sábado, 24 de agosto de 2019

La otra invasión francesa (1)

Murallas de Pamplona

A finales de enero de 1823, al abrirse las sesiones parlamentarias, el rey Luis XVIII de Francia hizo una declaración solemne: “Cien mil franceses, mandados por un príncipe de mi familia…, están preparados para partir, invocando al Dios de san Luis, con el objeto de conservar el trono de España para un nieto de Enrique IV, preservar aquel viejo reino de su ruina y reconciliarlo con Europa”[i]. Para ello el rey francés tuvo que recurrir a un empréstito, pues el Estado no tenía dinero para la empresa, pero ya entonces se creyó que no habría guerra, sino que se trataba de una forma de presionar al gobierno liberal español.

Hubo intentos tardíos de negociación que podrían haber evitado la invasión, pero los liberales españoles estaban divididos (sobre todo entre masones y comuneros) y las negociaciones no dieron fruto alguno. El ejército francés atravesó la frontera española a principios de abril de 1823. Desde territorio español un puñado de exiliados franceses esperaban a las tropas de Luis XVIII agitando la bandera tricolor de la revolución y cantando la Marsellesa para conseguir que los soldados de Angulema, que se suponía trabajados por la propaganda de carbonarios y bonapartistas, se pasaran a la causa de la libertad. Al frente de ese pelotón se encontraba el coronel Fabvier[ii]. Los soldados de Angulema esperaron en la frontera mientras se seguía negociando con el gobierno español, pero a Fabvier le fallaron las ayudas prometidas por sus amigos franceses y el apoyo monetario que habría necesitado por parte de los españoles. Al encontrarse solos, porque los ejércitos españoles se habían retirado, los refugiados franceses tuvieron que abandonar.

Pero hasta el último momento pareció que se podía evitar la guerra con Francia. En febrero de 1823, Vicente Bertran de Lis, comerciante y banquero valenciano de confusa trayectoria política (señala Josep Fontana), escribía a París a James de Rothschild para pedirle que expusiera a las autoridades francesas sus planes para derrocar el gobierno español y poner en su lugar otro dispuesto a hacer los cambios políticos que exigía Francia.

La maniobra, que contaba con la complicidad de Fernando VII, comenzó después de las sesiones de las Cortes, cuando el rey destituyó al gobierno que presidía San Miguel, de predominio masón, moderado en temas de política interior, pero desafiante y radical frente a Francia. Entonces de produjo un alboroto gravísimo en Madrid: un grupo llegó a asaltar el palacio real, con gritos de “¡Muera el rey, muera el tirano!” y actos de violencia que aterrorizaron a la reina, y se instaló en la calle una mesa en que se recogían firmas para pedir que la Diputación permanente de las Cortes nombrara una regencia que reemplazara al monarca. Asustado, Fernando VII hubo de retractarse.

Mientras tanto Fernando VII había sido obligado a instalarse en Sevilla junto con los ministros, pero un gobierno alternativo estaría encabezado por los radicales Flórez Estrada y Calvo de Rozas, partidarios de negociar con los franceses y de introducir los cambios políticos que éstos pedían. Pero sus adversarios masones seguían dominando en las Cortes, que consiguieron que el viejo gobierno siguiese en funciones y de esta forma retrasar todo intento de negociación con Francia. El rey, aterrorizado, se resistió primero al viaje, diciendo que estaba enfermo, pero los masones no tuvieron contemplaciones. Así, en el viaje de ida a Sevilla los pueblos “ocupaban a bandadas el camino y, recibiendo con desdén a la familia real, aplaudían a las Cortes y daban muestras de un hervoroso entusiasmo por la constitución”. En el viaje de vuelta a Madrid, tiempo después, las gentes aclamaron al rey absoluto, persiguiendo a quienes poco tiempo antes habían aplaudido (cabe también pensar que el grueso de los primeros eran distintos que el de los segundos).

Del lado francés se hicieron unas provisiones enormes: 30 millones de raciones de pan, 50 millones de arroz, 20 millones de sal, 12 millones de aguardiente… con 29.000 caballos y 3.300 mulas para los transportes. Martignac[iii], que acompañaba a Angulema, organizó a toda prisa una Junta provisional de España cuya misión era dar cobertura al segundo. Los “cien mil hijos de San Luis” empezaron a atravesar la frontera tras la segunda semana de abril de 1823 sin haber declarado previamente la guerra (el gobierno español lo hizo dos semanas más tarde). Las fuerzas que entraron inicialmente en España estaban integradas por unos 90.000 soldados, pero aumentaron a lo largo de la campaña hasta 120.000, 75.000 de los cuales se retiraron al acabar la guerra, mientras quedaron unos 45.000 como cuerpo de ocupación. Los realistas españoles que les acompañaron fueron entre 12.500 y 35.000, pero dice Fontana que estos habían sido derrotados repetidamente por el ejército regular español.

Los constitucionales españoles solo pudieron oponer un ejército de 50.000 hombres, unas plazas fuertes en estado precario, un gobierno interino, unas Cortes que vagaban por los caminos y un rey aterrorizado. A mediados de abril llegó a Sevilla, donde pocos días más tarde se abrían las sesiones de Cortes y se nombraba un nuevo gobierno de predominio masón, del cual era jefe Calatrava (en una reunión de los masones se propuso incluso matar al rey).

Entre tanto, los franceses se adentraban en España, aunque no se puede decir que hiciesen la guerra. Con la única excepción de Mina, los jefes militares a quienes el gobierno había confiado el mando lo traicionaron. Martignac confesó que, desde el punto de vista militar, la guerra “no se puede considerar para Francia más que como un acontecimiento de orden inferior y de interés secundario”. El barón de Damas, protagonista de algunas de las acciones más destacadas de la campaña de Cataluña, diría que en su conjunto la guerra no había costado al ejército francés “más gente de la que perdemos en los hospitales en los años ordinarios”. El mariscal Oudinot dijo: “Lo que más me molesta y me incomoda es que esta gente se cree que ha hecho la guerra”. El ejército francés no tomó por las armas casi ninguna ciudad amurallada (una de las pocas, Pamplona, les resistió cinco meses), ni libró una sola batalla a gran escala. Hubo algunos combates en Cataluña y, sobre todo, magnificado por la propaganda francesa, el asalto al Trocadero[iv].

Los franceses encontraron mucha menos resistencia popular que en tiempos de Napoleón, pues en 1808 los clérigos se emplearon a fondo presentando la guerra a favor de la religión, las tradiciones españolas y contra un rey intruso, pero también contó que en la guerra de la independencia el ejército francés requisaba por la fuerza lo que necesitaba, mientras que ahora pagaba los suministros a buen precio. La rapidez de la campaña de 1823 también fue engañosa, pues si bien el primer objetivo era liberar a Fernando VII, llegaron de la frontera a Cádiz en menos de tres meses, en el momento de comenzar el sitio de esta ciudad no controlaban la mayor parte de las plazas fuertes españolas, que seguían en manos de los liberales y que no se rindieron hasta después de que las Cortes hubiesen capitulado. Buena parte de Extremadura estaba bajo control liberal, el Empecinado recorría tierras castellanas con medio millar de hombres a caballo y se permitió volver a ocupar Cáceres a mediados de octubre de 1823 (por lo tanto después de la rendición de Cádiz). En La Mancha había tres partidas liberales comandadas por el coronel Abad, “Chaleco”, sin olvidar las “partidas de ladrones que roban a los correos y viajantes” en el País Vasco o los agresores que mataban oficiales franceses en Alhama de Aragón. Se dieron incluso casos como el de Tarazona, donde una vez pasaban los soldados franceses, se ponía de nuevo la lápida de la constitución. A finales de julio hubo en Madrid una gran alarma ante el temor de que las fuerzas liberales reconquistasen la capital.

La facilidad del avance de los franceses –dice Fontana- se debe a la traición de los generales españoles, aunque este no es el caso de Mina, que se enfrentó a Moncey. Ballesteros debía atacar a los franceses desde Aragón, mientras que desde Galicia y Asturias lo debía hacer Morillo. El conde de la Bisbal dirigió el cuerpo de Castilla la Nueva, encargado de cerrar a los franceses el acceso a Madrid. Mina luchó en Llers[v] a mediados de septiembre y llegó incluso a adentrarse por la Cerdaña francesa. Los demás esperaron el momento de la rendición. Riego, sabiendo que Ballesteros estaba en tratos para rendirse, salió de Cádiz, pasando por Málaga, mientras que los campesinos de la Serranía de Ronda se preparaban para saquear la ciudad. Ballesteros pidió quedarse en el Puerto de Santa María, donde esperó la llegada del rey cuando fue repuesto en su soberanía absoluta.

Morillo empezó rehusando el mando, tardó dos meses en presentarse en Valladolid y estuvo quejándose repetidamente al ministerio de la Guerra; se puso en contacto con Angulema para ponerse a su servicio. De origen humilde, era masón y tenía precedentes de incumplir con sus obligaciones militares. Las tropas francesas entraron en Galicia a principios de julio mientras Morillo esperaba en Lugo para ayudarles a aplastar la resistencia de Vigo y A Coruña, esta última plaza asediada por tierra y mar. Habiendo corrido el rumor de que los presos absolutistas del castillo de San Antón querían asesinar a los liberales tan pronto como entrasen los franceses en la ciudad, se ordenó embarcarlos y se les ahogó lanzándolos al agua atados de dos en dos… En 1829 Morillo reivindicaba sus servicios al absolutismo en un memorial dirigido al gobierno. Fue capitán general de Galicia al morir Fernando VII y luchó contra los carlistas entonces.

La Bisbal tuvo un pasado camaleónico, habiendo sido calificado de “tres veces traidor en grado heroico”: había conspirado primero con los insurgentes que prepararon el lanzamiento de 1820, les traicionó luego  y se sumó a ellos de nuevo, a última hora, cundo vio que le convenía. Pasó por masón proponiendo reformar la constitución “a la francesa”, es decir, en forma de carta otorgada, como querían los comuneros. El hombre a quien había abandonado el mando, Zayas, no pudo hacer otra cosa que negociar la rendición de Madrid, impidiendo que los guerrilleros que mandaba Bessières entrasen antes que las tropas francesas, a fin de evitar a la capital los saqueos, la violencia y los asesinatos.



[i] Josep Fontana, “De en medio del tiempo…”. En un capítulo de esta obra se basa el presente resumen.
[ii] Antiguo oficial bonapartista de prolongada y variada experiencia militar. En Grecia se le considera un héroe de su independencia.
[iii] Abogado colaboracionista con la monarquía de Luis XVIII, de tendencia moderada.
[iv] Lugar cercano a Cádiz donde daban la vuelta las embarcaciones cuando se carenaban.
[v] Al norte de Figueres, Girona.

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