El Quartel de la Marina y la Montaña



Sierra de l'Aitana y valle del Guadalest

Parece ser que la sierra d’Aitana, al norte de la actual provincia de Alicante, formó parte de lo que, hasta bien entrado el siglo XVII, se denominó como indica el título. La sierrra d’Aitana está formada por dos alineaciones montañosas de oeste a este, convergiendo en la Marina Baixa, cerca de Polop y La Nucia. Al suroeste se extiende el Sistema Bético, del que la sierra d’Aitana forma parte.

Giménez-Font y Marco Molina[1] han estudiado las diversas transformaciones que este paisaje de media montaña mediterránea ha sufrido tanto por causas naturales pero, sobre todo, por la acción del hombre. Entre otros se han dado procesos de expansión de la superficie agraria, ganadería, incendios forestales, aprovechamientos madereros y repoblaciones. La relación entre el medio y las sucesivas civilizaciones que han ocupado las riberas del Mediterráneo, ha facilitado –dicen los autores citados- los estudios arqueológicos, así como la biodiversidad de esta región. Llegan a la conclusión de que los agentes de perturbación son sobre todo obra de los seres humanos.

Una de las modificaciones que la sierra d’Aitana ha sufrido es la deforestación a causa de la ampliación del espacio agrario hasta hace unas décadas, pero también por la incidencia de los incendios forestales. La máxima degradación, en términos ecológicos, se alcanzó hace unos 150 años, lo que forma parte de la “degradación acumulativa” del paisaje mediterráneo, en lo que ha tenido también un papel el crecimiento demográfico.

Los autores llegan a la conclusión de que a finales del siglo XIII ya se dieron estados elevados de degradación al extenderse los cultivos y por el incremento de la población, con cambios significativos en la extensión y composición de la vegetación, lo que ha sido estudiado por el naturalista y botánico Antonio José Cavanilles en la segunda mitad del siglo XVIII.

La máxima altura de la sierra está a 1.558 metros sobre el nivel del mar (Aitana), pero también son picos relativamente importantes Penyo Molero (1.306) y Peñón Divino (1.148). Por entre las dos alineaciones montañosas discurre un valle bien perceptible, siendo la pendiente hacia el sur (Peña de Sella) la más pronunciada. Se dan contrastes destacables con respecto a los espacios circundantes en pluviometría, innivación y diversidad de ecótopos (medios físicos donde se desarrollan comunidades biológicas), lo cual está relacionado con una intensa y antigua humanización.

Las rocas que predominan son calcáreas, con fosas tectónicas formadas por materiales blandos (margas), lo que ha permitido el aprovechamiento agrícola en terrazas. Hay tres cuencas fluviales: la del río Frainos, la del Guadalest y la de Amadorio, desembocando los dos últimos en el Mediterráneo, muy próximo, pudiéndose ver aquí un ejemplo claro de litoral mediterráneo adosado a estructuras montañosas.

La región se ha visto afectada históricamente por el comercio y la intensa humanización, que se ha adaptado a un clima irregular. La conquista cristiana en el siglo XIII supuso una nueva organización del espacio diferente a la que mantuviera la población morisca, muy abundante en términos relativos. Con aquella conquista, a pesar de ser mayoría, los moriscos quedaron reducidos a la marginalidad, que se acentuó cuando se vio como un peligro la actividad corsaria de los berberiscos. La implantación de la jurisdicción señorial fue muy importante, con alguna excepción como es el caso de Penáguila. Los musulmanes fueron reprimidos durante tres siglos, lo que provocó no pocas sublevaciones, deportaciones y la expulsión de 1609. En la región se dio la repoblación cristiana y las correspondientes cartas puebla durante la baja Edad Media; con ello cambios en el paisaje derivados de la evolución de la población, el tipo de poblamiento, las diversas jurisdicciones en unas zonas y otras y las variaciones en la economía. De ahí el impacto sobre la vegetación, los incendios, la expansión de los cultivos, la ganadería, tanto trashumante como transtermitante (corto recorrido), los aprovechamientos y las repoblaciones forestales.

La marginación de la población morisca desde el siglo XVI dio origen a movimientos migratorios, configurándose desde entonces unos 25 núcleos de población, de los cuales Penáguila y El Castell de Guadalest mantenían población cristiana (aproximadamente un 25% del total). A partir del siglo citado se extendieron las roturaciones y se mantuvo una agricultura intensiva de regadío concentrada en los contornos de los poblados, con una relativamente escasa expansión del secano, aunque los casos estudiados por los autores dan una mayor superficie dedicada a este último. Según el censo de 1510, las actuales comarcas que conforman La Marina mantenían el mayor número de cabezas de ganado del sur del Reino de Valencia, siendo el Quartel de la Marina y las Montañas el tercer territorio en todo el Reino en importancia ganadera. Con la expulsión de los moriscos se abandonaron campos que tardaron décadas en volver a ser cultivados.

El paisaje, desde un tiempo relativamente reciente, ha sufrido cambios importantes, sobre todo por el abandono de la actividad agrícola, lo que ha llevado a medidas legales de protección, tanto por parte de la Unión Europea como de administraciones españolas.


[1] “La dinámica del paisaje en la Serra d’Aitana (Alacant, España): síntesis de transformaciones históricas en una montaña mediterránea (1600-2010)”.

sábado, 19 de agosto de 2017

Los mapas de calamidad


Tendilla (Guadalajara)
uam.es/personal_pdi/ciencias/depaz/mendoza/riada.htm

Desde hace siglos ha habido una pérdida de respeto creciente hacia lo ambiental excepto cuando se trata de desbordamientos de los ríos, de fenómenos sobrenaturales o naturales, castigos divinos, por una falta de ocupación intensiva del territorio y la invasión de espacios con peligrosidad de inundaciones por grandes lluvias y/o desbordamientos de ramblas, arroyos y ríos. 
 
Los informes y memoriales elaborados tras una de estas catástrofes se remontan al siglo XVIII en España, pero la preocupación de las autoridades y de ciertos profesionales se remontan a la Edad Media. Hoy, la cartografía de riesgos naturales se ha convertido en un requisito legal en los procesos de planificación territorial. Las primeras cartografías del siglo XVIII dieron paso, en la segunda mitad del XX, a los mapas de peligrosidad basados en el estudio del comportamiento físico de los fenómenos naturales, y en España solo desde hace unos años comienzan a elaborarse mapas de riesgo.

El desconocimiento del funcionamiento de la naturaleza hace que el ser humano haya vivido, y vive, en un riesgo permanente, máxime en los últimos decenios, que han sido pródigos en la manifestación de episodios naturales de rango extraordinario, de consecuencias funestas para la población mundial. Los umbrales de tolerancia ante los riesgos de la naturaleza han disminuido por el propio crecimiento de la población y la ocupación intensiva del territorio. Se invaden espacios con peligrosidad bajo la premisa del desarrollo colectivo, pero hoy se tiende a relacionar los usos del suelo con la peligrosidad natural.

Los espacios fluviales, en España, son los más afectados por las grandes riadas y desbordamientos que se han producido y de los que tenemos noticia, de forma que cuando se levantaron los primeros mapas sobre ello se les llamó “mapas de calamidad”. Desde la Edad Moderna ha habido proyectos de encauzamiento de ríos o desviación de sus cauces para evitar riesgos en las poblaciones, casi siempre en zonas de clima mediterráneo, tanto en tramos bajos como medios y altos de los cursos. Estos mapas tratan de promover el acondicionamiento que luego se llevarían o no a cabo, uno de cuyos ejemplos es el desbordamiento de la rambla Fondonera en Daroca, para lo que en el siglo XVI se hizo un túnel por debajo del cerro de San Jorge que condujese las aguas del río Jiloca. La obra de la Mina de Daroca fue una de las más costosas realizadas en Aragón, y dos siglos más tarde (1742) el ingeniero Sebastián de Rodolphe levantó un plano detallado de la misma.

Otro ejemplo son los trabajos de encauzamiento de la rambla de las Hoyuelas en Almansa, iniciadas en 1566 pero que tuvo varias fases debido a la rotura provocada por las aguas en la avenida de mayo de 1570 y otras posteriores, finalizándose las obras en 1584. Importante fue también el proyecto de canalización del río Segura a su paso por Murcia (1785), en lo que intervino el conde de Floridablanca. Es el proyecto más ambicioso de los realizados hasta entonces, encontrándose por primera vez el término “riesgo”, pero no se llevó a cabo, por lo que la ciudad de Murcia siguió en riesgo de inundaciones.

En el siglo XIX también se desarrollaron proyectos que nunca se llevaron a cabo en el momento de su planteamiento, sino más tarde, como la modificación de los cauces del Júcar y Segura, elaborados tras los desastres de 1864 y 1879 respectivamente. También se levantaron mapas de las llanuras aluviales del Júcar (1797) y Segura (primer tercio del s. XIX). Uno de los informes donde se describen las consecuencias de desbordamientos de ríos, arroyos, barrancos y ramblas es el Plano de la riera de Cánoves a su paso por Cardedeu, debido a las inundaciones que sufrió dicha población (1776); otro es el plano levantado por Josep Tormo en 1797 con los “derrames de las mayores avenidas” en el alto Vinalopó; también el mapa incluido en la Memoria sobre la inundación provocada por el Júcar en 1864 (ribera baja del río). Se trata de uno de los episodios más importantes en la cuenca del Júcar, con registro de caudales máximos calculados en torno a los 11.000 m3/seg. A consecuencia de esta avenida se formó una nueva desembocadura en el río a 1,4 km. al sur de la anterior, en Cullera. Dos años después se promulgó en España la primera Ley de Aguas (1868).

En la cuenca del Segura se produjo la “riada de Santa Teresa” en 1864, una de las más importantes de la segunda mitad del siglo XIX en España. Las intensas lluvias se acumularon en la cuenca, y sobre todo en el río más caudaloso, Guadalentín se alcanzó un máximo de crecida de 1.500 m3/seg. Esta crecida llegó en siete horas de Lorca a Murcia. A raíz de este episodio y de la riada de la Ascensión en 1884, se celebró al año siguiente un congreso contra las inundaciones en la región de Levante, pero un proyecto de obras de defensa nunca se llevó a cabo.

A lo largo del siglo XX destacan la riada del Turia en 1957 a partir de una tormenta de otoño que dio por encima de 300 mm. en 24 horas sobre Valencia y las poblaciones próximas, cobrándose 86 vidas humanas. En 1962 se produjo una terrible inundación en la cuenca baja del río Llobregat, con 973 muertos o desaparecidos y 5.000 viviendas destruidas. En 1973 una descarga de lluvias torrenciales en el sureste dio una máxima diaria de 600 mm. en Albuñol y Zurgena. En la cuenca del Segura, la rambla de Nogalte, el río-rambla Guadalentín y el propio Segura se desbordaron y la inundación ocasionó enormes daños a la agricultura. En 1982 se rompió la presa de Tous por un desbordamiento “colosal” del Júcar en su tramo bajo, pero las mayores pérdidas económicas se dieron en las provincias vascas en 1983 por unas lluvias torrenciales en el noroeste de Navarra, Vasconia y oriente de Santander que dieron unos registros máximos de 500 mm. al día en la ría de Bilbao (Larrasquitu).

La crecida del Júcar en 1987 ocasionó una gran inundación en la Ribera Baja, con lluvias torrenciales que rebasaron los 800 mm. al día en algún punto del sur de la provincia de Valencia…

(Fuente: J. Olcina Cantos y A. Díez-Herrero, “Cartografía de inundaciones en España”).