domingo, 5 de enero de 2020

El lenguaje de los vencedores

José María Pemán

Dice Santos Juliá[i] que cuando a finales de 1935, la CEDA y el Partido Radical gobernaban en España, la posibilidad de perder el poder en unas próximas elecciones llevó a los dirigentes de Renovación Española[ii] a incitar al general Franco a sublevarse, explicándole a este Saiz Rodríguez y Calvo Sotelo que mejor era actuar antes de las elecciones, porque de hacerlo después –como así fue- se daría la impresión de que el alzamiento era contra la soberanía popular.

Ledesma Ramos había visto al finalizar 1935 que en España no existía un fascismo capaz de crear “una patria fuerte y liberadora”, pero si no había fascistas, sobraban los fascistizados, esa “realidad española fuerte” que se personificaba en Calvo Sotelo y su Bloque Nacional[iii] de un lado, y en Gil Robles y sus fuerzas, especialmente las Juventudes de Acción Popular, del otro. Ninguna de ellas, ni juntas ni por separado, podían llegar a la conquista del poder; necesitaban una “acción militar convergente”.

La estrategia de Ledesma de cuanto peor mejor ya la había percibido Vidal y Barraquer cuando denunció las propuestas de Acción Española[iv], donde se encontraban “los más brillantes equipos intelectuales de la derecha española”, y luego, cuando la guerra ya estaba en marcha, fueron militares fuertemente conectados con Acción Española los que apoyaron la concentración de poderes en manos del general Franco. El mismo presidente de Acción Española, José María Pemán, se hizo cargo de la Comisión de Educación y Cultura de la Junta Técnica del Estado, a la que llevó como vicepresidente a Enrique Suñer[v], un catedrático de la Universidad Central obsesionado contra la Institución Libre de Enseñanza, igual que todos los miembros de la comisión a la que se confió la gestión de la Editorial Católica[vi]: Sainz Rodríguez, Pemán, Lequerica, García Valdecasas[vii], Juan José Pradera[viii] y Pérez de Urbel.

Entre estas personas y organizaciones se forjó la idea de que la España que ellos defendían era la que debía triunfar contra la Anti-España representada por el liberalismo, el socialismo y otras organizaciones democráticas, acusando a estas de haber importado del exterior ideologías que no se correspondían con el “ser” español. Los defensores de esa España tradicionalista y excluyente van a desarrollar un lenguaje, antes, durante y tras la guerra civil de 1936, que es el objeto de este resumen.

Una vez iniciada la guerra, consideraron que era una guerra de principios, por lo que no podía terminar sino con el exterminio del enemigo, de la Anti-España. La guerra civil, dice Santos Juliá, “redujo la complejidad y múltiple fragmentación de la sociedad española del primer tercio del siglo XX a dos bandos enfrentados a muerte, con el resultado de que el vencedor nunca accedió a ningún tipo de reconciliación que mitigara los efectos de la derrota de los perdedores y volviera a integrarlos en la vida nacional. Desde 1939, España quedó brutalmente amputada de una parte muy notable de sus gentes y de su historia”.

La idea de Anti-España, que se remonta al siglo XIX y fue puesta en valor por Menéndez Pelayo, se encuentra en la primera editorial de “Acción Española”, que identificaba la revolución con la “admiración por lo extranjero”, y en los carteles electorales de la CEDA, en 1936, se decía “Anti-España o España”, calificando a los periódicos no afectos a la derecha de “judío-masones soviéticos”.

El obispo de Salamanca, Pla y Deniel, defendía que si España quería subsistir no quedaba posibilidad alguna de pacificación, y el jesuita Teodoro Toni decía en 1937: “En la actual guerra española se trata de la lucha a muerte de dos… universalismos que buscan la hegemonía del mundo”. Volviendo atrás, cuando todavía no había transcurrido un mes desde la rebelión militar, el cardenal Gomá informaba al Vaticaco que aquella era un “levantamiento cívico militar”, para continuar más tarde que lo que había causado el levantamiento militar “ha sido la labor tenaz de inoculación de doctrinas extranjeras en el alma del pueblo… el alma tártara… ha suplantado el espíritu cristiano”.

En una carta enviada al Secretario de Estado del Vaticano, Eugenio Pacelli, el Cardenal Gomá le advertía de que un fin próximo de la guerra era impensable, “no se prevé ni tregua ni transacción”. El obispo de Palencia, Manuel González, puso de su parte que “arrancar, quemar muchas de las páginas de la historia de España… tal era la tarea pendiente”, y el jesuita Félix G. Olmedo en 1938, decía: “hacemos en la guerra lo que harán los ángeles en el juicio final…”. Herrera Oria, ya obispo, aportó lo suyo: “Dios castigó a España porque la amaba, y el merecido castigo fue una prueba más de su misericordia”, añadiendo años más tarde que “a torrentes corrió la sangre generosa de nuestra juventud, alegremente derramada en los campos de batalla”. El que escribía esto consideraba que los que lucharon lo hacían “alegremente”.

Giuseppe Pizzardo, Secretario de la Congregación para asuntos eclesiásticos, habiendo acogido tímidamente la iniciativa británica de sondear al Gobierno italiano para evaluar las posibilidades de una mediación internacional que Azaña había presentado al “Foreing Office” a través de Besteiro (1937), se encontró con la oposición de Gomá. Y la publicación “Atenas” esperaba del “nuevo estado” que pasara “por las armas a la señora Institución”, acusándola de masónica, de igual manera que había hecho Enrique Herrera, el hermano de Ángel, denunciando a los miembros de la ILE como “solapados agentes de la masonería”. Fernando Martín-Sánchez, en 1940, escribió: “para que España vuelva a ser es necesario que la Institución Libre de Enseñanza no sea”.

Enrique Suñer quiso ser el delator de los que consideraba culpables y el ejecutor de las penas: “busco señalarlos con el dedo, delatando con todo valor, sin eufemismos ni atenuaciones, sus turbias actividades”, señalando a José Castillejo*. “Busquemos el cerebro que movió el brazo”, propuso Joaquín Entrambasaguas, despachándose José Pemartín contra la “anti-Católica, anti-Española” ILE, de la que no debía de quedar piedra sobre piedra. Pemán señaló que la España oficial “no era la España auténtica, era un ejército invasor que había acampado en nuestros órganos de vida oficial”, por eso la guerra era una “nueva guerra de Independencia, nueva reconquista, nueva expulsión de moriscos”. Antes había escrito un poema en el que se hablaba de “El Ángel y la Bestia han trabado combate delante de nosotros”.

Serrano Suñer atribuía el alzamiento militar a la rotura de las cadenas de una dominación extranjera padecida por España durante cerca de un siglo, y Sainz Rodríguez, ya ministro de Educación, por dos órdenes de febrero de 1939 separó definitivamente del servicio y dio de baja en el escalafón a 25 catedráticos de la Universidad Central “por su pública y notoria desafección al nuevo régimen implantado en España” y “por su pertinaz política antinacional y antiespañola…”. Entre los expulsados estuvieron Luis Recasens, Honorato de Castro, Enrique Moles, Miguel Crespi, Jiménez de Asúa, José Giral, Gustavo Pittaluga, Fernando de los Ríos, Juan Negrín, Pablo de Azcárate, Demófilo de Buen, Julián Besteiro, Domingo Barnés, Blas Cabrera, Felipe Sánchez-Román y José Castillejo.

En una de sus más reveladoras pastorales de guerra, –dice Santos Juliá- “Los delitos del pensamiento y los ídolos intelectuales”, el obispo Pla y Deniel decía, avanzado el año 1938, que en algunas ocasiones la labor del intelectual era “criminal, subversiva del Estado, corruptora de la juventud y envenenadora de pueblo”. Por su parte, el ministerio de Educación expurgó las bibliotecas populares y escolares, e incluso Vicente Enrique y Tarancón, en 1946, hablaba de las dos plagas que habían desvirtuado el ser nacional español: el confusionismo (?) y la influencia del modernismo. Ángel Ayala celebró, al finalizar la guerra, la depuración del magisterio de la enseñanza en todos sus grados[ix].

El expurgo de libros se extendió a escritores que parecían inocuos para la “causa nacional”, como Larra, Antonio Machado o Pardo Bazán. No hace falta recurrir a las instrucciones de Mola para que se actuase con dureza extrema, para que se exterminase toda oposición ante el alzamiento de los militares y sus adláteres. Sobran los ejemplos.
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[i] “Historias de las dos Españas”. En un capítulo de esta obra está basado el presente resumen.
[ii] Partido monárquico durante la segunda República española liderado por Antonio Goicoechea  y por Calvo Sotelo a partir de 1934.
[iii] Coalición de monárquicos creada en 1934 por José Calvo Sotelo.
[iv] Publicación madrileña desde finales de 1931 hasta finales de 1932 de ideología católico-monárquica.
[v] Había sido colaborador de la dictadura de Primo de Rivera.
[vi] Había sido fundada en Madrid en 1912 y estuvo vinculada a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, organización que pretendió influir en la vida política a partir de la capación de minorías selectas católicas.
[vii] Fundador de Falange Española. Miembro inicialmente de la Asociación para la Defensa de la República, evolucionó hacia posiciones antidemocráticas siendo procurador en Cortes durante el franquismo durante muchos años.
[viii] Periodista y diplomático colaborador del franquismo.
[ix] “Formación de selectos”.
* Nació en Ciudad Real (1877) y murió en Londres (1945). Fue un jurista y pedagogo de la Institución Libre de Enseñanza.

viernes, 3 de enero de 2020

Viaje al monasterio de Veruela

Monasterio de Veruela (provincia de Zaragoza)

 Se reconoce a Gustavo Adolfo Bécquer la excelencia de su poesía, pero leyendo el relato de una de las cartas desde su celda del monasterio de Veruela, concretamente el viaje que realiza para llegar allí, nos muestra a un prosista también excelente.

Tuvo que tomar varios medios de transporte, según dice, llevando por todo equipaje un pequeño saco. En la estación del ferrocarril (se supone que de Madrid), saludó a las pocas personas que se encontraban ya en el coche que le correspondió. Se acomodó en un rincón –dice- esperando el momento de partir, “que no debía de tardar mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardias de la vía y el incesante golpear de las portezuelas”. Luego relata su impresión sobre los ardientes y ruidosos resoplidos de la locomotora: “aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante…”.

Bécquer es también un buen creador de personajes cuando relata a los que tenía a su alrededor en el vagón del tren: frente a él, una joven “como de diez y seis a diez y siete años” que debía pertenecer a una clase elevada. La acompañaba un aya, “señora muy atildada y fruncida” que de vez en cuando le preguntaba, en francés, cómo se encontraba la joven. Había también un inglés alto y rubio “como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio”. A Bécquer le llamó la atención su traje de turista y sus mil cachivaches de viaje: la manta escocesa, paraguas y bastón, bolsa de piel de Rusia… El inglés, dice, “paseaba una mirada olímpica sobre nosotros”.

Formando contraste con este gentleman que permanecía inmóvil como una esfinge, en el extremo opuesto del coche, “bullía sin cesar un señor de unos cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho”, el cual, a lo que pudo colegir el escritor por sus palabras, vivía en un pueblo cercano a Zaragoza, de donde nunca había salido si no es a la capital, hasta que con ocasión de ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que formaba parte, había estado un mes en la corte. Todo esto y mucho más dijo el señor rechoncho sin que se lo preguntase nadie; primero suplicó al inglés que le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa del coche que tenía más próxima; “el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar una sola palabra”. El rechoncho se dirigió entonces a la joven para preguntarse si la señora que la acompañaba era su mamá, a lo que aquella contestó que no desdeñosamente. “Después se encaró conmigo”, dice Bécquer, deseando saber si seguiría hasta Pamplona, diciendo él que se quedaba en Tudela.

El rechoncho habló de mil cosas hasta que, cansado de su desesperante monólogo, comenzó una serie de maniobras: primero cantó un rato a media voz, después paseó por el vagón, dando aquí al inglés con el codo y pisando allí el extremo del traje de las señoras para asomarse a las ventanillas de ambos lados. Luego bajó los cristales en cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del pueblo… “Ya nos encontrábamos cerca de Medinaceli”, dice el escritor, y el inglés se envolvió en su magnífica manta escocesa; la joven se puso un abrigo, y el rechoncho prosiguió impertérrito practicando la misma “peligrosa operación tantas veces cuanto paraba el tren”, a pesar de haberse hecho de noche, pero a los pocos minutos roncaba como un bendito; mientras tanto el inglés se durmió también, pero lo hizo gravemente, el aya cabeceó un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse “en estilo semiserio”.

Quedaron desvelados la joven y Bécquer, lo que permitió a este imaginar la forma en que podría entablar conversación con ella. “Entonces –dice- volví los ojos, que había tenido clavados en ella… y me entretuve en ver pasar a través de los cristales… ya las blancas nubes de humo… ya los palos del telégrafo”. Pero la presencia de la joven hermosa le inquietaba con “el roce de su falda de seda que tocaba a mis pies”. Además de otras circunstancias, hicieron fluir la imaginación del escritor mientras veía la línea del horizonte, que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de las olas, pero allí seguía la joven delante de Bécquer, lo que le hacía “soñar imposibles”.

A la madrugada el tren llegó a Tudela y el regidor aragonés “torciose la capa al hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto, y saltó al andén”. El escritor dirigió una última mirada a la joven, “que había sido la heroína de mi novela de una noche”, y después de saludar salió del vagón buscando a alguien que le indicase donde había una fonda. Describe brevemente a Tudela “con ínfulas de ciudad” y dice que almorzó en la fonda a donde había sido llevado: “aún no había tomado los postres, cuando el campanilleo de las colleras… me anunciaron que el coche de Tarazona iba a salir muy pronto.

Los equipajes se colocaban en la baca y, dentro del coche, la decoración había cambiado con otros personajes: el escritor se colocó al lado de dos mujeres, madre e hija que venían de Zaragoza, la muchacha con “ojos retozones”. Luego entró un estudiante del seminario, “a quien no hubo de parecer saco de paja la muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla”. Luego entraron dos individuos del “sexo feo”, pareciendo el primero militar en situación de reemplazo, y el segundo un empleado de poco sueldo. Entró entonces un clérigo entrado en edad pero “de buen color”, al que acompañaba un ama o dueña, “que en punto a cecina de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso a la vista”.

El escolar, mientras tanto, había encontrado la forma de encajarse más estrechamente con su vecina de asiento; “ya nos disponíamos a partir –dice- cuando “se nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril”, con toda su carga: cuchufletas, risas, interjecciones y murmullos, al tiempo que cada cual hacía lo posible para que no se acomodase a su lado, pero el gordo, allí donde se reía, empujaba, y unos manoteando, otros impasibles, se encontraba el regidor como pez en el agua… estando a los pocos minutos en conversación con todos.

El gordo desenvainó entonces del cesto una botella y la merienda correspondiente para echar un trago, dando así ocasión a que otros hiciesen lo mismo excepto el escritor; incluso las mujeres que, “aunque se excusaban tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con el vino”. Con el zarandeo del carruaje, el aturdimiento del vinillo, el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos, las palabritas a media voz, así pasaron las tres horas de camino que había desde Tudela a Tarazona “entre gloria y purgatorio”.

En Tarazona se apearon y Bécquer paseó por sus calles laberínticas antes de llegar a una posada, la cual describe minuciosamente: “un medio punto de piedra carcomida y tostada en cuya clave luce un escudo con un casco que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa mata de jaramagos amarillos…”. Pidió al posadero que le pusiese en contacto con alguien que le cediese una caballería para trasladarse a Veruela, “punto al que no se puede llegar de otro modo”. Así lo hizo el posadero y el escritor ajustó el viaje con unos hombres que habían venido a vender carbón de Purujosa[i] y tornaban de vacío.

Así emprendió Bécquer el camino del Moncayo, “atalajado en una mula como en los buenos tiempos de la Inquisición”, pero llegó el momento en que el escritor dejó andar a la mula e hizo él lo mismo, describiéndonos el paisaje que sale a su paso: “en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones del Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas entre el follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última luz del sol poniente, vi las vetustas murallas y las puntiagudas torres del monasterio…”.

En una de las celdas pasó Bécquer algo menos de un año, aquejado de la enfermedad que, pocos años después, le llevaría a la muerte a la edad de 34 (como romántico, moría pronto), sin que se reconociese su obra sino con posterioridad a su vida. Atrás quedaba su Sevilla natal, sus amores cumplidos y frustrados, su matrimonio, sus hijos; en el mismo año 1870 murió su hermano, el pintor, que siempre le acompañó en todos los trances[ii].


[i] Al oeste de la provincia de Zaragoza.
[ii] Este resumen corresponde a la primera de las cartas que desde la celda del monasterio de Veruela envía a sus amigos del periódico “El Contemporáneo”, de Madrid, destinatario de las mismas. 

jueves, 2 de enero de 2020

Ovidio en el Ponto


 
Sulmona, en el centro de Italia
El emperador Augusto, que no pocas veces actuó como un dictadorzuelo, se empeñó en castigar al poeta Ovidio a vivir en Tomis, antigua colonia griega situada donde hoy se encuentra la ciudad rumana de Constanza, en la costa occidental del mar Negro. La causa fue una acusación sobre Ovidio de que había comentado o publicado ciertos asuntos internos de la familia del emperador, lo que no está atestiguado.

Ovidio nació un año después de la muerte de César (43 a. de C.) y murió tres años después que Augusto (este en 14 d. C.) pero, aún así ni esos tres años de diferencia sirvieron para que el poeta pudiese regresa a Roma, muriendo en la antigua colonia griega desde donde escribió una serie de cartas dirigidas a varias personas, por si podían influir para que se le levantase el castigo.

La primera carta la dirige a Bruto[i], alguien muy distinto al asesino de César, al que dice que “si recelas acoger mi persona, acoge las alabanzas de los dioses y recibe mis versos borrando el nombre del autor... Aunque me favorezcan los dioses, y entre ellos el más visible a los ojos de los mortales, tal vez me libren de la pena, nunca del remordimiento de mi culpa. Cuando me llegue la última hora pondrá término a mi destierro…”.

La segunda carta la dirige a Máximo[ii], amigo suyo, diciéndole: “¡Ay de mí!, ¿qué haré? Recelo que leyendo mi nombre te disgustes y leas el resto con displicencia…”, consciente Ovidio de que escribiendo a su amigo podría comprometerlo: “Si alguien viera esta epístola, ¿me atreveré a confesar que yo te la he escrito y que he vertido lágrimas sobre mi propio infortunio? Sigue diciendo que está “rodeado de enemigos y en medio de los peligros, como si al perder la patria [Roma] hubiese perdido mi tranquilidad… Añádase el aspecto del país, sin árboles ni verdor, donde el invierno sucede inmediato al invierno transcurrido, y ya es el cuarto que me fatiga luchando contra el frío…”.

A Rufino[iii] dedica su tercera carta: “Los últimos consuelos que de ti recibió mi alma abatida, alientan la esperanza del remedio de mis males”. Cita luego a Macaón, hijo de Asclepio en la mitología griega, que tenía el don de curar las enfermedades más graves, dando con ello idea del estado psicológico en que se encontraba, pero dice que “no siempre depende del médico el remedio del enfermo; el mal es a veces más fuerte que los recursos de la ciencia…”.

Escribe igualmente a su esposa[iv] (carta cuarta) diciéndole que “ya el transcurso de la edad cubre de canas mi cabeza y las arrugas de la vejez surcan mi rostro… Si de súbito me presentase a tu vista, no acertarías a reconocerme: tal me han parado los estragos del tiempo… Si mis años se contasen por el número de mis males…” y luego cita al legendario rey de Pilos, Néstor, de quien Homero en la “Odisea” habla como de persona vieja.

“Esposa fidelísima, –sigue diciendo Ovidio- mi carga es harto más pesada que la del hijo de Esón[v]. Tú también, que aún eras joven cuando abandoné la ciudad, [Roma] habrás envejecido con el pesar que te produce mi ausencia. ¡Ah! Permitan los dioses que pueda contemplarte tal como eres, estampar tiernos ósculos en tus mejillas desfiguradas, y oprimir en mis brazos tu débil cuerpo…”.

De nuevo escribe a Máximo (carta quinta) diciéndole que “aquel Ovidio que en mejores días no se estimaba el último de tus amigos, te suplica, Máximo, que leas sus renglones… Créeme, Máximo, estas líneas que repasas las escribe a su pesar mi mano, casi obligado por la coacción… y la Musa que invoco no desciende al país de los crueles Getas[vi]”. Y dice que es necesario perdonar a un corazón atravesado por el dardo cruel. “Recuerda todas mis obras; –continúa- hasta aquí ninguna me fue de provecho, y ojalá ninguna me hubiese sido perjudicial”[vii].

Otra carta la dirige a Grecino, amigo de la juventud, en estos términos: “Cuando supiste mi desgracia hallándote en tierra extranjera, dime, ¿se entristeció tu corazón? En vano lo disimularás, en vano temerás confesarlo; si te conozco bien, Grecino: te afligiste de veras… Mas ahora sólo me queda rogarte que me favorezcas, aunque te halles lejos, y aminores con tus consejos la pesadumbre de mi ánimo… No hay necesidad de sangre, sino de lágrimas, que templan en muchas ocasiones la cólera del príncipe…” (Augusto).

Una carta (la séptima) dirige a Mesalino, que puede fuese el hijo del orador Marco Valerio Mesala Corvino. Como probablemente era senador en el momento de la carta de Ovidio, y había sido cónsul, le consideró suficientemente influyente para mediar ante Augusto: “¿Cuál otro de tus amigos yace relegado a los extremos confines del orbe, excepto el que te suplica que le cuentes siempre en el número de los tuyos?... Desgraciado de mí si te ofenden estas palabras y niegas haberme contado un día en el círculo de los tuyos"” diciendo que vive entre los hielos y las flechas de los escitas, y que la vida que tiene es un “género de muerte” y que el enemigo nunca se cansa de amenazar por todas partes. Añade: “Si me concedes persuadirte acerca de lo que has de pedir, suplica a los dioses lo que pueden dar mejor que vender. Esto es lo que haces, y si mal no recuerdo, solías obligar a muchos con tus relevantes servicios”.

A Severo[viii] dirige una carta (la octava): “Vivo sin conocer un momento de paz, en continuos rebatos y luchas mortíferas, que promueve el Geta provisto de su carcaj. De tantos como residen fuera de la patria, [Roma] yo solo soy soldado y desterrado: todos los demás, y no los envidio, reposan seguros…Cerca de las riberas del Íster,[ix], conocido por dos nombres… ¡Oh, rey valentísimo de nuestra época!, ojalá tu mano gloriosa empuñe siempre el cetro… Me quejo, carísimo amigo, de que el estrépito de las armas venga a acrecentar mis dolores. Cuatro veces el otoño ha visto surgir las Pléyadas, [las siete estrellas Pléyades] desde que carezco de vuestra compañía sepultado en estas riberas infernales. No vayas a creer que Ovidio[x] suspira por las diversiones de la vida romana y, no obstante, las echa de menos con pesar”.

Luego dice pensar en su hija y su esposa, “y después me imagino que salgo de casa y paseo por los sitios más hermosos de la ciudad, y los recorro todos con los ojos del pensamiento y visito las plazas, los palacios y los teatros revestidos de mármol, o los pórticos de suelo igualado y el césped del campo de Marte, desde donde se contemplan jardines deleitosos, y los estanques…”.

Parece referirse luego a los paisajes de su tierra natal, Sulmona o Sulmo, en el centro de Italia, situada en el valle del río Gizio, donde antiguamente habían vivido los pelignos, pueblo primitivo. Recuerda los jardines plantados en las colinas “que sombrean los pinos, y se descubren en el punto donde la vía Clodia se junta con la Flaminia[xi], jardines que yo mismo cultivé sin saber para quién, y a los que solía, no me avergüenza confesarlo, conducir las aguas de la próxima fuente. Si existen todavía, –dice- allá se yerguen árboles en otros tiempos por mí plantados, pero cuyos frutos no ha de recoger mi mano”.

“Ojalá –continúa- me fuera dado reemplazar su pérdida cultivando aquí un huertecillo que entretuviese mi destierro. Yo mismo, si pudiera, apoyado en mi báculo, llevaría a pacer las ovejas y las cabras que trepan por las rocas; yo mismo descargaría el pecho de cuitas incesantes…”.

La novena carta póntica se la envía a Máximo, donde le dice ha recibido su carta en la que le anunciaba la muerte del amigo común Celso, lo que le ha hecho llorar. “Desde que habito el Ponto, –dice- no había llegado a mis oídos noticia tal dolorosa… Recuerdo mil veces el abandono con que se entregaba a las diversiones, y su probidad inmaculada en los negocios graves”. Recuerda Ovidio cuando se le derrumbó la casa en cierta ocasión y Celso fue en su ayuda. Este le había animado a que Máximo (el destinatario de esta carta) le ayudase en su desgracia póntica, “rogando a César que no lleve al extremo los efectos de su cólera… A ti, Máximo, toca acreditar que no se pronunciaron en balde”.

La décima carta va dirigida a Flacco, diciéndole que su cuerpo languidece, que no siente ningún dolor ni le abrasa ninguna fiebre sofocante, pero no tiene ganas de comer. Le sirven pescados, frutos de la tierra y las aves del aire, pero él no tiene apetito. “Si la hermosa Hebe[xii] -dice- con solícita mano me brindase el néctar y la ambrosía que beben y comen los dioses, su rico sabor no excitaría mi paladar embotado…”.



[i] Un abogado famoso de la época de Augusto y Ovidio.
[ii] Debe de ser Paulo Fabio Máximo, magistrado que fue encargado de reorganizar el noroeste de la península Ibérica y participó en la fundación de Lucus y de Brácara.
[iii] Amigo de Ovidio y quizá médico.
[iv] Debe tratarse de su tercera esposa, pues con ella estuvo casado más tiempo que con las dos primeras, además de que sobre Fabia, la tercera, se tienen muchas más noticias.
[v] Se trata de Jasón, personaje mitológico, que había llegado a donde se encontraba Ovidio, consiguiendo “alabanzas de la remota posteridad”.
[vi] Habitaron el curso bajo de Danubio.
[vii] Podría haber sido castigado al destierro por Augusto debido al erotismo de sus obras.
[viii] Debe tratarse de un rey sometido a Roma.
[ix] El río Danubio.
[x] En otras cartas, para referirse a sí mismo, utiliza el nomen Nasón.
[xi] Atraviesan los Apeninos.
[xii] Personificación de la juventud.

miércoles, 1 de enero de 2020

Las "Cartas marruecas"

Vista de Cádiz (s. XVIII) *
En la segunda carta que el personaje imaginario de Cadalso, Gazel Ben-Aly, escribe a su amigo Ben-Beley, dice que en España “hay variedad increíble en el carácter de sus provincias. Un andaluz en nada se parece a un vizcaíno; un catalán es totalmente distinto de un gallego; y lo mismo sucede entre un valenciano y un montañés. Esta península, –sigue- dividida tantos siglos en diferentes reinos, ha tenido siempre variedad de trajes, leyes, idiomas y moneda”.

En la carta tercera dice Gazel que en los meses pasados “me he impuesto en la historia de España. He visto lo que de ella se ha escrito desde tiempos anteriores a la invasión de nuestros abuelos y su establecimiento en ella”. Sigue diciendo que de ello han pasado muchos siglos y que extractar en una carta un resumen de dicha historia le será imposible, por lo que confía esta labor a su amigo Nuño, el cual “tiene por cosa muy accidental el haber nacido en esta parte del globo, o en sus antípodas, o en otra cualquiera”, con lo cual parece darnos a entender que lo que escriba Nuño será objetivo y no guiado por el apasionamiento.

En la misma carta, después de mostrar su acuerdo con el resumen que de la historia de España hiciese Nuño, se refiere a la persona del rey Felipe II diciendo que “murió dejando su pueblo extenuado con las guerras, afeminado con el oro y plata de América, disminuido con la población de un mundo nuevo, disgustado con tantas desgracias y deseoso de descanso. Pasó el cetro por las manos de tres príncipes menos activos –sigue diciendo- para manejar tan grande monarquía, y en la muerte de Carlos II no era España sino el esqueleto de un gigante”.

Sigue luego diciendo que la religión ha sido motivo de muchas guerras, que el “estar con las armas en la mano les haya hecho [a los españoles] mirar con desprecio el comercio e industria mecánica”.

En cuanto a los europeos de su tiempo[i] (segunda mitad del siglo XVIII) dice que “están insufribles con las alabanzas que amontonan sobre la era en la que han nacido. Si los creyeras, dirías que la naturaleza humana hizo una prodigiosa e increíble crisis precisamente a los mil y setecientos años cabales de su nueva cronología. Cada particular funda una vanidad grandísima en haber tenido muchos abuelos no solo tan buenos como él, sino mucho mejores, y la generación entera abomina de las generaciones que le han precedido. No lo entiendo”, dice Gazel.

Pero encontrando más mérito en la antigüedad, dice que “cuatro pescadores vizcaínos en unas malas barcas hacían antiguamente viajes que no se hacen ahora sino rara vez y con tantas y tales precauciones que son capaces de espantar a quien los emprende. De la agricultura, la medicina, ¿sin preocupación no puede decirse lo mismo?”. En cuanto a su siglo, dice que “el punto está en que se come con más primor; los lacayos hablan de política; los maridos y los amantes no se desafían; y desde el sitio de Troya hasta el de Almeida[ii], no se ha visto producción tan honrosa para el espíritu humano, tan útil para la sociedad y tan maravillosa en sus efectos como los polvos sampareille inventados por Mr. Friboleti en la calle de San Honorato de País”.

En la carta sexta habla del atraso de las ciencias en España llegado el siglo XVIII: “¿quién puede dudar –dice- que procede de la falta de protección que hallan sus profesores? Hay cochero en Madrid que gana trescientos pesos duros, y cocinero que funda mayorazgos; pero no hay quien no sepa que se ha de morir de hambre como se entregue a las ciencias, exceptuadas las de pane lucrando[iii] que son las únicas que dan de comer”. De algunos que se las dan de instruidos, dice que “viven en la oscuridad y mueren como vivieron, tenidos por sabios superficiales…”.

En la carta séptima dice que en Europa “la educación de la juventud debe mirarse como objeto de la primera importancia. El que nace en la ínfima clase de las tres, y que ha de pasar su vida en ella, no necesita estudios, sino saber el oficio de su padre en los términos en que se lo ve ejercer. El de la segunda ya necesita otra educación para desempeñar los empleos que ha de ocupar con el tiempo. Los de la primera se ven precisados a esto mismo con más fuerte obligación, porque a los 25 años, o antes, han de gobernar sus estados, que son muy vastos, disponer de inmensas rentas, mandar cuerpos militares, concurrir con los embajadores, frecuentar el palacio y ser el dechado de los de la segunda clase”.

En cierta ocasión –dice- yendo a Cádiz se extravió en un monte, donde al anochecer se encontró “un caballerete de hasta 22 años, de buen porte y presencia”. El tal llevaba caballo y dos pistolas “primorosas, calzón ajustador de ante con muchas docenas de botones de plata… capa de verano caída sobre el anca del caballo, sombrero blanco finísimo y pañuelo de seda morado al cuello”. Los dos se saludaron y, preguntándole por el camino que debía tomar, el “caballerete” le respondió que estaba lejos de allí, por lo que le dijo que fuese con él a un cortijo de su abuelo. El extraviado aceptó la oferta mientras empezaron una conversación, en lo que se vio que el “caballerete” era un “perfecto orador”, pero de los artificiales (añade). Viendo unos troncos le preguntó al “orador” si cortaban de aquella madera para la construcción de navíos, a lo que le contestó que qué sabía él de eso, en todo caso su “tío el comendador”, que en todo el día no hablaba sino de navíos, brulotes[iv], fragatas y galeras, siguiendo luego el “mozalbete” con una serie de murmuraciones sobre su tío comendador.

En cuestión de Historia, como tampoco tenía idea el “caballerete”, dijo que se alegraría que estuviese allí su hermano el canónigo de Sevilla, llegando cerca del cortijo sin que el caballero hubiese contestado cuestión alguna de las que el extraviado viajero le planteaba. Le preguntó entonces cómo le habían educado, a lo que contestó que a su gusto, al su madre y al de su abuelo. Preguntándole cuáles habían sido sus primeras lecciones, respondió que ya sabía leer un romance y tocar unas seguidillas; “¿para qué necesita más un caballero?”. En lo que Cadalso quiere poner sobre la mesa el caso generalizado de una clase dirigente poco menos que analfabeta.

Habiéndole hecho Gazel a un personaje ciertas preguntas, la cuestión relatada en la carta octava es como sigue: ¿de Filosofía? “No, por cierto –me respondió-. A fuerza de usarse esta voz, se ha gastado…¿De Matemáticas? –Tampoco. Esto quiere un estudio muy seguido, y yo le abandoné desde los principios… ¿De Teología? –Por ningún término. Adoro la esencia de mi Creador; traten otros de sus atributos…¿De Estado? –No lo pretendo. Cada reino tiene sus leyes fundamentales, su constitución, su historia, sus tribunales…Estúdienla los que han de gobernar; yo nací para obedecer…”.

La carta novena contiene una disquisición sobre la conquista de América: “Si del lado de los españoles no se oye sino religión, heroísmo, vasallaje y otras voces dignas de respeto, del lado de los extranjeros no suenan sino codicia, tiranía, perfidia y otras no menos espantosas”. Pero el escritor de la carta dice que “los pueblos que tanto vocean la crueldad de los españoles en América son precisamente los mismos que van a las costas de África a comprar animales racionales de ambos sexos a sus padres, hermanos, amigos, guerreros victoriosos, sin más derecho que ser los compradores blancos y los vendedores negros [sic]; los embarcan como brutos; los llevan a millares de leguas desnudos, hambrientos y sedientos; los desembarcan en América; los venden en público mercado como jumentos, a más precio los mozos sanos y robustos, y a mucho menos las infelices mujeres que se hallan con otro fruto de miseria dentro de sí mismas; toman el dinero; se los llevan a sus humanísimos países, y con el producto de esa venta imprimen libros llenos de elegantes inventivas, retóricos insultos y elocuentes injurias contra Hernán Cortés por lo que hizo; ¿y qué hizo?”. Y a continuación vienen los párrafos donde se reivindica la labor de Cortés en América que, pudiendo aprovecharse de la creencia de los indígenas de que era un dios, desmintió tal cosa diciendo que era tan solo un ser humano; también se elogia a Cortés en esta carta por haber vencido con muy pocos hombres a una multitud de indígenas (se valoran las ventajas de los españoles pero también el conocimiento del terreno por parte de los indígenas); la pericia de Cortés en ganarse la confianza de los tlascaltecas para combatirles luego…

Y así hasta noventa cartas precedidas de un texto del “editor” Cadalso –así se hace aparecer- donde dice que “por muerte de un conocido mío, cayese en mis manos un manuscrito cuyo título es: Castas escritas por un moro llamado Gazel Ben-Aly, a Ben Beley, amigo suyo, sobre los usos y costumbres de los españoles antiguos y modernos, con algunas respuestas de Ben-Beley, y otras cartas relativas a éstas”. Luego añade que no tiene duda de que el amigo que le pasó las cartas es el verdadero autor de las mismas, pues “nació el mismo año, mes, día e instante que yo; de modo que por todas estas razones, y alguna otra que callo, puedo llamar esta obra mía sin ofender a la verdad…”.

La vida de Cadalso fue azarosa y corta (poco más de cuarenta años) en la segunda mitad del siglo XVIII, conoció varios países europeos y recibió una formación ciertamente esmerada; militar (murió en 1782 en el campo de batalla) fue ante todo poeta y prosista, en este caso con una literatura de calidad superior, según ha considerado la crítica. No harían falta otras obras suyas para comprobarlo, siendo suficiente con estas “Cartas marruecas”.



[i] Gazel, el personaje imaginario, forma parte de una comitiva que ha viajado por buena parte de Europa y compara a los países de esta con España.
[ii] En 1762 a cargo del conde de Aranda durante la guerra de los siete años. Almeida es una plaza que se encuentra cercana a la frontera portuguesa con la actual provincia de Salamanca.
[iii] Para ganarse el pan, es decir, poco dinero.
[iv] Embarcación empleada en llevar materiales inflamables para el ataque.
https://www.todoababor.es/articulos/cadiz.htm