jueves, 20 de junio de 2019

El artículo 172º


Eran todavía muchas las competencias que la Constitución de Cádiz reservó al Rey, pero en el artículo 172º se establecieron las restricciones a su autoridad. Está claro en este artículo el deseo de acabar con los poderes omnímodos de los monarcas absolutos, así como de garantizar los derechos individuales y el normal funcionamiento de las Cortes como poder legislativo del Estado.

Estando reciente la marcha de los reyes, Carlos y Fernando, para abdicar en favor de los deseos de Napoleón, se limita la libertad del Rey para abandonar el país.

El territorio nacional, que se especifica está formado por el de la península, islas, territorios africanos y de América, etc., no podrá ser cedido o enajenado, ni separado en forma alguna por el Rey, lo que sí era una prerrogativa de los reyes anteriores. De igual manera la facultad de establecer acuerdos internacionales en materia de defensa o guerra, corresponderían al poder Ejecutivo y a las Cortes, nunca al Rey.

El derecho de propiedad privada, como en otros artículos de la Constitución, queda aquí salvaguardado en lo que respecta a las intenciones de un Rey que pretendiese conculcarlo, así como las facultades que se reservan a los tribunales de justicia y que se quitan al Rey.

Es comprensible (no quiere decirse justificable) que un rey absoluto como Fernando VII, a la primera ocasión que se le presentase, echase por tierra la Constitución de 1812, entrando en ese permanente tira y afloja que enfrentó a liberales contra absolutistas y, más tarde, a liberales más progresistas contra otros más moderados.

Por ejemplo, el Rey no podía impedir la celebración de las Cortes en las épocas y casos señalados por la Constitución, ya que dichas Cortes no estaban reunidas permanentemente. Tampoco podía el Rey suspender las Cortes ni disolverlas, así como entorpecer sus deliberaciones (“embarazar sus sesiones”). Las personas que aconsejasen al Rey contra esto, serían declarados traidoras y perseguidas como tales.

El Rey no podría ausentarse del reino sin consentimiento de las Cortes, y si lo hiciere se entendería que abdica la corona. Tampoco podía el Rey enajenar, ceder, renunciar o traspasar a otro la autoridad real, ni cualquiera de sus prerrogativas. Si el Rey quisiese abdicar el trono en el inmediato sucesor, no lo podría hacer sin consentimiento de las Cortes.

El Rey tampoco podría enajenar, ceder o permutar cualquier provincia, ciudad, villa o lugar, ni parte alguna por pequeña que fuere, del territorio español. El Rey no podía establecer alianzas ofensivas ni tratados de comercio con ninguna potencia extranjera sin el consentimiento de las Cortes. El Rey tampoco podría contraer obligaciones por tratado alguno para dar subsidios a ninguna potencia extranjera sin el consentimiento de las Cortes.

El Rey no podía ceder ni enajenar los bienes nacionales sin el consentimiento de las Cortes. Ni imponer por sí, directa ni indirectamente, contribuciones, ni hacer pedidos bajo cualquier nombre o para cualquier objeto, sino que siempre los han de decretar las Cortes. Tampoco el Rey podía conceder privilegios exclusivos a persona ni corporación alguna.

El Rey no podría hacerse con la propiedad de ningún particular ni corporación, ni “turbarle en la posesión, uso y aprovechamiento” de ella; y si en algún caso fuese necesario para un objeto de conocida utilidad común, tomar la propiedad de un particular, no lo podrá hacer sin que al mismo tiempo sea indemnizado, “y se le dé el buen cambio a bien vista de hombres buenos”.

El Rey no podía privar a nadie de su libertad, ni imponerle por sí pena alguna. El secretario de Despacho que firmase una orden en ese sentido, y el juez que la ejecutase, serían responsables ante la Nación, y castigados como reos de atentado contra la libertad individual. Solo en el caso de que el bien y la seguridad del Estado exigiese el arresto de alguna persona, podría el Rey expedir órdenes al efecto, pero con la condición de que dentro de cuarenta y ocho horas debería entregar a dicha persona a disposición del tribunal o juez competente.

El Rey, antes de contraer matrimonio, estaba obligado a dar parte a las Cortes para obtener su consentimiento; y si no lo hiciere, se entendería que abdica la corona.

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