miércoles, 30 de noviembre de 2022

Chaco indómito

La Casa de América ha tenido el acierto de convocar a varios especialistas para hablar sobre un importante espacio geográfico y étnico de América, corriendo la coordinación a cargo de Carmen Mena García: el Chaco, que se extiende por gran parte de Bolivia, Paraguay, el norte de Argentina y una porción del Mato Grosso brasileño. Predominan las llanuras y los ríos, algunos tan importantes como Paraná, Pilcomayo y Paraguay; al extenderse latitudinalmente se dan diversos climas, desde el húmedo hasta la aridez; y desde el punto de vista humano estuvo habitado durante milenios por pequeños grupos de cazadores nómadas y seminómadas más tarde. En los siglos de la colonización española- escasa- dichas tribus fueron adversarias de los guaraníes.

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Abundando los terrenos pantanosos, los diversos estados interesados en el Chaco, a partir del siglo XIX, han hablado de Chaco boreal, Chaco central y Chaco austral, dándose en todos ellos la aculturación de algunas tribus, la desaparición como identidad cultural y la pervivencia según los casos. Como queda dicho, la colonización española no llegó a dominar este vasto territorio, que sirvió, sin embargo, como tránsito entre los Andes bolivianos y el océano Atlántico. Herib Caballero Campos habla de territorio mítico en la época colonial, consecuencia del desconocimiento que sobre él y sus habitantes se tenía, y fue también una barrera natural para poner en comunicación el oeste y el este de América del Sur.

Pedro de Mendoza, en busca de una supuesta Sierra de la Plata[i], protagonizó con otros una de tantas odiseas como se han dado en la América colonial, pero sin resultado positivo, aunque se trató de la expedición más numerosa en hombres y navíos, pero las dificultades en el remonte de los ríos y la oposición de los indígenas hizo fracasar el intento (1536). El portugués Alejo García, en 1525[ii], había llegado desde el Atlántico a territorio incaico (actual Bolivia) acompañado de varios miles de guaraníes que reclutó durante el viaje, pero los enfrentamientos con los incas hicieron infructuoso el viaje en términos prácticos.

Varias expediciones mandadas por Nuño de Chaves entre los años cuarenta y sesenta del siglo XVI le llevaron a la parte oriental de Bolivia, fundando Santa Cruz de la Sierra. Por las mismas fechas también comandó expediciones Álvar Núñez Cabeza de Vaca, como si no hubiesen sido suficientes los sufrimientos padecidos en su expedición (con tres compañeros) desde Florida, sur de los actuales Estados Unidos, norte y oeste de México, y término en la capital mexica. Hay quien asegura que en otro intento llegó a Lima en demanda de auxilio para el Río de la Plata, siendo entonces el primero en viajar desde el Atlántico al Pacífico por el interior de América del Sur, regresando entre 1549 y 1550, pero esto no está documentado.

En los años cuarenta Domingo Martínez de Irala, gran conocedor de la zona, pero también protagonista con Cabeza de Vaca y Chaves de conflictos, sufrió un feroz enfrentamiento de los pueblos indígenas en número de varios miles de individuos, a los que tuvo que hacer frente con poco más de trescientos hombres. Quizá sea uno de los casos más notables en el que el uso de la artillería fue determinante. En 1553 Irala inició la expedición que más tarde sería conocida como “la mala entrada”: con ciento treinta hombres a caballo y unos dos mil indios, informado de una revuelta en Asunción, tuvo que regresar. Sofocada la revuelta y castigados los que fueron considerados responsables, reinició la expedición en busca de metales preciosos, pero en un determinado momento se rebelaron sus hombres, que querían el reparto de indios en encomienda, cosa que Irala tenía por “embarazosa y aun en parte escandalosa”[iii]. En todos estos episodios fueron constantes las muertes, enfermedades, contagios y ataques de alimañas, pero el afán de aventura, riqueza, honores y tierras pudo más que cualquier temor. En 1548 llegó con una expedición al Alto Perú, sorprendiéndose porque los habitantes hablaban español, y es que los guaraníes ya habían merodeado estas tierras, además de la relativamente reciente presencia de los Pizarro en ellas; tres años antes se había descubierto el cerro rico de Potosí, en las alturas andinas, al sur de la actual Bolivia.

Herib Caballero señala que se cuentan más de ciento treinta expediciones a lo largo de la historia en el Chaco con la intención de someter a los indígenas, siendo los resultados casi nulos. En la actualidad, más de la mitad del Paraguay es territorio chaqueño, pero un porcentaje muy bajo de los nacionales viven en él.

En 1600 se intentó aprovechar las reducciones jesuíticas con los guaraníes para seguir las exploraciones y búsquedas, lo que llevó a un mejor conocimiento del Chaco por parte de los españoles, pero sería en el siglo XIX cuando la región fue colonizada con una finalidad muy distinta: el empresario Carlos Casado del Alisal invirtió en la extracción del tanino, sustancia que permitiría la fabricación de cuero a partir de las pieles de los animales. El militar e ingeniero Félix de Azara[iv], por su parte, dedicó sus esfuerzos al conocimiento del Chaco en varias obras, una de ellas “Informes de D. Félix de Azara, sobre varios proyectos de colonizar el Chaco” (1836).

María Beatriz Vitard dedicó su exposición a las que llamó “olvidadas en las reducciones jesuíticas”, las mujeres indígenas. En la frontera del Chaco occidental, una de las regiones donde actuaron los jesuitas, lindante con la Gobernación de Tucumán, se encuentra la reducción de Santiago de Guadalcázar, fundada en el siglo XVII, hoy en la provincia argentina de Salta. En la centuria siguiente se dio una guerra en el Chaco por el “rescate” de indígenas, ambición de los hacendados rioplatenses, mientras que los del Tucumán habían sido llevados a Potosí.

En la zona había terrenos concedidos por la monarquía española para que los jesuitas fundasen sus reducciones, localizándose en 1710 la primera en el área estudiada por la autora citada, la cual habla de ellas como “crónicas etnográficas” antes de que existiese la etnografía como ciencia. Estas reducciones estaban marcadas por un fuerte patriarcado, no reconociéndose a los cacicazgos femeninos y negándose todo poder de decisión a las indígenas ancianas. Las crónicas jesuíticas dan una visión negativa de la mujer indígena, siendo el modelo para los jesuitas el de la mujer casta, seguramente inspirados en las ideas de Tertuliano en el siglo III.

Las fuentes hablan de una demonización de la mujer, exigiendo un estricto control sobre la sexualidad indígena; particularmente las mocovies[v] fueron reprimidas, pues existía la costumbre de que las mujeres ancianas (“viejas” en la terminología jesuítica) ejerciesen ciertos poderes, acusadas de brujería cuando seguramente se trataba de ritos ancestrales propios de su cultura, y así se dio un exacerbado rechazo a la autoridad de estas mujeres, que la tenían reconocida por sus naturales en los rituales y el aval al varón que ya se podía considerar guerrero. En la vida económica la más anciana era la que controlaba el reparto del agua en un territorio donde a estaciones lluviosas seguían otras de sequía, y es curioso que la información medicinal que los jesuitas han transmitido proviene de los conocimientos que sobre hierbas y otros productos tenían estas mujeres.

Chiara Vangelista, especializada en el Brasil colonial, habló del Chaco en el horizonte portugués, sobre todo en el siglo XVIII con la presencia de los bandeirantes, los indios “canoeiros” y los caballeros[vi], colaboradores entre sí estos últimos en no pocas ocasiones. La autora señala que el término frontera adquiere tres significados en relación con el Chaco: como límite (lo que es ignorado por los indígenas), franja fronteriza de indeterminada anchura, y la que se produce por las sucesivas oleadas en la ocupación del territorio. El “vacío” del Chaco –dice- es ideológico, no humano; los indígenas vivían de forma muy natural, divididos, colaboradores en ocasiones, ambulantes en busca de sustento, pero no tenían concepto alguno de la defensa del Chaco en su conjunto.

Debe tenerse en cuenta que el siglo XVIII es el del oro del Brasil, descubierto en el río Cuiabá, afluente del Paraguay junto a la frontera de la actual Bolivia, no siendo pocos los indígenas del Chaco que fueron obligados a trabajar en las labores de extracción. Estos indígenas vivían en la marginalidad por la extrema pobreza, pero tenían el control estratégico del territorio, conocían las zonas lacustres, las de maleza, las más aptas para la ganadería, las más propicias a la emboscada, etc.

Los indígenas del Chaco se distinguieron por escapar al control incaico y al control español, siendo su diversidad étnica una característica propia de su primitivismo, pues solo se había producido una aculturación relativa y mutua entre ellos. Refractarios a todo poder político, los chaqueños entraron en el comercio, no obstante, a medida que avanzó el tiempo, pero no tuvieron inconveniente en enfrentarse a los intentos de sujeción por parte de Asunción y de Buenos Aires. Ya desde el siglo XVII conocían el caballo, introducido por españoles, y desde entonces entrarán en territorio brasileño –cuando se dio la ocasión- para robar équidos en las haciendas y otra ganadería mayor.

Los “canoeiros” actuaron en corso a favor de los españoles en determinadas ocasiones, mientras que los indios “caballeros” suministraban productos agrícolas a los guerreros, y con el tiempo los indios chaqueños se extendieron más allá del Chaco, en Brasil (véase el concepto de frontera como resultado de oleadas de ocupación) como en la cuenca del río Cuiabá entre otras regiones.


[i] Ciertos indígenas del Chaco informaron a los españoles de un gran centro de metales preciosos, pero no podía tratarse de Potosí porque sus minas no se descubrieron hasta 1545.

[ii] Véase que varios años antes de la expedición de Pizarro, pero sin resultado conquistador alguno.

[iii] Real Academia de la Historia, dbe.rah.es/biografias/11895/domingo-martinez-de-irala

[iv] Natural de Barbuñales, en el centro de la actual provincia de Huesca.

[v] Nativos del Chaco argentino y otras regiones adyacentes.

[vi] No corresponden a denominaciones étnicas, sino a las establecidas por los conquistadores.

martes, 29 de noviembre de 2022

El contacto con los kaqchikel

 


“Aquí escribiré brevemente las palabras de nuestros primeros padres, [de] nuestros antepasados, de aquellos de quienes nacieron los hombres de antaño, antes de que fuesen habitadas las colinas, las llanuras, cuando sólo existían los conejos, los pájaros, se cuenta, cuando habitaron las colinas, las llanuras, estos nuestros padres, nuestros antepasados, venidos del Lugar de la Abundancia, oh hijos míos.

“Aquí escribiré las palabras de nuestros primeros padres, [de] nuestros antepasados, el primero llamado Volcán, el otro llamado Ventisquero. He aquí, se cuenta, las palabras que dijeron: ‘De allende el mar vinimos, del lugar llamado Lugar de la Abundancia, en donde fuimos procreados, fuimos engendrados, por nuestros antepasados, nuestros padres, oh hijos nuestros; (así) decían antaño los padres, los antepasados, llamados Volcán, Ventisquero, venidos de Lugar de la Abundancia, los dos Varones de quienes nacimos, nosotros los Xahil [“(Los de las) Mansiones del Baile (ritual)”]’”.

Estos son los dos primeros párrafos de una obra que parece completar la escrita por alguien en la actual Guatemala a mediados del siglo XVI, el Popol Vuh, en lengua quiché, donde se habla de tradiciones mayas que se habrían transmitido oralmente. En todo caso es el dominico Francisco Ximénez de Quesada, a principios del siglo XVIII, quien nos ha legado un manuscrito que ha servido para todos los estudios y trabajos posteriores[i]. Esta obra que completa el Popol Vuh se titula “Anales de los Xahil”, un grupo gobernante, probablemente formado por sacerdotes, que dominaron a otros pueblos indígenas antes y cuando llegaron los españoles en el siglo XVI.

El lago Atitlán se encuentra sobre una de las cadenas montañosas que recorren la mitad sur del país, al suroeste, y de hecho el libro de los Xahil se llama también “Memorial de Tecpan-Atitlán”, que ha sido traducido, entre otros, por el profesor Georges Reynaud[ii]. El libro fue escrito en idioma kaqchikel por miembros de la familia gobernante de los Xahil, entre ellos Francisco Hernández Arana Xajilá, y luego alfabetizado por los frailes franciscanos al principio de la cristianización.

El libro debió ser llevado a la ciudad de Sololá, cerca del lago Atitlán, y relata la historia y mitología del pueblo kaqchikel, que se habrían ido conservando oralmente hasta que llegó Pedro de Alvarado con sus hombres a Iximché, al este del lago, con afanes de conquista. Toda la obra está inspirada en un panteísmo muy propio del contacto con la naturaleza (el Volcán, el Ventisquero), teniendo en cuenta que la región es muy volcánica y las fuerzas de la naturaleza influirían en los kaqchikel y en los quichés, situados algo más al norte; también se nos habla de prácticas de canibalismo ritual, de las guerras contra los quichés y otros pueblos, de la alianza inicial con los españoles (que luego se tornaría en guerras), pero también se nota la influencia del cristianismo, por eso se ha supuesto que la primera redacción pudo haberse producido a mediados o en la segunda mitad del siglo XVI.

Hay, pues, una parte mítica, pero en cuanto al contenido histórico supera claramente al Popol Vuh, constando declaraciones testimoniales de indios conversos, un relato mítico de las antiguas tribus, datos históricos de los sucesos en esta región guatemalteca y noticias acerca del linaje de los Xahil, aportando también información sobre los mayas.

El texto de arriba hace referencia al origen del mundo, cuando no existían los seres humanos pero sí algunos animales y los accidentes geográficos (montañas, llanuras), siendo el Lugar de la Abundancia, quizá, aquel del que proceden los humanos y al que estarían destinados. Como en otra parte del texto se habla de que los primeros hombres vinieron de donde el sol desciende, se supone que tenían idea de proceder de algún lugar del oeste, el océano Pacífico, y es curioso que se diga que los primeros nacieron de dos “Varones” primigenios, quizá con atributos míticos para producir la progenie más allá de las cualidades sexuales de los mismos. El estilo es poético y quizá pretenda informar de la importancia del linaje gobernante, los Xahil.

Alvarado, por su parte, se internó en Guatemala por el sur siguiendo una dirección sudeste, valiéndose de sus aliados del altiplano mexica, tlaxcaltecas  entre otros, mientras que Cortés lo hizo desde el Petén. La conquista del territorio estuvo llena de dificultades, sin faltar las enfermedades que los invasores inocularon a los indígenas, lo que produjo muchas muertes. Asedios, alianzas y revueltas se sucedieron, prolongándose la conquista, de forma discontinua, hasta principios del siglo XVIII.



[i] Nacido en algún lugar de Andalucía en 1666 y fallecido en 1722.

[ii] Nacido en Nancy en 1893, murió en 1975.

Jefes militares en América latina

 

                                                            eldiario.net/diario/sigl.html

Es correcto decir que las guerras de independencia americanas de la monarquía española fueron guerras civiles, no solamente porque los ejércitos enfrentados estaban formados por peninsulares y americanos, sino porque en los ejércitos patriotas hubo disensiones, enfrentamientos y guerras que alargaron el proceso. La idea simplista de que hubo solo dos bandos, uno realista y otro patriota, no obedece a realidad alguna.

Sobran los ejemplos para confirmar lo dicho, pero aquí nos vamos a referir a Andrés de Santa Cruz, nacido en 1792 de padre español y madre mestiza, heredera esta de un cacicazgo o curacazgo, por lo que pertenecía a la nobleza española[i] y a la andina. El mismo Santa Cruz primero luchó en los ejércitos del rey de España hasta que fue derrotado, y bien por conveniencia, por convicción o por sentido de la realidad (corría el año 1820 y las cosas pintaban mejor para los patriotas) se pasó al bando que había combatido desde 1815, si bien siendo entonces muy joven.

La independencia de Perú y Bolivia, como otros casos[ii], se produjo en combinación de las fuerzas partidarias de la independencia, pero con no pocas desavenencias y traiciones entre ellas. Un ejemplo es la guerra federal entre el sur y el norte, con participación indígena, que enfrentó a ejércitos peruanos, bolivianos y argentinos, contra ejércitos chilenos y argentinos entre 1836 y 1839, por lo tanto cuando ya los ejércitos españoles se habían retirado de sus antiguas colonias[iii]. Parece que Santa Cruz siempre aspiró a una confederación o unión entre Perú y Bolivia (este último país fue conocido durante mucho tiempo como Alto Perú), y el mismo Santa Cruz llegó a ser Presidente del Gobierno peruano durante el mandato de Simón Bolívar; luego aspiró a presidir el país pero fue elegido José de la Mar (1827), dedicándose entonces a conspirar junto con otros hasta conseguir destituirlo. De la Mar había estado al servicio del Virreinato del Perú, luchó en el ejército realista antes de pasarse a los patriotas, y como queda dicho, fue Presidente del Perú después de haber colaborado con Bolívar en tareas gubernativas. Parece un ejemplo más de guerra civil entre americanos, pero hay muchos otros.

A Bolívar se le considera en América latina “el libertador”, pero lo cierto es que su política de unión territorial en la Gran Colombia fue traicionado por sus colaboradores, entre los que se encuentra José de la Mar. El protagonismo de estos caudillos durante las guerras de independencia de la metrópoli española les encumbró social y políticamente, razón por la que aspiraron a llevar adelante sus propios proyectos, en muchos casos personales, como ocurrió en España tras las guerras de 1808 y 1833.

No se entiende la historia política de América latina de los siglos XIX y XX sin tener en cuenta el protagonismo del ejército, un estamento que pretendió sustituir o colaborar con las aristocracias respectivas, con los hacendados o dueños del dinero y con las potencias europeas emergentes, particularmente Inglaterra y Francia.

A tal punto esta interpretación se puede considerar correcta que fueron muchos los casos en que, independientemente de las políticas llevadas a cabo, en ocasiones modernizadoras, la pretensión de perpetuarse en el poder fue constante, como constante la sucesión de constituciones políticas hechas al dictado del grupo hegemónico en cada momento; y de ahí los continuos golpes de estado, asonadas, pronunciamientos y guerras civiles que lastraron a las jóvenes repúblicas. El periplo vital y político de Andrés de Santa Cruz antes, durante y después de la independencia de Perú y Bolivia, muestra en una sola persona lo que decimos, hasta el punto de que de exaltarlo pasó a ser denostado.

Son pocos los casos en los que, tras unos años de servicio al Estado, se produjo una retirada ordenada a los empleos civiles o militares correspondientes. La permanente tentación de los jefes militares (incluso los de mediano escalafón) a interferir en la vida política de los países es evidente.



[i] El ascendiente más antiguo conocido era oriundo de la actual provincia de Cáceres, y ya estaba al servicio del Rey, como militar de alta graduación, a finales del siglo XVII.

[ii] Los Estados que formaron la Gran Colombia, los territorios del istmo americano, el conflicto bonaerense con las provincias, el caso de Venezuela, etc.

[iii] Aunque se suele hablar de reinos y no de colonias cuando se trata de Nueva España, Perú, Guatemala, etc., en otros casos se acepta el término colonia en un sentido amplio. La batalla de Ayacucho, en 1824, se considera la última derrota militar española.

lunes, 28 de noviembre de 2022

Tiwanaku

 

                                           Cabezas esculpidas y empotradas entre los sillares

Entre el oeste de Bolivia, el sur de Perú y el norte de Chile se desarrolló, en un largo período de tiempo, la cultura Tiahuanaco. Con sus sacerdotes y cultos, sacrificios y otros ritos, no parece diferenciarse de otras muchas culturas, antiguas y más recientes, pero también presenta características singulares que se desarrollaron durante un largo período antes y después de Cristo. Bajo las casas excavadas se han encontrado enterramientos colectivos, bien conservados en los casos en que las condiciones climáticas así lo han permitido, pero no así en las zonas andinas, donde la abundante humedad y las lluvias ecuatoriales habrían hecho su trabajo.

En la Puerta del Sol de Tiwanaku, centro religioso y yacimiento al sur del lago Titicaca, se ha creído durante mucho tiempo que se representa al dios Wiracocha, pero lo cierto es que esta divinidad es de época inca, muy posterior. Las construcciones presentan grandes sillares bien labrados, precedente de lo que mucho más tarde veremos en Machu Picchu.

Las casas, según muestra la arqueología, eran de planta cuadrangular, y piedras apiladas han sido interpretadas como ofrendas; también se han conservado “observatorios místicos”, consistentes en unas piedras que sostienen, como si de una gran mesa se tratase, otra mayor sobre aquellas. Monolitos y caras encajadas entre los sillares de las edificaciones son propias de esta cultura. Algunas de las áreas donde se desarrollaron las formas de vida tiawanaku son áridas y desérticas, sobre todo en las costas del sur de Perú y norte de Chile, donde el régimen de lluvias es mínimo, pero en las zonas montañosas de Bolivia, los taiahuanacos construyeron canales de regadío que permitieron la agricultura.

Los principales yacimientos se encuentran al sur del lago Titicaca, más concretamente al sur del lago Winaymarka, que está en comunicación con el primero por un estrecho canal a una altura media de 3.900 metros sobre el nivel del mar. Al sureste está el yacimiento de Konchamarka, y más al este el de Cochabamba, entre la selva Chapare y el valle Quillacollo. En el sur de Perú hay varios yacimientos en el valle de Moquegua, y en el norte de Chile está el yacimiento de Azapa, en el valle del mismo nombre y cerca de Arica; más al sur se encuentra el yacimiento de San Pedro de Atacama.

La larga duración de la cultura Tiawanaka, desde mediados del segundo milenio antes de Cristo hasta el s. XII d. de C., ha obligado a los especialistas a hacer una periodización que, no obstante, está hoy puesta en cuestión: la etapa de las aldeas, la de la aparición de ciudades y la del imperio (otros hablan de Tiwanaku I, II, III, IV y V). Los datos apuntan a que se trató de un estado teocrático, siempre que no demos a la palabra “estado” un significado estricto, llegando más adelante a la división del trabajo, la arquitectura colosal, obras hidráulicas, agricultura, sacerdotes y otras culturas absorbidas por Tiwanaku. También se discute si esta cultura llegó a constituir realmente un imperio, lo que implicaria ejércitos y guerras, pues no se han hallado fortificaciones, aunque sí una gran zanja que rodea el yacimiento principal. Se ha llegado a sugerir una guerra más bien ritual que convencional.

La época que se ha conocido como imperial (estando en cuestión hoy en día lo acertado o no de esta denominación) va desde el 700 al 1200 d. C., cuando la decadencia cultural daría paso a una mayor intensidad de las relaciones entre Tiwanaku y el resto de las regiones bajo su influencia cultural. Lo cierto es que no hay evidencias de conquistas, pero sí influencias religiosas desde un centro a todos los territorios bajo su influencia cultural, e igualmente el comercio y la evidencia de migraciones; tampoco han aparecido armas ni siquiera en los ajuares. Sería la época de artesanos especializados, pesca en los lagos, ganadería de llamas y alpacas, etc. El templo de Kalasasaya, por ejemplo, es una muestra del trabajo de la piedra, habiéndose construido, al parecer, orientado según interesó para interpretar las diversas estaciones del año, lo que es común a muchas otras construcciones de diversas épocas y países. Piedra que también fue empleada para esculpir estatuas en monolitos, además de elementos decorativos como serpientes, felinos, y otros antropomorfos, habiendo sido identificada esta iconografía como heredada de época anterior,

En cuanto a la cerámica lo más destacado son los vasos de boca ancha, decorados con colores negro, naranja, rojo, y en ocasiones con incisiones, pero no son la cerámica y los monolitos los únicos soportes para las decoraciones: telas con iconografía muy diversa y madera también se han conservado, sobre todo en los casos donde el clima seco de Perú y Chile lo han permitido.

Tiwanaku, como yacimiento, es el más excavado de Bolivia, según el antropólogo José Luis Paz, habiéndose convertido en un símbolo de identidad sobre todo en La Paz, donde los motivos tiawanakos aparecen en edificios públicos, aeropuertos, etc. También se han descubierto zonas de paso en los valles orientales de los Andes. En todo caso, según el arqueólogo Juan Villanueva, se observa una gran diversidad por la topografía, la costa, el interior y los recursos disponibles. Entre los dos yacimientos estudiados en el norte de Chile no hubo influencia Tiawanaku (Azapa y San Pedro de Atakama), lo que habla de una cierta discontinuidad geográfica. Sin embargo parece evidente la influencia entre la cultura wari (en la zona occidental de Perú) y la tiawanaka, aunque estas interacciones fuesen irregulares en el tiempo

Por lo que respecta al yacimiento de Tiwanaku, no reúne las condiciones de una ciudad en un sentido estricto, pero sí está documentado que albergó a una cantidad de población numerosa y que fue un centro ceremonial. En las zonas montañosas (Bolivia) se han comprobado pisos ecológicos para la práctica de la agricultura, donde fue cultivado el maíz, la yuca, papa y frutales entre otros productos. La evidencia de boleadores habla de sociedades pastoriles donde las llamas serían los animales principales.

Hoy se sabe que el lago Titicaca ha descendido su nivel, en los últimos años, 30 cm., lo que indica que cambios climáticos a lo largo del tiempo pudieron haber producido efectos parecidos, en un sentido o en otro. ¿Qué impresión tendrían las mujeres y los hombres de épocas remotas, que observasen estas variaciones en contacto con la naturaleza, que tenían creencias animistas, que han tenido como dios al Señor de los Báculos en el dintel de la Puerta del Sol?

 

sábado, 26 de noviembre de 2022

Contacto religioso entre indios y monjes

 

                                                             Ilustración en el Popol Vuh

La religión prehispánica en América estuvo ligada muy hondamente a la naturaleza, los astros, los ritos, las autoridades indígenas y a la madre tierra. El “Popol Vuh” recoge mitos e historias de los quichés, habitantes de una región central de la actual Guatemala. En dicho libo se aprecia la espiritualidad y la tradición de un pueblo que, en muchos aspectos, son comunes a otros pueblos indígenas.

Las danzas de los matachines, por ejemplo, tienen una tradición milenaria, según el profesor José Rubén Romero Galván, y los indios tenían una cosmovisión mítica sobre el origen de su ser, subyaciendo una idea sobre el tiempo y el espacio, con divinidades que tenían diversas funciones respectivas. También creían en etapas separadas por grandes cataclismos, en lo que se ha visto el sentido trágico de la religiosidad mexica.

Los dioses luchaban entre sí, y ello daba lugar a la sucesión de los días y las noches, y antes de que nada existiera era la inactividad. Los ritos eran llevados a cabo con regularidad en el gran templo de Tenochtitlan, pero también había ritos domésticos, como ofrecimientos y abluciones que empezaban con el amanecer, antes de emplearse los miembros de la familia en cada uno de sus quehaceres.

La misión apostólica de las órdenes mendicantes primero, otras después, consistió en entrar en contacto con estos ritos y en la comprensión de estas cosmovisiones que los indios, en ocasiones, no veían tan distantes de las predicaciones. El clero regular en América promovió el encuentro de Dios con el hombre, de la misma forma que el indio se sentía permanentemente en contacto con sus divinidades. Por otra parte hubo una gran similitud entre los calendarios indígenas y los llevados desde España, tanto el anual de 365 días como el litúrgico, calendario lunar, desde adviento a la pascua.

Una vez que se extendió la colonización y el cristianismo a partir de ciudades preexistentes o fundadas ex novo, fueron consideradas como lugares consagrados, con sus iglesias y conventos, las llamadas a oración por medio de las campanas que recordaban la divinidad al conjunto de la población. Por otro lado estaba la riqueza de los símbolos y las imágenes, que en ocasiones fueron asimiladas a la iconografía indígena.

Las sepulturas en los templos, antes de que se establecieran camposantos, recordaban permanentemente a la muerte y a la otra vida oída en las predicaciones, pero también imaginada por los indios en sus creencias religiosas. Se ha considerado que los sueños han tenido una importancia fundamental en esto, pues al despertar se era consciente de que otro “yo” y otros seres deambulaban por una vida trascendente.

En todo caso el impacto en los indígenas con la cristianización fue evidente, según el profesor Romero Galván, al sentir una desazón por no coincidir las nuevas enseñanzas con lo aprendido de sus antepasados, y así lo expone Bernardino de Sahagún en sus “Coloquios”. Después de que llegasen a la Nueva España los primeros franciscanos en 1524, Cortés escribió al rey demandando el envío de más, pues era el clero regular el que verdaderamente tenía formación.

En el núcleo de todas las religiones indígenas había un común denominador animista, aunque luego se observen variaciones según pueblos y regiones, pues hay que tener en cuenta que no hubo contacto entre ellos en la mayor parte de los casos. El dominico Fray Diego Durán ha dejado una obra como historiador[i] que, al conocer el náhuatl, le permitió ahondar en las creencias indígenas y adaptarse mejor a su sensibilidad religiosa. El cristianismo americano, por su parte, asumió ritos y ofrendas de las religiones prehispánicas, y todo ello fue visto como compatible con la guerra, las traiciones, las matanzas y la crueldad…



[i] “Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme”.

viernes, 25 de noviembre de 2022

La nobleza indígena contra Hidalgo

 


“Los Ayuntamientos indígenas del valle de México y de la ciudad de Tlaxcala se manifestaron contra el movimiento de Hidalgo y se pronunciaron a favor de la Monarquía”. Así comienza una conferencia impartida por Margarita Menegus donde relata el estatuto alcanzado por los caciques, miembros de cabildos y otros individuos de la nobleza indígena en Nueva España. La razón de que dicha nobleza indígena no se sumase al levantamiento de Hidalgo es que temía por sus privilegios si las cosas cambiaban.

El Cabildo indígena de la parcialidad de San Juan (Dionisio Cano Moctezuma, Francisco Antonio Galicia y Joseph Teodoro Mendoza) mostró su lealtad al rey Fernando VII, censurando a los levantados, y otros Cabildos siguieron el mismo comportamiento: Tlaxcala se opuso a Napoleón y se ofreció a combatirle en favor de la monarquía española, y esto –dice la autora citada- fue una constante.

¿Cuáles eran los privilegios de la nobleza indígena para temer su pérdida? En primer lugar el derecho a mantener sus puestos que desde el siglo XVI se habían heredado, en muchos casos, dinásticamente. La Orden de los Teclex había sido creada por el rey de España a favor de dicha nobleza indígena, y toda una ceremonia se llevaba a cabo para confirmar los privilegios cuando se trataba de suceder un cacique a otro; a cambio se les exigió que renunciasen a los sacrificios humanos y a las idolatrías (estamos todavía en el siglo XVI).

Esta nobleza llevaba en sus ropas la divisa de la monarquía, y fue considerada nobleza como la española; se le concedieron escudos y títulos desde 1530 y otros privilegios fueron el blasón exclusivo y el reconocimiento de la antigüedad del linaje. Podían esculpir sus armas familiares en los edificios de su propiedad y también en sus tumbas.

También gozaron de derechos procesales: trato personal del virrey en los casos en que el encausado fuese un miembro de la nobleza indígena, tanto para asuntos civiles como criminales y eclesiásticos, y ya en el siglo XVII se creó el Juzgado General de Indios. También tuvieron fuero propio, pues no podían ser juzgados por jueces ordinarios, sino por sus pares; la Audiencia, por su parte, tenía competencia exclusiva en el caso de caciques.

Una cédula de 1696 señaló que “los indios debían ser preferidos en todos los oficios… recogiéndolos en conventos”, pero esto se refirió a todos los indígenas y no solo a la aristocracia. Fueron apareciendo indios que quisieron estudiar en la Universidad de México, y que alegaban como mérito el que sus familias habían ocupado cargos al servicio del rey. También tuvieron derecho a empadronarse en libros para nobles, y en el entierro de cada uno de esos caciques todos los vecinos estaban obligados a asistir, preparándose el evento con gran pompa. El enterramiento era dentro de la iglesia, contrariamente al común de la población, indígena o no, y cuando más cerca del presbiterio, mayor categoría se le reconocía, la que ya había disfrutado en vida.

La aristocracia indígena fundó cofradías de las que sus miembros fueron patronos, es decir, una reproducción de lo que ocurría en la península Ibérica. En cuanto al tratamiento fiscal, estaban exentos de pagar todo tipo de tributo desde el siglo XVI, y cuando las reformas borbónicas intentaron que este derecho afectase solo al cacique y al primogénito, pero no al resto de la familia, un Congreso de nobles caciques aprobó una resolución que dirigió al rey, consiguiendo que se anulase la pretensión inicial.

En cuanto a la educación, la Universidad de México, fundada en 1551, no discriminó nunca por razón alguna, ni de raza ni de condición social, aunque es evidente que si se estaba obligado al trabajo o no se había alcanzado la formación suficiente, difícilmente podrían todos ingresar a dicha institución. Tampoco se exigía limpieza de sangre para cursar estudios en dicha Universidad. Tres instituciones, el Colegio Mayor de Todos los Santos, el Colegio de Abogados y el Convento del Corpus Christi para indias cacicas, estuvieron a disposición para su ingreso en ellas de la nobleza indígena, si bien en el primero nunca ingresó indígena alguno, y dos a finales del siglo XVIII en el segundo.

Cuando Felipe V en 1725, creó de manos de los jesuitas el Real Seminario de Nobles de Madrid, estuvo abierto tanto a la nobleza hispana como a la criolla, mestiza e indígena de América. Hubo un intento de crear en 1791 un Colegio de Nobles americanos en Granada, cuyo mentor fue el capuchino José de Montealegre, el cual ya advirtió al rey del peligro de desórdenes mayores en América, particularmente en Colombia y Perú. En medio de los conflictos internacionales en que se vio la monarquía española, el colegio no se abrió.

Volviendo atrás, Nicolás de San Luis Montáñez, en el siglo XVI, fue un destacado cacique indígena que, como otros, dirigió cartas al rey argumentando sus méritos para obtener el escudo de armas (que diseña el propio cacique) y otros privilegios, luciendo la cruz de Santiago como símbolo de la participación en la lucha contra los infieles (en el caso de Nueva España contra los chichimecas del norte). En ocasiones los caciques indígenas ordenaron ilustraciones en códices con su imagen respectiva y sus méritos, sobre todo militares, en una gran cartela.

Cuando Hidalgo[i] se alzó en el pueblo de Dolores (Guanajuato) en 1810 ¿qué razones habrían de tener los nobles indígenas para aventurarse en no se sabe a dónde? Lo primero eran sus privilegios; no parece que hubiese sentimiento patriótico alguno, cuestión que era privativa, quizá, de una minoría ilustrada y romántica, sino la defensa de intereses muy antiguos y que se consideraban sagrados.


[i] Le acompañaron en la acción revolucionaria Juan Aldama e Ignacio Allende.

jueves, 24 de noviembre de 2022

Los virreyes de la Nueva España

La profesora Enriqueta Vila Vilar ha estudiado el papel desempeñado por los Virreyes de Nueva España en los siglos XVII y XVIII, pero al mismo tiempo ha establecido varias diferencias entre la mayor parte de dicho tiempo y el reinado de Carlos III, cuando más novedades se intentaron con suerte varia. Curiosamente, mientras la metrópoli sufría durante el siglo XVII el agotamiento por el esfuerzo bélico de más de un siglo, Nueva España vivía un florecimiento que no ocultaba, sin embargo, las desigualdades sociales y la trata negrera, además de la merma de la población indígena por las enfermedades contagiosas, fundamentalmente.

Sobre 7,5 millones de kilómetros cuadrados, al menos nominalmente, los Virreyes de Nueva España gobernaron vastos territorios al sur y oeste de los actuales Estados Unidos, México y Mesoamérica, además de las islas Filipinas, incorporadas a dicho Virreinato. Octavio Paz, en cierta ocasión, ha señalado que la historia de México nace en las naciones indígenas precolombinas, continúa con la Nueva España y luego con la República, aunque estos dos últimos regímenes hayan intentado negar al anterior; otros, por su parte, han indicado que los territorios españoles en América no fueron colonias en el sentido que luego se dio a ese término, sino reinos que ya antes de la llegada de los españoles, tenían sus soberanos, emperadores, caciques u otras autoridades.

El Virreinato es una antigua institución española que ya existía en Aragón e Italia, por lo que cuando se trata de organizar política y administrativamente la América española, se recurre a ella. Los Virreyes eran la máxima autoridad militar (Capitanes Generales), judicial (Presidían la Audiencia) y gubernativa (Gobernación), pero tenían además autoridad sobre Corregidores, Alcaldes Mayores y eran Vice-patronos de las diócesis, consecuencia del Derecho de Patronato desde los Reyes Católicos, contrapartida para que España se encargase de la cristianización de los pueblos de Indias. Ya en las Antillas se intentó crear un Virreinato para los Colón pero fracasó por estar inmaduro el proyecto.

Algunos Virreyes de Nueva España llegaron a dar tal brillo a sus Cortes que sobresalían entre algunas de las europeas, consecuencia del simbolismo que pretendían imprimir a una sociedad compleja y multicultural, difícil de gobernar, donde a la población indígena se sumaba la negra, los mestizos, los criollos y los peninsulares, además de otros europeos. Algunos de los Virreyes fueron clérigos (arzobispos) y otros militares, no faltando los pertenecientes a la más alta nobleza hispana.

Pero ya Cervantes, en un pasaje del capítulo XI de la primera parte del “Quijote”, hace sentir que los años finales del siglo XVI y los primeros del XVII, no son lo mismo, a sus ojos, que los de las grandes conquistas. En efecto, uno de los cometidos de los Virreyes en la Nueva España fue combatir el fraude fiscal, que se localizó sobre todo en los puertos de Veracruz y Acapulco, además de construir baluartes en las zonas costeras para combatir las embestidas de las potencias marítimas rivales de España, completar una legislación no pocas veces incumplida incluso por quienes la promulgaron, y velar por el avance de la evangelización en contacto con el clero: la Virgen de Guadalupe que se puede ver en la mayor parte de las iglesias del actual México, no es sino trasunto de una diosa indígena.

Pero como el poder de los Virreyes era mucho, empezaron a llegar los Visitadores para hacer sus averiguaciones sobre rectitud, honestidad, cumplimiento del deber, etc., sabiéndose en la Corte de España que la vastedad del territorio obligaba a los Virreyes a delegar para presidir Audiencias y Gobernaciones alejadas de la capital virreinal. Por eso se limitó a unos pocos años el mandato de los Virreyes, pero lo cierto es que mientras unos duraron en el cargo apenas un año, otros pasaron de diez. También se empezaron a hacer Juicios de Residencia al final de cada mandato, asunto que preocupaba mucho a los Virreyes, a tal punto que no podían abandonar el cargo hasta que dicho juicio llegaba a sus conclusiones: algunos fueron detenidos al llegar a España. Sea como fuere, seguían llegando las remesas de plata a España, primero hasta el puerto de Sevilla y luego al de Cádiz, como ha constatado J. Elliott.

Un ejemplo notable fue Juan de Palafox, Virrey primero y visitador después, pero también obispo de Tlaxcala, que destacó por sus fundaciones y varios conflictos con los jesuitas. Otro es el caso de Pedro Moya de Contreras, también Virrey, luego visitador y arzobispo, que destacó en su labor fiscalizadora por ordenar el encarcelamiento de varios administradores acusados de corrupción; su actuación fue tan radical que se le ha considerado temerario por los subordinados.

Militar fue el Virrey Antonio de Bucarelli, ya en el siglo XVIII, que destacó por su oposición a José de Gálvez, el encargado de una serie de reformas en la Nueva España entre las que estaban el establecimiento de intendencias, institución de marcado carácter económico vetada a los criollos, lo que preparó la animadversión hacia la metrópoli. Bucarelli fue un reformador convincente, y su autoridad se extendió de tal manera que hasta que cesó en el cargo, Gálvez no pudo llevar a cabo sus innovaciones. Este último, de formación jurídica, quiso implantar un sistema de intendencias que venían dando buen resultado en España, pero se vio con la expulsión de los jesuitas de América y tuvo que hacer frente a las muchas protestas de la población por ello.

La Corte Virreinal estaba formada por la familia del Virrey, los criados y paniaguados, además de los que pululaban en busca de un beneficio o prebenda. El lujo era la norma, más notable durante el siglo XVIII, a lo que contribuyó la importancia que adquirió la ciudad de México, a escala mundial, durante dicha centuria. En la Plaza Mayor se estableció el palacio virreinal junto a la Audiencia, la catedral y el Ayuntamiento, mientras la ciudad se desparramaba con una marcada forma rectangular. Los majestuosos recibimientos cuando llegaba un nuevo Virrey dan ocasión a pensar en el gran poder que ostentaban, pero también en la adulación de los servidores y la importancia económica de Nueva España. Ya a principios del siglo XVII el poeta Bernardo de Balbuena se había hecho eco de lo que decimos en su obra “Grandeza Mexicana”.

Los virreyes se hicieron retratar, e igualmente varios miembros de su familia y altos cortesanos; una forma de mostrar el rango alcanzado y el deseo de inmortalidad, lo que trataba de imitar la elite criolla. No en vano los productos asiáticos arribaban a Acapulco en el galeón de Manila, y el Virrey correspondiente ordenaba el comercio, controlaba al clero y trataba de proteger a los indios (o al menos esa era su obligación legal); aquella era una sociedad patriarcal y anti-igualitaria. El duque del Alburquerque, como Virrey, estuvo empeñado en que llegasen los recursos económicos a España para sostener la guerra de sucesión a la Corona borbónica en el cambio de dinastía; otro Virrey, el duque de Linares, permitió a Inglaterra la trata negrera en Nueva España en un intento de equilibro solo entendible desde la mentalidad de la época, pero se preocupó de las deudas contraídas por los trabajadores del campo, situación que heredó de su predecesor. El marqués de las Amarillas, como Virrey, favoreció la colonización de zonas mineras y tuvo que mediar en la pacificación de poblaciones norteñas, muy alejadas de la capital y poco integradas en el Virreinato, teniendo que combatir a los comanche de Texas en otro ejemplo de desarraigo y falta de integración de los pueblos más alejados.

En general los Virreyes se ocuparon de que funcionasen los Tribunales de Justicia, de recomponer la fiscalidad mermada por el contrabando, crearon fábricas entre las que destaca la de tabacos, reformaron el ejército y contribuyeron a la expulsión de los jesuitas que, en la medida en que provocó las protestas de la población, tuvieron que combatirlas. 

martes, 22 de noviembre de 2022

Una partida de "locos"

 

                                                  Antigua ilustración de Tampa, en Florida

El sureste de Estados Unidos son tierras bajas solamente interrumpidas por las estribaciones meridionales de los montes Apalaches; por la gran llanura central corre el río Mississipí con sus afluentes, y estas tierras bajas se acentúan a medida que se acercan al golfo de México. Aunque actualmente ha quedado el nombre de Florida para la península que se asoma al océano Atlántico, en el siglo XVI “La Florida” era toda esa vasta superficie que hemos descrito más arriba, comprendiendo los territorios actuales de Carolina de Sur, Georgia, Alabama, Misisipi, Arkansas y Luisiana, además de la citada península de Florida.

La idea de encontrar un paso desde el Atlántico al Pacífico por el norte de Nueva España llevó a algunos exploradores a empeños verdaderamente fabulosos, resultando todos ellos fracasados, sufriendo sus protagonistas (no pocos) penalidades sin fin, muriendo muchos de ellos y teniendo que enfrentarse con los pueblos aborígenes.

Hernando de Soto, nacido en 1500 en la villa de Jerez de los Caballeros, no fue el único ni el primero, pero sí el que intentó la expedición de forma más preparada. Otros fueron Ponce de León, Cabeza de Vaca y Vázquez de Coronado, que estaba en su particular empeño al mismo tiempo que Soto. Además, en algunos de estos casos se trataba de encontrar el país o la fuente de la eterna juventud y otras quimeras. No faltaba la ambición por los metales preciosos, hacerse con algún señorío y fundar ciudades, pero nada de esto se convirtió en realidad.

Hernando de Soto se había iniciado en Perú con Francisco Pizarro, hasta el punto de que, según las fuentes existentes, este le envió con una pequeña tropa para que se adelantase a Cajamarca, donde estaba concertado el encuentro con Atahualpa, a la sazón el Inca del imperio andino. Cuando llegó Soto con su hueste a Cajamarca, el Inca se encontraba en un balneario a unos kilómetros de distancia, por lo que no fue posible anunciarle, directamente, que Pizarro no se haría esperar. Soto siguió hacia dichos baños y pidió hablar con Atalhualpa; como tenía fama de buen jinete parece que se entretuvo en algunas cabriolas con su caballo, quizá para impresionar al Inca, y realmente esto es lo que colmó la curiosidad de los nativos, pues nunca habían visto équido alguno, muy distintos de las llamas de la estirpe de los camélidos.

Soto cumplió así con el cometido que se le había encomendado, participó en los hechos subsiguientes, visitó a Atahualpa con frecuencia en su prisión, pues se habían cobrado afecto, pero no pudo impedir que Pizarro acabase con la vida del Inca. Pizarro despidió a Soto, pues quizá le pareció demasiado afecto a aquellas gentes, y nuestro hombre se marchó a España con el botín que le correspondió (inmenso) instalándose en Sevilla a la edad de 36 años. Desde esta ciudad concibió la posibilidad de empeñar toda su fortuna en una expedición desde Cuba a La Florida, a pesar de que había contraído matrimonio con una rica señora que a la postre le acompañaría hasta un determinado punto.

Un año empeñó en Cuba preparando su expedición, que emprendió desde la isla con la compañía de unos seiscientos ayudantes del más variado pelaje, desde clérigos regulares y seculares hasta militares. La isla de Cuba y otras cercanas quedaron bajo la gobernación de su esposa, caso único en la historia de las Antillas. En mayo de 1539 los expedicionarios llegaron a la costa oeste de Florida para luego seguir hacia el norte por tierra: no es posible conocer la ruta exacta, pues existen varias propuestas que se contradicen con variaciones notables, pero sí se puede asegurar que entraron en territorio de la actual Georgia pasando por Capachesi, Toa, Ichisi, y luego en Carolina del Sur y Carolina del Norte; aquí giraron hacia el oeste para dirigirse a Tenesse y luego hacia el sur en dirección a Alabama (Talisi, Casiste, Caxa, Piachi); luego hacia el norte para alcanzar el río Mississipí en su curso medio.

En este larguísimo recorrido tuvieron que enfrentarse a pueblos hostiles que les vieron como una amenaza a su seguridad, pero también con otros que sintieron curiosidad por saber si se trataba de seres con algún poder especial. En su marcha se encontraron con asentamientos particulares, como los de los casqui, pero también tuvieron que librar importantes batallas, como la de Maupila, en la que según ciertos testimonios (que no podemos dar por ciertos definitivamente) Soto lucharía sin sentar las posaderas sobre su montura, pues una herida sufrida en una nalga se lo impedía.

Cuando llevaban un año de recorrido Soto sufrió la picadura un de mosquito que, al parecer, le inoculó la malaria muriendo al poco tiempo. Habían pasado por pantanos y lugares insalubres, sufriendo penalidades y perdiendo la vida no pocos hombres. Los soldados de Soto enterraron su cuerpo, pero como despertara curiosidad en los indígenas, creyendo aquellos que podrían violar su tumba, lo exhumaron y vaciaron el tronco de un árbol para introducir el cuerpo, arrojándolo en un punto del río Mississipí donde había suficiente profundidad.

Cuando esto ocurría, Vázquez de Coronado, sin saberlo, se encontraba a unos 400 km. de distancia, y en la expedición de Soto no habían faltado los disidentes. Desde este momento la expedición marcha a las órdenes de Moscoso, que conduce hacia Texas de Nueva España, pero como el hostigamiento de los indios se hizo insoportable para los españoles, decidieron huir volviendo sobre sus pasos hacia el Mississipí por territorio ya conocido, y desde aquí siguieron el curso del río en dirección sur hasta su desembocadura, a donde llegaron en agosto de 1543. En una embarcación siguieron la línea de la costa en dirección a Nueva España pasando por la punta de Copei. Poco más de la mitad de los iniciales expedicionarios regresaron vivos, no sin que antes se enfrentasen entre ellos por decidir cuál sería la mejor ruta o la estrategia más acertada, con muertes incluidas.

Esta y otras expediciones sirvieron para que la monarquía española reivindicase la unión de estas vastas tierras al Virreinato de la Nueva España, y realmente formaron parte de él aunque solo fuese nominalmente durante mucho tiempo, y cuando los jesuitas fueron expulsados de las posesiones españolas en el siglo XVIII, habiendo creado misiones en la alta California, pudieron ser sustituidos por unos pocos franciscanos con los que estaba Junípero Serra, que habiendo salido de México en 1767, llegaron al oeste de los actuales Estados Unidos y realizaron su labor por no poco tiempo.

Un jesuita curioso

 


En su “Historia natural y moral de las Indias”, José Acosta[i] nos ha dejado una descripción de gran interés para conocer la vida material en las Indias en las últimas décadas del siglo XVI, cuando ya muchos productos se habían pasado a América por los españoles, pero también nos informa sobre los que los conquistadores y colonizadores pudieron traer a España y resto de Europa.

En su obra, dedicada a Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y gobernadora de los Países Bajos durante un largo período, empieza hablando de la opinión que habían tenido algunos autores sobre que el cielo no se extendía al nuevo mundo, probablemente por el desconocimiento sobre la esfericidad de la Tierra; luego añade que “el cielo es redondo en todas partes, y se mueve en torno de sí mismo”, con lo que Acosta ya está en la pista de los conocimientos astronómicos de su época. También sabe que “el mundo hacia ambos polos tiene tierra y mar”, así como explica de qué modo pudieron “venir a las Indias los primeros hombres, y que no navegaron de propósito a estas partes”, señalando que las migraciones desde Asia o el océano a América fueron fortuitas.

El gran tema sobre las zonas tórridas de la Tierra, toda vez que buena parte de América se encuentra extendida entre los trópicos, mueve a nuestro autor a explicar por qué los antiguos se equivocaron al considerar que esas zonas serían inhabitables, aportando por su parte que las zonas tórridas de América eran muy húmedas, lo cual favorece la templanza de las temperaturas, además de la abundancia de los mares en las costas. Señala también que más al sur y más al norte de los trópicos la situación es muy distinta, explicando las propiedades de los vientos dominantes, etc.

Luego nos habla del empeño de algunos en buscar un paso entre los dos océanos al norte de la Florida, lo que llevó a empeños homéricos que, obviamente, no dieron resultado; habla sobre los diversos pescados y modos de pescar de los indios y sobre las lagunas, lagos, fuentes, manantiales y ríos de América

No conociendo el pan de trigo en Indias antes de la llegada de los españoles, los indígenas peruanos comían tanta, aunque en otras partes era llamada de manera distinta. Pero como antes de la llegada de los españoles no eran conocidos en América ni el trigo, ni la cebada, ni mijo ni panizo, pero sí maíz, cuando fue traído a España fue llamado trigo de las Indias, y este maíz se cultivaba en lo que los españoles llamaron Nueva España, Chile, Cuba, la isla Española, Jamaica y otras partes, pero también cultivaban yuca y cazavi. El cronista José de Acosta dice que para que se dé el maíz se necesita “tierra caliente y húmeda”, lo que es propio de las regiones intertropicales.

El maíz fue también alimento para los caballos, una vez que estos animales fueron llevados por los españoles a América. El maíz cocido era llamado por los indios mote, pero en ocasiones lo comían tostado, y si lo fermentaban conseguían vino que Acosta dice que “se embriagan harto más presto que con vino de uvas”. En Perú llamaban a este vino azúa, y en otros lugares chicha; la cerveza en Perú era llamada sora, aunque estaba prohibida por los daños que causaba su emborrachamiento.

En otro apartado de su Crónica habla Acosta de la yuca, el cazavi, las papas, el chuño y el arroz, pero este último solo cuando lo llevaron a América los españoles, que a su vez lo habían obtenido en Asia. Con el cazavi se hacía un tipo de pan a partir de una raíz llamada yuca, para lo cual hay que dividir esta en partes, pues es grande y gruesa; exprimida quedan tortas delgadas, pero Acosta dice que “es cosa sin gusto y desabrida”. El cazavi se humedece en agua antes de comerlo, a veces en un caldo, leche o miel, y hay un género de yuca dulce, la cual se come cocida o asada. El cazavi dura mucho tiempo, por lo que se puede llevar de un lugar a otro, e incluso los españoles en sus travesías marítimas se acostumbraron a él.

Donde más se usaba el cazavi era en Santo Domingo, Cuba, Puerto Rico, Jamaica y algunas otras islas de las Antillas, mientras que el trigo, una vez llevado por los españoles, “nace con grande frescura”, pero no de una sola vez, porque mientras unas mieses ya están maduras a otras les falta un tiempo, lo que Acosta achaca a la calidad de la tierra. En cuanto a las raíces comestibles dice que son muy variadas por la gran cantidad de árboles, frutales y hortalizas que existen; así las papas, ocas, yanaocas, camotes, batatas, jíquima, yuca, cochuchu, totora maní y otras. Las batatas habían sido llevadas desde España, y estas raíces eran comida ordinaria en algunos casos, como los camotes asados; otras se emplean para regalar, como el cochucho, “que es una raicilla pequeña y dulce, que algunos suelen confitarla para golosina”; otras sirven para refrescar, como la jíquima, que es muy fría y húmeda, diciendo luego Acosta que el ajo llevado desde Europa es muy apreciado por los indios, en lo que no les faltaba razón  -dice- porque “les abriga y calienta el estómago”, comiéndolo crudo así “como le echa la tierra”.

Cita luego Acosta las verduras y legumbres: pepinos, piñas, frutilla de Chile y ciruelas, añadiendo que las piñas de Indias difieren en su interior de las de Castilla, pues aquellas son todo carne de comer quitada la corteza de fuera, y es fruta de excelente olor, sabiendo algo agrio y dulce al mismo tiempo pero muy jugosas con agua y sal. La frutilla de Chile es muy apetitosa, tirando al sabor de las guindas, pero diferente, porque no nace de un árbol, sino de unas yerbas que se esparcen por la tierra. Las ciruelas son de árboles y se parecen exteriormente a las que se conocen en España: unas son propias de Nicaragua (muy coloradas) con poca carne para comer; otras son grandes de color oscuro y de mucha carne, aunque Acosta dice que es comida “chabacana”.

En cuanto a las verduras y hortalizas los indios las cultivaban en huertos para obtener fríjoles y pallares, que les sirven como garbanzos, habas y lentejas, pero dice que son resultado de haber llevado estos productos los españoles. También calabazas, que en Indias eran enormes, llamadas zapallos, cuya carne sirve para comer cocida o guisada. Eran muy variadas y con sus cortezas se hacían canastos, unos para poner los alimentos y los más pequeños para las bebidas. Una búsqueda de los europeos en la época, las especias, no fueron encontradas en Indias (pimienta, clavo, canela, nuez, jengibre…), “aunque un hermano nuestro, que peregrinó por diversas y muchas partes, contaba que en unos desiertos de la isla de Jamaica… había topado unos árboles que daban pimienta”, se trataba del ají. Sin embargo el jengibre se había llevado desde la India a la Española, del que se había comerciado mucho a partir del puerto de Sevilla. El ají se llamaba uchú en la lengua del Cuzco, y en México chili, pero dice José Acosta que no se da en tierras frías, como la sierra del Perú, habiendo ají de diversos colores: verde, colorado y amarillo; unos son bravos por el picor que producen, otros son mansos, templando el ají con sal, y se come con tomates.

Luego pasa a hablar de los plátanos, del cacao y de la coca, del magüey, el tunal, la grana y el algodón, diciendo que el tunal es un árbol célebre en la Nueva España, “si árbol se debe llamar un montón de hojas o pencas unas sobre otras”. Mameyes, guayabos y paltos también son citados; los primeros parecidos a grandes melocotones, teniendo uno o dos huesos dentro; habla de “fruta ruin” para referirse a los guayabos, llenos de pepitas recias, y el fruto se parece a manzanas pequeñas. Las paltas “son calientes y delicadas”, siendo su árbol grande… y de buena copa”, pareciéndose su fruta a peras grandes.

Chicozapote, anonas y capolíes son otros frutos, el primero para hacer carne de membrillo, dándose en las zonas calientes de la Nueva España; la anona es del tamaño de la pera grande “y todo lo de dentro es blando, y tierno como manteca, y blanco y dulce y de muy escogido gusto”. Los capolíes son como guindas y de buen sabor, añadiendo “no he visto capolíes en otra parte”.

Después cita a los cocos y almendras, tanto de los Andes como de los chachapoyas, y luego habla de frutos que no le hacen gracia, como lúcumas, pacayes o guabas, hobos y nueces, estas muy parecidas a las de España, presumiendo luego de que ni Plinio, ni Dioscórides ni Theofrasto pudieron conocer estos frutos por mucha diligencia y curiosidad que tuviesen; cocos y palmas de Indias, pero aclara que estas no dan dátiles, sino cocos, a partir de cuya cubierta se usaban vasos para beber, habiendo visto estos árboles en San Juan de Puerto Rico y en otros lugares de Indias. Estos cocos eran del tamaño de un “meloncete”, algunos tan pequeños como nueces, habiéndolos en Chile, mientras que en los Andes encontró almendras, y le parecieron de tal calidad que “todos los árboles pueden callar con las almendras de Chachapoyas, que no les sé otro nombre”.

Entra Acosta luego en el capítulo de las flores, siendo los indios amigos de ellas, más en Nueva España que en cualquiera otra parte del mundo. Hay una llamada yolosuchil, que quiere decir flor del corazón por su hechura y tamaño. Otra flor es llamada del sol por tener una figura parecida a la de la estrella que se observa desde la Tierra; la flor de granadilla no tiene olor, pero hay una fruta del mismo nombre que se come o se bebe para refrescarse.

En sus bailes y fiestas “usan los indios llevar en las manos flores, y los señores y reyes tenellas por grandeza”, y por eso se ven pinturas donde las gentes llevan flores en la mano: albahacas, que aunque no es flor sino hierba, huele muy bien, encontrándose en los jardines y en tiestos. Y continúa Acosta hablándonos del bálsamo, el liquidámbar (aceite o goma), las drogas, algunos árboles como los cedros y las ceibas, y por último cultivos de vides, olivas, moreras y cañas de azúcar, además de los ganados ya aclimatados en Indias, como ovejas y vacas.

Acosta estuvo también en la Nueva España, como demuestra por los muchos datos que aporta sobre sus frutos y costumbres de los naturales. Su formación es muy superior a la de muchos cronistas de Indias, y de hecho no le importó tanto el fenómeno de la conquista, en cuyos núcleos principales ya estaba concluida, sino los aspectos económicos, naturales y etnográficos de las Indias de su tiempo.



[i] Jesuita nacido en Medina del Campo (1540) y fallecido en 1600, durante su estancia en América dedico buena parte de su tiempo a estudiar los frutos, clima, costumbres, geografía y otros aspectos del nuevo continente, habiendo desempeñado su labor, sobre todo, en el Perú.