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Estatua de Gustavo Adolfo II de Suecia
en Gotemburgo |
Aún en Inglaterra
padeció Galiano un estado de salud deplorable, agravado por la aparición de
granos en varias partes del cuerpo, particularmente en brazos y manos, que él
trataba de ocultar con dos guantes, el interior del color de la piel, con el
objeto de que pareciese que estaba la mano desnuda. Una y otra visita a los
médicos no encontraban remedio. Cuando salió de Inglaterra tuvo noticia de que
el rey Fernando había llegado a España y el viaje a Suecia se le hizo largo,
aunque el tiempo estuvo apacible, siendo los pasajeros que compartían con él el
navío, gente de buen humor y modos corteses, uno de ellos un comerciante ruso
de Arcángel, que hablaba inglés “con perfección admirable”.
La salud de Galiano,
con no ser tan grave como en Londres, era mala. En los doce días que duró la
navegación tuvo calenturas y, tras cada una de ellas, se manifestaba la sarna,
lo que le obligada a huir de los demás viajeros. Tenía, sin embargo, un criado
que había entrado a su servicio, un irlandés que, ausente de su patria desde
edad muy tierna, había recorrido mucho mundo y aprendido mal varias lenguas,
entre ellas la italiana y la francesa. Llegó Galiano a Gotemburgo con cierto
alivio y enseguida observó el paisaje circundante, montuoso, pero no árido en
la estación primaveral en la que estaba. Se alojó en una fonda y se preparó
para viajar a Estocolmo, informando de su llegada al cónsul de España en
Gotemburgo, suizo, célebre por las tramas en que había tomado parte para
restablecer en el trono de Francia a los Borbones.
Este cónsul fue el que
informó a Galiano de que Fernando VII había abolido la Constitución y disuelto
la Cortes, quedando nuestro autor “como herido”. Enfermo, alejado de los suyos,
con malas noticias, todo contribuyó para hacer su rabia contra el rey más
violenta. Recordó, entre otros, a los dos parientes más cercanos varones que le
quedaban, dos tíos carnales, uno paterno y otro materno; el primero don Antonio
Alcalá-Galiano, había sido de los jueces comisionados para prender a varios de
los constitucionales; el segundo, don Juan María Villavicencio, que había sido
regente, fue encargado por el rey para hacerse cargo de la plaza de Cádiz, lo
que irritó aún más a Galiano.
Don Pantaleón Moreno,
el ministro plenipotenciario español, no tenía opinión formada sobre los asuntos
políticos de su patria, limitándose a vivir cómodamente, trabajar lo poco que
tenía que hacer y pasar así el tiempo. Era soltero o viudo (dice Alcalá no
acordarse) pero sí de que no tenía familia. Su talento no se distinguía por lo
grande ni por lo corto; su instrucción era escasa; su amabilidad y bondad
sumas, y muchas sus singularidades. Hablaba mal varias lenguas, según informa
Galiano en sus Memorias, y la que peor la sueca. Siendo coronel se ponía los
galones con su uniforme español, las charreteras incluso, a pesar de que en
España sólo las llevaban los subalternos. Aconsejó a Galiano que se las pusiese
sobre su uniforme de maestrante de Sevilla. Entrado en años el
plenipotenciario, y acaso representando algunos más, se daba color en las
mejillas; en una palabra –dice nuestro autor- era un ente original.
Moreno recibió muy bien
a Galiano, el cual llevaba una recomendación del hermano de aquel, el general
don Tomás Moreno. Fue invitado a la casa del plenipotenciario como si fuese la
suya, informándole de que recibía irregularmente las pagas, que estaba obligado
a darle casa y mesa, pero en cuanto a esto, faltándole el dinero, le dijo que
solía comer en casas diversas de buenos amigos, lo que podría hacer Galiano
también acompañándole. No le desagradó aquel plan de vida a nuestro autor, pero
su salud no se lo iba a permitir: su asquerosa enfermedad, dice, le obligaba a
huir de trato de las gentes, salvo cuando era imposible. Llevaba sus guantes
dobles puestos y su vida era insufrible, por lo que pensó en solicitar licencia
para abandonar Suecia y volver a España, en lo que tuvo también la comprensión
y ayuda de Moreno.
Quiso aprender Galiano
la lengua sueca, pero sus males le obligaron a suspender las lecciones,
aprendiendo tan solo algunas frases, que le enseñó una “bonita muchacha” recién
llegado, una moza de posada. No gustaban a Galiano las suecas, pues dice eran
pelirrojas y de cutis blanco, pecosas, pero más le disgustaban porque de nada
le servían, ni aún de hablar con ellas, salvo cuando sabían hablar inglés o
francés, pero nuestro autor se acercaba poco “en razón de mi estado”,
refiriéndose seguramente a su enfermedad.
Vio el lucido ejército
que traía de Francia y Alemania el príncipe de la Corona, Bernadotte, que con
aquellas tropas pasaba a Noruega, cedida por Dinamarca a Suecia en virtud de
tratados recién hechos, aunque lo que se hizo fue con la fuerza de las armas y
con vehemente resistencia del pueblo noruego, traspasado de uno a otro dueño
sin consultar su voluntad. Más que al ejército admiró al príncipe, que le
recibió como gascón transformado en Sueco, tan amable y cortés como solía serlo
con todos. Sabiendo que Galiano era sobrino de un general de la marina española
(Villavicencio), le dijo que había conocido a su tío en Brest, habiéndose hecho
amigo de él. Añadió que él era casi español y que miraba con afecto a los
españoles, aprovechando para pedirle a Galiano que, si volvía a España pronto,
no dejase de advertir a las autoridades sobre las buenas intenciones que tenía
él respecto a Noruega.
El hijo del rey, Óscar,
muy niño aún, recibió a Galiano con frialdad, según dice éste, que podía
interpretarse de tiesura, de distinción o de encogimiento. Además, el muchacho
no se esforzaba, como le pedía su padre, que buscase la aceptación del pueblo.
Así llegó la anhelada licencia desde España para que Galiano pudiese volver,
máxime si se tiene en cuenta que no estaba ceñida a tiempo y lugar, sino que le
permitía estar todo cuanto necesitase para el restablecimiento de su salud. No
quiso perder tiempo, aunque algunos días pasaron antes de emprender el viaje a
España, saliendo de Suecia, país –dice- en que pasó tristísimos días, mirándolo
como destinado a ser su sepulcro. El viaje lo hizo por mar a Inglaterra; desde
aquí tenía la intención de ir por Francia hacia Madrid para pasar luego a
Cádiz; pero dada su salud, siendo el viaje largo, y sintiendo pisar tierra de
España en aquellos días (se había restablecido el absolutismo), desde
Portsmouth se embarcó en un convoy que estaba próximo a hacerse a la vela.
Un escocés le ofreció
pasaje cómodo, capitán de la balandra; aceptó aunque a precio muy subido; envió
a su criado a bordo para que llevase su equipaje y viera su alojamiento. El
capitán no le consintió entrar alegando varios pretextos, viéndose Galiano en
un zaquizamí (desván o cuarto lóbrego), único lugar que había en el barco y muy
lleno de carga. El barco se hizo a la vela y, cuando ya estaban en alta mar, se
presentó de costado una pequeña embarcación cuyo pasajero pidió se le diese
entrada en la balandra, pues iba también a Cádiz, lo que aceptó el codicioso
capitán, pero Galiano se opuso aunque a la postre tuvo que ceder, con lo que
tuvo compañía. El viaje fue larguísimo, y como las provisiones eran tan malas
como la cama, se vieron apurados por el hambre.
La balandra, al
avistarse el cabo de San Vicente, al cabo veintiséis días de navegación, empezó
a hacer agua. La tripulación se componía de cinco hombres, incluso el capitán,
y faltaban brazos para dar a la bomba, por lo cual tuvieron que aplicare el
criado de Galiano y el compañero de viaje a tan dura faena; pero a cada instante,
dice, había más agua en la bodega, y el viento soplaba contrario. En esto se
acercó un buque “de buena presencia” con bandera mercante española, yendo
Galiano y su criado a hablar con el capitán para que les diese un bote y
trasladarse al buque, teniendo que amenazar al capitán –que en un principio se
negaba- de que al llegar a Cádiz se quejarían al cónsul británico del mal trato
recibido, lo que hizo efecto en el escocés. Le dio el bote con cuatro hombres;
el capitán español, al verlos saltar a su cubierta alegó no admitirles, pero
ante la insistencia de Galiano accedió. Sólo dos días después fondearon en la
bahía de Cádiz, aunque no figurando los pasajeros de la balandra en los papeles
del buque español, fueron sometidos a cuarentena.