lunes, 30 de noviembre de 2020

Crímenes en Manchuria

 

Cuando el gobierno chino pidió la intervención de la Asamblea de la Sociedad de Naciones sobre Manchuria, fue porque los intentos de paz hechos con anterioridad no habían dado resultados. El conflicto con Japón se enmarca en la crisis económica que tuvo lugar en todo el mundo a partir de 1929[i].

En éste momento Manchuria era un territorio de interés para tres estados: China, Japón y la Unión Soviética y tradicionalmente se la había considerado territorio chino. Económicamente es una región fértil que fue objeto de constantes agresiones por parte de Japón y la Unión Soviética, dándose particularmente un conflicto entre China y Rusia en 1924 y otro entre China y Japón en 1931, pero el origen próximo de las diferencias entre China y Japón está en 1894, cuando estos dos estados se enfrentaron en una guerra que sería favorable al segundo, aunque lo que se discutía entonces era el control sobre Corea, que hasta ese momento estaba bajo soberanía china.

Por su parte, Rusia obligó a que se revisase en 1898 el tratado de 1895[ii], consiguiendo beneficios comerciales en el este de China hasta salir al mar en Port-Arthur y Dalny, en el nordeste de China, situación que dará un giro radical con la guerra ruso-japonesa (1904-1905), de clara impronta imperialista por parte de ambos estados sobre Corea y Manchuria. El conflicto fue favorable también a Japón, que desde el período Meihi estaba en pleno proceso de transformación en una gran potencia, pero para el caso de Manchuria se restableció la administración china aunque con zonas de influencia rusa y japonesa.

En Europa era visto Japón como la potencia más importante llegado el año 1931, habiendo llevado a cabo un proceso de industrialización intensiva. Después de la primera guerra mundial, en la que Japón participó como único país no occidental, centró sus intereses imperialistas en Asia oriental formulando “veintiuna demandas sobre China”. Se daban en Japón dos circunstancias especiales: un profundo nacionalismo del que participaba la comunidad y un sentimiento imperialista (entre las elites) consecuencia del fuerte crecimiento demográfico. Las necesidades económicas fueron el motor del nacionalismo entre dichas elites. Japón necesitaba mercados y sus dirigentes acudieron a la guerra.

La situación en China era diferente: un acuerdo chino-japonés en 1922 permitió a los colonos japoneses adquirir tierras en el sur de Manchuria, que en realidad era un feudo de uno de los señores de la guerra civil que se libraba en China. En 1926 Japón se comprometió a no intervenir en China, en pleno proceso de unidad nacional, que se consiguió en 1928 a pesar de la continuación de la guerra entre comunistas y nacionalistas. Los gobiernos chinos trataron de rechazar la influencia japonesa, y los propietarios chinos se negaron a vender sus tierras a los colonos japoneses, mientras que la construcción de nuevos ferrocarriles por parte de los chinos amenazó los intereses de la compañía sud-manchuriana[iii] que, desde 1905, era la única dueña de la red ferroviaria. Por su parte hubo una corriente migratoria china desde las provincias del norte hacia Manchuria, aproximadamente un millón de habitantes entres 1925 y 1928, lo que ponía a las poblaciones japonesa y coreana en inferioridad. Las intenciones de China de favorecer a su industria poniendo altos aranceles a la importación de productos japoneses, hizo el resto.

En Washington se habían firmado tres tratados que, a la postre, no sirvieron de mucho: entre finales de 1921 y principios de 1922 se acordó entre Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Japón “el respeto mutuo durante diez años” en cuanto a las islas donde tenían intereses en extremo oriente. En otro tratado (“de los nueve”)[iv] hubo un compromiso de respetar la soberanía, independencia e integridad territorial de China; y otro acuerdo fue sobre armamentos navales.

Japón prometió a China, por acuerdo en 1922, la restitución de “derechos e intereses” que antes de 1914 poseía Alemania en Shantung[v] y que fueron transferidos a Japón por el Tratado de Versalles, conformándose con obtener una participación en una explotación minera, que los colonos japoneses tuviesen derecho a adquirir tierras en Manchuria y la prolongación del arriendo de Port Arthur. Japón anunció que retiraba sus tropas de las provincias marítimas y consentía que China ocupase un puesto en la administración del ferrocarril transmanchuriano[vi], volviendo así la influencia china a una zona de donde había desaparecido, durando esta situación diez años[vii].

A lo largo de los años veinte fue creciendo en Japón el espíritu militarista – independientemente de las relaciones diplomáticas citadas- y se iniciaron las agresiones japonesas para dominar Asia oriental, siendo el principal objetivo el territorio chino. Para las autoridades niponas fue visto como necesario controlar Manchuria, rica en hierro, por lo que se propusieron una dominación directa e indirecta, según los casos, eliminando la influencia china.

El 1931 se produjo lo que se ha llamado el incidente de Mukden, localidad al noroeste fuera de la actual frontera de Corea del Norte, cuando tropas japonesas salieron de la zona del ferrocarril de cuya custodia estaban encargadas, invadieron varias ciudades y las líneas de ferrocarril chinas. Japón justificó esta actitud alegando la voladura por soldados chinos de un puente cercano a Mukden, pero el Consejo de la Sociedad de Naciones tuvo claro, desde muy pronto, que la agresión había sido japonesa, y así lo expuso el representante chino en dicho Consejo[viii], que se reunió en Ginebra urgentemente bajo la presidencia del español Alejandro Lerroux, que era en ese momento ministro de Estado (de Asuntos Exteriores).

Se exigió a Japón y China que retirasen sus respectivas tropas de la zona del conflicto, mientras se informó a Estados Unidos, de todo lo tratado en el Consejo, dando con ello señal de la importancia que tenía el que un país tan poderoso, pero no miembro de la Sociedad de Naciones, estuviese al tanto. Luego se creó un Comité presidido por el mismo Lerroux, que pidió al embajador de España en Peiping (Pekín) que actuase de acuerdo con sus colegas alemán, francés e italiano en relación al gobierno de China, pero pronto estuvo claro que las autoridades japonesas no estaban dispuestas a resolver el asunto por medios diplomáticos, teniendo especial importancia que, por primera vez, Estados Unidos ofreciera su colaboración a la Sociedad de Naciones.

El Consejo adoptó por unanimidad varios puntos entre los cuales enviar observadores al lugar (por parte de España, el Cónsul General en Shanghai), pero en Manchuria los acontecimientos se sucedían con rapidez: Japón, contra lo que había dicho su representante en la Sociedad de Naciones, hizo que su ejército ocupase el territorio y presionó a las autoridades de Manchuria para que se crease un órgano administrativo bajo control japonés, dejando de reconocer a las autoridades chinas. El ejército japonés bombardeó Chinchow, cerca de la costa norte del mar Amarillo, y el Consejo volvió a reunirse, en éste caso bajo la presidencia del francés A. Briand[ix], pero en Japón ya se vivía una fiebre de guerra, enviando continuamente tropas a Manchuria, que provocaron incidentes al sur de la Gran Muralla, donde existían importantes intereses extranjeros.

Al frente del estado títere que recibió el nombre de Manchukuo, los japoneses pusieron a Puyi, último emperador de China que había perdido su trono al fundarse la república, hasta que en 1938 un ejército de la Unión Soviética se hizo con parte de Manchuria. La ocupación japonesa del resto duró hasta 1945, en que otro ejército soviético venció a Japón y destituyó a Puyi.

Durante éste tiempo se cometieron crímenes y crueldades contra la población de Manchuria, como las que Japón llevó a cabo sobre el este de China, Corea y otros territorios del Extremo Oriente, y que terminaron cuando Japón tuvo que rendirse en el contexto de la segunda guerra mundial y su territorio fue administrado bajo control norteamericano.



[i] María Estrella Calleja Díaz, “El conflicto de Manchuria en la Sociedad de las Naciones (1931-33)”.

[ii] Dio fin a la guerra chino-japonesa y se firmó en Shimoneseki (sur de Japón). Taiwán pasó a soberanía japonesa y Corea pasó a ser un “protectorado” japonés.

[iii] Fundada por Japón en 1906.

[iv] Estados Unidos, Japón, China, Francia, Reino Unido, Italia, Bélgica, Países Bajos y Portugal.

[v] O Shandong, provincia del nordeste de China frente a Port Arthur.

[vi] La línea fue construida por empresas rusas mediante una concesión china, conectando con Vladivostok (desde finales del siglo XIX).

[vii] Ver nota i.

[viii] Entonces era Secretario de la Sociedad de Naciones el británico Eric Drummond.

[ix] Moriría pocos meses más tarde, en 1932

Fotografía tomada de https://sobrehistoria.com/de-cmo-manchuria-cambi-al-mundo/

sábado, 28 de noviembre de 2020

De Tiñosillos a Toledo

 

                                                 Convento de Tiñosillos (provincia de Ávila)*

Aunque la obra de  Andrés Martínez Esteban[i] sobre el cardenal Ciriaco Sancha y Hervás es un panegírico en algunas de sus partes de la figura del prelado, el contexto eclesial, político y social en el que enmarca la biografía del clérigo burgalés es de gran interés, aportando documentación de primera mano y muy variada en cuanto a sus características.

Al cardenal Sancha, cuando era obispo de Ávila, se debe la fundación de un monasterio trapense femenino en Tiñosillos, al norte de la provincia citada. El autor dedica una de las partes de su obra a exponer la lucha de Sancha “por la libertad de la Iglesia”, aunque nunca gozó da tanta como cuando se estableció en España un régimen liberal. Otra cosa es que la Iglesia considere “libertad” el goce de privilegios que tuvo antes del siglo XIX, muchos de los cuales siguió teniendo en dicha centuria y con posterioridad.

Nacido Sancha en Quintana del Pidio (sur de la provincia de Burgos) en 1833, participó en los debates que en su edad adulta van a provocar enfrentamientos entre los distintos grupos liberales, el episcopado español y el papa, siendo los principales temas objeto de controversia las regalías, la enseñanza, el matrimonio civil y la secularización de los cementerios. La Iglesia, en aquella época –y aún posteriormente- no aceptaba que el Estado reclamase para sí funciones y poderes que, hasta entonces, habían estado en manos de la Iglesia; la enseñanza como instrumento adoctrinador fue un arma que la Iglesia se resistió a dejar, y de hecho siguió manteniendo un fuerte control sobre buena parte de ella; no concebía la Iglesia que hubiese otro matrimonio que el consagrado por ella y el enterramiento en “lugar sagrado” fue considerado por la jerarquía eclesiástica como contrario a que los cementerios pasasen a manos del poder civil. Pero estos son solo algunos casos entre otros.

El autor de la obra que sigo aquí habla de que la época de Sancha es la del “Syllabus” (1864) o relación de lo que el papa Pío IX consideró “errores”, estando nuestro personaje en ese momento en Cuba. Cuando regresó heredó las consecuencias del documento citado y de la encíclica “Quanta cura”, publicada dos años antes, donde no se aceptaba la libertad de culto ni otras propias del liberalismo de la época.

Estos documentos provocaron división entre los católicos españoles (y de otros países) pues no otra cosa sino católicos eran los liberales progresistas y conservadores, los carlistas, muchos republicanos y, en general, la inmensa mayoría de la sociedad española. Es clave la apreciación de Martínez Esteban cuando dice que “tras la caída del Antiguo Régimen ¿cómo se comprendió a sí misma la Iglesia y cómo entendió su papel en la nueva sociedad liberal? Porque la concepción que la Iglesia tenía de sí misma marcó el ministerio de Sancha” sobre todo como obispo en Ávila, Madrid, Valencia y Toledo.

La respuesta que nuestro autor se da es que “la Iglesia se sentía incapaz de hacer frente a los cambios sociales que se estaban produciendo”, viendo que dichos cambios llevaban a una descristianización creciente. Lo cierto es que los templos se llenaban de fieles, las congregaciones católicas eran numerosas y fuertes y la Iglesia seguía manteniendo privilegiadas relaciones con los diversos gobiernos. Sanz del Río[ii], a quien cita Martínez Esteban, juzgó que ese fue el origen de la excomunión contra todo progreso. En el Boletín Eclesiástico de Santiago (número 918, correspondiente al año 1881) se habla de la “evidencia” de que la civilización moderna era enemiga de la cristiana.

Lo cierto es que la Iglesia había descuidado, entre otros, a un sector que se incorporaba, lenta pero inexorablemente, a nuevos tiempos en la ciudad, pero que también heredaba grandes penalidades en el campo. Dicho sector es el obrero, entendido en el más amplio sentido de la palabra, y por ello el obispo de Córdoba, en 1879, Zeferino González, publica un “Programa de los asuntos que conviene explicar en las conferencias de los Círculos Católicos de Obreros”. Pero con expresiones como “nada mejorará mientras nuestra divina Religión no se enseñoree del mundo”, no era posible caminar por la senda del liberalismo sin enfrentamientos, porque los obispos consideraban que la moral cristiana interpretada por la Iglesia era la única válida para regularizar las costumbres.

Sancha participó de la idea de que el origen del poder era divino, y esto fue otro escollo en el que tropezó con el liberalismo, con los “tiempos modernos”. Pero esto no era exclusivo de España: comentando un motín internacionalista en Roma, el periódico “La Época” pidió en 1877 al gobierno italiano que tutelase el orden público. “Si la Iglesia se penetrara –dice dicho periódico- de su verdadera conveniencia, si los partidos conservadores comprendieran sus deberes, fácil sería una amalgama en que el orden, la libertad y la religión de nuestros padres, dieran con ventaja la batalla al espíritu disolvente y anárquico que por todas partes se difunde”.

Lo que se difundía por todas partes eran las diversas ideas socialistas y del librepensamiento, pero esto último ya desde el siglo XVIII, y tiene interés la expresión “su verdadera conveniencia” referida a la Iglesia (en el texto anterior) haciendo una apelación a los partidos conservadores, que eran justo los que no estaban al lado de los grupos marginados de la sociedad.

Es más –dice Martínez Esteban-, quienes en el seno de la Iglesia querían armonizar cristianismo y libertad[iii] eran una minoría, considerándoseles durante mucho tiempo una peligrosa disidencia. La Iglesia quiso que el Estado se sometiese a ella en el plano moral al tiempo que el poder civil había ido acabando con un conjunto de inmunidades y privilegios que la Iglesia identificaba con derechos derivados de su misma naturaleza. Nada más lejos de la realidad a poco que se conozcan los orígenes del cristianismo.

Había, en efecto, un catolicismo liberal en España, pero éste no era el caso de Sancha, que desde su etapa de sacerdote en Cuba se había ido formando hasta la categoría de intelectual, habiendo nacido en el seno de una familia humilde y teniendo que sufrir la muerte de su madre a la corta edad de diez años. Se formó en el Seminario de Burgo de Osma, luego estudió teología dogmática, teología moral, historia eclesiástica y patrología, sagrada escritura y disciplina eclesiástica. Más tarde siguió en el Seminario de Salamanca, donde se licenció en Teología para volver luego a Burgo de Osma, pero ya como profesor de latín, religión e “historia profana”.

Para Martínez Esteban, sin embargo, Ciriaco Sancha vivió su experiencia decisiva en la ciudad de Santiago de Cuba, cuando no aceptó el nombramiento como arzobispo de Pedro Llorente[iv], insubordinándose, por tanto, con el Estado. Vuelto a España, años más tarde regresó a Cuba y fue director espiritual de unas conferencias, confesor (1863), predicador, censor eclesiástico, instructor de expedientes para las dispensas de parentesco y venía ejerciendo ya un oficio castrense desde 1862.

Viajó a Roma a sus treinta y cuatro años cuando, poco después, se convocaría el Concilio Vaticano I, y las tropas del rey Víctor Manuel II entraban en la ciudad en 1870. En España, dos años antes, había triunfado la revolución llamada por sus partidarios “gloriosa”, el krausismo se abría paso y las capas bajas de la sociedad española se organizaban más o menos eficazmente en asociaciones reivindicativas, en algunos casos violentas. ¿Cómo pedir que Ciriaco Sancha entendiese aquello, formado en la más acrisolada tradición católica? Cuando en 1876 sea nombrado obispo auxiliar de Toledo, ante la incertidumbre de los tiempos, Sancha no renunció a su personalidad, singularísima sin duda, a su inteligencia, superior claramente a la media entre los suyos, pero no se separó un ápice de la ortodoxia y así prosperó hasta el cardenalato, muriendo en 1909.


[i] “El Cardenal Sancha en la encrucijada de la Iglesia española”.

[ii] Nacido en Torrearévalo (norte de la provincia de Soria) en 1814, falleció en Madrid en 1869. Fue el introductor del krausismo en España.

[iii] “… tengo el cristianismo por religión de mi vida moral y la libertad por religión de mi vida política”, dice Emilio Castelar (citado por el autor al que sigo que, al mismo tiempo, toma el texto de T. Elorrieta, 1926).

[iv] En el contexto del llamado “cisma de Cuba”, por el que la Iglesia no aceptó las condiciones impuestas por el Estado español para la provisión de obispados vacantes y la forma de jurar el cargo. 

* http://www.monasteriodealloz.org/historia.html

viernes, 27 de noviembre de 2020

Un impresionista alemán

A finales del siglo XIX los movimientos artísticos se solapan y conviven, fenómeno que se ha conocido con el nombre de Secesión, pretendiendo cortar con lo que hasta ahora había producido el arte, más aún con lo de siglos anteriores. Si ya hubo artistas que se salieron de lo oficial o académico con anterioridad, ahora esto se hace dogma en varios países europeos, entre los que está la Alemania recientemente unificada.

La Secesión de Berlín, cuando el siglo acaba, dio paso al momento culminante del impresionismo alemán con Corinth[i], Liebermann[ii] y Slevogt[iii], pero también el menos considerado Paul Baum, que se vio influido por la Secesión francesa, muy particularmente de los postimpresionistas y puntillistas. Baum nació en Meissen, pequeña ciudad del este de Alemania, en 1859, falleciendo a los setenta y tres años en San Gimignano (Toscana).

Baum empezó pintando flores sobre porcelana (su ciudad natal era ya entonces famosa por la porcelana) y luego estudio pintura en Dresde para, más tarde, viajar a París y a los Países Bajos, impregnándose de la técnica divisionista de Signac y Rysselberghe[iv]. El paisaje incluido aquí está representado con austeridad, siendo obra de 1896: un óleo sobre lienzo de 69 por 88 cm. que se encuentra en la Galería Berlinische. En lo alto vuelan pájaros, pero el dominio es la masa vegetal, sombría y verdosa, con el agua en la que se proyecta la sombra de los árboles.

Seurat[v], que también pintó paisajes, quizá influyó en Baum, pero los de aquel son más luminosos, como se puede ver, por ejemplo, en sus obras “El Sena en Courvevoi” y “La playa de Bas-Butin cerca de Honfleur” (en ambos casos óleos sobre lienzo, el primero en una colección privada y el segundo en el Museo de Bellas Artes de Tournai).


[i] Nacido en Prusia en 1858, murió en Holanda en 1925.

[ii] Berlinés nacido en 1847 y fallecido en 1935.

[iii] Nació en Landhut (sureste de Alemania) en 1868 y falleció en 1932.

[iv] Nació en Gante en 1862 y murió en 1926, dominando varios estilos.

[v] Nacido el mismo año que Baum, murió joven, en 1891.

La modernidad de Lista

 

Son palabras del clérigo sevillano las siguientes: “La Europa tiende a formar una sola familia por las relaciones de comercio e industria, por la semejanza de instituciones civiles y religiosas, por la comunidad de los conocimientos científicos, y aún por las mismas alianzas de los soberanos. No existen ya las diferencias de costumbres, los rencores religiosos, las rivalidades nacionales, ni los demás elementos de repulsión que, por tantos siglos, han separado a los pueblos. Todo conspira a la fraternidad”[i].

Y en otros artículos –dice Claude Morange[ii]- habla de la gran familia europea, de la confederación europea. Lista estaba convencido de que vivía en una época –y no era fácil en España- en la que se generalizaría el sistema constitucional, cuando eran muy pocos los países donde éste existía y la “Santa Alianza” estaba en plena vigencia.

Y son suyas también estas palabras: “¿Tienen derecho los gabinetes reunidos de varios monarcas para intervenir en las formas de gobierno interior de otro Estado?... ¿Tienen derecho los soberanos reunidos para tratar hostilmente al pueblo que varía su forma de gobierno por una revolución, ya en atención a las causas que la han producido, ya a la falta de libertad en el rey que la ha sancionado, ya al peligro de que el ejemplo cunda hasta sus mismos Estados?

Era al calor del Congreso de Troppau cuando hablaba Lista de esta manera, un congreso de la “Cuádruple Alianza” y Francia para combatir la revolución liberal que había triunfado, por poco tiempo, en Nápoles (1820). “Todas las naciones de Europa – recoge Morange- fijan en el día sus ojos sobre la antigua Parténope[iii]; en ella está la vanguardia del ejército de la libertad”, pero “la causa que se discute en Laybach[iv] no es solo la del Mediodía de Italia; es la de todas las naciones independientes”.

El clima durante el “trienio” liberal español era tal que el periódico “Times” publicó lo siguiente: “Después que los aliados hayan concluido su obra en Italia [intervenir en Nápoles para restablecer el absolutismo], ¿estarán dispuestos a intervenir eficazmente en la revolución de la península española? A la verdad, que será incompleta su obra si no colocan a aquel rey en su antiguo poder. Por tanto les invitamos a que acometan esta empresa… Solo cuando quede extinguida la Constitución de España, dejará de ser objeto de imitación en Nápoles y en el Piamonte, y quizá en Prusia y en Olanda” (sic).

En 1820, Alberto Rodríguez de Lista y Aragón –dice Morange-, era ya, desde hacía varios años, una figura bastante conocida en el mundo de las letras, y (bien a pesar suyo) en el de la política, por el papel que había desempeñado durante la guerra de 1808. Natural de Sevilla, se sintió inclinado muy joven hacia el sacerdocio, vocación más sincera que la de su amigo Miñano, quien no vio en la Iglesia sino una manera de medrar. Recibió la tradicional formación clásica que entonces se daba en las universidades.

También dio muestras de inquietud intelectual. En 1789 se graduó de bachiller de Filosofía, e hizo tan rápidos progresos en las Matemáticas que, a los trece años, ya daba clases de dicha disciplina en la Sociedad de Amigos del País de Sevilla y en el Colegio de San Telmo. Al mismo tiempo concluyó sus estudios de Teología, graduándose de bachiller en 1795; su ordenamiento sacerdotal, sin embargo, no se produjo hasta 1804, pues carecía de medios económicos. En 1807 ganó una cátedra de Retórica en la Universidad de Sevilla.

A esas dos vocaciones (la docente y la pastoral) –sigue diciendo Morange-, añadió desde muy joven otra: la de la poesía. Al producirse la invasión napoleónica, igual que Miñano, se adhirió al campo de la resistencia, lo que era menos difícil en Sevilla que en el centro o en Aragón, pero no se comprometió como Miñano con la Junta de Sevilla. Colaboró en varios periódicos y llegó a crear “El Espectador sevillano”[v], que redactó solo durante cuatro meses, hasta la entrada de las tropas francesas en Sevilla. En dicho periódico se explayó Lista sobre los distintos tipos de gobierno, los representativos, la división de poderes, las Cortes –que defendía representativas de toda la nación-, el sistema de elecciones, etc.

Pero no tardó en retractarse: en un artículo suyo aún dice que “sea lícito, pues, a todo buen español, suspirar por el día feliz en que diga: Tengo una patria, que nadie me quitará; unas leyes, que me aseguran para siempre la libertad política. Yo moriré por la patria, pero mis descendientes serán felices y gloriosos”… y pocos días después se expresará en sentido contrario: excluir del sufragio a los no propietarios, se puso al servicio de los franceses, aceptó cargos y prebendas, se le dio media ración de la catedral y, en 1813, tuvo que emprender el camino del exilio. Cuando volvió estuvo al servicio de los marqueses de Vesolla, en Pamplona.

Abjuró a la masonería a la que se había apuntado por influencia francesa, fue de trabajo en trabajo para sobrevivir y, durante el “trienio” liberal es uno de los principales redactores de “El Censor”[vi].


[i] Esto escribía Lista en 1821 en el número 28 de “El Censor”.

[ii] “En los orígenes del moderantismo decimonónico”.

[iii] Antigua ciudad donde ahora se encuentra Nápoles.

[iv] Es la actual Liubliana, capital de Eslovenia. Un congreso reunido allí en 1821 establecieron, entre otras cosas, las fronteras de los estados europeos.

[v] Ver aquí mismo “La corta vida de un periódico”.

[vi] Ver aquí mismo “Palos a la mula negra y palos a la mula blanca”.

La pintura representa a Nápoles en el siglo XIX (https://www.dimanoinmano.it/es/cp136639/arte/ottocento/veduta-di-napoli)

jueves, 26 de noviembre de 2020

Heródoto, geógrafo y etnógrafo

 


Después de que el rey Ciro de Persia conquistase Babilonia y sus tierras, quiso, según Heródoto, someter a los masagetas[i], que dicen se encuentran hacia la aurora, es decir, al este del mar Negro, considerando algunos –dice el autor- que son una familia o rama de los escitas. El rey persa tuvo que pasar el río Araxes, actual Aras, al sur del Cáucaso, que dice Homero podría ser de la misma longitud que el Danubio (lo cierto es que éste río es bastante más largo que el Aras), pero su cauce debe de ser amplio, pues dice nuestro autor que se forman muchas islas.

Los habitantes de estas islas viven de las raíces y de las frutas de los árboles, habiendo descubierto ciertos árboles (se dice) que producen una fruta[ii] que echan al fuego reunidos en bandas, de forma que el olor que despiden aquellas les embriaga “del mismo modo que los Griegos con el vino” (sic), pasando entonces a cantar y bailar.

Luego describe algunos rasgos del río Araxes, que tiene su origen en los Metienos[iii] y, en su época desembocaría en el Caspio formando un delta, pues Heródoto habla de “cuarenta bocas”, o bien formando una marisma, pues dice que se forman lagunas y pantanos, donde viven unos hombres que se alimentan de pescado crudo, vistiéndose con pieles de focas “o becerros marinos”.

Luego explica Heródoto que el mar Mediterráneo (en el que navegan los griegos) se comunica con el que está más allá de las columnas de Hércules “y llaman Atlántico, como también el Eritreo” (Índico), que “vienen todos a ser un mismo mar. El mundo conocido por Heródoto no iba más allá del tercio norte de África, la península Arábiga, hasta el Indo, los Cárpatos y el Atlántico.

Dice que la longitud del mar Caspio es de quince días de navegación en un barco a remo, y su latitud es de ocho días en la mayor anchura[iv], siendo certero cuando dice que al oeste se encuentra el Cáucaso, en cuyo espacio se encuentran varias naciones, la mayor parte de las cuales se alimentan de frutos de los árboles silvestres, y entre estos árboles hay algunos cuyas hojas, una vez machacadas y disueltas en agua, se pintan los vestidos con formas de animales, consiguiendo que no se borren aunque se laven.

Dice Heródoto que al este del mar Caspio hay una inmensa llanura (la que conocemos como depresión cáspica, que está a una cota media de 26 metros por debajo del nivel de dicho mar), y esta depresión es la que ocupan los masagetas contra los que Ciro pretendió la guerra, a pesar de que tenían fama de no haber sido vencidos, lo que quizá se debía a “lo extraño de su nacimiento”, ya que parecían más que hombres.

Ciro envió una embajada a la reina de los masagetas (Tomyris) pretextando quererla por esposa, pero dicha reina no creyó al persa, sabiendo que lo que éste pretendía era su reino. Ciro hizo marchar entonces a su ejército hacia el río Araxes construyendo puentes en el mismo, levantando torres en las naves y otras obras. La reina de los masagetas le envió entonces una embajada, diciéndole que perdía el tiempo con tantos preparativos, que sus tropas le esperaban de una forma u otra, lo que hizo que Ciro consultase a sus generales, que le aconsejaron esperar a ver qué hacían los masagetas.

Creso, rey de Lidia sometido al imperio persa, aconsejó a Ciro en sentido contrario, pues dijo que si se esperaba a los masagetas en territorio propio, venciendo estos, no se detendrían y avanzarían hasta conquistarlo todo, pero si el ejército persa hacía la guerra en territorio de los masagetas, aún siendo derrotado, sería más difícil que estos se adentrasen en las posesiones de Ciro. Los masagetas –siguió diciendo Creso- no conocen los lujos de los persas, por lo que si estos invaden su territorio, podían organizar un banquete con gran número de carneros, con abundancia de vino, preparado todo ello para que los masagetas se abalancen sobre dichos manjares. Sería la ocasión de que los persas se echasen sobre ellos e hiciesen una gran carnicería.

Esto último es lo que decidió Ciro, que puso a Creso al servicio de su hijo Cambyses, encontrándose con los masagetas, que “se parecen mucho a los escitas” –dice Heródoto-, teniendo caballería e infantería, usaban flechas, lanzas y grandes hachas, todas estas armas hechas con oro y bronce (el oro para el adorno de los cascos, los ceñidores y las bandas que cruzaban debajo de los brazos). Los caballos llevaban un peto de bronce y así se enfrentaron al ejército de Ciro, que consiguió vencer en un principio, e incluso hacerse con el hijo de la reina masageta, la cual le pidió rescatar a su hijo, a lo que no hizo caso el persa, que le dio muerte.

Pero en una nueva embestida Tomyris venció a los persas en una feroz carnicería que duró largo tiempo. “Las tropas persianas” –dice Heródoto- sufrieron una pérdida espantosa, y el mismo Ciro perdió la vida. Tomyris hizo entonces llenar un odre de sangre humana, cortó la cabeza al cadáver de Ciro y la metió dentro del odre, mientras decía: “Perdiste a mi hijo cogiéndole con engaño a pesar de que yo vivía y de que yo soy tu vencedora…”. Éste fue el final de Ciro, “sobre cuya muerte sé muy bien las varias historias que se cuentan, pero yo la he referido –dice Herótodo- del modo que me parece más creíble”.


[i] Ver aquí mismo “Los masagetas”.

[ii] Otros hablan de hierbas olorosas que, puestas al fuego, el humo es embriagador.

[iii] Estrabón explicó siglos más tarde que no nace donde señala Heródoto, sino al oeste de Armenia.

[iv] En realidad 1.210 km. de norte a sur.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Los enemigos de Cayo Graco


En la narración que nos ha dejado Plutarco sobre Cayo Graco, como sobre otros personajes de los que se ha ocupado, muchos son los elogios[i] que le dedica, pero independientemente de ello, es interesante destacar la descripción que hace de la estancia del reformador en Cerdeña, mientras era cuestor con el cónsul Lucio Aurelio Orestes en el año 126 a. de C.

Dicho año fue especialmente riguroso en invierno, de forma que el pretor pidió a las ciudades vestuario para los soldados, con lo que estuvo de acuerdo el Senado, autorizando al pretor para que tomase las medidas oportunas. Cayo Graco, entonces, recorrió las ciudades e hizo que estas enviasen vestidos para socorrer a los soldados, pero ya debía tener el cuestor enemigos en la capital porque, llegando la noticia a Roma, fue acusado de demagogo, además de que Graco había pedido al rey Micipsa[ii] trigo para auxiliar a Cerdeña, lo que tampoco fue bien visto por el Senado, que ordenó fuese relevada la tropa de la isla, aunque el pretor Orestes debía continuar en ella, al igual que Graco.

Éste, indignado, se embarcó hacia Roma, de lo que también fue acusado, pues había abandonado su puesto sin autorización; no obstante, cuando Graco tuvo ocasión de defenderse, muchos fueron los que se pusieron de su parte, en lo que Plutarco ve la elocuencia de nuestro personaje. Alegó que había servido como soldado doce años, más que otros, que como cuestor había estado tres, cuando a otros solo se les exige uno. Pero no fue suficiente, pues sus enemigos le acusaron entonces de haber puesto a aliados de Roma en su contra y que había tenido parte en cierta sublevación.

Graco volvió a defenderse y consiguió salir airoso, lo que le animó a pedir el tribunado, a lo que se opusieron “todos los principales”, pero no así la plebe, pues “fueron tantos los que de toda Italia concurrieron a la ciudad para asistir a los comicios, que para muchos faltó hospedaje; y no cabiendo el concurso en el campo de Marte, venían voces de electores de los tejados y azoteas; y sin embargo, violentaron los ricos al pueblo, y frustraron la esperanza de Cayo [Graco]”, hasta el punto de que habiendo sido elegido el primero no se le reconoció sino el cuarto puesto.

Puede que Plutarco exagere en cuanto a los apoyos que Graco recibió para el tribunado de la plebe, pero cuando entró en ejercicio de dicho cargo enseguida destacó por su facundia, deplorando la pérdida de su hermano Tiberio[iii], al que recordaba con frecuencia para ganarse a la población. Pero como considerase que se estaba siendo injusto con él, recordó cómo se hacía justicia antiguamente en Roma, relatando que por la mañana iba un trompetero a casa del acusado “y le llamaba a son de trompeta”, y sin que esto se hubiese hecho no se le podía condenar por los jueces. Entonces Graco propuso dos leyes: una que si el pueblo privaba a un magistrado de su cargo (nótese que un magistrado era cualquier cargo público), no pudiera después ser admitido en otro; y la otra que si algún magistrado proscribía y desterraba a un ciudadano sin juicio previo, debía haber contra aquel acción ante el pueblo.

Aunque Graco tenía ya puesta la vista en ciertos personajes que incurrían en los supuestos anteriores, no se podrá decir que sus propuestas no eran modernas para su tiempo (e incluso para el actual). Otras leyes hizo aprobar Graco en detrimento de la autoridad del Senado, una fue agraria para distribuir por suerte tierras públicas a los pobres; otra militar, por la que se mandaba que el vestuario militar saliese del erario público, sin que por esto se descontase nada al soldado. Además contemplaba esta ley que no se incluyese en ningún cuerpo del ejército a los menores de diecisiete años…, pero hubo una ley de Graco que soliviantó al Senado, ya que éste tenía poder para juzgar las causas, por lo “que eran terribles a la plebe y a los caballeros”.

Para hacer sancionar esta ley tomó ciertas medidas: siendo hasta ese momento costumbre que todos los oradores hablasen vueltos hacia el Senado, que en adelante lo hiciesen mirando hacia la plaza, el exterior, lo que en la época no fue poca novedad, pues simbólicamente el Senado (los aristócratas) perdían primacía al menos en esto. También hizo que el pueblo eligiese a los jueces del orden ecuestre.

Propuso también que se enviase trigo a las colonias, se hiciesen caminos y se construyeran graneros, por lo que muchos le seguían, tanto operarios como artistas, legados y magistrados, soldados y literatos. No es extraño que, perseguido con otros por los poderosos, fuese declarado enemigo del Estado, teniendo que huir Cayo Graco con su esclavo, el cual recibió la orden de su amo de que le diese muerte en el bosque de Furrina.


[i] Virtuoso, respetuoso, prudente, sencillo, trabajador…

[ii] Rey de Numidia sucesor de Masinisa.

[iii] Asesinado en 133 a. C. junto a varios cientos de sus seguidores, siendo el cuerpo de Tiberio arrojado al río Tíber.

martes, 24 de noviembre de 2020

Construir un manicomio

 

Los más importantes expertos franceses que teorizaron sobre la construcción de asilos para dementes, buscaron la colaboración de profesionales para trazar sus planos. Uno de ellos fue Hippolyte Lebas[i] en 1818, pero no fue el único. Lo mismo se hizo en España cuando se trató de construir un manicomio-modelo (así se le llamó) dando su parecer la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando a los proyectos que se presentaron a un concurso en 1859.

María José Navarro Bometón[ii] ha estudiado éste asunto y señala que dos tipos de factores influyeron en el proyecto madrileño: de índole social, reclamando un lugar adecuado, y los avances médicos y científicos para una obra que tenía valor terapéutico. Los teóricos franceses, ya desde Pinel[iii], recabaron las directrices de la psiquiatría, pues la evolución de esta insistía en la morfología de las plantas y las clasificaciones nosológicas (variedad de enfermedades). El gobierno español quiso para el manicomio-modelo que fuese decoroso, al igual que otros cinco que se pensaban para otras tantas provincias, manicomios que, a la vez, serían escuelas de formación para futuros especialistas.

Pero tan buenas intenciones no se cumplieron en realidad, empleándose un viejo palacete en Leganés que se encontraba en pésimas condiciones. En todo caso se produjo el concurso, surgieron las polémicas y se habló mucho de seguridad e higiene. El médico de Cámara de Isabel II, Pedro María Rubio –sigue diciendo Navarro Bometón- había visitado en 1845 un hospital en Zaragoza y le causó una deplorable impresión. Fue el principio de una serie de planes médicos e higiénicos, se llevó a cabo una estadística de dementes y hubo otras varias reuniones.

Las condiciones que se impusieron para los concursantes a ejecutar el manicomio-modelo fueron que el edificio fuese sencillo y elegante a un tiempo, su distribución, metódica y regular y que “nada revele ni excite la idea de reclusión”. Por Real Decreto en 1846 se nombró una Comisión que se ocupó de elegir el terreno, uno de cuyos miembros fue Aníbal Álvarez Bouquel[iv], que tendría una gran influencia en los trabajos; por su parte, las demandas de Rubio se atendieron con una Ley de Beneficencia en 1849, que preveía un manicomio en cada provincia, y se redactó un Reglamento en 1852 donde se dijo que el manicomio de Madrid se instalaría en el antiguo palacete de los duques de Medinaceli, en Leganés. Allí se inauguró, en 1854, la Casa de Dementes de Santa Isabel, pero esto nada tenía que ver con las pretensiones de Rubio: la situación no era la adecuada y ni siquiera contaba con agua potable.

Volviendo al proyecto del manicomio-modelo, debía albergar a quinientos enfermos y tener instalaciones para los trabajadores y sirvientes, debía constar de una sección para hombres y otra para mujeres y, dentro de cada sección, habría subdivisiones para “pensionistas” (de primera y segunda clase), pobres (adultos, viejos, niños y detenidos judicialmente), “tranquilos” y para “agitados y sucios”. El edificio debía constar de entrada principal, cementerio, laboratorios, talleres, baños, oficinas, farmacia y almacenes.

Ocho trabajos se presentaron al concurso para ser seleccionado uno, lo que no ocurrió hasta 1860, siendo elegido el que llevaba el nombre de “Perseverancia”. Otro, cuyo nombre era “Toda casa de enagenados…” (sic) contemplaba una tahona y un matadero. La planta baja de esta última propuesta era simétrica, dividida cada una de las dos partes por un pasillo y compartimentos a cada lado.

Uno de los que participaron en la selección del proyecto fue Amador de los Ríos[v], arqueólogo e historiador, formando parte de una Comisión de la Real Academia que opinó sobre la especificidad y novedad de los hospitales en España; uno de los proyectos fue rechazado por la excesiva vegetación que se preveía en cada uno de los patios, “nociva para la salud de los dementes”, pero también se rechazó por el uso de determinados materiales y por la ostentosa ornamentación que pretendía, “un delirio de imaginación injustificable”.

No dejó de haber polémica en la opinión pública, aunque los que participaron en ella, sobre todo, fueron arquitectos, si bien algunas opiniones se vertieron anónimamente, particularmente uno que se calificó de “frenópata”, nombre antiguo para referirse a los psiquiatras. El ganador, autor de la propuesta “Perseverancia”, fue el arquitecto Cristóbal Lecumberri Gandarias (1819-1882), que se había formado en Francia, especializándose luego en arquitectura hospitalaria. En 1863 fue nombrado, junto a Concepción Arenal, visitador de prisiones, y publicó varios estudios sobre colonias agrícolas y escuelas de reforma para jóvenes. Su proyecto fue exhibido en la Exposición Internacional de Londres de 1862.

La obra de Lecumberri comprendía dos partes simétricas a partir de un cuerpo central, una capilla y las dependencias de servicios generales, con espacios muy amplios. Reunía las condiciones de luz y zonas ajardinadas, a lo que contribuyó la ubicación algo elevada del edificio y, separadamente, el arquitecto incluyó una alquería para enfermos masculinos.

Las autoridades habían comprado la Dehesa de Amaniel (hoy Dehesa de la Villa, en la Ciudad Universitaria), con una superficie de casi 980.000 m2., pero no se llevó a cabo tal manicomio-modelo y, años más tarde, el arquitecto Grases Riera puso todo su empeño en construir un manicomio y centro asistencial en la finca de Vista Alegre, en el entonces municipio de Carabanchel, lo que se llevaría a cabo por el doctor Esquerdo, que adquirió una finca junto a las huertas del arroyo Luche[vi] (muy cerca de la actual estación de metro de Aluche.


[i] 1782-1867, profesor de historia y del arte.

[ii] “La Academia y el concurso de un manicomio modelo (1859)”.

[iii] Philippe Pinel (1745-1826), médico psiquiatra partidario de un gran rigor en el método de estudio de los enfermos mentales.

[iv] Nacido en Roma en 1809 falleció en Madrid en 1870, siendo un arquitecto y teórico de la arquitectura.

[v] Nacido en Baena (Córdoba) en 1816, falleció en Sevilla en 1878.

[vi] Afluente del Manzanares, dio nombre al barrio de Aluche. 

En la ilustración, el manicomio de Leganés en el siglo XIX (juanmalcala.es/historia/el-manicomio-de-leganes/).