miércoles, 27 de mayo de 2020

Las Memorias de Alcalá-Galiano (17)


Hasta aquí la mitad, aproximadamente, de las Memoras escritas por Alcalá-Galiano y Fernández de Villavicencio. No hizo estudios superiores, pero sí tuvo una formación selecta, que fue completando al contacto con amigos como José Joaquín de Mora y Martínez de la Rosa, éste alumno de aquel en la Universidad de Granada. Conoció la obra de Böhl de Faber, con el que polemiza en alguna ocasión, máxime teniendo en cuenta que éste era partidario del absolutismo.
También conoció a Ángel Saavedra, duque de Rivas, que influye en nuestro autor para que adopte estéticamente el romanticismo, participando en los debates de La Fontana de Oro, un café madrileño donde se reunían los liberales durante el trienio de 1820-1823. En esta tertulia se forjó Galiano como orador, lo que demostraría luego a lo largo de su vida, pero como se restableciera el absolutismo en España en 1823, Galiano huyó a Londres, donde sobrevivió dando clases de lengua española. Su estancia en la capital británica le hizo admirar el liberalismo inglés, lo que le lleva a moderarse hasta el final de su vida. La Fontana de Oro, por su parte, volvió a su primitiva función de fonda para viajeros.
Galdós, remontándose a la época del trienio, relata los “dos recintos” de la Fontana de Oro: el del café y el de la política, pero en el espacio dedicado a ésta no se daba solo una tertulia, sino que los oradores se situaban en el lugar adecuado para ser escuchados por los demás. En la década de los años cuarenta del siglo XIX, La Fontana de Oro cambió de propietario, pero ya no tuvo la función de los primeros años veinte.
Galiano fue diputado entre 1822 y 1844, lógicamente durante los períodos liberales. Tras su exilio en Londres volvió a España en 1834 y ocupó la cátedra de Derecho Constitucional del Ateneo de Madrid; en las Cortes se alineó con Istúriz, también reconvertido al moderantismo, y los dos formaron parte del Gobierno en 1835 junto con Mendizábal. Luego no participó de forma activa en la vida política hasta 1860, redactando sus “Recuerdos de un anciano”, publicados en 1878. De nuevo ministro con Narváez en 1865, entonces le sorprendió la muerte.
En la obra citada su hijo Antonio dice que “al dar á luz, coleccionados y en forma de libro, los artículos que con el título de Recuerdos de un anciano hace años y en vida de su autor se publicaron en la acreditada revista titulada La América, que á la sazón dirigía con sumo acierto el Sr. D. Eduardo Asquerino, cedo al deseo manifestado repetidamente por muchas personas de valía de recorrer de nuevo las interesantes páginas que contienen, y que, aparte su mérito literario, encierran una suma de noticias tan curiosas como ignoradas, y de cuya veracidad son garantía suficiente la prodigiosa memoria del escritor y la entera buena fe, que si resplandeció en su carácter cuando vivo, según es notorio, hoy se refleja fielmente en sus escritos”.
Galiano fue autor de otras obras además de las Memorias que aquí resumimos, sobre historia, derecho, literatura y un estudio sobre Miguel de Cervantes.

martes, 26 de mayo de 2020

Las Memorias de Alcalá-Galiano (16)

https://ocultismocadiz3000.blogspot.com

Entre los masones de Sevilla cita Galiano a don José Grases, capitán de artillería, que era teniente coronel, con quien el autor cobró una amistad muy estrecha, poniéndole al corriente de que, contrariamente a lo que ocurría en otras partes de España, en Andalucía estaban los trabajos masónicos en plena actividad. Se preparaba una expedición militar para que, desde Cádiz, partiese a la América española que estaba levantada contra el Gobierno de España, cuya oficialidad estaba ganada para el constitucionalismo. Los soldados no querían embarcarse, por lo que harían lo que estuviese en sus manos para permanecer en España. El capitán general de Andalucía era el conde de La Bisbal, masón antiguo, que conocía el proyecto revolucionario y lo favorecía. El autor se ilusionó con esto y “me precipité gustoso”.

Las cuestiones conspiratorias eran guardadas con celo entre los masones, pero se mezcló en ello un hombre singular, no masón, pero que gustaba de lo que se preparaba, alto, fornido, imprudente en el hablar según Galiano que, en los primeros días que se conocieron le dijo a nuestro autor su parecer: lo mejor sería colocar de nuevo en el trono al rey padre, Carlos IV, residente en Italia. Galiano le oyó y permaneció callado; preguntó quién era y le dijeron que un dependiente o socio de la casa de Beltrán (sic) de Lis[i] de apellido Mendizábal, y así fue como Galiano conoció al que luego sería célebre ministro y financiero.

Siguió nuestro protagonista viaje a Cádiz siendo recibido por amigos de distintas clases, viendo que La Bisbal estaba muy “bienquisto” con los gaditanos, contrariamente al odio que había despertado en 1815. Para los conjurados, la cooperación del conde al proyecto era evidente y descansaba en pruebas, pero llegó a Cádiz, a finales de 1819, la noticia de que había sido descubierta en Valencia una trama de las que estaban en continuo urdiendo para el restablecimiento de la Constitución, en la que había tenido protagonismo el general Elío, de extraordinario celo al servicio de la monarquía absoluta. Galiano relata así la acción de Elío: “cogió el general de sorpresa a los conjurados celebrando su conciliábulo, asombrólos con su vista, infundiéndoles, a la par que terror, deseo de hacer una resistencia desesperada viéndose perdidos”. Se produjo entonces una refriega peleando cuerpo a cuerpo, atravesando con su espada el general al que era cabeza de la Junta… Ente las víctimas estaba un Beltrán de Lis, hermano de Vicente, amigo de Galiano.

Las Memorias de Galiano entran a partir de este momento en un prolijo relato sobre las conspiraciones puestas en práctica para restablecer el régimen constitucional, en las cuales fue protagonista civil nuestro autor. “Un cuerpo supremo y misterioso”, dice, al que se suponía con gran organización y fuerza, celebraba sus juntas en la casa de la familia Istúriz[ii], muy respetada en Cádiz, de las de más nota y antigüedad en la clase superior del comercio y enlazada con militares. Pero llegó el momento en que La Bisbal no encontró al ejército bastante trabajado para poder lanzarse a tan audaz empresa con seguridad de triunfo, por lo que procuró que la masonería se extendiese entre los oficiales. Uno de ellos era don Evaristo San Miguel, segundo comandante del batallón de Asturias, don Antonio Quiroga, coronel graduado comandante del batallón de Cataluña y otros.

Las dudas de La Bisbal se vieron reforzadas por el segundo jefe de la expedición a Ultramar, don Pedro Sarsfield, que convenció al primero de que un levantamiento contra el poder absoluto del rey era suicida, actuando con sus soldados en la isla de León, lo que le valió el asenso a teniente general. Faltando La Bisbal al compromiso revolucionario, con el poder sobre los oficiales y la tropa que tenía, esta intentona fracasó. Pero hubo una segunda, en la que Galiano estuvo más implicado aún, donde narra la desconfianza de los masones después del fracaso habido, sabiéndose además que La Bisbal había mantenido, para tantear sus posibilidades, relaciones con el Gobierno de Madrid.

San Fernando, Jerez, Arcos, la Cortadura[iii] y los castillos de Santa Catalina y San Sebastián fueron centros decisivos de la victoria constitucionalista, pero no así la ciudad de Cádiz, donde habiendo muchos liberales no acertaron a hacer las cosas con la diligencia que exigían los objetivos. Quiroga tuvo dificultades para entrar en la ciudad precisamente porque la Cortadura no había sido hecha franca para el paso de sus tropas, pero sí Riego, que según Galiano avanzó triunfante hasta Cádiz proclamando la Constitución en varias localidades, la primera en Las Cabezas de San Juan, hoy al sur de la provincia de Sevilla. Las dudas, errores, indiscreciones, sinsabores, planes y demás preparativos para el triunfo del constitucionalismo, empezaron con la necesidad de encontrar un jefe militar con la capacidad de agrupar y mandar a oficiales y tropa, encontrándose en Quiroga. La fama que alcanzó Riego, según Galiano, se debió a su arrojo, audacia, éxito y predisposición en adelantarse a otros. El mismo Galiano, sorpresivamente, tuvo la ocasión de encontrarse con Riego en una vivienda a la que había sido llevado, poco antes de que el régimen constitucional se estableciese en toda España, pero por la relación que hace Galiano, no sin dificultades. Con nuestro autor estuvo en las conspiraciones aquel fornido personaje que había conocido no hacía mucho tiempo, Mendizábal.

Cuenta Galiano la anécdota de que habiéndose solicitado la colaboración de un jefe militar con su tropa en el alzamiento revolucionario, pidió aquel entrevistarse con Riego. Se creyó que iba a pedir algún tipo de pago a favor de sus soldados y de él mismo, pero cuando se produjo el encuentro pidió un papel firmado para cubrirse las espaldas, es decir, una orden que estaría obligado a cumplir, a lo que Riego le contestó: ¿Quién me cubre a mí?

Como el alzamiento constitucionalista contó con oposición realista, los conjurados sufrieron consternaciones, varios huyeron o se escondieron, incluso Galiano toma la decisión de salir para Rio de Janeiro e incluso va a Gibraltar en busca de pasaje; no encontrándolo habla con varios conjurados y vuelve sobre sus pasos para continuar los trabajos revolucionarios, encontrándose, al llegar a Cádiz, incomunicado por una epidemia. Tiene encuentros con Mendizábal para encontrar la mejor vía de continuar el proyecto y se reconstruye el “Soberano Capítulo” de la masonería, siendo comisionado el autor para visitar los cantones del Ejército.

La toma del arsenal de la Carraca por parte de los constitucionalistas fue un factor importante, si no decisivo, para el triunfo final, al tiempo que se intenta el apoderamiento de La Cortadura mientras Riego se sitúa frente a las tropas realistas en el Puerto de Santa María. Fueron San Miguel y Galiano los que publicaron la Gaceta de la Isla, así como compusieron la letra de la canción patriótica que hoy se ha popularizado, pero aún hay ocasión para que el ejército realista bloquee provisionalmente a los constitucionales, pero un levantamiento en A Coruña hace renacer las esperanzas; por último, se proclama la Constitución en Cádiz.



[i] Hijo de un rico comerciante. Más tarde llegaría a ser ministro.
[ii] Participó en la guerra de la Independencia, liberal exaltado que intervino en los preparativos del alzamiento militar de Riego y Quiroga. Fue miembro de las Cortes durante el trienio 1820-1823.
[iii] Es una playa junto a las murallas de la Cortadura, límite exterior de las defensas de la ciudad.

lunes, 25 de mayo de 2020

Las Memorias de Alcalá-Galiano (15)

(*)
En el verano de 1816 tuvo lugar el casamiento del rey Fernando VII con su sobrina doña María Isabel de Braganza, celebrándose con muchos festejos el evento, incluso por los liberales gaditanos, según nos informa Galiano, que por su parte compuso un “Epitalamio” irónico, en realidad una invectiva contra el rey, corriendo nuestro autor un riesgo evidente. Enseñó los versos y enseguida fueron conocidos por muchos, de forma que cuando se hablaba de ellos se confesaba su autor, hasta el punto de que don Juan Nicasio Gallego, afamado poeta, diputado que había sido, estando confinado por constitucional en la Cartuja de Sevilla y pasado luego a Madrid, viéndose con Galiano, con el abate Juan Osorio y con don Tomás González Carvajal, que había sido ministro de Hacienda en 1813, éste, cono no conociera a nuestro autor de vista, preguntó quién era, a lo que Osorio le contestó “es Galiano”, continuando Carvajal diciendo que “por ahí han corrido unos versos que, atribuidos a usted, no sabiendo quién otro hubiese por estos lugares capaz de haberlos compuesto”, lo que enorgulleció a nuestro autor.

Pizarro, que ya se ve se las arreglaba bien, fue nombrado ministro de Estado, pero la amistad con Galiano “estaba concluida y hasta olvidada”, además de que el haber sido nombrado ministro por el rey no le recomendaba a los ojos de nuestro autor, cuyo tío paterno, Antonio Alcalá-Galiano, le dijo que Pizarro había preguntado por él, por lo que debía escribirle. Galiano se negó repetidamente, hasta que por fin accedió, confesando que debió mantenerse en la negativa, pues su carta no tuvo respuesta.

La masonería, por su parte, tenía la cabeza en Granada, donde estaba como capitán general el conde de Montijo, que de delator de constitucionales ahora era el caudillo en las filas de los enemigos del Gobierno. Los masones españoles obedecían a la masonería francesa en unos casos, en otros a la escocesa y en otros, en fin, a los de la república angloamericana. Pero en España fue creado un supremo gobierno de la hermandad, en oposición directa al Gobierno, estando la masonería anatematizada y perseguida en lo civil y religioso, dice Galiano. Cada vez que se juntaban los masones de una localidad, corrían gravísimo peligro; aún así “teníamos nuestro aparato”, adornos, etc. Entre los masones españoles reinaba un fraternal afecto, circunstancia nacida del “fanatismo de secta que nos poseía”.

Pero en 1817 la masonería española aún no estaba resuelta a obrar activamente contra el Gobierno, de forma que sus miembros “querían detenerse tanto” que provocaron que un corto número de ellos defendiese ir más allá de la celebración de ritos ociosos. Habiendo intentado el general Lacy enarbolar el pendón constitucional en Cataluña, cayó prisionero, pero algunos de sus colaboradores se pusieron a salvo y llegaron a Gibraltar, de paso para América. Sabedores de ello los masones de Algeciras, acudieron a darles auxilio, pero los de Cádiz se dividieron entre quienes veían apropiada esta acción y los que no. Un personaje que se daba grandes apariencias de celoso y miraba mucho por sí, cuya conducta posterior no se correspondió con lo que prometía, “y cuyo nombre no quiero citar, con voz hueca y campanuda, simuló sentir la suerte de Lacy, a la sazón ya muerto”. Contra esta actitud clamó Galiano, acalorado con otros varios, sustentando que si la masonería no se empleaba en favorecer a cuantos algo hiciesen para derrocar al Gobierno, su existencia era ridícula.

Un viaje a Madrid lleva a Galiano a visitar a Pizarro, aunque según dice su principal objeto era trabajar en la logia de la capital, al tiempo que las necesidades económicas iban apareciendo en la vida de nuestro protagonista. Se había reconciliado con su cuñado, lo que le había permitido hacerse con algunos bienes herencia de sus padre, lo que le permitía pasar a su mujer, aún separado de ella, un “corto auxilio”, aprovechando para decirnos que había cometido el delito –del que no fue culpada- de haber causado la muerte de una criatura por abandono y deseos de encubrir su nacimiento.

Galiano encontró disuelta la logia de Madrid, cuyos miembros habían sido perseguidos y disueltos por el Gobierno, pero no debemos olvidar que también quiso ver a Pizarro, y al pasar a verle “batallaban en mi interior encontrados y vehementes afectos”. Al presentarse al ministro tuvo con él una conversación fría y formal, además de corta, pero consiguió que se le pagasen los sueldos devengados de tres años, los gastos de su viaje a Suecia y otros. Regresó a Cádiz, donde vio que los trabajos masónicos andaban lentos. “Como blasonase yo mucho de rumboso- dice- y también de delicado… me convencí de que, según iba, al cabo de pocos años daría fin a mi caudal, y tendría que contraer deudas”. Volvió otra vez a Madrid a mediados de 1818, llevando con él sus enseres, su tía e hijo. La intención era volverse a presentar a Pizarro, lo que hizo y vio que le recibía fríamente, solicitándole puesto en el Consulado de España en Marsella, pero como al poco tiempo el ministro perdió su puesto, de nada sirvió la petición.

El sucesor fue el marqués de Casa Irujo, Carlos Martínez de Irujo, presentándose a él Galiano, que fue recibido afablemente, pero en esto pasa nuestro protagonista a hablar de su relación con José Joaquín de Mora, amigo antiguo suyo, el cual se encontraba en la pobreza después de varios vaivenes. Pero su estancia en Madrid no le era agradable, según confiesa, y se había conformado a tolerar al Gobierno, por lo que visitó a su tío Villavicencio, que ya era capitán general de Marina y ocupaba un alto puesto en la corte, el cual le contó que era costumbre en el rey salir disfrazado de noche, a modo de los sultanes, para averiguar por sí el estado de los negocios, así como para entregarse a diversiones ajenas a la dignidad real.

Por fin el autor es nombrado secretario en Brasil y, regresando a Cádiz, a su paso por Sevilla tiene conocimiento de ciertos proyectos revolucionarios. A partir de éste momento se relaciona con Mendizábal, participa en la conspiración que culminará en enero de 1820 y relata la actitud dubitativa, a la postre progubernamental, del conde de al Bisbal, las relaciones del autor con la masonería, que estuvo en la conspiración revolucionaria, etc. Pero antes relata sus preparativos para ir a tomar posesión de su destino en Brasil.

Besó la mano del rey por la merced recibida y ofreció sus servicios a la reina, la cual moriría al final del año 1818, por lo que su amigo Mora le pidió que escribiese algo para ser publicado, pero con la condición de que no se supiese su autoría. Cuenta entonces Galiano que cuando salió a la luz el escrito agradó mucho al rey, dándose la paradoja de que el autor se escondía, lo que el autor hacía para que los constitucionalistas no supiesen se había plegado a colaborar con el Gobierno e incluso a elogiar a la reina.


(*) Parte superior de la estatua sedente que José Álvarez Cubero hizo de la sobrina y esposa de Fernando VII. Mámol, 145 por 77 cm. (1827).

Las Memorias de Alcalá-Galiano (14)

https://www.worldliteraryatlas.com
Cádiz en 1827

A la llegada a Cádiz vuelven las desavenencias con su esposa (nótese que el autor no dice su nombre nunca en sus Memorias) que terminarán en ruptura, mientras que en otro plano se produce el alzamiento de Porlier en Galicia, se agravan los padecimientos del autor y muere su madre. Por si no fuese poco, por causas de herencia, tiene disputas con su hermana y cuñado…

El autor volvía a su patria, volvía con su familia, pero el estado de su madre era grave; el conde de La Bisbal había sustituido en el gobierno de la ciudad a su tío Villavicencio, que había sido llamado a Madrid, donde el autor dice que ejercía su autoridad con el rigor más desatinado y ofensivo, “más que cruel”. Galiano visitó entonces a algunos liberales presos en el castillo de Santa Catalina, “y con ellos me dolí y con ellos me maldije”. El mal cutáneo de nuestro protagonista seguía horroroso, por lo que decidió pasar un mes en lugar con aires mejores, el Puerto de Santa María.

Al regresar a Cádiz su madre le sorprendió con la intención de levantar la casa e irse todos a Madrid, siempre que la salud de los dos lo permitiera, pero el autor sentía repugnancia de ir a la corte, ya que era el centro del gobierno despótico desde 1814. Fueron entonces a ocupar provisionalmente la casa de la hermana, que con su marido vivía sin otros vecinos; en el nuevo domicilio le esperaban “grandes tragedias”, según dice él mismo. La infidelidad de su esposa fue una, aunque el autor dice que “poderosas consideraciones me prohíben referirlas”. Lo cierto es que en un punto más adelantado de las Memorias, señala que está embarazada de hombre distinto a él, lo que para una mentalidad como la de Galiano y su época, además de la posición social que ocupaba, era terrible.

En abril de 1815 acompañó Galiano a su madre a la villa de Chiclana, por si el aire del campo podía contribuir a favor de la salud de ésta, pero unos meses después de llegar a dicho pueblo falleció aquella mujer, “a quien amaba entonces con más extremo que en las épocas anteriores de mi vida”, dice nuestro autor. Todo le salía mal, pues el alzamiento de Porlier en A Coruña le hizo concebir que otro tanto ocurriese en Cádiz, pero no se dio paso alguno; poco tardó en llegar la noticia de que “el general atrevido”, entregado por los sargentos de los cuerpos que le seguían en su alzamiento, había pagado su tentativa con morir en la horca. Para sus partidarios fue un mártir ilustre, para otros, una víctima desgraciada. Gran dolor causó a Galiano esta muerte, pero no sería el único infortunio, pues un año después, cuando se trató de repartir la herencia que la madre había querido fuese por igual para los dos hermanos. Esto le llevó a firmar un documento por el que renunciaba a lo dispuesto por la madre, cosa igual que hizo la hermana con una diferencia: que Galiano cumplió con la firmado y la hermana no…

El autor empezó a interesarse más por los asuntos políticos, teniendo trato con algunos americanos que, por ser adictos a la causa de su patria, sublevada contra la tiranía del rey de España, le eran en grado sumo agradables. Además veía a los de la masonería con cariño, a la que se había afiliado, no obstante el peligro que había en celebrar ritos masónicos, se juntaban de vez en cuanto en la logia. Así se hizo amigo Galiano de un clérigo americano celoso de la independencia de su nación, liberal y hermano de la secta (la masonería), “faltándole todas las cualidades de su profesión sagrada”. Era de corta estatura, audaz, atildado en sus modos y traje, siguiendo la moda de Inglaterra donde había pasado algún tiempo. Tenía talento, pero no mucha instrucción, incrédulo jactándose de serlo… Cierto día Galiano recibió la noticia de que éste clérigo estaba preso, siendo para aquel un “mártir de la santa causa de la libertad”. Acudió a verle y le atendió, durando poco la prisión y permitiéndosele que saliese de noche.

Venía, pues, “a pasar la prima noche” en la casa donde vivía Galiano con su hermana y cuñado, y aún a cenar les acompañaba. Pasado un tiempo se dejó al clérigo libre, con lo que se quedó sin alojamiento, lo que llevó a Galiano a consultar a su hermana para que pudiese vivir con ellos, pasando a ser uno como de la familia. No tardó el cura en darse cuenta de que nuestro autor era desinteresado, y de que en poder del cuñado estaba todo, comenzando entonces a lisonjear a éste y a su mujer, y adquirida la confianza entre los tres, consiguió indisponer a los parientes con Galiano. Una tía de ambos hermanos, que vivía también en la casa, se dio cuenta de la injusticia que se hacía, odiando al malvado cura. La situación de nuestro protagonista fue apuradísima llegado a éste punto, pero tuvo la fortuna de ganar en la lotería diez mil reales, que no compensaron el pesar por tantas desgracias juntas, entregándose entonces “a una vida desordenada y licenciosa”.

Se dio Galiano al trato con mujeres de mala vida, haciendo de ello “gala con desvergüenza”, tenía frecuentes convites y grescas con excesos en la bebida, y así pasaron tres años que Galiano dice le tildaron de borracho, lo que él niega, pues no fue vicio continuado, sino accidente en medio de las desgracias. En aquellos días había en Cádiz cuadrillas que se llamaban de manzanilleros, por darse a la bebida del vino llamado allí manzanilla, pasando en las tabernas largas horas. Galiano dice que nunca perteneció a estas cuadrillas, pero sí se relacionó con ellas; a los manzanilleros “los respetaba como aliados”, dice y los temía como contrarios. Y sigue en sus memorias diciendo que “ha puesto con lisura, y sin el menos disimulo, mis faltas”.

Pero en medio del desorden no abandonaba la lectura, ni se desinteresó por la política; se dedicó algo a la filosofía y a la metafísica, volviéndose materialista, “porque el estudio de los sensualistas… produjo en mí convencimiento”. Abrazada su nueva creencia, la predicaba con fervor aunque con prudencia, pues aún estaba activa la Inquisición. Con mayor riesgo declaraba sus opiniones políticas, figurándose que pasando él por un calavera y casi un perdido, nadie sospecharía que era un acérrimo liberal. En efecto, si no hubiese tenido tan mala fama por aquel entonces, habría sido perseguido como no lo fue.


domingo, 24 de mayo de 2020

Las Memorias de Alalá-Galiano (13)

Estatua de Gustavo Adolfo II de Suecia
en Gotemburgo

Aún en Inglaterra padeció Galiano un estado de salud deplorable, agravado por la aparición de granos en varias partes del cuerpo, particularmente en brazos y manos, que él trataba de ocultar con dos guantes, el interior del color de la piel, con el objeto de que pareciese que estaba la mano desnuda. Una y otra visita a los médicos no encontraban remedio. Cuando salió de Inglaterra tuvo noticia de que el rey Fernando había llegado a España y el viaje a Suecia se le hizo largo, aunque el tiempo estuvo apacible, siendo los pasajeros que compartían con él el navío, gente de buen humor y modos corteses, uno de ellos un comerciante ruso de Arcángel, que hablaba inglés “con perfección admirable”.

La salud de Galiano, con no ser tan grave como en Londres, era mala. En los doce días que duró la navegación tuvo calenturas y, tras cada una de ellas, se manifestaba la sarna, lo que le obligada a huir de los demás viajeros. Tenía, sin embargo, un criado que había entrado a su servicio, un irlandés que, ausente de su patria desde edad muy tierna, había recorrido mucho mundo y aprendido mal varias lenguas, entre ellas la italiana y la francesa. Llegó Galiano a Gotemburgo con cierto alivio y enseguida observó el paisaje circundante, montuoso, pero no árido en la estación primaveral en la que estaba. Se alojó en una fonda y se preparó para viajar a Estocolmo, informando de su llegada al cónsul de España en Gotemburgo, suizo, célebre por las tramas en que había tomado parte para restablecer en el trono de Francia a los Borbones.

Este cónsul fue el que informó a Galiano de que Fernando VII había abolido la Constitución y disuelto la Cortes, quedando nuestro autor “como herido”. Enfermo, alejado de los suyos, con malas noticias, todo contribuyó para hacer su rabia contra el rey más violenta. Recordó, entre otros, a los dos parientes más cercanos varones que le quedaban, dos tíos carnales, uno paterno y otro materno; el primero don Antonio Alcalá-Galiano, había sido de los jueces comisionados para prender a varios de los constitucionales; el segundo, don Juan María Villavicencio, que había sido regente, fue encargado por el rey para hacerse cargo de la plaza de Cádiz, lo que irritó aún más a Galiano.

Don Pantaleón Moreno, el ministro plenipotenciario español, no tenía opinión formada sobre los asuntos políticos de su patria, limitándose a vivir cómodamente, trabajar lo poco que tenía que hacer y pasar así el tiempo. Era soltero o viudo (dice Alcalá no acordarse) pero sí de que no tenía familia. Su talento no se distinguía por lo grande ni por lo corto; su instrucción era escasa; su amabilidad y bondad sumas, y muchas sus singularidades. Hablaba mal varias lenguas, según informa Galiano en sus Memorias, y la que peor la sueca. Siendo coronel se ponía los galones con su uniforme español, las charreteras incluso, a pesar de que en España sólo las llevaban los subalternos. Aconsejó a Galiano que se las pusiese sobre su uniforme de maestrante de Sevilla. Entrado en años el plenipotenciario, y acaso representando algunos más, se daba color en las mejillas; en una palabra –dice nuestro autor- era un ente original.

Moreno recibió muy bien a Galiano, el cual llevaba una recomendación del hermano de aquel, el general don Tomás Moreno. Fue invitado a la casa del plenipotenciario como si fuese la suya, informándole de que recibía irregularmente las pagas, que estaba obligado a darle casa y mesa, pero en cuanto a esto, faltándole el dinero, le dijo que solía comer en casas diversas de buenos amigos, lo que podría hacer Galiano también acompañándole. No le desagradó aquel plan de vida a nuestro autor, pero su salud no se lo iba a permitir: su asquerosa enfermedad, dice, le obligaba a huir de trato de las gentes, salvo cuando era imposible. Llevaba sus guantes dobles puestos y su vida era insufrible, por lo que pensó en solicitar licencia para abandonar Suecia y volver a España, en lo que tuvo también la comprensión y ayuda de Moreno.

Quiso aprender Galiano la lengua sueca, pero sus males le obligaron a suspender las lecciones, aprendiendo tan solo algunas frases, que le enseñó una “bonita muchacha” recién llegado, una moza de posada. No gustaban a Galiano las suecas, pues dice eran pelirrojas y de cutis blanco, pecosas, pero más le disgustaban porque de nada le servían, ni aún de hablar con ellas, salvo cuando sabían hablar inglés o francés, pero nuestro autor se acercaba poco “en razón de mi estado”, refiriéndose seguramente a su enfermedad.

Vio el lucido ejército que traía de Francia y Alemania el príncipe de la Corona, Bernadotte, que con aquellas tropas pasaba a Noruega, cedida por Dinamarca a Suecia en virtud de tratados recién hechos, aunque lo que se hizo fue con la fuerza de las armas y con vehemente resistencia del pueblo noruego, traspasado de uno a otro dueño sin consultar su voluntad. Más que al ejército admiró al príncipe, que le recibió como gascón transformado en Sueco, tan amable y cortés como solía serlo con todos. Sabiendo que Galiano era sobrino de un general de la marina española (Villavicencio), le dijo que había conocido a su tío en Brest, habiéndose hecho amigo de él. Añadió que él era casi español y que miraba con afecto a los españoles, aprovechando para pedirle a Galiano que, si volvía a España pronto, no dejase de advertir a las autoridades sobre las buenas intenciones que tenía él respecto a Noruega.

El hijo del rey, Óscar, muy niño aún, recibió a Galiano con frialdad, según dice éste, que podía interpretarse de tiesura, de distinción o de encogimiento. Además, el muchacho no se esforzaba, como le pedía su padre, que buscase la aceptación del pueblo. Así llegó la anhelada licencia desde España para que Galiano pudiese volver, máxime si se tiene en cuenta que no estaba ceñida a tiempo y lugar, sino que le permitía estar todo cuanto necesitase para el restablecimiento de su salud. No quiso perder tiempo, aunque algunos días pasaron antes de emprender el viaje a España, saliendo de Suecia, país –dice- en que pasó tristísimos días, mirándolo como destinado a ser su sepulcro. El viaje lo hizo por mar a Inglaterra; desde aquí tenía la intención de ir por Francia hacia Madrid para pasar luego a Cádiz; pero dada su salud, siendo el viaje largo, y sintiendo pisar tierra de España en aquellos días (se había restablecido el absolutismo), desde Portsmouth se embarcó en un convoy que estaba próximo a hacerse a la vela.

Un escocés le ofreció pasaje cómodo, capitán de la balandra; aceptó aunque a precio muy subido; envió a su criado a bordo para que llevase su equipaje y viera su alojamiento. El capitán no le consintió entrar alegando varios pretextos, viéndose Galiano en un zaquizamí (desván o cuarto lóbrego), único lugar que había en el barco y muy lleno de carga. El barco se hizo a la vela y, cuando ya estaban en alta mar, se presentó de costado una pequeña embarcación cuyo pasajero pidió se le diese entrada en la balandra, pues iba también a Cádiz, lo que aceptó el codicioso capitán, pero Galiano se opuso aunque a la postre tuvo que ceder, con lo que tuvo compañía. El viaje fue larguísimo, y como las provisiones eran tan malas como la cama, se vieron apurados por el hambre.

La balandra, al avistarse el cabo de San Vicente, al cabo veintiséis días de navegación, empezó a hacer agua. La tripulación se componía de cinco hombres, incluso el capitán, y faltaban brazos para dar a la bomba, por lo cual tuvieron que aplicare el criado de Galiano y el compañero de viaje a tan dura faena; pero a cada instante, dice, había más agua en la bodega, y el viento soplaba contrario. En esto se acercó un buque “de buena presencia” con bandera mercante española, yendo Galiano y su criado a hablar con el capitán para que les diese un bote y trasladarse al buque, teniendo que amenazar al capitán –que en un principio se negaba- de que al llegar a Cádiz se quejarían al cónsul británico del mal trato recibido, lo que hizo efecto en el escocés. Le dio el bote con cuatro hombres; el capitán español, al verlos saltar a su cubierta alegó no admitirles, pero ante la insistencia de Galiano accedió. Sólo dos días después fondearon en la bahía de Cádiz, aunque no figurando los pasajeros de la balandra en los papeles del buque español, fueron sometidos a cuarentena.

Las memorias de Alcalá-Galiano (12)

Madame de Staël
por Firmin Massot (1807)

Galiano tuvo que ir desde Londres hasta el note de Dinamarca, pasando por el estrecho de Kattegat, que la separa de Suecia, pero como el mar estaba helado, la estancia en Londres se prolongó. Allí le recibió el conde Fernán Núñez[i] que, aunque sin gusto, le atendió, comiendo Galiano con frecuencia en su mesa y asistía a las fiestas que daba, como la de Nochebuena de 1813, cuando pasadas las doce de la noche se les sirvió una opípara cena. En casa de Fernán Núñez fue presentado al conde de La Gardie[ii], señor sueco que estaba allí de paso para ocupar el puesto de ministro plenipotenciario en España.

Mientras esperaba el momento de ir a Suecia, el frío del invierno afectó a la salud de Galiano. A principios de 1814, una niebla densa en Londres con una cruda helada, no le arredró a salir a la calle, lo que le indispuso del estómago. Un médico al que consultó le recetó un vomitivo, pero esa noche se sintió calenturiento, haciendo cama al día siguiente y aún alguno más, según dice. Volvió a llamar al médico que, no entendiendo lo que le pasaba, animó a Galiano a salir de nuevo a la calle, lo que le hizo recaer, de nuevo salió y nueva recaída con calenturas. A finales de enero era lastimoso el estado de nuestro autor, siéndole diagnosticada tisis pulmonar, lo que no le impidió salir para asistir en Londres a una fiesta consistente en andar la gente por el río Támesis helado, y aún asar un buey entero con la seguridad de que la solidez del agua lo soportaría.

De nuevo recayó en su salud Galiano, pero a finales de febrero se sintió aliviado cuando, en cierta ocasión, regresando a su casa, encontró junto a la puerta un paquete que contenía varios libros. Una carta adjunta decía a las claras que iba dirigido a él, llevándose la sorpresa de que estaba firmada por Necker de Staël Hostein, la mismísima Madame de Staël, celebérrima autora adelantada a su tiempo en no pocas cosas, pero apegada al privilegio como la que más en otras.

Contraria a Napoleón ¿qué querría la señora de Galiano? Leyó este la carta y comprobó que las primera frases eran de una vanidad ofensiva para el que leía, pues le encargaba que llevase los libros que contenía el paquete a Suecia, para que nuestro autor los entregase a ciertos amigos de la señora, de forma que aquel quiso poner una respuesta “donde luciese mi manejo de la pluma y de la lengua francesa”. He recibido la carta –comenzó Galiano- con que usted me ha favorecido y el paquete que contiene algunos ejemplares de su última obra (sobre Alemania), recordando para sí al hijo de don Diego Miranda, que se holgó de oírse alabar como poeta por don Quijote. En efecto, Lorenzo, personaje de Cervantes, es un labrador rico que posee libros, lo que desaprueba su padre, Diego Miranda o el Caballero del Verde Gabán. Poco después recibió Galiano otra carta de la señora invitándole a tomar el té con ella, a lo que no pudo complacerla nuestro autor por el estado de su salud, de nuevo malo.

No obstante, Galiano fue a ver a Madame de Staël una mañana y la impresión que sacó aquel no fue satisfactoria: “impetuosa y viva me pareció”, llevando ella la conversación a la Constitución española de 1812, diciendo que era muy mala. “No la creía yo muy buena”, dice Galiano, pero al cabo él era un empleado español y creyó conveniente responderle oportunamente. Luego siguió la señora diciendo que en España se necesitaba una aristocracia, a lo que Galiano contestó que era un inconveniente tener en España una Cámara como la de los lores en Inglaterra, de la que dijo que “éste sí es un país de verdadera libertad”, en la cual Galiano no la contradijo. Siguió la conversación hablando de Suecia y de don Pantaleón Moreno, el ministro plenipotenciario español, a cuyas órdenes iba a servir nuestro autor, que se despidió poco después.

En otra ocasión de Staël le convidó a una tertulia en su casa y, a pesar mala la salud de Galiano, asistió, encontrándose a lo más granado de Londres: miembros de la Cámara de los Comunes, opositores al Gobierno, de otros ingleses distinguidos y de extranjeros “de no menos nota”, además de diplomáticos entonces residentes o de paso en Gran Bretaña. Como en aquel momento estaba invadida Francia por los numerosos ejércitos aliados, a los que se resistía Napoleón, al mismo tiempo estaban juntos en congreso embajadores, ministros y monarcas de varias potencias beligerantes, Galiano vio que los asistentes al convite de la señora Staël discordaban mucho sobre si convenía hacer la paz con el emperador francés, o no desistir de la guerra hasta derribarle de su trono (se trataba del reinado de los “cien días”) y como la señora oyese que se trataba de eso, levantando la voz, dijo: “nada de paz con ese hombre”.

Galiano, por su parte, confiesa ver a Napoleón vencido, pero no deseaba que cayese de su trono, y menos que en él fuese sustituido por la rama antigua de los Borbones, mientras que cuando leía los periódicos que le llegaban de España, no comprendía cómo constitucionalistas convencidos deseaban en Francia una contrarrevolución que forzosamente –reflexionaba- habría de extenderse a España. “No quería yo que Fernando VII no reinase”, dice, y si deseaba que Napoleón no cayese, era por estimar que, manteniéndose en el poder, el rey de España no podría proceder a su antojo.

A partir de los próximos días la salud de Galiano empeoró hasta extremos que le llevaron a pensar en la muerte, mientras entró en Londres el que habría de reinar en Francia con el nombre de Luis XVIII. Viajó a Suecia al darse las condiciones meteorológicas para ello y llegó a Gotemburgo, donde recibió noticias de España. El autor se entretiene luego en dar unas pinceladas sobre don Pantaleón Moreno, sobre Suecia, Bernadotte, que reinó con el nombre de Carlos  XIV, y su hijo Óscar.



[i] Carlos Gutiérrez de los Ríos, conde de Fernán Núñez, desempeñó oficios diplomáticos en Londres y París. Fernán Núñez es una población de la actual provincia de Córdoba.
[ii] Apellido de una familia de aristócratas y militares suecos, aunque es de origen francés (Aude, Languedoc, Rosellón).

sábado, 23 de mayo de 2020

Las Memorias de Alcalá-Galiano (11)

Medina Sidonia (Cádiz) https://www.lugarnia.com

Labrador continuó siendo ministro a pesar de no ser liberal, lo que quiere decir que la influencia que tuviese valía más que otra cosa si de poder se trataba. Dice Galiano que siguió tratándole “con ofensivo despego”, pero sin echarle de la Secretaría. Otra cosa es el estado de salud de nuestro autor, por lo que decidió pasar una temporada en Medina Sidonia, población en el centro de la actual provincia de Cádiz, a unos 400 metros de altitud sobre el nivel del mar; en dicha localidad había nacido su madre y residía su parentela.

Como en estos momentos empiezan ciertos sinsabores personales para Galiano, cuenta que vivía con su mujer en buena paz, corriendo los años 1811 y 1812, habiendo acogido a su suegra en casa, pero se culpa de “concurrir demasiado a una casa donde había señoras, si de clase muy decente, de nada ejemplar conducta”, aunque dice que su asistencia a esta casa era inocente, ya que en lo que se ocupaba era en una tertulia, en su mayor parte de hombres, algo así como lo que en tiempo más tarde se llamaron casinos o círculos, con la diferencia de haber señoras. En cuanto a su mujer dice que empezó a notar “ciertas ligerezas” que fueron indicios de muchos desarreglos futuros. Así, antes de salir para Medina Sidonia, tuvo un disgusto “de los más graves”, pues desaprobó que su mujer fuese a ciertas diversiones algo alegres a las que no era invitado su marido y a donde la llevaba su madre (la suegra de Galiano). Se llegó a los insultos y nuestro autor fue acusado de violencia, lo que él niega, yéndose al día siguiente a su pensado destino.

Llegado a Medina Sidonia, siendo mediados de marzo, se sentía ya la primavera y el autor se dio a paseos, “porque así nada me distrae de mis pensamientos… con solo la callada comunicación que entablo entre los hermosos objetos de la creación…”. Decidió entonces escribir a Martínez de la Rosa, de la que recibió respuesta. Disfrutaba de los placeres de la sociedad local, viviendo el autor en casa de un primo segundo suyo, llamado Francisco de Paula de Laserna, que sabía de memoria casi todos los versos de Quevedo. Pero no era este pariente el único que hacía grato su pasar en Medina Sidonia, sino también tres parientas, dos de ellas muy jóvenes, y la otra “no en la primera juventud”, pero solo con pocos años sobre los veinte, casada con un anciano enfermo, y las otras dos solteras.

La de más años, sin belleza singular, tenía unos preciosos ojos, a decir de Galiano, pero confiesa que no miró a ninguna de las tres “con pasión amorosa”. Estas damas habían tenido mucho trato con los franceses durante los más de dos años en que estos ocuparon la plaza, pero ahora sentían satisfacción en estar acompañadas de su pariente. A ratos leía –dice Galiano- a veces traducía, pero otra cosa hubo “que fue entonces mi principal encanto”. Se trata de una pasión que, si no fue la mayor de su vida, fue, en el breve plazo que duró, la más vehemente y la más loca (son sus palabras). La persona de la que se enamoró estaba casada con un hombre viciosísimo, se había separado de él y vivía con su madre, sospechando ser viuda, pero sin saberlo de cierto.

Hablaba francés la supuesta viuda y destacaba sobre todo en escribir cartas, pero con estas cualidades juntaba la señora otras menos recomendables, dice Galiano. Su conducta, aunque tal vez por efecto de su desdicha, no había sido ejemplar, y era entonces tachada por atribuírsele amores con más de un francés. Era, además, hipócrita afectando sensibilidad. Se la había presentado su primo Laserna y nuestro autor empezó a visitarla, formándose ella, quizá, el proyecto de convertirse en amante de Galiano, que aún no había cumplido los veinticuatro años. A todo contribuía la indisposición con su mujer, por lo que se daba la situación “para concebir una pasión violenta”. Así se lo manifestó a la viuda, que mostró corresponderle, pero fingiendo vergüenza, y Galiano se fue empeñando más y más, aunque no por ello dejó el trato con sus lindas parientas, con las que estaba cuando no lo hacía con la viuda, sabedora de que ella era la preferida.

Pero terminó el plazo de permiso para reponer su salud, aun habiéndosele prorrogado, y Galiano emprendió el regreso a Cádiz, donde fue recibido por su madre y encontró a su mujer con ánimo de reconciliación, a lo que nuestro autor se negó. Una y otra vez ella insistió, hasta que Galiano aceptó dicha reconciliación con ciertas condiciones, pero las condiciones ya estaban dadas para que, en una próxima ocasión, los cónyuges se separasen.

El verano de 1813 fue para España un período de triunfos, además de que el peligro de que el país cayese bajo dominio francés era ya improbable, pues Napoleón sería vencido en Leipzig en octubre de aquel año. La “criminal” pasión del autor terminó pronto, dice, y poco después fue nombrado secretario en Suecia, donde pasaría una de las etapas más delicadas en cuanto a salud de su vida, pasando antes por Londres. El proponente para tal destino fue el ministro de Gracia y Justicia don Antonio Caño Manuel, que desempeñaba interinamente la Secretaría del Despacho de Estado. Galiano no tardó en salir de Cádiz, pero antes –como queda dicho- se reconcilió con su mujer, pues sus culpas “no encerraban una ofensa directa a mi honor”. Le encargó que se llevase bien con su madre y le entregó una sortija con un brillante de mediano tamaño, “para que la guardase en prenda de nuestro renovado afecto” (dicha sortija fue vendida, dice Galiano, a poco de irse camino de Suecia).

La madre del autor quedaba con mala salud; la hermana de Galiano, aún de pocos años, se había casado, “siendo no menos desabrido a mi madre su matrimonio que el mío”, pues el marido era dependiente en una casa de comercio angloamericana. Y casi mediado octubre “di la vela de Cádiz”, mientras en la ciudad de nuevo amenazaba la fiebre amarilla, pero dos días antes se había iniciado Galiano en la masonería, pues durante la guerra de la Independencia, su contacto con los masones habían tenido poco influjo. El autor reflexiona que siendo masón encontraría muchas ventajas, pues encontraría hermanos en todas las partes del mundo. Entre los masones que conoció estaba un diputado de apellido Mejía, don Francisco Javier de Istúriz, aún joven y no muy conocido, y don Mariano Carnerero, que fue el que introdujo a Galiano en “aquel conciliábulo”.

La navegación, en el buque-correo inglés Diana, tuvo “alguna parte de agradable y mucha de enfadosa”, porque fue larga, y entró en la nave la enfermedad reinante en Cádiz, por lo que al llegar al puerto de A Coruña, donde pasaron dos días, estuvieron rigurosamente incomunicados, y a la llegada a Inglaterra, al puerto de Falmouth, fueron puestos en cuarentena, y luego se les pasó a Standgate Creek, en el río Medway, hasta cumplir un mes de observación. Pero eran muchos los pasajeros y para Galiano de agradable trato no pocos. A bordo iba, además, una señora de Cádiz, “aunque no en su primera juventud”; se comía bien y desembarcaron a principios de diciembre.

Las Memorias de Alcalá-Galiano (10)

Pedro Gómez Labrador

El Imparcial, periódico de Galiano y sus amigos, dio fin decoroso a su breve y no lucida existencia, que “sólo cantó bien, o sólo cantó a gusto del público, en la hora de su muerte”. Mal le salió a nuestro autor su primera tentativa periodística en la que después se ensayó mucho. Jonama consideraba que había sido el principio de lo que luego se conoció, desde 1820, como partido exaltado. La idea de rebelarse contra Argüelles y los demás capitanes de la hueste liberal, fue la propia de El Imparcial.

Un nuevo ministro, Labrador, se complacía en humillar a nuestro autor, según él mismo dice, pero Galiano señala que “debía saber que yo era un caballero, y que, por ser mi empleo el último en la escala, no estaba fuera de la categoría social que a todos los de a una misma escala comprende”. Labrador sabía que Galiano era sobrino de uno de los regentes, y quizá esto influyó en que en cierta ocasión, habiendo sido acusado este de un asunto en el que no tenía culpa, se pusiese el ministro a su favor. Dice Galiano que desde hacía tiempo codiciaban los angloamericanos “nuestras Floridas”, y concretamente la occidental. Al dar comienzo 1810 en toda la América española se mostraron manifestaciones de independencia respecto de España, pero en la Florida se evidenció que fueron extranjeros los que excitaron este asunto. Se produjeron disturbios y alborotos, y repetidas expediciones desde el territorio de los Estados Unidos vinieron a caer sobre lugares pertenecientes a España. La isla Amelia, en el extremo nordeste de la península de Florida, fue ocupaba por una cuadrilla de aventureros.

Tocó a Galiano hacer un resumen de lo que estaba ocurriendo cuando lord Wellington llegó a Cádiz, poco después de que en Burgos hubiesen sido rechazadas sus tropas al querer ganar un castillo. El inglés tuvo que retirarse a Portugal y los franceses volvieron a hacerse con el control de Madrid, siendo recibido en Cádiz en medio de festejos; su hermano, el embajador inglés, le hospedó, los Grandes de España le demostraron su aprecio con una fiesta en la casa del hospicio, que no correspondió al brillo que se esperaba. Las Cortes dieron entrada en sus sesiones a lord Wellington e incluso, junto con el Gobierno, accedieron a las peticiones que hizo, lo que a algunos, incluido Galiano, pareció excesivo a favor de la Gran Bretaña y en desdoro de España.

Se publicaba por aquel entonces un periódico de ideas extremas, El Tribuno, teniendo Galiano y sus amigos buenas relaciones con los que escribían en él, lo que permitió a nuestro autor publicar un artículo contra las ventajas y honores que se concedieron al inglés, así como una crítica dura contra la Regencia, lo que llevó a las autoridades a denunciarle ante la Junta Provincial de censura, al tiempo que tomaron la decisión de dejarle sin empleo, accediendo a ello su propio tío Villavicencio. Tuvo que intervenir el ministro Labrador, considerando que el artículo de Galiano había sido movido por “las hervorosas pasiones de la juventud”, lo que salvó el empleo.

Las Cortes acababan de abolir el Tribunal de la Inquisición después de un debate “ilustrado y prolijo”. La Regencia no vio con buenos ojos esta decisión, pero sí el público gaditano, con rarísimas excepciones. Las propias Cortes quisieron que la decisión se leyese por los párrocos en la misa mayor a los feligreses, añadiendo a dicha lectura algún discurso. Como la ejecución de esto correspondió a la Regencia, se rompieron las buenas relaciones de ésta con las Cortes, a lo que se añadía que el duque del Infantado contaba con el regimiento de reales guardias españolas, parte de las cuales estaban en Cádiz. Villavicencio, según su sobrino, alentaba al duque, lo que llevó a que un reconocido reformista, don Cayetano Valdés, que estaba al frente del Gobierno militar de Cádiz (marzo de 1813) fuese sustituido por el reaccionario don José María Alós. Las cosas habían llegado a tal extremo que en los próximos días, estando pendientes ciertas discusiones en las Cortes, llevaron a la caída de la Regencia.

En primer lugar los párrocos se resistieron a leer el documento por el que la Inquisición había sido abolida, contemporizando la Regencia en este asunto. Argüelles, con un violento discurso, propuso la destitución de la Regencia, sustituyéndola por otra compuesta por los tres consejeros de Estado, órgano creado por la Constitución, y de dos diputados a Cortes. Contra Argüelles habló el cura de Algeciras, diputado cuya pronunciación “ceceosa y gutural, aun entre andaluces, daba que reír”, dice Galiano. En definitiva las Cortes nombraron sólo a tres para la Regencia, ninguno de ellos diputado, quedando ésta formada por el cardenal de Borbón y los señores Císcar y Agar, estos dos últimos corregentes con el general Blake poco más de un año antes. Pasaron al Congreso los nuevos regentes y prestaron el juramento preceptivo. Galiano –dice- se alegró de la caída de su tío, “siendo en mí fea esta acción”, mientras que Pizarro adornó el hecho de que se pusiese a dos que ya habían sido destituidos antes comparándolo con el Tedéum, que suele cantarse después de pasada una epidemia, el cual es una celebración no porque sobrevenga un bien, sino porque ha pasado un mal… Galiano consideraba que Císcar y Agar eran “hombres dignísimos, y el primero de singular honradez".

Luego pasa nuestro autor a relatar ciertos asuntos de su vida privada, una estancia en Medina Sidonia para restablecer su salud y sobre sus parientes en esta población. Nos habla de una carta que escribe a Martínez de la Rosa y de la pasión amorosa que no llega a culminar antes de su regreso a Cádiz.

viernes, 22 de mayo de 2020

Las Memorias de Alcalá-Galiano (9)

El lugar de Los Arapiles (Salamanca)

Sobre la victoria hispano-británica en Los Arapiles dice Galiano que “no era la batalla de aquellas en que pueden disimular los vencidos el revés, pintándole como triunfo”. La fausta noticia llegó a Cádiz por mar y se divulgó pronto, siendo recibida con alegría y esperanzas, pero Cádiz seguía siendo atacada con los obuses de los franceses, y al atravesar las granadas el aire, las saludaba la población con silbidos y palmadas, según cuenta nuestro autor. Por aquellos días se estrenó un himno que había compuesto Juan Bautista Arriaza, “composición ni mala ni buena, pero bastante aplaudida, si bien no por Martínez de la Rosa ni por mí”. Arriaza fue uno de esos poetas a caballo entre el neoclasicismo y el romanticismo, pero no es extraño que de la Rosa y Galiano no simpatizasen con él, pues fue un acérrimo absolutista.

Madrid había sido ocupada por el ejército británico después de tres años y medio en manos de los franceses, legando a Cádiz la noticia y, estando a punto de llegar la noche, se iluminó la ciudad, teniendo en cuenta que allí había muchos madrileños refugiados. Los franceses, por su parte, no tardarían en retirarse de las inmediaciones de la isla de León y de toda Andalucía, desistiendo de la conquista de España. La felicidad pública era total, de igual manera que lo celebraba nuestro autor, tanto por ser patriota como empleado público. Pizarro aprovechó la alegría para hacerse con el ministerio del Interior y llevarse consigo a Galiano, pero no lo aprobó Villavicencio, diciendo que habiendo emprendido una carrera, “mudarla por otra no me estaría bien, especialmente estando en mis primeros pasos”. El deseo de Galiano, que expresó a su tío, era salir de España destinado a una legación.

Se levantó el sitio de Cádiz con nuevas alegrías y la gente se apresuró a visitar el campamento francés abandonado, en las cercanías de Puerto Real y del Caño del Trocadero. “Había ansia de pisar tierra del continente, de respirar el aire del campo”. Excitaban su curiosidad las baterías donde estaban los obuses y la población hecho por los enemigos para tener acampadas sus tropas, “obra primorosa, pero hecha a costa del lindo pueblecito de Puerto Real, convertido en ruinas”.

Con la retirada de los franceses se abrió al Gobierno campo donde ejercer su autoridad, pero al poco tiempo hubo un revés vergonzoso de las armas españolas en Castilla, mandándolas don José O’Donnell, hermano del conde de La Bisbal. Esto ocasionó un reñido debate en las Cortes, donde hubo quien tronase aún contra el regente, como si éste tuviese culpa de la mala fortuna o impericia de su hermano. Renunció el conde de La Bisbal “picado no de la resolución de las Cortes, pues ninguna hubo contra él o contra su hermano, sino solo de las acusaciones graves hechas contra éste último en el debate”. En sustitución de éste cubrió la vacante Pérez Villamil, “ganando esta elección los antirreformadores”, aunque Villamil, en una carta dirigida el rey en 1808, había hablado de la necesidad de hacer una Constitución. Vuelto de Francia, donde estuvo preso, mostró su desaprobación a las reformas hechas en España e incluso “apego a la monarquía antigua”.

Galiano desaprobaba muchas resoluciones de las Cortes, pero aún más de la Regencia, “no obstante ser parte de ésta mi tío, cuya casa había dejado de frecuentar”. Tampoco Pizarro era partidario del Gobierno al que servía, habiéndose enfriado la amistad que antes tuviera con Galiano. El común amigo de ambos, Jonama, hecho oficial de la Secretaría de la Gobernación, y Galiano, “perenne en mi puesto de agregado a la Secretaría de Estado”, decidieron publicar un periódico local al que llamaron El Imparcial, que tuvo por objetivo una actitud crítica ante unos y otros, aunque el periódico estaba en manos de liberales convencidos, a veces extremados y otras “quedándonos cortos”. En el periódico se trató con irreverencia a Argüelles y otros de su lado, lo que le llevó a una oposición furibunda, e incluso creyendo algunos que era servil, lo que llevó al descrédito de la publicación. Por si esto fuese poco, un artículo de Jonama sobre derecho político y constitucional vino a aumentar el número de los opositores a El Imparcial que, dice Galiano, eran poquísimos los que lo leían.

Sí gozaba “del aura popular” otro periódico, éste llamado La Abeja, que si en algunos casos era ingenioso y chistoso, por general estaba mal escrito, a juicio de nuestro autor. Este período hacía la guerra a El Imparcial, y en esto es estaba cuando las Cortes decidieron dar el mando supremo de los ejércitos aliados a lord Wellington, de cuyos debates “secretos” dio cuenta La Abeja, en lo que se demuestra que los redactores de éste periódico tenían infiltrados en los altos mandos políticos de España. El diputado Pedro Labrador protestó contra esto en las Cortes, pero poco caso se le hizo.

El general Ballesteros, por su parte, mandaba una división corta al principio, pero ya crecida, hasta ser un mediano cuerpo de ejército, que a la sazón estaba con lo principal de sus fuerzas en la ciudad de Granada, teniendo repartidas algunas por Andalucía. Había sido Ballesteros un ídolo del vulgo, y aún en la milicia tenía acalorados partidarios, aunque al comienzo de la guerra había sido vergonzosamente sorprendido en Santander, dejando muertas, prisioneras o dispersas todas las tropas puestas bajo su gobierno, y escapándose él por mar, solo o muy poco acompañado; pero después se había destacado y de ahí su fama, primero en Niebla, luego en Algeciras y las vecinas tierras de Gibraltar. Galiano revela que Ballesteros solía expresarse vulgarmente, como cuando dijo que “había ido cazando a los enemigos como conejos”, pero con esto agradaba.

Así, cuando al pasar de Niebla a Algeciras se detuvo algunos días en Cádiz, acudía la gente ruda a mirarle como un portento, pero lo cierto es que “no tenía táctica, pero que sabía matar franceses”. Una vez en Algeciras Ballesteros, sorprendiendo a un general francés le dio muerte con sus propias manos, y sabiéndose estas cosas se le admiraba, por lo que decidió “mezclarse algo en la política”, pero sin tomar partido fijo. La noticia de que fuese nombrado general de todos los ejércitos aliados Wellington, molestó a Ballesteros, lo manifestó violentamente a las Cortes, pero la Regencia le respondió con vigor enviando para vigilarlo a un brigadier obediente provisto de las órdenes oportunas. Pero Galiano estaba de acuerdo en esto con Ballesteros y en El Imparcial escribió a favor del general español y oponiéndose a confiar al inglés tan alto mando.

Las Memorias de Alcalá-Galiano (8)

https://www.nuevatribuna.es/articulo/historia/

Los sucesos de la guerra se van produciendo mientras se formó una nueva Regencia, siendo encargado Pizarro del Ministerio de Estado, lo que sirve a nuestro autor para ser nombrado agregado en Londres, aunque no llegó a ocupar tal destino. Se proclamó en marzo de 1812 la Constitución, primera de las españolas y que habría de servir de modelo a las de otros países.

Valencia cayó en manos de los franceses con el general Blake, presidente del Consejo de Regencia, revés que se ha considerado de los mayores después de la batalla de Ocaña. Resistió a los franceses, sin embargo, Tarifa, lo que animó a los más próximos a esta ciudad y llegó la noticia de que el ejército inglés iba a emprender importantes operaciones en España, con lord Wellington a la cabeza. En la primavera, además, se iniciaba la guerra entre Francia y Rusia, lo que hacía suponer que parte de los efectivos de Bonaparte en España serían llamados para luchar contra el ejército del zar.

Al procederse a nombrar otra Regencia, se quiso que sus miembros tuviesen más brillo y poder que la anterior, lo que llevó a negociaciones muy trabajosas. Los diputados estaban divididos, como es lógico suponer; en un grupo, el más numeroso, estaba el tío del autor, Villavicencio, que en el gobierno de Cádiz, que había servido durante siete meses, se había portado de un modo satisfactorio (todo ello según el propio sobrino). Pero Galiano creía que ese tío suyo no se avendría bien con la Constitución recientemente terminada, contrariamente a lo que opinaba Argüelles, que fue uno de los que le propuso, así como el oficial de la marina real don Ignacio Fernández de las Peñas, que había sido su ayudante, y así se aceptó a Villavicencio. Menos acuerdo hubo para nombrar al duque del Infantado, Pedro de Alcántara Álvarez de Toledo, que había sido nombrado por Fernando VII, tras el motín de Aranjuez, presidente del Consejo de Castilla, y volvería luego a formar parte del gobierno de Fernando VII cuando el rey citado restaure el absolutismo en 1814. No en vano los enemigos de las reformas le proponían con empeño.

En hacer regente a don Enrique O’Donnell, conde de La Bisbal, había, si no conformidad, poco menos, pues en ese momento era solo conocido como oficial valeroso y aún de alguna inteligencia, dice Galiano. Como se pensó en nombrar a cinco regentes (como en 1810), y no solo a tres, faltaban dos, siendo elegidos al fin don Joaquín Mosquera y don Ignacio Rodríguez de Rivas, ambos magistrados. Pero esta Regencia extendía su autoridad a muy corta parte de España, dominada por los franceses. El autor se apresuró a pedir, pues, un puesto “de los últimos en la carrera diplomática, a la cual, desde antes de la muerte de mi padre, era mi propósito y el de mi familia dedicarme”.

Villavicencio y Pizarro, que se habían conocido en la casa del autor, habían dado muestra de muto aprecio, aunque el pariente había servido al rey José, al parecer sin entusiasmo. Villavicencio nombró a Pizarro ministro de Estado y éste nombró a Galiano agregado a la embajada de España en Londres, cuando éste contaba solo veintitrés años. “El destino tenía doce mil reales de sueldo –dice el autor-, con el goce de la casa y mesa de la embajada; era, desde luego, de más lucimiento aún que provecho”. Pero Galiano estaba destinado a “dar un tropezón” cuando entraba en la vida política, pues su nombramiento ofendió mucho al conde Fernán Núñez, haciendo éste que el embajador inglés en España recomendase que no se nombrase a nuestro autor, lo que equivalía, según las convenciones de la época, a ser apeado del destino. Además, el embajador inglés era Enrique Wellesley, hermano del generalísimo lord Wellington, lo que aún vino a dar más influencia a la negativa para que Galiano ocupase el puesto citado.

Entonces Pizarro, intentado ayudar a Galiano, le pidió que se presentase en la Secretaría de Estado, donde le destinó a un negociado para trabajar. Así lo hizo nuestro autor, quedando en una “situación singular”, dice, y por más de año y medio no tuvo otro destino. Causó, sin embargo, cierta envidia en dicho negociado que Galiano fuese valido de Pizarro, que le dispensaba la mayor confianza.

Por lo que a la proclamación de la Constitución se refiere, se eligió el 19 de marzo, por ser aniversario del primer advenimiento del rey Fernando al trono. La festividad en Cádiz fue alegre y singular, como también festejaron los francés por el nombre del rey José y por ser dueños de la costa opuesta de Cádiz. Como la catedral estaba en lugar donde llegaban las bombas enemigas, se escogió para la fiesta la iglesia de los carmelitas descalzos, situado en lugar seguro, en el paseo de Cádiz, llamado la Alameda. El tiempo, que desde el día anterior estaba amenazando, rompió, a la hora de la solemnidad, en violentísimas ráfagas de viento, acompañadas de recios aguaceros, sin que por esto la numerosa concurrencia que poblaba las calles y el paseo pensara en resguardarse de los efectos del huracán y de la lluvia.

En aquella hora los contrarios a la Constitución la aplaudían, y los que creían en la victoria de los franceses como segura, también celebraban un suceso que, siendo ciertas sus conjeturas, no pasaría de ser una inútil y aun ridícula farsa. Empezó la fiesta –dice Galiano- sonaron las campanas, atronó el estruendo de la artillería de las murallas y navíos; respondió a éste último sonido otro igual en la larga línea de baterías francesas, en obsequio a José I. Extremáronse al mismo tiempo en un furor el viento y la lluvia, y de todo vino a resultar el más extraño espectáculo imaginable, raro sobre todo por los pasmosos contrastes que presentaba a la mente, tierno, sublime, loco, inexplicable, propio, en suma, para juzgarlo de muy diversas maneras, según los varios aspectos por que fuese considerado.

Antonio Alcalá-Galiano fue, ciertamente, un escritor de altura, con un sentimiento plagado de matices que no deja de reflejar en sus Memorias.  

jueves, 21 de mayo de 2020

Las Memorias de Alcalá-Galiano (7)

El conde de Toreno

En el capítulo XVIII de sus Memorias Galiano hace un juicio de los principales personajes de las Cortes, al tiempo que comenta la intervención del público desde las tribunas, prueba de la novedad que representaba, y por estos días nació el segundo hijo del autor. Este admiraba poco a Argüelles, así como los de su pandilla, en la que se encontraba Pizarro, aunque dice que “acaso le estimábamos en menos de lo que él merecía”. En cuanto a Calatrava le parecía violento y no muy instruido, tildando de jansenistas a Muñoz Torrero y Oliveros. A Mejía lo ponía en lugar superior para la época de la que habla Galiano, “mirando más a lo clarísimo de su discurso y a lo agudo de su ingenio que a las faltas de su estilo”.

Los sucesos de la batalla de Chiclana, en que tan vituperado resultó el general español Manuel de Lapeña, se libró a principios de marzo de 1811 cerca de Cádiz, intentando los franceses poner sitio a esta ciudad, aunque la victoria correspondió a la coalición hispano-luso-británica. Entonces dice Galiano que él y los suyos abrazaron el partido de Lacy, indignados por la prepotencia y la soberbia de los ingleses, aplaudiendo que Blake, al frente del Consejo de Regencia, se opusiese a que fuesen puestos los ejércitos españoles a las órdenes de un general británico.

La vida del autor pasaba tranquila, según dice; con lo que le llegaba de América y con lo que tenía en España, seguía con su familia pasándolo descansadamente, y aún puede decirse con que cierto grado de lujo. Pero le preocupaba tomar carrera y esta la veía en la diplomacia, concretamente en una de las oficinas superiores del Gobierno, como eran las Secretarías de Despacho. Fuera de su casa el trato más frecuente era con una concurrencia que en 1811 tenía el carácter de política, siendo remedo de ciertas tertulias de tierras más ilustradas. Tenían lugar en la casa de doña Margarita Morla de Virués, hermana del amigo y condiscípulo del autor y luego titulado conde de Villacreces. Este, al salir de la academia de don Juan Sánchez, a la que había asistido con Galiano, pasó a Inglaterra, donde se estaba educando su hermana Margarita desde muy tierna edad, y allí hizo algunos estudios.

Recuerda Galiano que en Madrid, en 1808, vivió con Villacreces “en no poca intimidad”, pero solo por las mañanas, pues por las noches el autor se entregaba a compañías de “calaveras”. En la tertulia de doña Margarita fue presentado Galiano por Villacreces, “y como la señora me conocía ya hacía largo tiempo, aunque sin tratarme, reinó muy pronto entre nosotros grande confianza”. Iban allí muchas noches los principales corifeos, dice Galiano, del partido liberal, nombre con que empezaba a ser conocido el dominante en las Cortes. Uno de los concurrentes era el conde de Toreno, a quien nuestro autor había sido presentado por el mismo Villacreces en Madrid, en los primeros días de 1808. Aunque en un primer momento no simpatizaron el uno con el otro, reconoce que Toreno fue una de las personas a quien más favores debió y más afecto llegó a cobrar.

El autor presentó, por su parte, a Pizarro en la tertulia, “cuyo talento original dio golpe a mi amiga”, pero la tertulia hubo de interrumpirse en el verano de 1811, pues la señora fue llamada a Jerez, conde estaba su marido, para atender a sus negocios domésticos. Pero un amigo de Pizarro, llamado Santiago Jonama, vino a incorporarse al “partidillo”; había estado destinado en Filipinas, pasó luego a Cantón y a Londres, llegando por último a Cádiz. “Me uní a este sujeto”, dice, uno de los hombres de más clara razón y de más agudo ingenio “que he conocido”; presuntuoso y cuya suerte fue por largo tiempo ser tenido en mucho menos de lo que realmente valía. Jonama, a su llegada a Cádiz, era admirador de todo lo inglés, incluyendo la legislación británica, la aristocracia de aquel país, con su Cámara de Pares poderosos, y también la libertad de que allí se disfrutaba.

El autor no coincidía en todas las ideas de Jonama, pero tomó de ellas alguna parte, según dice, pues poco antes de la llegada de Jonama había sido presentado a las Cortes el proyecto de Constitución, que Galiano no vio con satisfacción absoluta, pero “le aprobé bastante”. Tampoco era opuesto a ese texto Pizarro, y en una de las discusiones esgrimió Galiano en un periódico (Redactor General) sobre si las leyes, para serlo, después de votadas en las Cortes, habrían de necesitar de la aprobación o sanción del trono. Toreno fue partidario de que el rey no tuviese participación alguna en la entrada en vigor de las leyes. El artículo de nuestro autor, inspirado en Mirabeau, defendía la sanción real, diciendo que esto prueba que, incluso en este tiempo, sus ideas políticas no eran de las más extremas, quedándose “muy atrás de Toreno”.

Su tío Villavicencio (por parte de madre) encargado desde junio de 1811 del Gobierno militar y político de la plaza de Cádiz, participó en algunas disputas políticas que se suscitaron. El autor sabía de sus ideas porque iba a su casa todos los días a tomar café, “pero yo, por mis amistades o por muchas de mis opiniones, me separaba de la comunión de la iglesia liberal, era, en punto a su fe, cismático más que hereje”. Entre los liberales formó grupo con Martínez de la Rosa, que había vuelto de Inglaterra a Cádiz, gozando entonces ya de una justa reputación de escritor, así en poesía como en prosa, mientras que, por su parte, habían roto “hostilidades furibundas entre Capmany y Quintana”. Uno y otro pasaban por liberales, siendo el primero diputado, y no así el segundo, pero el primero admiraba a los ingleses; el otro  “aún fuera del Congreso, era como un patriarca de la secta político-filosófica que en él preponderaba.

Se supo en este tiempo que había conatos en las Cortes de dar vida al Tribunal de la Inquisición, que yacía, si no muerto legalmente, de hecho “amortecido”. Aquí el autor, con los de su corta pandilla, lo mismo que los liberales, dieron rienda suelta a su indignación, y determinaron combatir la idea de rehabilitar a un tribunal “no solo odioso, sino de tal especie, que su nombre cubría de vergüenza la causa de quienes le sustentaban”. Martínez de la Rosa publicó contra el Tribunal, con el nombre de Ingenio Tostado, y así pasaba la vida de estos amigos, aunque el futuro se les presentaba con triste aspecto, porque las desgracias de las armas españolas amenazaban con el triunfo completo de los franceses. No obstante, el Cádiz abundaban los víveres, y por lo tanto su precio era bajo, “naciendo esta ventaja de estar libre el mar, y hallarse abolidos los derechos sobre introducción de comestibles”.

Residía en Cádiz el Gobierno, y con él muchos personajes de importancia. Estando abiertas las Cortes, donde todos los días se examinaban graves materias, la gente mostraba su curiosidad, y de vez en cuando venía una noticia sobre victoria militar de los españoles, aunque desde finales de 1810 habían empezado a caer granadas dentro del recinto de Cádiz, así como bombas disparadas por las baterías enemigas. La ciudad estaba fuera de tiro, pero estos disparos, hasta 1812, eran muy de tarde en tarde, y cada vez en corto número. Como estos proyectiles hacían poco daño se llegó a cantar en Cádiz: “Con las bombas que tiran los fanfarrones, se hacen las gaditanas tirabuzones”.