viernes, 28 de diciembre de 2018

Una Revolución agotada


La Asamblea, por medio por la Constitución de 1793, estableció el sufragio universal pero indirecto, lo que se hizo con una Convención (o Asamblea) muy mermada en miembros asistentes: 371 de un total de 903 elegidos. El nombre de Convención fue adoptado de la que se reunió en 1787 en Filadelfia para redactar la Constitución norteamericana. En la francesa había muchísimos abogados, que decidieron la abolición de la monarquía, seguramente con la presión de la Comuna. Es el momento de los girondinos, los cuales provenían en su mayor parte de las provincias periféricas, donde la revolución era más tibia que en París. Estos girondinos recibieron el apoyo de los diputados de “la Llanura”, preocupados por el creciente poder de los de “la Montaña”, mientras que los jacobinos estaban liderados por Robespierre y Danton.

Las operaciones militares contra las potencias absolutistas europeas no iban bien para Francia, lo cual ha de tenerse en cuenta para comprender la reacción termidoriana posterior, al tiempo que la sensación de inseguridad puso en contra de la revolución hasta a muchos de los clérigos juramentados, con la influencia que tenían sobre la población rural. Esto llevó a un decreto para eliminar al clero insumiso, a los que se privó del sueldo y los derechos civiles si daban muestras de oposición a la revolución. Otro decreto permitió expulsar del país a todo clérigo denunciado por un mínimo de diputados, aumentando así el número de sacerdotes emigrados a Inglaterra, Suiza y, en el caso de España, a Valencia y Barcelona.

La Convención se convirtió, pues, en tribunal de justicia mientras que el auge de los jacobinos aumentaba, condenando a muerte a rey. A comienzos de junio de 1793 los “sans culottes”, apoyados por la artillería de la guardia nacional, irrumpieron a mano armada en el salón de sesiones de la Convención y se llevaron presos a los diputados girondinos nominados por Marat. Esta es la misma Convención que, dominada por los jacobinos, aprobó un nuevo texto constitucional tras los trabajos de una comisión presidida por Saint Just e inspirada por el marqués de Condorcet. La aprobación fue a mediados de junio de lo que entonces se llamó año I, poco después de establecerse los implacables tribunales revolucionarios que mandaban a la muerte expeditivamente.

La Constitución de1793 fue refrendada por menos de dos millones de franceses, siendo el censo de electores de más de siete millones. Los excesos revolucionarios habían llevado a muchos a dejarse influir por el clero refractario, con gran influencia en las zonas rurales, además de que se veía con desconfianza la guerra que Francia mantenía con media Europa.

La Constitución expresó el sagrado respeto a la propiedad, prueba de los intereses de los que apoyaban su texto, estableció el laicismo en Francia y declaró la moral y la virtud como esenciales. Pero la entrada en vigor de esta Constitución se aplazó hasta que llegase la paz, que ahora no existía ni en la propia Francia, pues había comenzado la insurrección llamada de La Vendée, con un fuerte componente religioso, también importante en Bretaña y Normandía. El “viva la religión” era gritado por los jefes militares de extracción plebeya como Sotfflet, hijo de un molinero, que se levantó en La Vendée, o Cathelineau, sacristán y antes vendedor ambulante, permite comparar este movimiento contrarrevolucionario con el carlismo español de 1833, a juicio de Luis Lavaur[i].

A comienzos de abril se constituyó el Comité de Salud Pública, brazo ejecutivo de la Convención y, quizá, auténtico gobierno de Francia hasta su desaparición (1794). La Convención endureció ahora su legislación contra la Iglesia: se persiguió a los curas que no cumpliesen destierro después de haber sido sentenciados a ello, el Estado se hace con los bienes de los sacerdotes emigrados, se acordó deportar a Guayana a los sacerdotes, juramentados o no, no condenados a muerte por los tribunales en razón de su edad… El historiador Michelet vio a la revolución como una lucha entre la gracia divina y la justicia, quedándose corto –dice Lavaur- el “ecrasez l’infame”, aplasten a infame de Voltaire. Se impone la intolerancia, se abolió todo culto de cualquier credo y se estableció un nuevo calendario que señalaba el año 1793 como el I, pretendiendo con ello el triunfo absoluto de la razón; se sustituyó el descanso dominical por el pagano “décadi”, el décimo día de diez en el nuevo calendario, que estuvo en vigor hasta 1806.

Entre los “sans culottes” algunos se destacaron como furiosos (“enragés”), mientras en esta deriva se ve la mano de Hébert, dueño del “`Père Duchesne”, el periódico de mayor tirada de Francia que se repartía gratuitamente en parte. El arzobispo de París, Gobel, fue obligado a dejar su palacio y su cargo, entregándose este a los deseos de los revolucionarios, al parecer, con gran efecto propagandístico. La catedral parisina se consagró para el culto a la diosa Razón y más tarde así se hizo con otros templos de Francia, y en una iglesia de Burdeos se rindió homenaje a la española Teresa Cabarrús, que desde la riqueza se convirtió en benefactora de los oprimidos y se entregó al servicio de la Convención, lo que no la libró de la persecución en el ambiente enrarecido al que se había llegado.

Algunos se dieron al robo en las iglesias, se incendiaron los altares, pero el culto –dice Pierre Brizon- no fue en ningún momento suprimido en toda Francia. Al ser elegido Robespierre miembro del Comité de Salud Pública actúa de forma totalitaria, quizá animado por las noticias de los triunfos de la República sobre los reaccionarios católicos. La Convención, entre tanto, está mermada en cuando a los diputados que asisten a sus sesiones; el terrorismo estatal se agotaba en sí mismo.

El terror judicial se manifestó mediante la Ley de Sospechosos de 1793 y mediante otra quedaron suprimidas las garantías jurídicas al eliminar de las causas al defensor y los testigos. Por eso el apogeo de la guillotina, final para los reos juzgados por tribunales populares que se guiaban por una frase que se hizo célebre: “les aristocrates à la lanterne” (los aristócratas a la farola) que ya se pronunció al dar comienzo la revolución. Se colgaba de las farolas a los reos y se les linchaba…

Un clérigo de gran poder que sobrevivió a la revolución fue Fouché, responsable del espionaje durante esa época y el imperio napoleónico. Él fue el encargado de ganar Lyon, que estaba en poder de los contrarrevolucionarios, lo que hizo de forma expeditiva. También Juan Bautista Carrier fue especialmente conocido por su crueldad, particularmente en Nantes. Algunas fuentes hablan de que las cárceles estaban tan llenas que a Carrier se le ocurrió ahogar en grandes barcazas surcando el río Loira a no pocos clérigos encerrados en las bodegas: eran las “noyades” o ahogados. Igual hizo en Angers y Laval, contándose por millares el número de ahogados. Varios centenares de religiosos, encerrados en los Pontones de Rochefort, fueron torturados hasta la muerte, dándosele a este tipo el nombre de “guillotina seca”.

Las campanas y techumbres metálicas de las iglesias fueron empleadas en las fábricas de armamento para material de guerra, mientras que la basílica de Santa Genoveva se salvó al dedicarla la Asamblea Constituyente, a la muerte de Mirabeau (1791) a servir de panteón de los revolucionarios; allí se encuentran también los restos de Rousseau y de Marat, de Voltaire y otros. Hay, como vemos, etapas muy distintas en la Revolución Francesa: el mismo Robespierre había dicho que “el ateísmo es cosa de aristócratas, no del pueblo”, sabedor de que los campesinos y las gentes humildes van con sus tradiciones y creencias generación tras generación sin cuestionarse gran cosa lo trascendente, mientras que los instruidos –no siempre aristócratas- tienden a hacer gala de ateísmo a la primera ocasión que se les presente.

La Revolución Francesa ha despertado mucha simpatía por el sustrato que dejó para los siglos venideros, pero si entramos en el detalle no nos queda más remedio que preguntarnos si fue necesaria tanta sangre, si fueron tantos los agravios sufridos por los de abajo para que se tomasen la justicia por su mano contra los de arriba (y ya vemos que las víctimas de la Revolución se encuentran entre todas las clases sociales y entre todas las ideologías y tendencias).

El abogado Robespierre, alumno de Rousseau, estuvo inspirado en el orden moral y preconizó una especie de sincretismo entre la ética cristiana y las virtudes revolucionarias. Y sin embargo “el incorruptible” no escapó a las contradicciones de su tiempo. Quiso que la revolución no fracasase y creyó –o aceptó sin miramientos- que toda concesión era un riesgo. Desde 1795 la Revolución Francesa tomará otro rumbo que ya no tratamos aquí.





[i] “Persecución religiosa en la Revolución Francesa”. Este trabajo está hecho desde una óptica favorable a la Iglesia y contiene muchos juicios de valor, no considerando la situación de partida ni dando ocasión a explicarse los comportamientos de unos y otros en un contexto que parte de los abusos del Antiguo Régimen.

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