sábado, 29 de agosto de 2020

Tierra y población en el norte de Portugal

Río Támega

“A terra e o homem” es el título de un capítulo de la obra de Oliveira Martins, “Historia de Portugal”, publicada en 1908 en su séptima edición. En dicho capítulo el autor analiza las características agrícolas y climáticas, la orografía y la geología, que forman la fisonomía natural de las diversas regiones del territorio portugués.

La antigua división de Portugal en provincias –dice- obedecía más a aquellas condiciones naturales que la moderna división en distritos. Las provincias se habían formado históricamente de acuerdo con las condiciones naturales; los distritos actuales fueron creados administrativamente de un modo hasta cierto punto artificial. El autor se inclina por estudiar el norte de Portugal, un resumen de lo cual es éste artículo, que comprende dos territorios al norte del Duero separados por el río Támega: al este, Tras-os-Montes, al oeste, Entre-Douro-e-Minho.

Buscando en los ríos la división de estas dos provincias se consagraban las diferencias esenciales: geológicas (rocas eruptivas dominando el oeste, esquistos al este del Támega) y también las climáticas. Portugal –dice Oliveira Martins- es en general un anfiteatro de montañas levantado frente al océano. Esto condiciona que las provincias se puedan dividir en interiores y marítimas, en cismontanas y transmontanas; las que están directamente expuestas a la acción de las brisas marítimas y los declives orientales, los valles interiores y las pendientes escalonadas (socalcos) de las sierras a cubierto del mar por picachos antiguos.

Esta circunstancia da caracteres diversos a las dos provincias de Douro-Minho e Tras-os-Montes, divididas por las sierras del Gerés y del Marâo, que “roban” a la última la acción de las brisas marítimas. Quien alguna vez traspasó el Támega –dice nuestro autor- seguramente observó la profunda diferencia de paisaje y del carácter y aspecto de los habitantes de más allá de éste río y más acá. El trasmontano, vivo, ágil, robusto, se destaca en comparación con el miñoto, más paciente y laborioso, tenaz, persistente… (en un determinismo geográfico). Más allá del Támega el clima es seco (40-60% de humedad relativa) pocas lluvias (500 a 1.000 mm. y en el verano 70 a 80 apenas), grande el calor en el fondo de los valles apretados, más templado en las alturas; intensos los fríos invernales, que coronan de nieve las montañas y hielan el agua… Al oeste del Támega, las brisas del mar, estancadas en su viaje por las sierras, se condensan y producen lluvias copiosas: por eso en Miño, en el lado occidental de las sierras de oriente, corren numerosos ríos paralelos, cuyos valles, reuniéndose junto a la costa, forman a lo largo de ella la primera de las planicies de Portugal. Habita esta región una población abundante, activa, pero sin distinción de carácter, ni elevación de espíritu: consecuencia necesaria de la humedad y de la fertilidad. Falta esa especie de tonificación propia del aire seco y de los largos horizontes recortados en un cielo luminoso y puro.

Miño es como Flandes, no como Ática –dice-, las lluvias se precipitan abundantes (1.200-2.000 mm. anuales, y en el verano 80 a 200) sobre un suelo lleno de caudales; la humedad (70 a 100%) hace flácidos los temperamentos y entorpece la vivacidad intelectual de quien no soporta un frío excesivo que le irrita, ni un calor excesivo le hace fermentar, de la manera que sucede en los trópicos. Templado el clima (12 a 15 grados), sin excesiva oscilación invernal, la población satisfecha, feliz y bien nutrida de vegetales y aire húmedo, ofrece la imagen de un ejército de laboriosas hormigas sin cosa alguna que brille.

El clima determina el paisaje más allá del Támega y las rubias mieses del trigo, los pámpanos, el roble noble y el castaño gigante, visten las laderas de elevadas sierras, cuyas crestas dentadas de rocas, en el invierno coronadas de nieves, se recortan en el fondo azul del firmamento, dando fijeza y nobleza al cuadro, e infundiendo lo elevado del espíritu. La naturaleza vive en la luz, y el alma siente que los elementos tienen dentro de sí fuerzas que los animan.

Más acá del Támega el escenario cambia: la humedad cría en todo el espacio vegetaciones abundantes; no hay un palmo de tierra donde no broten las plantas; pero como el suelo es pobre, como la roca aflora con frecuencia y los campos nacen del terreno vegetal formado entre los arrugamientos del granito en ramos descompuestos, y en los estuarios de los ríos por los sedimentos de las crecidas, la vegetación es rastrera y humilde, el pino marítimo es de una constitución débil, el roble es un enano entre las vides suspendidas. La densidad de la población completa la obra de la naturaleza en una región donde el vino no madura: el ácido picante le da una semejanza a las bebidas fermentadas del norte, como la cerveza, y con ella, el genio del pueblo tiene también caracteres semejantes a los de bretones y flamencos (debe tenerse en cuenta que el autor habla a principios del siglo XX).

La vegetación, de por sí mezquina, aún se hace más mezquina por la mano del hombre: las necesidades de la población abundante producen una cultura que es más hortícola que agrícola: muy pequeños campos, circundados por pequeños valles, orlados por robles pequeños donde también se encuentran uvas verdes. En medio de esto la familia es como un enjambre de hormigas: el padre, la madre, los hijos, se dedican a labrar los campos o empujan “una miniatura” de carro. Sobre un cielo nuboso casi siempre, encerrado en un valle lleno de maíces, dominado alrededor por florestas y pinos sombríos, sin aire vivificante, sin abundante luz ni largos horizontes, el enjambre de hormigas de los miñotos, no pudiendo despegarse de la tierra, y aún confundiéndose con ella y con sus bueyes, sus arados y otros aperos, forma un todo donde “si no se levanta una voz de independencia moral, sí en cambio con frecuencia se levanta el grito de la resistencia utilitaria”.

El paisaje es rural, no agrícola; la poesía de los campos es naturalista –dice Oliveira- no es idealmente panteísta. Quien ha subido alguna vez a cualquiera de las montañas de Miño y dominó desde ahí las espesuras de las arborescencias, sin contornos definidos, y los valles cuadriculados de muros y robles, seguramente sintió una profunda respiración, una viva inspiración de la luz. Apenas aquí y allá, en la monotonía de los maizales, se ve que en el corazón del miñoto hay lugar para el idilio infantil del amor[i].



[i] El actual resumen es una traducción libre, salvo los entrecomillados y líneas en cursiva, de la obra del autor citado.

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