martes, 23 de abril de 2019

Casarse y la Iglesia


De nuevo una tesis doctoral suministra datos y reflexiones sobre los comportamientos colectivos en un tema tan particular como el matrimonio, y las artes de la Iglesia para tener bajo su control hasta los más mínimos detalles del mismo[i].

Uno de los aspectos estudiados es el de las licencias de matrimonio y los certificados de soltería, pues el concilio de Trento había reafirmado la indisolubilidad del matrimonio católico, por lo que había que garantizar la validez del mismo, entre otras cosas que los contrayentes fuesen libres de esponsales (promesa), matrimonio o voto de castidad. Para ello el clérigo hacía tres amonestaciones públicamente y, si nadie aportaba razón alguna para que no se celebrase el matrimonio, ello bastaba. Pero si uno de los contrayentes era forastero el asunto se complicaba porque ¿quien conocía sus antecedentes? Debe tenerse en cuenta que en los pueblos e incluso ciudades del siglo XVII, casi todo el mundo se conocía mutuamente, pero no así en el caso de forasteros.

Entonces comenzaban una serie de interrogatorios a cuantos más testigos mejor, bajo juramento y ante notario; superado dicho trámite, los contrayentes eran hábiles para velarse en la Iglesia. Testigos y contrayentes eran amenazados con penas eclesiásticas gravísimas si mentían o escondían la verdad conocida. Hubo quienes, antes de verse en la necesidad de demostrar su soltería, teniendo previsto el abandono de una localidad, solicitaban ya la acreditación que algún día podrían necesitar. La autora cita los casos de un Gaspar Soto Herrera y de Pedro Hernández, que realizaron una petición en 1628, en este caso para probar su viudedad respectiva. En otro caso uno dice soy mozo libre y soltero no sujeto a matrimonio, orden ni religión, ni tengo impedimento canónico”.

El matrimonio católico era, pues, la culminación de todo un proceso, habiendo estudiado la autora que citamos 533 certificaciones de soltería, de las cuales 193 corresponden a la capital sevillana. Los testigos eran generalmente cuatro y, de forma aleatoria, se aportan también certificados de bautismo para demostrar la edad requerida (12 años para las “mujeres” y 14 para los “hombres”), o de defunción del cónyuge anterior. Son muy interesantes los textos que han quedado en los registros: vestido de capa parda de cordoncillo, calzón de bayeta todo viejo, jubón de lienzo blanco, mangas de terciopelo, camisa, sombrero, calzón blanco, medias azules de lana, dinero treinta y dos cuartos y un maravedí…se dice de uno que murió en un hospital. Son muchos los expedientes en los que resulta fundamental el testimonio aportado por clérigos y personal de hospitales, que en la época no garantizaban la curación, sino que eran más bien lugares de tránsito hacia la muerte. Pero en ocasiones certificar la muerte del anterior cónyuge resultaba complejo, por ejemplo cuando los esposos no hacían vida en común. Este es el caso de una Juana de Herrera, viuda, que no tuvo noticia de la muerte de su esposo hasta bastante tiempo después de que se produjese; de haberlo sabido antes, habría podido contraer nuevas nupcias, como realmente deseaba.

El “mercado matrimonial” se veía afectado por los períodos de mortalidad elevada, consecuencia de las epidemias de peste (1599, l649 y 1678)[ii] o de contiendas militares, cuya repercusión afectaba sobre todo a varones adultos, con el consiguiente desequilibrio numérico entre sexos. Certificar el estado de viudedad para poder contraer nuevas nupcias se conviertió en Sevilla en algo habitual entre 1640 y 1660: muchos matrimonios se rompieron por la muerte de uno de los cónyuges o por las exigencias militares (sublevación de Portugal desde 1640).

La incidencia de la epidemia fue prácticamente igual en ambos sexos en las edades adultas, estando más bien las diferencias relacionadas con el nivel socio-económico. Una marquesa de Cardeñosa, al certificar el fallecimiento de su esposo en servicio del rey, recibió de él una renta “por los días de su vida”. El descenso de la población obligó, así mismo, a los solteros a buscar pareja fuera de su parroquia o población.

El Puerto de Santa María, Jerez de la Frontera, Ayamonte, Écija, Utrera y Moguer, además de Sevilla, fueron importantes poblaciones donde la abundancia de extranjeros propició los casamientos con no naturales de cada una de ellas, lo que provocó todos los trámites de información de libertad. En cuanto al perfil de los contrayentes, limitado el estudio de Ruiz Sastre a 193 expedientes, los enlaces fueron variados, es decir, los matrimonios entre naturales y foráneos fueron algo corriente, pero lo más abundante es que sea el varón el forastero, pues las mujeres tenían restringida su movilidad[iii], y esto se ve también en territorio francés: villa de Angers, Lyon, Saint-Malo (François Lebrun). Volviendo a Sevilla, la edad de las mujeres al contraer matrimonio era inferior a 20 años en el 38,5% de los casos y entre 20 y 25  en el 29,41%; para los hombres, en dicho tramo de edad, eran el 38,42% y entre 26 y 30 años el 19,47%.

Otro asunto estudiado por la autora a la que sigo es el de la dispensa matrimonial o disculpa que la Iglesia otorgaba a quienes tenían algún impedimento canónigo para casare, lo que significó un buen negocio. La dispensa había de solicitarse al papa, el cual podía dispensar incluso sin “justa causa”, pero lo más normal es que fuesen los obispos u otros clérigos los que actuasen en esta materia. El caso era no incurrir en escándalo o deshonra de la familia, siendo entonces los párrocos los que daban la dispensa.

El obispo de Coira (Suiza), entre finales del siglo XV y principios del XVI, solicitó a Roma el derecho de dispensa como consecuencia de la “escasa erudición” de las gentes de su diócesis, que ignoraban los impedimentos canónicos para contraer matrimonio en caso de consanguinidad, siéndole concedido el permiso. Cuando se trataba de “casos perplejos”, es decir, si el impedimento se descubría cuando la boda era inminente, siempre que se tratase de “casos ocultos”, también se solía dar dispensa. En el fondo estaba el asunto de discutir al papa su facultad para conceder las dispensas, pues representaba un flujo de dinero hacia Roma que los estados querían retener. A partir de 1778 las dispensas se hacen en la monarquía española por la Agencia General de Preces (Madrid) y poco después el rey Carlos IV (1799) concedió al episcopado español dicha facultad.

No todos los impedimentos podían ser dispensados: en los casos de consanguinidad en línea recta o segundo grado colateral, por impotencia antecedente, perpetua, absoluta y cierta; o el impedimento de ligamen[iv] no podían dispensarse nunca y por nadie. La Iglesia disponía de un sistema para descubrir los casos de consanguinidad, afinidad[v] y parentesco espiritual[vi]. La solicitud de dispensa debía dirigirse al papa, en latín y por escrito, aportando las pruebas necesarias para el fin propuesto, por ejemplo árboles genealógicos y/o testigos. La concesión de dispensas se acompañaba de penitencias para vindicarse la Iglesia e inmiscuirse en las estrategias matrimoniales de las familias y los sentimientos de los individuos.

Podía darse dispensa por razón de embarazo; entre los grupos marginales de la sociedad la endogamia se erigió como opción preferente y sin tener presentes las normas de la Iglesia, como es el caso de los gitanos, que a estos efectos (también) fueron vigilados. Se constata que muchos optaban por refugiarse en su grupo consanguíneo, al compartir historia familiar, intereses y costumbres; la endogamia se mantiene desde siempre. Las dispensas también estuvieron relacionadas con momentos concretos: antes o después de la peste de 1649, la expulsión de los moriscos en 1610 (debe tenerse en cuenta que Sevilla era “la mayor comunidad morisca de Castilla”) y está probada la existencia de enlaces mixtos entre ambas comunidades (cristiana y morisca) pues de Sevilla salieron expulsados sobre 7.500.



[i] “Mujeres y conflictos en los matrimonios de Andalucía occidental: el Arzobispado de Sevilla durante el siglo XVII”, Marta Ruiz Sastre. Este resumen se basa en algunos capítulos de esta extensa obra.
[ii] La de 1599 llegó de la Meseta y afectó a las grandes ciudades; la de 1649 atacó a zonas costeras y al valle del Guadalquivir; la tercera (la más extendida) desembarcó en Málaga y afectó a toda la región. Se acepta que Sevilla perdió el 40% de su población como consecuencia de la peste de 1649.
[iii] En el caso de Aragón (J. A. Salas Auséns) y para el siglo XVIII, la cifra de mujeres inmigrantes llega a superar ligeramente a la de los varones.
[iv] Derivado de la monogamia, solo es posible contraer nuevo matrimonio si se ha disuelto el anterior.
[v] Por ejemplo, los padres de uno de los cónyuges respecto de los padres del otro.
[vi] El que tienen los bautizados y confirmados con sus padrinos respectivos y al revés.

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