martes, 1 de septiembre de 2020

Monjas, confesores y nobleza barroca

Convento de las Descalzas Reales en Madrid

Cuando una de las hijas del rey Felipe III de España, Mauricia, fue enviada a Francia después de contraer matrimonio en Burgos con el ausente rey Luis XIII, recibió instrucciones de su padre pidiéndole creyese en Dios, convertir a Francia e intentar “meter” la Inquisición en aquel reino, ser devota y tener rezo diario, tener “un rato a solas con Dios” y ser misericordiosa con los pobres, además de honrar a los religiosos y religiosas. Demasiado quizá para una niña de catorce años.

Felipe III además, hacía hincapié en lo cuidadosa que debía ser en la elección de sus lecturas, que debían ser supervisadas por su confesor. En España –dice Karen María Vilacoba[i]- se prohibieron muchos libros porque se veía en ellos un peligro para la fe, y de la siguiente manera se expresaba el monarca en esta materia: Si os dieren algunos libros no usareis dellos sin hazellos reconocer a Vuestro Confesor y limosnero mayor, porque por esta vía se suelen meter las cosas que no convienen, y este mismo cuidado haréis tengan todos vuestros criados.

El rey también le encomendaba que después de Dios, era su deber amar a su marido y a la reina madre. En una corte como la francesa –dice la autora citada- donde se tenían especiales esparcimientos, el rey recelaba en cierta manera de que su hija pudiera caer en esos excesos, por lo que le escribía: No seáis amiga de novedades ni entretenimientos demasiados, no juguéis nunca a los Naipes si no fuere para entretener a Vuestro Marido o Suegra o para entreteneros con Vuestras criadas, que esto sea con la moderación que es justo.

La joven Mauricia había nacido en Valladolid en 1601, siendo heredera de los tronos de España y Portugal, aunque como es sabido nunca ocupó trono alguno si no es por la vía consorte, siendo uno de sus hijos Luis XIV de Francia. Su matrimonio con Luis XIII fue resultado de un acuerdo ajeno a su voluntad. Por los intereses dinásticos, Isabel, hermana del rey francés, se casó en Burdeos con el entonces infante Felipe, que en 1621 se convertiría en rey de España (IV de éste nombre).

Todos estos cuidados externos no tienen nada que ver con la costumbre de hacer ingresar en un convento a las hijas tenidas por ilegítimas, como son los casos de las del cardenal-infante[ii] y de Juan José de Austria[iii]. La hija del cardenal-infante, que fue ingresada en el convento de las Descalzas Reales a la edad de cinco años, fue protegida de la abadesa Ana Dorotea, estando el rey Felipe IV, al parecer, muy preocupado por su formación espiritual. Ana Margarita, hija del citado rey, también profesó como monja y fue priora del Real Monasterio de la Encarnación.

Tanto en la Corte como en los conventos había confesores que, para los varones, se preferían de la orden dominica, mientras para las mujeres de la franciscana. Estos confesores debían tener en cuenta si el confesado era conquistador o militar, pues en ello debía prever las injusticias que habrían cometido durante las guerras; si se tratase de señores, qué comportamiento habrían tenido con sus vasallos, pues se supone que habrían abusado poniendo tributos abusivos y haciéndoles trabajar en sus heredades; si se trata de clérigos habrá que preguntarles por el ejercicio que les está encomendado, si visten o no hábito, si han rezado las horas o no, si tienen convivencia con mujeres, si tienen o no los cálices y corporales limpios y en orden, etc. Con esto tenemos una buena muestra del comportamiento de unos y otros en los siglos del barroco, aunque podríamos extenderlo a los anteriores y posteriores.

Las monjas de un convento como el de las Descalzas Reales llevaban una vida austera con algunas excepciones, pues contaban con personal laico que se ocupaba de ciertas obligaciones. En las mesas para el almuerzo se sentaban las oficialas, refitoleras (que cuidan del refectorio) y cocineras. Los lugares preferentes eran ocupados por la abadesa, a su derecha la vicaria y después tres religiosas que servían en el torno; a la izquierda de la abadesa se sentaba la hebdomadaria (que oficiaba en el coro por una semana) y algunas de las monjas más antiguas.

Los alimentos más comunes eran legumbres guisadas con sal y aceite, huevos y alguna fruta de la huerta; ninguna podía beber vino salvo que fuese necesario por razones de salud. Las monjas dormían todas juntas o en celdas individuales (según se tratase del día o de la noche) sobre jergones de paja, vestidas y tocadas. Las celdas eran sencillas, sin arca donde guardar algo, solo un hueco hecho en la pared; las monjas tenían tres pares de velos blancos, algún lienzo, servilletas y los dos hábitos (para invierno y verano). Con licencia, alguna monja podía usar colchones y sábanas, lo que quiere decir que el espíritu de la fundadora, en el siglo XIII, se mantenía. Pero no pocas veces, sobre todo cuando el rey visitaba el convento, personajes de la Corte y otros acompañantes permanecían varias horas en la zona de clausura, lo que fue corregido, con más o menos éxito, por algunas autoridades religiosas.

La obra de Karen María Vilacoba permite hacernos una idea de la mentalidad entre ciertas clases sociales durante los siglos del barroco, pues la gente vulgar tenía unos comportamientos mucho más comunes y pegados a la realidad. 



[i][i] “El monasterio de las Descalzas Reales y sus confesores en la Edad Moderna”.
[ii] Fernando de Austria, hijo de Felipe III, gobernador de Milán y los Países Bajos españoles, virrey de Cataluña y militar.
[iii] Hijo de Felipe IV y notable militar.

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