martes, 23 de abril de 2019

Del caos al orden

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El libro de John Darwin, “El sueño del imperio”[i] está basado en la tesis de que Europa no ha sido, desde Tamerlán (muerto a principios del siglo XV), el continente hegemónico, sino que ha tenido que contar con la competencia, o incluso con la ventaja, por parte de China, el Irán de los safávidas, la India de los mogoles, Rusia con su extensión hacia el este de Asia, Japón, en suma, a pesar de su apartamiento. Y ello a pesar de las grandes rutas por el Atlántico y el Índico de españoles y portugueses –otros más tarde- rumbo a América, a África y a Asia. El autor utiliza términos como Euroasia para referirse a un espacio donde convivieron civilizaciones y estados que se fueron aventajando y retrasando unos respecto de otros desde el siglo XV. Y solamente cuando llegamos a la segunda mitad del siglo XVIII, y luego con claridad durante el siglo XIX, cabe hablar de una Europa “a la cabeza” del mundo.

En cuanto a China, llegada la década de 1670, tres generales (los llamados feudatarios) gozaban de una autonomía prácticamente total de Pekín, enfrentándose los manchúes a nuevas amenazas a su autoridad en el interior de Asia: la de los calmucos[ii], la del imperio teocrático del Dalai Lama en el Tíbet y, en la región al sur y al este del lago Baikal, la de los funcionarios zaristas y los comerciantes de pieles rusos. En el mar de la China meridional, la caída del poder Ming[iii] había engendrado el estado comerciante y corsario del filibustero Koxinga (Cheng Ch’eng-kung)[iv], en la isla de Taiwán.

La amenaza más inmediata para la supervivencia de los manchúes era su falta de verdadero control del sur de China. Conscientes de que el emperador Kangxi estaba decidido a aplastarlos, en 1673-1674 los feudatarios se rebelaron y el general Wu, el más poderoso de los tres, ofreció a la corte manchú una partición en la que no les dejaba más que Manchuria y Corea. Una posibilidad más real era la división de China a lo largo del río Yagtsé, privando al norte y al gobierno imperial la reserva de alimentos y reduciendo Pekín a un estado precario.

Tras una lucha prolongada, el emperador Kangxi se encontraba en una posición favorable a principios de la década de 1680, en parte porque Wu había muerto poco antes y en parte, quizá, porque los generales feudatarios resultaban poco atractivos para los leales a los Ming en el sur[v] y porque los mandarines preferían la continuidad imperial, aunque fuese bajo los manchúes, al gobierno de los señores de la guerra. En 1683 el emperador Kangxi había liquidado también al estado rebelde de Koxinga con una política drástica de evacuar la zona costera.

Entonces se dio un entorno favorable para el progreso económico y el renacimiento cultural. Según algunas estimaciones, la población de China se triplicó entre 1723 y 1796, bajo los sucesores del emperador Kangxi. Se produjo una gran extensión del área cultivada, que posiblemente se doblara entre 1650 y 1800. Los chinos de etnia han colonizaron áreas de bosque en el sur y sudoeste y el estado reparó canales dañados y construyó otros nuevos. Nuevos cultivos como el maíz (traído por los portugueses) y la batata (que llegó a Fukien en el siglo XVIII) suplementaron al arroz, y se cultivaron también té, añil y azúcar para la exportación, sobre todo en provincias costeras como Fukien y Kwagtung. En la provincia fronteriza de Hunan, en el Yagtsé medio, los funcionarios promovieron los cultivos alternos con su consejo, con incentivos fiscales y suministrando semillas. La China del siglo XVIII vio el fin de la servidumbre, que fue abolida por el emperador Yung-cheng, así como la nueva libertad de comprar y vender tierras.

El número de poblaciones dedicadas al comercio creció continuamente. En la región de Kiangnan, en el bajo Yangtsé, donde las comunicaciones acuáticas habían favorecido el crecimiento de grandes ciudades comerciales, los artesanos de las aldeas manufacturaban tela de algodón a gran escala. Shangai exportaba productos textiles a regiones del interior hasta a 1.300 km. de distancia, y los artículos de hierro, seda y porcelana eran objeto de un amplio comercio. Era una economía mercantil sofisticada en la que el papel moneda lo suministraba la empresa privada y el crédito se basaba en la venta de contratos para el suministro futuro de sal al Estado, por ser un bien para el que la demanda era muy estable. El papel de China en el comercio internacional puede haber sido relativamente  pequeño, pero es posible que su comercio interior fuera grande, cuando no mayor, que el de la Europa contemporánea.

Sin embargo, el rasgo más llamativo del gobierno de los  Qing fue quizá que promoviera una fase de renovación cultural muy vigorosa. Al propio emperador Kangxi le gustaba conversar con jesuitas en la corte (su misión había sobrevivido a la convulsión dinástica), y hasta aprendió a tocar el clavecín, pero rechazó la idea de un tráfico regular entre China y Europa. Los occidentales, como los jesuitas, eran libres de venir a China, pero debían quedarse y adaptarse a la ética confuciana, y no creerse con derecho a ir y venir como les viniera en gana. Cuando el papa le envió un mensaje al emperador pidiéndole que le devolviera a los europeos que para Roma eran sospechosos de herejía, se negó, añadiendo sarcásticamente que les cortaría la cabeza y le enviaría estas a su lugar, para que el papa pudiera ver que se habían “reformado”. El interés principal del emperador era la cultura china. Él y sus sucesores patrocinaron la recopilación y publicación de la literatura clásica, y el propio emperador encargo una enciclopedia. Los niveles de alfabetización se incrementaron, y el volumen de literatura impresa aumentó para satisfacer la demanda. Se publicaron novelas, poesía, historia, biografías, diccionarios geográficos, enciclopedias, antologías y otros sobre antigüedades. Era esta una cultura de aristocracia rural que propagaba los valores tradicionales de los clásicos confucianos: la búsqueda de la armonía en la sociedad y con la naturaleza; la importancia de la jerarquía (sobre todo entre las generaciones) y de los rituales y códigos de conducta para mantener el orden y la cohesión sociales, así como la necesidad de autocontrol y subordinación de los deseos individuales. A través de la literatura y el arte, y los “cultos” y sacrificios oficiales proporcionados por el Estado como foco de la religiosidad popular, la influencia de la cultura confuciana se difundió de forma más extensa y profunda que nunca antes. Así, a la integración política y económica de China le acompañó una creciente unidad cultural lograda en la última era anterior al encuentro más intenso y luego violento con Occidente.

Pero gran parte de China seguía atrapada en el localismo, aunque no en mayor medida quizá que extensas regiones de la Europa contemporánea. Más grave fue la notoria incapacidad de China de recuperar poderío naval, al que había renunciado unos siglos antes: los comerciantes y colonos chinos del Sudeste asiático no podían contar con la protección del imperio, y las salvajes masacres de chinos en las Filipinas españolas no suscitaron respuesta alguna por parte de Pekín. La fascinación europea por China (por muy ignorante y mal informada que fuese) no tenía contrapartida en los círculos intelectuales chinos, lo que quizá dé la medida de la confianza que tenían en su propia cultura y en el prestigio de una ininterrumpida tradición clásica de amplitud y sutileza excepcionales.

En algunos aspectos, la China del siglo XVIII se estaba replegando incluso más marcadamente sobre sí misma: el emperador Yung-cheng acabó con la limitada tolerancia otorgada a los misioneros cristianos desde tiempos de los mongoles. Aun cuando se importaban ideas europeas, parecían impracticables o irrelevantes en el contexto chino.


[i] En un capítulo de esta obra está basado el presente resumen.
[ii] Nómadas que rivalizaron con China por el control de Pekín.
[iii] Gobernó entre la segunda mitad del siglo XIV y mediados del XVII.
[iv] Líder militar que se forjó en la lucha contra los holandeses.
[v] Hubo emperadores Ming en el sur y en el norte (separadamente).

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