"Paisaje pastoril", Giuseppe Zais (s. XVIII)
La inmensa mayoría de
los habitantes de Europa durante los siglos XVII y XVIII pertenecían a grupos
sociales con grandes necesidades, pero disponían de recursos para dar remedio a
las mismas, como eran la caza, la pesca, el bosque donde se obtenía leña, etc.
Todo ello si no había que contar con el permiso de un señor que prohibía o
cobraba por dichos aprovechamientos. Se llegó a casos de conflictividad más o
menos enconada que no por ello cambiaron un ápice las relaciones entre unos
grupos y otros.
Una gran parte de la
población europea vivía diseminadamente, pues las ciudades –aún habiendo
crecido mucho desde la Baja Edad Media- no absorbían más que a una proción
reducida de habitantes, y además de forma desigual, pues no eran lo mismo las
ciudades italianas o de las costas mediterráneas, algunas francesas y
flamencas, inglesas y alemanas, que las de otros territorios. Venecia, Roma,
Florencia, Nápoles y otras ciudades italianas absorbieron no poca población
para el comercio, el arte o la navegación, e igualmente podemos decir de
Valencia y Barcelona, Sevilla, Rótterdam, La Haya y Amberes, Nuremberg y otras
ciudades alelamans, además de las capitales de los estados: Londres, París,
Madrid, etc.
Naardem, a mediados del
siglo XVII, era una población pequeña, e igualmente Bilbao, Arnhem y otras (la
primera y la tercera en el oeste y este de la actual Holanda, respectivamente).
Se podrían poner muchos ejemplos de poblaciones medianas o pequeñas en el
conjunto de Europa. Los habitantes de estas poblaciones –al igual que muchos
aldeanos- disponían de pequeños huertos, y los que vivían en zonas rurales, de
graneros, cuadras y parcelas para ser cultivadas; esto último si no se trataba
de aparceros o arrendatarios de las tierras de otros.
Esta multitudinaria
población rural y de las pequeñas ciudades, tenía en la práctica religiosa y en
la diversión con ocasión de las fiestas, los principales factores de la
sociabilidad, mientras que los niños asistían a la escuela –cuando lo hacían-
hasta una edad todavía temprana, para pasar luego a desempeñar un oficio o a
trabajar con la familia a la que pertenecían. Bartolomé Molaener nos ha dejado
un vívido testimonio de una escuela a mediados del siglo XVII, donde no parecía
haber orden ni método predeterminado.
En algunas casas de
campo la convivencia con los animales no alarmaba a nadie, aunque esto ha
permanecido en las zonas rurales más apartadas de Europa hasta el siglo XX. Los
problemas de salubridad eran entonces evidentes, máxime si tenemos en cuenta
que la higiene era limitada a las posibilidades de agua: un pozo o un río
cercano. A ello se añaden los problemas derivados del consumo de bebidas
alcohólicas, sobre todo entre los varones, pero tenemos testimonios sobrados de
que en las tabernas de la época también había mujeres de condición humilde que
participaban de esa costumbre. Se sumaba a todo ello las enfermedades
infecciosas, y tanto los documentos conservados como las pinturas de la época
nos suministran datos sobre mortalidad alta aun contando con numerosa prole la
mayoría de las familias.
Tanto en la aldea como
en la pequeña ciudad tenían sus oficios los barberos (que suplían la falta de
cirujanos y dentistas), las cocineras, los zapateros, herreros, toneleros,
panaderos, mineros, etc., pero también había en algunos centros talleres de
hilados, forjas y otras pequeñas fábricas. Inglaterra, anticipada a la
revolución industrial, no tendrá grandes fábicas hasta el siglo XIX. Por el
contrario estaban los mendigos, las viudas sin recursos, los inválidos y los
que buscaban empleo provenientes de otros lugares, encontrando algunos de ellos
remedio enrolándose en las levas para la guerra, mal endémico de todos los
tiempos, pero debemos tener en cuenta que se estaban construyendo en Europa los
estados-nación, con las consecuencias de ello en cuanto a rivalidades,
diplomacia y conflicto generalizado. Pero era en el clero –sobre todo- donde
los más pobres encontraban la caridad de la limosna o el alimento.
Muchos de los que
formaban la mayoría de la sociedad fabricaban para sí mismos los cestos,
ajuares, tinajas, aperos de labranza y otros objetos necesarios para la vida
diaria, así como el vestido, si bien las ciudades estaban bien surtidas de
plazas para el mercado de todo tipo de artículos: comestibles, cera, sebo,
material de construcción, herramientas, vestidos, etc. Delft, por ejemplo,
contaba con su mercado periódico, y para garantizar la llegada de mercancías contaba
con puertas bien vigiladas. No era el único caso. Entre ciudadanos y aldeanos
estaba el clero de toda condición, desde el cura o pastor rural hasta el más
encumbrado obispo al frente de sus estados. La sociedad de la época supo
distinguir bien lo que era la relgión y lo que era el rito, el dogma, el
control.
Los grupos medianos de
la sociedad europea vivían en sus modestas casas, casi siempre con algún patio
donde llevar a cabo algunas actividades domésticas, como almacenar carbón, leña
o lavar la ropa. Estos europeos tenían la intimidad de la que carecían otros,
lo que nos ha quedado como testimonio en algunas pinturas de la época. Algo más
elevados en rango estaban los prestamistas, que no faltaron en ninguna ciudad,
y el oficio no fue desempeñado exclusivamente por judíos, pero esta era otra
diversidad en aquella sociedad, donde cristianos de diversas iglesias convivían
después de la gran reforma religiosa del siglo XVI. El canto y la música fueron
comunes en la Europa de aquellos siglos, sobre todo a partir de la práctica
religiosa, pero no solo, de forma que era común ver en las aldeas a alguien que
tocaba el violín para animal una fiesta y su baile, al tiempo que la comunidad
se daba a juego (sobre todo de naipes).
Entre los europeos que
habían abrazado algunas de las iglesias protestantes, fue común la lectura de
la Biblia, lo que era motivo para la enseñanza en el seno de la familia, pero
también en la iglesia del pueblo o de la aldea. Más elevados en la escala
social estaban los miembros de ciertas corporaciones, como los que regían un
hospital u hospicio, los pañeros, los cirujanos y médicos, los profesionales
del derecho, los jueces, algunos funcionarios municipales y estatales,
encontrándose en la cumbre de la pirámide social los caballeros y sus damas,
demostrando externamente su estatus en la vestimenta de ricos brocados, sedas y
joyas.
Entre estos grupos
había una gran diferencia en cuanto a alimentación: sopas, gachas, verduras,
patatas, pescado de río o de mar para los más modestos; ricas carnes, caza,
selectos preparados con frutas, especias y productos importados para los grupos
más pudientes. En medio de todos ellos estaban los hidalgos, nobles solo de
nombre que habitualmente pasaban necesidades elementales, de lo que nos ha
dejado un documento precioso el pintor Jacob Duck a mediados del siglo XVII: al
que se le han confiscado todos sus bienes muebles y, en su casa vacía, viste
como un caballero para salvar las apariencias. Son los siglos de los
alquimistas y de los grandes avances científicos, sobre los que la mayor parte
de la sociedad permaneció ignorante. Disponemos de muchos documentos que hablan
del interés por encontrar aquella sustancia que fuese panacea para todos los
remedios (alquimia), pero también de cómo unas mnorías inquietas se esmeraban
en el estudio de la geometría, de la astromonia, la geografía o la medicina.