martes, 27 de noviembre de 2018

Olózaga, Narváez y la reina


La monarquía es una institución que se ha venido considerando por muchos como “natural”, pero lo cierto es que no pocas veces se ha impuesto mediante la fuerza o situaciones ridículas e irracionales. Ya en la Edad Media encontramos casos en los que las diferencias dinásticas llevaron a guerras que sufrieron las poblaciones, más o menos ajenas al problema planteado, pero lo cierto es que era cosa de la mentalidad general: por ejemplo, Carlos de Viana guerreó con su padre, Juan II, a mediados del siglo XV; en Castilla el enfrentamiento entre dos hermanos, Pedro I y Enrique de Trastamara, llevó a una guerra durante tres años entre 1366 y 1369.
Si avanzamos en el tiempo, la entronización de Felipe de Anjou en la Corona de España llevó a una guerra europea y española que se prolongó durante doce años a principios del siglo XVIII. En el siguiente siglo Fernando VII se impuso en 1815 por medio de un golpe de estado, y a su muerte se produjo una de las guerras civiles más crueles de la historia de España, cuando su hermano Carlos quiso ocupar el trono contra la hija del rey, Isabel.
Esta Isabel fue nombrada reina de España a la edad de trece años (1843). El entonces capital general de Madrid jugó un papel determinante en ello, poniendo de acuerdo a “embajadores, grandes y otros figurantes” (en palabras de Francisco Sosa Wagner): así se proclamó mayor de edad a la reina, como podía haber sido un año antes o cuatro más tarde… si no fuese porque en el año citado había que sustituir al caído en desgracia, general Espartero. Para dar solemnidad al nombramiento se organizó un desfile que improvisadamente presidieron, junto a Isabel II, Serrano, Olózaga, Prim y Narváez. Menos el segundo citado, los demás militares, y de entre ellos, dos que participarían en el destronamiento de la reina en 1868.
Olózaga como Presidente del Gobierno se propuso disolver las Cortes sin ni siquiera reunir al Consejo de Ministros. Según las diversas versiones que corren por los libros, en palacio, convenció más o menos livianamente a la reina para que firmase el decreto de disolución, lo que la niña hizo probablemente sin saber lo que hacía. Lo pedía el experto Olózaga y era suficiente. Enterados los adversarios del político progresista, convocaron una reunión en palacio y, como antes Olózaga, hicieron firmar a la reina –la que tampoco sabría lo que hacía- una declaración donde se decía que el Presidente la había forzado a firmar el decreto de disolución de las Cortes. Tal “violencia” invalidaba, pues, la primera firma.
Aquí tenemos de nuevo a Olózaga dirigiéndose a palacio para ver de resolver el asunto, pero el duque de Osuna le impidió acceder a los aposentos de la reina y, actuando en nombre de los moderados, le comunica que ya no es Presidente del Gobierno. En el Congreso de los Diputados, el que luego sería gran falseador de elecciones, Posada Herrera, se despachó a gusto contra Olózaga, su correligionario de partido, si no fuese porque en la época era muy normal pasar de uno a otro sin miramientos. La intervención de Posada se puede leer en el Diario de Sesiones de las Cortes, donde al lado de elogios a Olózaga (era más veterano que él) le acusa de tener el acceso demasiado fácil al palacio de la reina… además de haberse olvidado de poner fecha al documento de disolución que aquella había firmado.
Más tarde, Amadeo I será rey mediante una asonada militar, y lo mismo Alfonso XII. Alfonso XIII permitirá otra en 1923… Nada menos natural, sino muy forzado, que la historia de la monarquía en España, pero también en otros muchos países… y no hay que remontarse a la Edad Media.

lunes, 26 de noviembre de 2018

Esclavos negros, chinos y otros

Iglesia de San Francisco de Paula (La Habana)

Anúcita es una pequeña población en el oeste de la provincia de Álava, donde a comienzos de 1814 nació uno de los mayores  negreros de España por lo menos en el siglo XIX. Julián de Zulueta, siendo joven, viajó a Cuba y allí heredó un ingenio de azúcar cerca de Cuba. Con el paso del tiempo, gracias al comercio de esclavos, se hizo muy rico y conectó con otros hacendados, sobre todo criollos españoles y peninsulares con intereses en Londres, Cádiz y otras ciudades.

Para amasar su riqueza, Julián de Zulueta vio la necesidad de ocupar cargos públicos y relacionarse con las autoridades españolas en Cuba, siendo alcalde de La Habana entre 1864 y 1876. Cuando ya faltaban pocos años para el de su muerte (1878) fue nombrado Marqués de Álava y años atrás, cuando estalló la guerra de 1868, fue uno de los promotores de los tercios de voluntarios vascos, los chapelgorris, y miembro del Partido Español en la Habana, según ha estudiado, entre otros, Urko Apaolaza.

Durante el siglo XIX emigraron muchos vascos a América, particularmente al Río de la Plata, México y Cuba, en el caso de Álava debido al atraso económico que padecía y a las guerras que sufrieron las provincias vascas y otras del norte. A Cuba fue llamado Julián por un pariente que se había dado cuenta de los grandes negocios que se podían hacer con la trata negrera para la explotación del azúcar, a pesar de que ya existían partidarios del abolicionismo de la esclavitud, particularmente las autoridades británicas, que habían abolido esta institución a principios del siglo XIX y no estaban dispuestas a que los negocios de sus compatriotas tuviesen la competencia de los tratantes negreros. Para Cuba, como es sabido, España no abolió la esclavitud, hasta 1880.

Algunos historiadores consideran a Julián de Zulueta como un negrero cruel (es el caso de Joseba Agirreazkuenaga), dedicado al comercio clandestino, que vio cómo se le acumulaban las denuncias del Gobierno de Gran Bretaña. Incluso con la inmigración de chinos, Zulueta hizo buenos negocios con la trata de estos orientales. Para entonces, nuestro negrero ya tenía varios ingenios azucareros que daban grandes rendimientos, no solamente porque les fue dotando de maquinaria moderna sino porque la mano de obra, en su mayoría esclava, era gratuita.

También Hugh Thomas ha estudiado a este personaje, al que llama “último gran negrero de Cuba”. En La Habana de los años 30 del siglo XIX, Zulueta era un nombre maldito en los diarios de a bordo de las patrullas navales británicas, el cual traía a los negros, sobre todo, desde Kabinda, a orillas del río Congo. Zulueta, para la travesía desde África a Cuba, hacía vacunar a los negros y, como católico, los bautizaba, no fuera que falleciesen y no tuviesen ocasión de salvarse… Esto ocurría –dice Urco Apaolaza- cuatro siglos más tarde de que el papa Pío Ii hubiese condenado la esclavitud de africanos bautizados. Al católico Zulueta le importaba más el negocio, en tiempos ya claramente abolicionistas, que las advertencias religiosas, pues moral cristiana no parece haber tenido.

Para comprender el volumen del negocio digamos solo que el vapor “Cicerón”, propiedad de Zulueta, transportó en una ocasión 1.105 esclavos y que el “New York Times” se hizo eco de una huelga o revuelta de esclavos hartos del negrero alavés, que poco a poco se había hecho con buenas fuentes de financiación, ya por medio de familiares o de otros negociantes. Así, tuvo negocios en Londres con un Pedro Juan de Zulueta, el cual no se sabe si era familiar a pesar del apellido, y heredó toda la fortuna de un tío suyo, ahora sí, de nombre Tiburcio (1842), en la que destacan los cafetales de Pedencias, al norte de Camagüey.

La fortuna que amasó Zulueta por sus negocios con un pariente suyo con la trata de esclavos, sería el origen de su implantación como prestamista y hacendado en Cuba, haciendo importantes ingresos con la trata de negros, chinos y nativos de Yucatán y Venezuela. El capital que se ha calculado a su nombre ascendió, en 1864, a 104,2 millones de reales, una de las mayores fortunas de la época. Siendo tan rico pudo casar a su hija Josefa con el político español experto en falsificar elecciones, Francisco Romero Robledo. Riqueza, crueldad, influencia política y encuadre entre los poderosos, fueron el círculo cerrado en el que, como otros, vivió buena parte de su vida un negrero “moderno”: Julián de Zulueta.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Un liberal doctrinario



El apartamiento de Silvela de Cánovas será de tal calibre que, cuando este último formó gobierno, el primero señaló que dicho gobierno “ha nacido sin prestigio, vivirá con vilipendio y morirá sin gloria”, sabedor que sus intentos regeneracionistas no eran compartidos por Cánovas y algunos de sus seguidores.

Uno de los intentos de Silvela, al frente de la Jefatura del Gobierno, fue acabar con las cesantías, garantizando que los funcionarios que hubiesen accedido a la función pública legalmente, conservasen su puesto de trabajo independientemente del partido gobernante; lo que se predicó como la separación entre la administración y la política. En un discurso en Badajoz a principios de 1898 proclamará “justicia para el humilde; justicia y severidad para los poderosos”, y en el mismo mes y año dirá que son necesarias “reformas radicales de procedimientos y de conducta”, algo que proclamaban también socialistas y republicanos, pero que Silvela, comprometido con el régimen de la Restauración, no conseguirá llevar a cabo en la mayor parte de los casos.

Entre otras cosas, por mucha estabilidad que se le haya reconocido al régimen de la Restauración (duró casi medio siglo) aquella no es tal si consideramos los muchos conflictos que le aquejaron, sobre todo durante el reinado de Alfonso XIII y los continuos cambios de gobierno que se produjeron: los ministros aspiraban cada uno a lo suyo, los militares maniobraban tras el desprestigio por la pérdida de Cuba y, en estas condiciones, Silvela es llamado al poder de nuevo a finales de 1902, en cuyo ministerio contará con Maura. Martínez Cuadrado considera al de nuevo Presidente como el precursor, impulsor y primer eslabón del cambio.

La situación hacendística de España, en la época –según Julio Maestre[i]- era caótica, sobre todo por la falta de una legislación completa en materia fiscal cuando ya la Administración se había ensanchado respecto al siglo XIX. Teniendo a Fernández Villaverde en el ministerio de Hacienda, se llevará a cabo una auténtica reforma fiscal, entre las que se encuentran medidas para evitar ocultaciones en los diversos impuestos. Se redujeron plantillas de funcionarios, que habían ido engordando a medida que el enchufismo funcionaba, sobre todo entre los que ejercían de agentes electorales de este o aquel partido. Con Silvela dio comienzo en España la explotación estatal del servicio telefónico

Silvela eliminó los ministerios de Ultramar y Fomento, creando los de Instrucción Pública y de Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas. Se trataba de separar lo que correspondía a la formación académica de los españoles del fomento material del país. Silvela se comprometió con la protección de la beneficencia, creó en 1903 el Instituto de Reformas Sociales, cuyo antecedente era la Comisión de Reformas Sociales de veinte años antes. Se trataba de que se ejecutasen las medidas gubernativas a favor de las clases obreras, lo que no había conseguido, sino teóricamente, la medida de Moret con la Comisión, “primer diálogo entre patronos y obreros”, dice Julio Maestre. Entre otras cosas se hizo a los patronos responsables de los accidentes laborales que sufrieran los trabajadores (otra cosa es la puesta en práctica de esta medida).

La libertad de enseñanza preconizada por el revolucionario Ruiz Zorrilla en el sesenta y ocho, se torna con Silvela proteccionismo de la misma por parte del Estado, restando a la iniciativa privada en este campo muchas de sus pretensiones: aquí vemos como el liberalismo llevado a sus extremos de la época del sexenio (estado mínimo) es combatido por los hombres de la Restauración con un intervencionismo que hoy consideramos muy beneficioso. Incluso con Silvela dio comienzo la preocupación por enviar estudiantes, para la ampliación de estudios, fuera de España, un evidente signo de modernidad.

Pero el doctrinarismo del liberalismo silvelista no se diferenciaba gran cosa de otros: se suspendieron en varias provincias las garantías constitucionales (si bien la conflictividad social iba en aumento), lo que contrasta con la preocupación que Silvela siempre tuvo por la limpieza en las elecciones: mediante una Real Orden de 1903 se facultó a los gobernadores civiles para el empleo de la fuerza pública con el objeto de amparar a los notarios en el desempeño de su misión, de comprobación del libre ejercicio del voto.

Vicios de la España del momento no se evitaron en la práctica, como la trata de blancas (así llamada) que Silvela trató de reprimir. Contra los juicios por jurados ciudadanos estuvieron los presidentes y fiscales de las audiencias, lo que prueba que la participación de la población en los asuntos de la justicia se veía como un atentado a la autoridad de aquellos…

¿Por qué Silvela no ha legado una España moderna a la posteridad dadas sus intenciones? En primer lugar porque tal ambicioso objetivo no depende de la voluntad de un solo hombre. Aún contando con el importante movimiento regeneracionista, el país tenía una masa campesina y obrera muy poco instruida, fácil presa de los poderosos. El marco del régimen político no era propicio, con sus vicios y en manos de las oligarquías –cultas o no- para los grandes cambios que necesitaba el país, y esos grandes cambios exigían medidas revolucionarias e inteligentes (las dos cosas) a lo que ni Silvela ni los prohombres de la época estaban dispuestos en el primer caso.

Silvela pudo haberse separado del régimen, pasar a la oposición al mismo, convertirse en un verso suelto, en un republicano o en un socialista… Imposible teniendo en cuenta sus condicionantes familiares, ideológicos y el medio ambiente político. Fue un liberal doctrinario, seguramente bien intencionado, que no supo comprender –o no quiso- que el régimen de la Restauración podía dar satisfacción a los que dirigían el país, pero no daba solución a los graves problemas del mismo.



[i] “Francisco Silvela y su liberalismo regeneracionista”.

sábado, 24 de noviembre de 2018

Los intentos de F. Silvela

Silvela y Polavieja (caricatura tomada de la Wikipedia)

Francisco Silvela es considerado como un político de elevados principios éticos que, viviendo durante el régimen de la Restauración borbónica en España, fue tres veces ministro y dos veces Presidente del Gobierno. Pesimista por naturaleza, según Julio Maestre[i], su criticismo le llevó a no pocos fracasos: en 1899 considera prioritario para España la ordenación de la Hacienda, una amplia descentralización administrativa, el desarrollo de los intereses materiales y la reorganización de las fuerzas militares (se había producido la pérdida de Cuba).

Formando parte del partido conservador de Cánovas, ejerció como Subsecretario del Ministerio de la Gobernación siendo ministro Romero Robledo[ii] en el año 1875, pero ya en 1870 había intervenido como diputado acusando al Gobierno de “saltar por encima de las leyes” al aplicar la llamada “ley de fugas”. Un conservador denunciando un aspecto concreto de la política de los revolucionarios de 1868. En 1876, no siendo ya subordinado de Romero Robledo, pudo ver cómo, en las elecciones por sufragio universal masculino, las coacciones sobre el electorado harán que los escasos candidatos no gubernamentales opten por la retirada.

El falseamiento electoral será precisamente uno de los caballos de batalla que pretenderá erradicar Silvela cada vez que tuvo ocasión, sin conseguirlo como sabemos. Julio Maestre considera que Silvela ha pasado a la historia como el ministro que ha permitido, en la campaña electoral que precedió a las elecciones de abril y mayo de 1879, una total libertad de expresión y la inexistencia de coacciones por parte del partido en el poder. Un decreto de Silvela (15 de mayo de 1879) indultó a los periódicos suspendidos y restableció la libertad de imprenta, tratándose de asegurar la veracidad de los resultados electorales. En una circular del mismo mes y año dirá Silvela: “las coacciones y la presión sobre la voluntad del elector, no porque se descentralicen se disculpan… Y V.S. acreditará todo su celo si evita que nazcan y prosperen esas violencias…” que se ejercían en los centros pequeños más fácilmente que en las ciudades.

Pero la limpia ejecutoria de Silvela no podrá evitar que durante el régimen de la Restauración, como con anterioridad, se falsificasen las elecciones, aunque Aranguren, en su obra “Moral y Sociedad”, no incluye a Silvela en el entramado caciquil que caracterizó a la España de aquella época. Siendo Ministro de Gracia y Justicia envía varias circulares donde dispone el procedimiento que deben seguir los notarios cuando fueren objeto de resistencia o coacción en el acto de cumplir con sus obligaciones relacionadas con el derecho electoral (8 de abril de 1884). En el mismo mes y año envía otra circular sobre averiguación y castigo de los delitos electorales en elecciones de senadores, diputados, diputados provinciales y concejales.

La escisión de Romero Robledo del partido canovista propició el ascenso de Silvela entre 1885 y 1890, precisamente cuando gobernaron los partidarios de Sagasta. En el último año citado, formando parte como Ministro de Gobernación con Cánovas, dirige a los gobernadores civiles una circular con importantes normas éticas y de moral política, y mucho antes, en 1869, es uno de los pocos que denuncian irregularidades y abusos en las elecciones. Silvela sacó esas corruptelas a la faz pública y, una vez en el poder, conseguirá algunos logros y Martínez Cuadrado señala que las ideas regeneracionistas de Silvela procedían de Joaquín Costa.

Hasta tal punto comprendió Silvela que Cánovas no estaba por la labor de moralizar la vida pública española, por lo menos en cuanto a la transparencia electoral, que en 1893 se va perfilando lo que se llamará “Unión Conservadora”, formada por los que siguen a Silvela. Tras el asesinato de Cánovas en 1897 Silvela conseguirá que Romero Robledo no llegue a la presidencia del partido conservador y, en medio de la ruina política, en 1899, la regente encargó a Silvela la formación de un nuevo Gobierno que, con la inspiración de su Presidente, dará apoyo a las pretensiones foralistas reconocidas en el nuevo Código Civil (1888) y la moralización del sufragio.

El regeneracionismo, movimiento político propio de finales del siglo XIX y principios del XX, contó entre sus filas a personajes de muy distinto pelaje: Silvela, Picavia, Costa, Canalejas, Alba, Maura, hasta el mismo Primo de Rivera… Un rótulo que individuos de diversas ideologías tenían como necesario aunque con distintos métodos y resultados.


[i] “Francisco Silvela y su liberalismo regeneracionista”.
[ii] Ejemplo de político de la época: primero formó parte en el unionismo de O’Donnell, luego en el partido liberal de Sagasta y más tarde en el conservador de Cánovas. Participó en la revolución de 1868 para, siendo contrario a la república, luchar contra ella y a favor de los borbones que había contribuido a derribar. En 1886 se alineó con López Domínguez.

martes, 20 de noviembre de 2018

De la persecución al privilegio

Iglesia y plaza de Peralvillo del Monte (Ciudad Real)

Hay momentos en la historia de los pueblos en que las iras se desatan y las personas sensatas no encuentran medio para frenar la barbarie. Las guerras civiles (en España ha habido tres en los dos últimos siglos especialmente crueles) suelen ser caldo de cultivo idóneo para aquella ira desatada.

Hoy no encontramos respuesta racional a lo que perseguían aquellos milicianos que asesinaban a diestro y siniestro a todo oponente real o imaginario. Los historiadores han podido demostrar que en la mayor parte de los casos los autores de los crímenes fueron anarquistas, comunistas y delincuentes comunes, pero habría también de otros signos. ¿Qué beneficio se podría obtener del asesinato de obispos que se dio durante los primeros meses de la guerra civil española de 1936? Asesinatos que fueron acompañados de los de más de seis mil clérigos, según las fuentes mejor informadas. Habría muchos izquierdistas en España que no estuvieron de acuerdo con ello, como tampoco los católicos, algunos de los cuales sí justificarían los crímenes de los seguidores del general Franco, pero seguramente pocos en términos relativos.

Hoy se tienen datos muy fiables, procedentes de estudios de historiadores de muy variado signo, sobre los muertos en la retaguardia durante la guerra de 1936, pero aquí nos vamos a referir a los obispos que, teniendo su residencia en territorio republicano, fueron víctimas de la barbarie: el de Jaén, Basulto Jiménez, fue fusilado junto a varios cientos de sacerdotes; lo mismo que el obispo auxiliar de Tarragona, Borrás Ferré, fusilado y quemado luego con no se sabe qué intención macabra; el de Guadix, Medina Olmos, pasó por varias cárceles antes de ser fusilado en el barranco de Vícar, en el centro de la provincia de Almería, con el agravante de que en su muerte estuvo implicado el alcalde de la ciudad.

El obispo de Barcelona, Irurita, consiguió escapar, pero fue capturado en diciembre de 1936 y fusilado junto al cementerio de Moncada, en la provincia de Valencia. El obispo de Almería, Ventaja Milán, fue fusilado también en el barranco de Vícar el 30 de agosto del primer año de guerra. El de Segorbe, Serra Sucarats, apresado para ser llevado a Vall de Uxó, fue apeado en una zona y fusilado junto con otras personas. El de Ciudad Real, Esténaga, consiguió demorar por algún tiempo su asesinato, pero a la postre fue fusilado en Peralvillo del Monte, en el centro de la provincia de Ciudad Real. Así podríamos seguir hasta los trece obispos asesinados, casi todos durante los primeros meses de la guerra civil.

Ya sabemos que la Iglesia fue vista por amplios sectores de la población española, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX, como aliada del poder y de las clases pudientes, lo que está atestiguado por multitud de datos, pero nunca como durante la guerra civil de 1936 se había llegado a los extremos citados. El anticlericalismo, que se remonta en España al siglo XVIII y que es cosa, en un principio, de minorías ilustradas, pronto se generaliza entre muchos liberales del XIX, republicanos y socialistas más tarde. La población anticlerical y católica supo distinguir muy bien la labor espiritual de la Iglesia de los abusos en los que incurrían no pocos clérigos, o en la inutilidad social de su existencia.

Se puede, pues, explicar, el comportamiento de los asesinos de clérigos tal y como hemos esbozado, pero explicar, como tantas veces se ha dicho, no es justificar, lo que repelerían las conciencias más laxas, mucho más las rigurosas.

Allí donde el general Franco se fue haciendo con el control, a medida que la guerra se desarrollaba, y luego desde 1939, quiso resarcir a la Iglesia no solo por convicción propia, sino porque la Iglesia había sido un apoyo fundamental de su victoria, como lo sería de su régimen, dándole el apoyo y la legitimidad ante los católicos españoles.

Vicente Cárcel Ortí ha estudiado la forma en que se fueron produciendo los nombramientos de obispos durante el régimen del general Franco[i]. Particular interés tiene el caso de la diócesis de Vitoria, pues en agosto de 1936 el obispo Múgica había firmado, con el obispo de Pamplona, un escrito condenando la colaboración de los nacionalistas vascos con el Gobierno republicano, teniendo que abandonar su diócesis por indicación del papa, yendo entonces a Roma. Pero al mismo tiempo el obispo Múgica fue acusado de fomentar el separatismo vasco.

En Tarragona el cardenal Vidal había tenido que salir de España y, en enero de 1939, cuando Cataluña estaba a punto de ser dominada por el ejército rebelde, el Gobierno del general Franco no quiso que regresase a España: en primer lugar no había firmado la carta de apoyo al levantamiento militar en 1937 y en segundo lugar se le acusaba de tener propensión al catalanismo. Vidal no pudo regresar nunca a España.

Para Sevilla fue nombrado el cardenal Segura, que había tenido que abandonar España durante el período republicano, sustituyendo al fallecido cardenal Ilundain en agosto de 1937. La diócesis de León fue ocupada, tras la muerte del obispo José Álvarez Miranda en marzo de 1937, por el sacerdote Carmelo Ballester, lo que ocasionó un conflicto diplomático con el Gobierno del general Franco porque el marqués de Aycinena, engargado de negocios en el Vaticano, escribió a Salamanca, donde se encontraba Franco, pidiendo instrucciones sobre si protestar dicho nombramiento o no, pues contravenía lo establecido en el Concordato de 1851. Como no recibió respuesta alguna, la Iglesia decidió el nombramiento sin más espera, y ello fue visto como una falta de respeto al Gobierno franquista. El caso es que Ballester estaba en relación muy estrecha con el nuncio Tedeschini, cuya actuación era muy discutida por “haber dejado caer a la monarquía”.

En 1941 el general Franco consiguió el privilegio de presentación de obispos que se había establecido en el Concordato de 1851, pero de una forma diferente: primero se formaba una lista con, al menos, seis candidatos por el nuncio de acuerdo con el Gobierno, enviando la misma a Roma. El papa elegía de esa lista a tres candidatos y enviaba sus nombres al nuncio en España, que los hacía saber al general Franco, el cual elegía a uno, cuyo nombre se enviaba al papa, el cual procedía al nombramiento, publicándose en los diarios oficiales del Vaticano y España.

Luego vino el Concordato de 1953, donde se recogió el convenio de 1941 y la subsistencia en Ciudad Real del Priorato Nullius de las Órdenes Militares. Aunque Franco, por diversos testimonios que Cárcel Ortí ha estudiado, dijo repetidamente que él nunca intervino en la elección de obispos, lo cierto es que tuvo el privilegio de hacerlo como se ha dicho, además de que algunos de sus ministros influyeron para que fuesen elegidos algunos, como es el caso de Guerra Campos, uno de los obispos más reaccionarios del franquismo.

El cardenal Segura, como durante la República, planteó problemas con el general Franco, el cual le acusó de abusar de las excomuniones, lo que en boca del general dice mucho de la dureza con que se debía conducir el cardenal, que a la postre fue destituido por el papa. Franco llegó a confesar, según su primo Franco Salgado-Araújo, que creía del cardenal Segura sufría una “perturbación mental”. Está convencido –dice Salgado Araújo en su obra- que el general Franco “está convencido de que el cardenal Segura está trastornado”.

Cuando se nombró obispo de Almería a Ángel Suquía en 1966 hubo un conflicto diplomático que no llegó a mayores, porque la Iglesia no incluyó “la referencia a la presentación del candidato hecha por el Jefe del Estado”, como sí figuró en las bulas de los otros obispos españoles. Pero los obispos y el clero, al contrario que durante la II República española, gozaron durante el régimen del general Franco de los privilegios que probablemente en ningún otro país tuvieron.


[i] “Los nombramientos de obispos durante el régimen de Franco”.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Un obispo gaditano contra la libertad


El conflicto Iglesia-Estado venía produciéndose desde el siglo XIX, incluso desde el XVIII, tanto por las tendencias regalistas e ilustradas de la monarquía española (y en otros estados) como por la implantación y profundización del liberalismo. Desde 1868 hubo varios proyectos para cambiar las relaciones Iglesia-Estado y en el debate constitucional se habló sobre la libertad religiosa. Más tarde, durante la I República española (1873) se llevó a cabo una política laicista.

Cádiz, como otras ciudades españolas, contaba con parroquias e iglesias, además de catedral por tratarse de la sede de un obispo, conventos y sus propiedades, el cabildo catedral, los beneficiados, el clero parroquial, las asociaciones católicas y la prensa conservadora. El Ayuntamiento de Cádiz, por su parte, contaba con concejales partidarios de la colaboración con la Iglesia (fundamentalmente los unionistas) y los contrarios, sobre todo los republicanos, pero también otros que tenían al general Prim como su referente. También contaba la ciudad con asociaciones obreras, prensa revolucionaria, prensa liberal y una minoría de protestantes que, en algunos momentos, planteará problemas entre el Ayuntamiento y el obispo.

Un Ayuntamiento republicano hizo gestiones para obtener la propiedad de conventos e iglesias, además de adoptar medidas contra los capellanes relacionados con el municipio; incluso hubo un intento de despojo del seminario conciliar. El ardor político de la época llevó al Ayuntamiento a cesar en la participación en las ceremonias religiosas y festividades del mismo tipo, pero ya veremos que en este asunto habrá un comportamiento variable a lo largo del sexenio que se inicia en 1868.

A la cabeza de la oposición estuvo el obispo, fray Félix María de Arriete y Llano, que denunció el decreto de desamortización de las obras pías. El obispo Arriete siempre fue renuente a aceptar nombramiento episcopal alguno; primero alegó motivos de salud para no ir a Cuba, luego para Cádiz, su ciudad natal, en 1867, y cuando ya el régimen del sexenio estaba en su apogeo lo calificó, en carta al papa, de “espantosa revolución… estado de persecución y desastres”. Abandonó su ciudad durante dos años por los “sobresaltos, angustias y constante agitación de mi espíritu” siguió diciéndole al papa, al tiempo que le rogaba ser sustituido. Ya en 1851, antes de ser obispo, fray Félix se había marchado de Cádiz por motivos familiares (parece que tenía un hermano con muy mala reputación) y se fue a Málaga, estando muy relacionado con el obispo Cascallana. En 1863, a propuesta de la reina Isabel II, fue nombrado obispo de Cádiz, sede en la que permanecería hasta 1879 con las salvedades antes dichas.

La Constitución de 1869 ya fue contestada por el clero de Cádiz con el obispo a su cabeza, así como la oposición a la política de Ruiz Zorrilla, que exigió el acatamiento del clero de la Constitución. El obispo puso todas las objeciones para la aplicación de la libertad de cultos, al tiempo que se produjo el intento de apropiación y derribo de iglesias y conventos por parte del Ayuntamiento. Mientras tanto, el obispo se negó a jurar la Constitución y se opuso a la ley que estableció el matrimonio civil, pleiteó sobre la desamortización de obras pías y encontró algún respiro con la elección de una corporación municipal moderada en 1870, no obstante el Ayuntamiento aplicó restricciones en las ayudas económicas al obispado, lo cual contrastó con la oposición municipal a la secularización de la enseñanza.

La llegada al trono de Amadeo de Saboya fue otro motivo de oposición por parte del obispo y clero, que consideraban a la familia a la que pertenecía, culpable de que la Iglesia hubiese sido desposeída de sus propiedades territoriales en Italia. Ello aumentó las tensiones con el poder civil, que tuvieron un hito cuando el Ayuntamiento quiso realizar un acto religioso en la catedral en honor del asesinado Juan Prim, hacedor de la monarquía saboyana en España. La condición de masón de Prim contribuyó a que el obispo no considerase oportuna la celebración de aquella ceremonia religiosa en la catedral, sino tan solo en la iglesia de San Francisco. En todo ello –según ha estudiado Antonio Orozco Guerrero- interfirió la Asociación de Católicos, que con la excusa de exaltar la figura del papa Pío IX, se opuso a todo acto religioso que honrase al general Prim. Para esto sí regreso a la ciudad el obispo, que se encontraba fuera en visita pastoral, pronunciando un sermón en el que consideraba probado “hasta la evidencia… la legitimidad incuestionable de la soberanía temporal del pontificado”, defendiendo igualmente “la propiedad de las posesiones eclesiásticas contra los intentos desamortizadores”, demostrando, según la prensa local favorable, “la espiritualización que adquieren los bienes de la Iglesia por el hecho de estar consagrados al dueño y Señor de todas las cosas”[i].

En los próximos años se produjeron ciertos vaivenes en el Ayuntamiento sobre si ayudar económicamente al obispado o no y sobre si participar en los actos religiosos. El obispado, con motivo de los donativos recibidos para celebrar el 25º aniversario del pontificado de Pío IX, publicó las listas de los que habían aportado sus limosnas, en lo que pretendió demostrar la adhesión de los gaditanos a la Iglesia y su oposición a la revolución política. En este caso optó por tocar la campanilla –como los fariseos del Evangelio- para que todo el mundo supiese quien daba limosna…

Los progresistas gaditanos estuvieron contra las aportaciones municipales al clero, basándose en el artículo 21º de la Constitución, que obligaba a la Nación a mantener el culto y clero católicos, pero no al Ayuntamiento, máxime cuando este pasaba por un momento económico difícil, que empeoró en 1871 porque habría de devolverse un préstamo de un millón de reales a la Diputación Provincial.

Otro conflicto fue el del uso del cementerio civil por los protestantes, pues allí había enterrados solo católicos, y el clero y población de dicha confesión religiosa no admitían que los fallecidos protestantes se enterrasen en dicho cementerio. Como los anglicanos tenían uno, el Ayuntamiento confió que no tendrían inconveniente en que en dicho cementerio se enterrasen los cristianos no católicos, es decir, se pretendió que fuesen más cristianos los anglicanos que los propios católicos. En efecto, desde 1869, a propuesta de varios diputados, entre los que destacan Cristino Martos y Montero Ríos, habían conseguido que el Congreso aprobase la dependencia civil de los cementerios, pero como el Ayuntamiento gaditano fue remiso en comprender y ejecutar esto, los presbiterianos tuvieron que recurrir a un juez, que les fue concediendo, individualmente, autorizaciones para que pudiesen enterrar a sus fallecidos en el cementerio municipal, lo que contó con la oposición –ahora solo potencial- del obispo Arriete y Llano.



[i] “Cádiz durante el sexenio democrático. El conflicto Iglesia-Secularización. La cursiva empleada aparece así, según el autor, en el original.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Los predicadores del rey


Durante el reinado de Felipe IV se consolidó la figura del predicador real, asunto que ha estudiado Fernando Negredo del Cerro en su tesis doctoral[i]. No era este un cargo que se consolidase por mucho tiempo, pues entre 1621 y 1665, los años de reinado de Felipe IV, hubo 150, el mayor número (23) de franciscanos, seguidos de jesuitas (19), dominicos y agustinos (17 cada orden), capuchinos (11), benitos (10), mercedarios (9), jerónimos (7) y otros en número menor, siendo solo cuatro del clero secular sin profesión de orden alguna.

La elección de las órdenes citadas coincide –dice nuestro autor- con el perfil de la Iglesia en su momento. La pastoral de la predicación se hallaba casi en exclusiva en manos de regulares y si los seculares participaban en ella era, en la gran mayoría de los casos, más por obligación que por vocación. Cualquier templo que se preciase, comenzando por la catedral primada de Toledo, contrataba para sus ferias mayores a lucidos predicadores, a veces venidos de lejanos conventos. No digamos nada del medio rural, en el que la escasa preparación de los clérigos locales le impedía explicar la palabra, ocupándose de ello, bien frailes o monjes de cenobios cercanos, bien los misioneros que con cierta regularidad recorrían los contornos.

Algunas órdenes religiosas realzaron internamente la figura del predicador real al revestir a los miembros de su instituto premiados con tal cargo, de una serie de prerrogativas especiales. Este proceso se inició casi siempre a partir de los años cuarenta del siglo XVII, lo que nos revela que con anterioridad no existieron “hermanos de hábito” en tales puestos. Si seguimos a M. Frasso, como hace Fernando Negredo, tenemos que los principales institutos concedieron especiales preeminencias a los predicadores de la Real Capilla.

El agustino Fray Francisco Suárez, por ejemplo, fue elegido predicador supernumerario en 1635, pasando a cobrar gajes dos años después. Estando en su celda del convento madrileño, fue compelido a personarse en el comedor comunal como el resto de los hermanos, cosa a la que se negó alegando su privilegio. Al no verlo respetado, acudió al rey quien, por mano directa del Patriarca, obligó al superior del cenáculo a respetar las prerrogativas del miembro de la Real Capilla.

Entre el año 1621 y el 1665 fue en aumento el número de predicadores (18 en la década que inicia el primer año citado y 40 en el lustro que termina el último). Es fácil colegir que cuando eran menos había más competencia para ser elegido predicador real, por lo que serían mejores (al menos en teoría) mientras que la generalización del cargo derivó en una pérdida de prestigio e importancia, además de entrañar menos trabajo. Lo que está claro es que las órdenes religiosas apetecían el prestigio que representaba tener predicadores reales entre sus miembros. Negredo señala que si al principio del reinado todos los nombramientos llevaban aparejados gajes, al final, acceder a los 60.000 maravedíes de sueldo se hace casi imposible (crisis económica de la monarquía de por medio), por lo que todos los religiosos nombrados debían pasar por un interludio, a veces de varios años, en el cargo sin cobrar. Algunos conseguían, después de muchos intentos, recibir los honorarios, pero un grupo importante moría o era ascendido sin haber visto un real.

Los interesados (por sí o por medio de sus superiores) aprovechaban el estado anímico del rey tras la pérdida de algún hijo, mujer o hermano, para colocarse en la Capilla Real. El rey, en franca decadencia la monarquía, posiblemente tenía a gala conceder esas mercedes sin necesidad de desembolsar dinero alguno. De esta forma –dice Negredo- el rey, a la vez que liberaba un tanto sus cuitas, favorecía a sus valedores y abogados, pues a la postre ellos serían los encargados de rezar por su salvación si esta era posible…


[i] “Política e Iglesia: los predicadores de Felipe IV”, 2001.

sábado, 10 de noviembre de 2018

La frontera medieval galaico-portuguesa

Paisaje de Lovios (Ourense)

El historiador Carlos Barros ha estudiado la permeabilidad de la frontera medieval entre lo que hoy conocemos como Galicia y Portugal, sosteniendo que antes de mediados del siglo XII, los habitantes de un lado y otro habían tenido una historia común heredada de época romana, sueva y goda[i]. Es la Galicia bracarense la que termina incorporándose a la monarquía portuguesa, quedando la Galicia lucense al margen, pero al norte de la primera está la frontera, bastante definida geográficamente por el Miño, pero menos en la provincia de Ourense.

La ruptura que tiene lugar en torno a 1128 no afecta de igual manera a lo político que a la sociedad y a la cultura, siguiendo estas siendo comunes en ambos territorios. De hecho, en todas las guerras que implicaron a Portugal y Castilla en los siglos XIV y XV, a los que se refiere el autor citado, se desenvuelve un poderoso bando portugués en Galicia: desde 1366 a favor de Pedro I y de Fernando de Castro; desde 1386 a favor del duque de Lancáster y desde 1475 a favor de Juana, hija del rey castellano Enrique IV, y Pedro Álvarez de Soutomaior. Hay, pues, una nobleza gallega pro Portugal.

Cuando la guerra civil castellana entre Pedro I y su hermano Enrique, el primero se refugió en Galicia bajo la protección de Fernando de Castro; el duque de Lancáster se creyó con derecho a heredar la Corona de Castilla por ser su esposa hija de Pedro I.

Afonso Henriques, primer rey de Portugal, ocupó militarmente el sur de Galicia varias veces entre 1130 y 1169, cediendo en este último año definitivamente Tui, las tierras de Toroño y A Limia a la Corona de León y Castilla. Hubo nobles gallegos, no obstante, que colaboraron con el primer rey de Portugal, como los condes de Toroño y de A Limia (1137) y Fernando II desposeyó al pro portugués obispo de Tui cuando reconquistó la ciudad en 1169. Estas tierras habían estado integradas durante siglos en el convento jurídico bracarense. La nobleza portuguesa próxima a Henriques rompió, por su parte, con el rey de León y también con los nobles de la Galicia lucense, sobre todo Fernando Pérez de Traba y el arzobispo de Santiago, Diego Gelmírez.

La frontera galaico-portuguesa fijada en 1169 fue consecuencia, entre otras cosas, de enfrentamientos entre los grandes señores gallegos según fuesen partidarios del rey castellano o del portugués. Sin embargo, no parece que la gente común participara por sí misma en dichas luchas fronterizas, señala el historiador citado.

Entre 1124 y 1131 se sucedieron los problemas por la legacía y la jurisdicción eclesiástica con el arzobispo de Braga y con el obispo de Coimbra. Gelmírez acompañó en 1127 con su ejército a Alfonso VII y en 1137 ayuda económicamente al mismo para que recupere Tui. Mucho más tarde, en 1418, tiene lugar un acto notarial en la tierra de A Limina para delimitar la frontera entre Portugal y Galicia “con homes bos dambos dos reinos”.

Las fronteras políticas no afectaron a las eclesiásticas, las cuales durante más de doscientos años no se adaptan a las de ambos estados. A lo que sí afecta la formación de la frontera política es al sistema de fortalezas, pues había permanecido insegura e indecisa. Con todo, en las orillas del río Miño la fortificación medieval no alcanzó las mismas proporciones que en el siglo XVII, cuando el regreso de Portugal a una dinastía indígena planteó nuevos enfrentamientos bélicos.

Pero durante la baja Edad Media la frontera incide poco en el tejido social y ello es debido a la debilidad del poder real. Así se explica que los señores actúen a veces como si fuesen súbditos de dos reyes: iglesias y monasterios gallegos mantenían relación y recibían donaciones, indistintamente, del rey de Castilla y del de Portugal, y el propio vínculo vasallático contemplaba la posibilidad de cambiar de señor. Los reyes, por su parte, llevaban a cabo una política de atracción hacia los caballeros “extranjeros”, con el fin de organizar su propio bando en el lado contrario. En 1462 el rey de Portugal, Afonso V, visita el Miño, concediendo cartas de privilegio a las localidades fronterizas gallegas que lo solicitaron ante él. Existen cartas reales portuguesas a favor del monasterio de Oia (hoy en la provincia de Pontevedra) de los años 1340-1455. De Paio Sorred, cabeza del linaje de los Soutomaior en Galicia, se dice en una fuente que era tan buen caballero que cada rey “le quería consigo”.





[i] “La frontera medieval entre Galicia y Portugal”.

viernes, 9 de noviembre de 2018

La diócesis de Pamplona en 1932

Colegiata de Roncesvalles

En el año 1932 el obispo de Pamplona, Tomás Muniz Pablos, informa a Roma de que, en su diócesis hay 562 parroquias, cada una con su iglesia; además otras 849 iglesias, 42 oratorios públicos, 431 ermitas y pequeñas capillas dispersas por los campos y montes… Multipliquemos por cincuenta, tantas como provincias españolas, hagamos algunas correcciones, y nos podemos hacer una idea del número de edificios para el culto que poseía la Iglesia católica en aquel año. Además, el obispo informaba del número de casas y personas del clero regular que había en la diócesis de Pamplona, llamando la atención los 95 capuchinos más los 4 capuchinos terciarios, 44 escolapios, 64 benedictinas, 152 clarisas, 150 agustinas, 61 carmelitas descalzas, 211 hijas de la caridad, 69 hermanas de la caridad, 56 hijas de la Inmaculada Concepción, 55 dominicas terciarias de la enseñanza, 52 dominicas misioneras… En total 34 conventos de religiosos con 266 sacerdotes y 102 conventos de religiosas con 1.410 religiosas.

Llama la atención, también, que había dos casas para solo 5 dominicos, cuatro casas para solo 25 agustinos recoletos, tres casas de maristas y una de hermanos del Sagrado Corazón sin un solo religioso… Una situación verdaderamente asombrosa en un país donde se habían producido revolucionarias desamortizaciones de los bienes del clero, pero este se había resarcido pronto, por lo que se ve. No sabemos, en cambio, cuantas propiedades inmuebles no destinadas a culto eran propiedad de la diócesis.

Sigue informando el obispo que en su diócesis hay unos 2.500 socialistas y comunistas, “pero en su mayor parte se consideran católicos”[i], que la facultad de vender bienes inmuebles y de movilizar depósitos de los bancos públicos está coartada por las leyes civiles (Decretos de 22 de mayo y de 20 de agosto de 1931) y que en el último quinquenio se habían vendido una casa y huerto parroquial en Alsasua para nueva edificación por un valor de 27.715 pesetas, así como otros objetos y casas en Setuain, Nardués, Tafalla, Sesma y Zulueta; 150 metros de tejido de damasco de seda de la parroquia de Lerín, así como tierra inculta en Elizondo.

A la pregunta de si se conservan las costumbres de entregar a la Iglesia diezmos y primicias, la respuesta del obispo es que no, pero la sola pregunta hace pensar que en otras partes de la Europa católica podrían subsistir esas exacciones que en España ya eran ilegales desde el siglo XIX. En la diócesis de Pamplona los estipendios por misas se encontraba acodado por decreto de 1929, de todo lo cual se llevaba cuenta en el libro correspondiente. También existían inventarios de los bienes de cada una de las parroquias, así como un archivo secreto donde se guardaban las escrituras secretas en la curia, que existían desde el siglo XIV.

Sobre la existencia de un Consejo de Vigilancia sobre el cumplimiento de los preceptos católicos se dice que dicho Consejo consta de dos canónigos, cinco párrocos, dos superiores religiosos y dos profesores de teología del seminario diocesano, pero aún así algunos clérigos habían sido multados por la autoridad civil por prácticas religiosas públicas, cuando estaban prohibidas, las de cualquier credo, por el artículo 27 de la Constitución española de 1931. Por eso el obispo había recomendado a todos los clérigos que “comporten con la máxima prudencia y circunspección”.

Informa el obispo que, según las leyes civiles, todos los cementerios son laicos, encontrándose los cuerpos “promiscuamente”, para referirse a que sin distinción de si eran fieles o infieles. Sobre el número de iglesias en las poblaciones y parroquias el obispo informa que “son suficientes y sobran”, lo que es comprensible si tenemos los datos que hemos dado al principio. En cuanto a las rentas del obispo, dice este que goza de las procedentes de Estado de acuerdo con el Concordato, reducidas a la mitad desde el 1 de enero de este año, 1932, y “llamadas a desaparecer el 1 de enero de 1933. Junto con algunos emolumentos inciertos de la curia, el obispo considera que son suficientes por el momento para una congrua sustentación. En el artículo 26 de la Constitución, en efecto, se decía que el Estado, las regiones, las provincias y los municipios, no mantendrán… económicamente a las Iglesias (nótese que dice “las”) o a asociaciones e instituciones religiosas.



[i] “La diócesis de Pamplona en 1932”, Julio Gorricho Moreno.

jueves, 8 de noviembre de 2018

Historia de unos campesinos de Córdoba

Imagen actual de Espejo (Córdoba)

Generalmente se admite que la conflictividad social en España fue menor durante los años 1934-1935 (gobiernos conservadores) que en el bienio anterior, pero lo cierto es que en 1934 hubo dos grandes movilizaciones sociales que vienen a relativizar aquello: la huelga campesina convocada por la Federación de Trabajadores de la Tierra (UGT) a mediados de 1934, y el movimiento insurreccional de octubre del mismo año que protagonizaron la UGT y el Partido Socialista contra la entrada de la CEDA en el gobierno de Lerroux. De todas formas A. M. Calero da una cifra de cinco huelgas agrícolas en 1935 para toda Andalucía.

Las nuevas condiciones que se dieron en el bienio conservador fueron la política más dura y represora contra los movimientos sociales, la imposición de la censura de prensa por parte del ministro Salazar Alonso (a partir de octubre de 1934, no desaparece casi hasta finales de 1935) y sucesivas declaraciones del estado de alarma y de guerra. Ante esto, el temor a movilizarse contra los patronos y el poder aumentó.

En la provincia de Córdoba –como en otras- los principales motivos de movilización campesina fueron la lucha contra el paro, las reivindicaciones salariales y la relajación por parte de las autoridades en el cumplimiento de la legislación laboral del bienio anterior (que no cambió sustancialmente). Por poner un ejemplo, la patronal agraria se opuso sistemáticamente a la actuación de los jurados mixtos, responsables de arbitrar en los conflictos. En relación a la censura de prensa, en la citada provincia, es un síntoma la desaparición del periódico “El Sur”, órgano oficioso del Partido Socialista.

En cuanto a los salarios fue el año 1933 en el que más bajaron, recuperándose algo en 1934 en el caso de la siega de cereales con hoz o con guadaña. En la recogida de aceituna, siembra a mano, cavar olivos y otros trabajos agrícolas no especificados, los sueldos siguieron bajos en el último año citado respecto a 1932, y en 1934 se suspendió la actividad de los jurados mixtos.

El problema del paro estacional estuvo suavizado por las “cocinas económicas” pero la situación de los trabajadores agrícolas, en el bienio de gobiernos conservadores, empeoró sensiblemente, dirigiéndose muchos pueblos a la Federación Provincial de Trabajadores de la Tierra durante febrero y marzo de 1934, siendo la sociedad de obreros agrícolas “Germinal”, de La Rambla, la que propuso organizar una huelga en la provincia de Córdoba. La situación afectó a la esfera religiosa, pues durante el bienio de gobiernos conservadores las procesiones se llevaron a cabo con cierta discreción e incluso con brillantez, como señaló algún periódico de la época.

Los controles sobre el orden público a través de diferentes estados de excepción estuvieron vigentes durante casi todo el bienio, dándose en 1934 la suspensión de alcaldes y concejales socialistas, y después de octubre casi todos los Ayuntamientos socialistas de la provincia fueron destituidos, siendo detenidos varios líderes sociales por la repercusión de la insurrección de aquel mes en la provincia de Córdoba (sobre todo en las zonas mineras). En 1935, a cambio de huelgas, las fuentes reflejan la abundancia de hurtos y robos a causa del hambre, entre los que habría algunos independientemente de la situación social. En 1934 se registraron 51 huelgas rurales en la provincia de Córdoba, mientras que 15 incendios entre dicho año y 1935, así como 52 hurtos y robos en ambos años.

En Castro del Río, Puente Genil, Rute, Espiel y Lucena la prensa informó de diferentes robos en panaderías; en Pozoblanco un grupo de personas robó cinco borregos; en Montilla la “cocina económica”  repartía hasta 2.000 comidas diarias entre parados; en Lucena, hombres, mujeres y niños recorrían las calles pidiendo caridad… en Dos Torres intentaron organizar una “marcha de hambrientos sobre Córdoba”; en Palma del Río los trabajadores se revolvieron contra el sistema de socorros en forma de víveres; en Cañete de las Torres algunos vecinos colocaron un explosivo de fabricación casera en la puerta de la casa de un propietario por tener contratados trabajadores forasteros; en Pedroche un grupo incendió una ermita y en Hornachuelos provocaron un gran incendio en la iglesia del pueblo.

A Villafranca se desplazó el Gobernador Civil para calmar la tensa situación debida al paro obrero en el campo, poniendo de acuerdo a los patronos para que juntasen dos mil pesetas que se repartieron entre los obreros, dinero que habrían de devolver cuando estuviesen empleados y cobrasen un jornal…

Los afiliados a la CNT provocaron protestas de envergadura en Bujalance, por lo que fueron represaliados, aunque el comienzo de dichas protestas se remonta a 1933. Los comunistas comenzaron un llamamiento para la constitución de un frente único de trabajadores en lucha contra el paro, pero solo en Montalbán hubo una huelga por este motivo a consecuencia de aquel llamamiento.

La huelga de campesinos promovida por la Federación de Trabajadores de la Tierra (mediado 1934) afectó a toda España pero, aunque importante, no logró sus objetivos. Se dieron muestras de ludismo, pues una de las reivindicaciones de los obreros fue la limitación del uso de maquinaria en los trabajos agrícolas. El Gobierno estableció la censura previa en la prensa, empezando aquella huelga en Córdoba el día 5 de junio, mientras que unos días antes el Gobernador reconocía que se habían presentado 64 oficios de huelga, es decir, la mayoría de los pueblos de la provincia (menos diez). Según “El Sur” el paro afectó a unos 44 pueblos entre los días 5 al 7 de junio, pero la huelga no se siguió en los de influencia de la CNT: Baena, Bujalance, Cañete de las Torres, Fernán Núñez, Castro del Río y Palenciana. Tampoco tuvo repercusión en los pueblos más importantes del olivo: Lucena, Priego, Cabra, Benamejí, Encinas Reales, ni en otros de marcada influencia comunista, como Doña Mencía, Zuheros o Montoro.

Hubo numerosas detenciones y a partir del día 14 la huelga estaba casi terminada, poniendo el Gobernador en libertad a casi todos los detenidos. A mediados de julio se autorizó la reapertura de los centros obreros que habían sido clausurados. Por su parte, sobre la insurrección que tuvo a Asturias y Cataluña como principales centros a principios de octubre, de carácter político, las noticias llegaron a Córdoba y, a pesar del estado de guerra decretado el día 6 y la censura previa de prensa, algunos pueblos de la sierra cordobesa vieron alteraciones. Es el caso de Peñarroya, aunque la huelga no llegó a ser general; en Hornachuelos, reducto del socialismo, se produjeron varias detenciones y la represión fue muy importante aquí y en otros pueblos: fueron detenidos sospechosos en las calles y en los registros domiciliarios, entre ellos el Secretario de la Federación Provincial de Trabajadores de la Tierra, el Presidente del sindicato de metalúrgicos, el doctor Martín Romera, que había sido vicepresidente de la Agrupación Socialista en Córdoba, un concejal socialista y un ex alcalde de Hornachuelos. En total 118 detenciones.

En Villaviciosa, el día 9 de octubre, se enteraron de los sucesos de Asturias y se declaró la huelga, sumándose los de la CNT. Los huelguistas fueron al Ayuntamiento, desarmaron a los guardias, incendiaron algunos muebles e izaron una bandera roja. Para cortar el paso a las fuerzas del orden hicieron una zanja en la carretera; los amotinados sostuvieron un tiroteo con los guardias civiles, dos de los cuales resultaron heridos, mientras que los rebeldes, viéndose perdidos, huyeron al campo. Pocos días después fueron detenidos todos los involucrados en la rebelión, y en el banquillo de los acusados se sentaron 121 vecinos que fueron acusados de rebelión militar. Durante el consejo de guerra, que se celebró un año más tarde, los defensores alegaron algunos malos tratos por parte de la Guardia Civil.

En 1939, una vez acabada la guerra civil española ¿cuántos de los vecinos de la provincia de Córdoba habían sobrevivido y cuantos yacían muertos? ¿Cuántos sufrieron la represión que siguió? ¿Cuántos de los protagonistas o sus hijos tuvieron que sufrir la emigración entre finales de los años cuarenta y principios de los setenta del pasado siglo? Aquí no tenemos respuesta a estas preguntas; queden estas líneas como resumen de la historia de los campesinos de Córdoba.


martes, 6 de noviembre de 2018

Un trabajo de Pérez Gálan


La educación pública recibió, durante la II República española, un impulso de reforma sin precedentes, según Mariano Pérez Gálan[i]. Ya en el año 1931 se publicaron diversas disposiciones legales conducentes a ello, como el Decreto de abril para el restablecimiento del bilingüismo en las escuelas catalanas, el de mayo  por el que se crearon las Misiones Pedagógicas (se llevó a los pueblos el teatro, la música, conferenciantes, bibliotecas y exposiciones), en el mismo mes sobre libertad religiosa, el de julio para mejorar las retribuciones de los maestros, otro del mismo mes creando los Consejos Universitarios de Primera Enseñanza para la colaboración entre todos los niveles educativos y la relación entre la Escuela y su entorno, el de septiembre reformando las Escuelas Normales, etc.

Respecto de la enseñanza del catalán en Cataluña se estableció que para los párvulos las clases se impartirían exclusivamente en la lengua materna, e igualmente en las escuelas primarias, ya fuese el castellano o el catalán. A partir de los ocho años se enseñaría a todos los alumnos la lengua castellana. En cuanto a las Misiones Pedagógicas tropezaron con problemas que venían de muy atrás. Mariano Pérez Gálan cita el caso de los “misioneros” que visitaron San Martín de Castañeda (Zamora) argumentando que aquellas gentes “necesitaban pan, necesitaban medicinas, necesitaban apoyos primarios de una vida insostenible con sus solas fuerzas…”, mientras que ellos les llevaban canciones y poemas…

La sociedad española, en aquellos años, era esencialmente agraria (el 47% de la población activa pertenecía a ese sector) con un elevado índice de analfabetismo: 24,8% en los varones y 39,4% en las mujeres. La política educativa de la II República estuvo inspirada en las escuelas nuevas, la escuela activa, la escuela unificada y la escuela laica. Los opositores a este modelo fueron la Iglesia y los partidos conservadores, con la población que les apoyaba. La base doctrinal para la Iglesia estaba en la encíclica de Pío XI “Divini Illius Magistri”, de 1929, sobre la educación cristiana de la juventud, donde se defendía la enseñanza confesional, que estaba muy extendida en la sociedad española.

El ministro de Educación en un primer momento fue Marcelino Domingo, del Partido Radical-Socialista y masón, teniendo como colaboradores a Domingo Barnés y a Rodolfo Llopis, estando los tres vinculados a la Institución Libre de Enseñanza. El problema fundamental con el que se encontraron es la falta de maestros y de escuelas. Había 36.680 maestros distribuidos en dos escalafones. Se estableció un plan quinquenal por el cual se creaban 5.000 plazas de maestro cada año, salvo el primero, en que se crearían 7.000. En las Escuelas Normales se estableció la coeducación, existiendo una por provincia salvo en Madrid y Barcelona (dos en cada una). Según Manuel Bartolomé Cossío, presidente de las Misiones Pedagógicas, el objetivo de estas era “despertar el afán de leer en los que no lo sienten, pues solo cuando todo español, no solo sepa leer –que no es bastante- sino que tenga ansia de leer, de gozar, de divertirse… habrá una nueva España”.

En cuanto a la enseñanza religiosa, no se erradicó de la escuela en un primer momento, sino que los alumnos cuyos padres manifestaran el deseo de que aquellos la recibieran, la obtendrían como hasta entonces,  encargando a sacerdotes esa función si los maestros no deseaban hacerlo.

Cuando se aprobó la Constitución, que entró en vigor el 9 de diciembre de 1931, quedaron fijados una serie de principios, uno de los cuales debido a Lorenzo Luzuriaga, la escuela unificada, que implicaba “la superación de toda pedagogía de clases”, al tiempo que desde la escuela maternal hasta la Universidad, las instituciones educativas están coordinadas y que los alumnos necesitados económicamente y con capacidades demostradas, recibiesen una ayuda del Estado. Otro principio fue el laicismo escolar, rompiendo con la Ley Moyano de 1857, que establecía la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en la enseñanza en cumplimiento del Concordato de 1851 con la Iglesia. La Constitución prohibió la enseñanza a las órdenes religiosas y el Estado disolvió la Compañía de Jesús. Aquella prohibición, en realidad, nunca se llegó a cumplir por la dificultad (y arbitrariedad) que entrañaba, de forma que los clérigos con titulación universitaria siguieron impartiendo clases en centros distintos a aquellos de los que el Estado se había incautado. Debe tenerse en cuenta que la II República no expulsó a la Compañía de Jesús, como ocurrió en el siglo XVIII, sino que la disolvió, por lo que muchos jesuitas, bien formados, fueron de los que siguieron impartiendo clase en sus centros no como jesuitas, sino como titulados universitarios.

Ya con Fernando de los Ríos como Ministro de Educación, la Constitución establecía que toda clase de dogmatismos debían quedar fuera de la escuela. Se estableció la inspección del Estado, que ejercieron maestros en ejercicio, cuya misión, itinerante, debía servir de coordinación y estímulo para el cumplimiento de los fines propuestos.

Como el Estado no dispuso de recursos para llevar a cabo sus previsiones educativas, suscribió un empréstito de 400 millones de pesetas que, sumados a los 200 millones que debían aportar los Ayuntamientos, permitieron hacer el mayor esfuerzo hasta entonces conocido en educación durante la historia de España.

El triunfo de los partidos conservadores entre noviembre y diciembre de 1933 significó un freno a las pretensiones de Domingo y de los Ríos, en primer lugar porque, como dice Pérez Gálan, en los dos años y medio que gobernaron aquellos partidos conservadores, ocuparon la Presidencia Lerroux (dos veces), Samper, Chapaprieta y Portela Valladares, siendo en ese período Ministros de Instrucción Pública, Pareja Yébenes, S. de Madariaga, Filiberto Villalobos (dos veces), Joaquín Dualde (dos veces), Prieto Bances, Juan J. Rocha, Luis Bardají y Manuel Becerra, que solo duró en el cargo dieciséis días… Estos cambios no permitieron continuidad ni coherencia alguna. Durante los años 1934 y 1935 se crearon un total de 2.575 plazas de maestros, lo que comparado con los años 1931 a 1933 son pocas: 13.580, si bien es cierto que la tendencia, una ver conseguidos los primeros objetivos, sería a decrecer dicho número de plazas. Debe tenerse en cuenta que aquellos 600 millones de pesetas destinados a educación, debían emplearse durante ocho años…

La derecha echó abajo la coeducación siguiendo las enseñanzas del papa Pío XI: "erróneo y pernicioso... es el método llamado de la coeducación... que trueca la legítima convivencia humana en una promiscuidad e igualdad niveladora"(2); volvió la enseñanza libre al magisterio, se suprimió la Inspección Central de Primera Enseñanza y se suprimió también la inamovilidad en el cargo y en el destino de los inspectores; la autonomía de la enseñanza en Cataluña fue rectificada y se llegó a procesar y encarcelar a Pompeu Fabra, Josep Xirau, Antoni Trías y Bosch Gimpera, pero aunque la fiscalía pidió para ellos cadena perpetua, fueron puestos en libertad en diciembre de 1934.

Desde febrero de 1936 de nuevo se retomó la política del bienio social-azañista, proclamándose la “indeclinable atribución del Estado en la enseñanza”, se establecieron cantinas, roperos y colonias escolares; M. Domingo volvió al ministerio y restableció la inamovilidad de los inspectores y estableció exámenes orales y escritos al final de la edad escolar, hasta que el estallido de la guerra paralizó buena parte de lo iniciado.



[i] “La enseñanza en la segunda república”.
(2) Encíclica "Divini Illius Magistri", 1929.