jueves, 21 de marzo de 2019

"El sueño del imperio"

Mapa de Ptolomeo

La obra de John Darwin comienza diciendo que la desaparición del emperador Tamerlán, a principios del siglo XV, fue un punto de inflexión en la historia universal, pues el personaje citado fue el último de la serie de “conquistadores del mundo”. A partir de ese momento vino el ascenso de Occidente.

“El sueño del imperio” es un intento de historia global en la que no se estudie solo un país o un aspecto, sino los vínculos que en las diversas regiones de Eurasia se fueron formando para estudiarlos conjuntamente. El autor cita que “el estudio del pasado solo puede ser válido cuando se comprende plenamente en todos los pueblos tienen historia, que sus historias devienen de forma concurrente y en el mismo mundo y que el acto de compararlas es el principio del conocimiento”.  En este sentido, ya en el prólogo, el autor constata los esfuerzos que se han hecho en los últimos años para hacer una historia no occidental. Quizá ello se deba –dice- al impacto de la globalización, las diásporas y migraciones y la liberación parcial de muchos regímenes, siendo China el más señalado, donde la historia se había considerado como “propiedad privada del Estado”.

Cuando Europa llegó a al mundo moderno se ha visto que compartía muchos rasgos de otras partes de Eurasia. La muerte de Tamerlán coincidió con los primeros indicios de un cambio en el comercio a larga distancia: “la ruta este-oeste continental fue sustituida paulatinamente por el descubrimiento del mar “como recurso común a todos que permitía acceder a cualquier parte del mundo” y esto transformó la economía y geopolítica de los imperios. Después de Tarmerlán no surgió ningún nuevo conquistador dispuesto a dominar Eurasia. El autor se refiere al Pacífico desde China, al Índico hasta el este de África y a la parte más oriental de Atlántico hasta las grandes rutas abiertas por portugueses y castellanos en primer lugar.

En esta obra se cita al historiador holandés J. C. van Leur (1908-1942) que “había denunciado el modo en que la historia de Indonesia había sido escrita desde el punto de vista occidental, ‘desde la cubierta del barco, las murallas del fuerte, la galería superior de una firma comercial’, como si no pudiera ocurrir nada sin que un europeo estuviera presente o lo ordenara”. Leur acabó con la idea, cuando fue leído, de que durante el siglo XVI la llegada por mar de los europeos hubiera transformado la economía comercial asiática. Al contrario –dice Darwin-, los europeos fueron los últimos en integrarse en un inmenso comercio marítimo cuyos pioneros habían sido los asiáticos y que unía a China, Japón, Corea, el Sudeste asiático, la India, el golfo Pérsico, el mar Rojo y África oriental. La economía “global” ya existía y no hubo que esperar a que la formasen los europeos, por lo tanto la historia de los asiáticos no se puede pasar por alto. Hoy vemos que, a pesar de la superpotencia que representa Estados Unidos, hay estados que juegan un papel primordial en la “globalización”, como es el caso de China e India.

Hoy sabemos que desde el siglo XV hubo una cadena de “conexiones” que unieron a gran parte de la Eurasia de la primera Edad Moderna. “Como ya sugiriera van Leur, la conclusión simplista de que los europeos galvanizaron a una Asia somnolienta tras la llegada a India de Vasco de Gama en 1498 era una tergiversación de la realidad”. Una densa red comercial ya unía entre sí a todos los puertos y productores de la costa de África oriental y del sur del mar de China. Los comerciantes asiáticos no fueron las víctimas pasivas de una absorción europea; los gobiernos de Asia eran algo más que los depósitos depredadores que pinta la mitología europea y que aniquilaban el comercio y la agricultura imponiendo tasas punitivas y confiscaciones arbitrarias. “En distintas partes de Asia existían economías de mercado en las que la división del trabajo, el comercio especializado y el desarrollo urbano… eran muy semejantes a los europeos. Sobre todo en China, donde la magnitud de los intercambios comerciales, la sofisticación del crédito, la utilización de la tecnología y el volumen de producción (sobre todo en el ramo textil) indicaban la existencia de una economía preindustrial al menos tan dinámica como la europea de la época”.

En 1800 ya había regiones de Eurasia capaces, al menos en teoría, de dar el gran salto adelante e ingresar en la era industrial. Según Edward Said –a quien cita nuestro autor-, las descripciones europeas atribuían de forma simplista a las sociedades asiáticas cualidades estereotipadas, “casi siempre degradantes, y traslucían el intento constante de retratarlas como antítesis perezosas, corruptas o degeneradas de una Europa rebosante de energía, dominadora y progresista.

La “historia descolonizada” ha puesto a Europa en su sitio hasta el punto de que ahora hay historiadores que defienden que no llevaron los europeos a las colonias la modernidad: en la India los británicos llegaron a un acuerdo con los brahmanes para afianzar el sistema de castas y convertirlo en un sistema administrativo. En el África colonizada se pactó con los jefes tribales haciendo pasar esto como “un acto de respeto a la tradición local”. Es cierto que entre 1870 y 1940 Europa extendió al mundo el intercambio de productos manufacturados, materias primas y alimentos; el tráfico adquirió un volumen ingente y dio lugar a flujos de personas y dinero, pero durante las décadas de 1970 y y 180 la historia “subalterna” empezó a escudriñar la estructura de muchas antiguas sociedades coloniales. “Puso de manifiesto la existencia de complejas comunidades campesinas que se resistían ferozmente al control exterior”. La “historia descolonizada” animó a muchos grupos sociales, étnicos, religiosos y culturales a salir de entre las sombras…se documentaron y se descubrieron las ambiciones y los proyectos de los pueblos colonizados: maestros, escritores, comerciantes, campesinos emigrantes y minorías. Los ‘mundos estáticos’ que la ‘dinámica’ Europa había conquistado bullían de vitalidad”.

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