martes, 8 de enero de 2019

Aranda aboga por la paz

                                       
Pirineos navarros
Cuando en 1792 el rey Carlos IV sustituyó a Floridablanca por Aranda al frente de la Secretaría de Estado, hubo un cambio en la política que había seguido aquel en relación a los sucesos revolucionarios en Francia. Mientras que Floridablanca cerró fronteras para que no entrase propaganda del país vecino, Aranda puso más el acento en que no se enturbiasen las relaciones con la República francesa y evitar, en la medida de lo posible, la paz. Según Teófanes Egido[i]aparecieron nuevos periódicos y hubo cierta libertad para hablar y para la estancia de extranjeros. Aranda mostró también desinterés por la Inquisición y propuso que la monarquía española se ofreciese como mediadora en Europa para evitar la guerra, lo que no fue posible porque a mediados de aquel año los ejércitos franceses vencían a los austríacos en Valmy[ii]. Algunos españoles, convencidos de la bondad de la revolución, huyeron a Francia y, desde Bayona, lanzaron proclamas al pueblo español para convencerlo de que había llegado el tiempo de la libertad. Son los casos de Rubín de Celis y el abate Marchena.
Aranda se vio forzado, en parte, en volver a la política de Floridablanca, pero restando competencias al Consejo de la Inquisición y de Hacienda. El rey Carlos IV, por su parte, tenía dos objetivos fundamentales: preservar la monarquía en Francia y el reconocimiento en dicho país de la religión católica. El mismo emperador Leopoldo II había creído en la revolución hasta que tuvo noticias de los sucesos de Varennes, con la pretendida huída de Luis XVI y su detención (junio de 1791).

Decidida la guerra entre la Convención francesa y la monarquía española, a pesar de los intentos de Aranda por evitarla, se formaron tres frentes, el principal en Cataluña, el segundo el vasco-navarro  y el tercero el aragonés, el menos atendido. La línea divisoria fueron los Pirineos, de ahí que a esta guerra se le haya conocido en ocasiones por dicho accidente geográfico. Pero Aranda retrasó las operaciones para seguir aparentando que España podía ser mediadora ante las potencias europeas, a pesar de las presiones de Viena, Nápoles y Cerdeña. También de Roma, donde Pío VI “clamaba por una cruzada contra la revolución”.

Las victorias de los ejércitos prusiano y austríaco entre agosto y septiembre de 1792 parecían dejar libre el camino a París, lo que desencadenó el pánico en esta capital y se dieron jornadas sangrientas contra los que se sospechaba conspiraban a favor del enemigo. Entonces Aranda vuelve a intentar el camino de la neutralidad abierta, que exponía mucho menos a España, sus colonias y al mismo rey de Francia desposeído, pero el rey Carlos IV no podía transigir con quienes para cualquier negociación exigían el reconocimiento previo de la República y depuso al conde de Aranda, sustituyéndolo por Manuel Godoy (noviembre de 1792). Este no cambió en nada la política de neutralidad de su predecesor en un principio, sino solo cuando no le quede otro remedio: la declaración de guerra por parte de la Convención. Hasta que esto suceda, Godoy tratará por todos los medios de actuar a favor del rey francés.

Sin embargo, con la muerte en la guillotina del rey francés, se desencadenó fuera de Francia (y dentro entre los realistas), todas las reacciones filomonárquicas que eran de esperar. En España la publicidad logró crear un ambiente entusiasmado en el pueblo contra los impíos. Honras fúnebres, lutos oficiales, sermones acalorados, relaciones y pliegos se encargaron de fabricar la imagen de un rey mártir por el trono y la religión. La monarquía española se alió entonces con Inglaterra, su tradicional enemiga mientras la Convención declaraba la guerra a España en marzo de 1793.

La lucha contra Francia encontró un entusiasmo extraordinario en la opinión pública, enardecida por los estímulos de sus dirigentes, que supieron explotar la xenofobia, el misoneísmo, la ortodoxia, todo revuelto y coadunado –dice Teófanes Egido- contra los franceses demonizados. Ni siquiera se libraron de la hostilidad desatada los inmigrantes huidos de la revolución, que se vieron acosados por ataques y motines violentos. El clero jugó un papel importante, hasta el punto de que Godoy reconoció para el ambiente caldeado contra Francia la importancia de los sermones. Algunos nobles armaron regimientos propios y hasta llegó a decirse que centenares de bandidos de Sierra Morena acudieron a Guipúzcoa al mando de su jefe.

El ejército español de Cataluña estuvo al mando del general Antonio Ricardos; el central por el príncipe de Castelfranco; el vasco-navarro por Ventura Caro. Dentro de la coalición europea a España le correspondió cubrir la frontera pirenaica, pero cuando el rey Carlos IV convocó a los jefes militares en Aranjuez, Aranda (marzo de 1794) se enfrentó a Godoy y volvió a su idea de neutralidad armada de paz con Francia, lo cual le confirmó cuando la campaña de 1794 fue desastrosa para España en los extremos del Pirineo.

En Francia se iban apreciando cambios desde la desaparición, en julio de 1794, de Robespierre, y se inició una vía de moderación en las relaciones externas encaminadas a salir del aislamiento y a conseguir el reconocimiento internacional. Godoy, en España, volvió a los planteamientos de Aranda incluso en el papel que podía jugar la monarquía como mediadora ante posibles conflictos en Europa. Cuando se preparaba la reunión en Basilea, la Convención termidoriana habló de que España le cediese Guipúzcoa, Luisiana y Santo Domingo entero. España pedía el restablecimiento de la religión católica por la República francesa, territorios donde Luis XVII pudiese ejercer su soberanía y el retorno de los límites a la situación anterior a la guerra. La respuesta de la Junta de Salud Pública fue que “estas cuestiones son injuriosas a nuestra soberanía nacional…”.

Entonces se confió, respectivamente, en dos experimentados personajes, el marqués François Barthélemy, embajador de la República en Suiza, y Domingo de Iriarte, que había sido encargado de relaciones con París en otro tiempo, embajador de España en Polonia y ahora en Venecia. La cuestión de la libertad de Luis XVII y la entrega a España de este y de la hermana del rey español, María Teresa, se resolvió porque el delfín murió en junio (20 de pradial) y la dama podía esperar. En julio de 1795 (cuatro de termidor) se firmó el tratado de paz por los dos plenipotenciarios. España reconoció a la República francesa, salvó la integridad territorial y, sobre las colonias, cedió a Francia la Luisiana, el vasto espacio en América del norte que treinta y dos años antes Francia cediera a España y cuya conquista y colonización fueron muy costosas. Se entregó a Francia la parte española de Santo Domingo.

Los verdaderos hacedores de la paz de Basilea, por lo tanto, fueron los citados diplomáticos, aunque el título de “Príncipe de la Paz” se lo otorgase el rey a Manuel Godoy.


[i] “España en el reinado de Carlos IV”.
[ii]Al norte de Francia.

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