martes, 16 de febrero de 2021

La policía de los carlistas


Dice José Ramón de Urquijo[i] que la idea de que el carlismo estuvo apoyado por el pueblo, mientras que los liberales lo reprimieron, es un error. Esta interpretación surgió durante la guerra y, de hecho, la policía española no es una creación del liberalismo, sino del absolutismo.

Cuando la Inquisición entró en crisis, hasta el punto de que ni el mismo Fernando VII quiso reponerla, sí en cambio “secularizó el aparato inquisitorial" al crear en 1824 la Superintendencia General de la Policía del Reino[ii]. Ahora bien, en un principio el dominio era ejercido a través de las autoridades municipales y eclesiásticas, que mantenían un control casi absoluto. Se conservan numerosas circulares sobre servicio de quintas en las que se ordena a los Ayuntamientos y a los eclesiásticos que las organicen, lean las circulares en los púlpitos y denuncien a los desertores[iii].

Pero la llegada de don Carlos a mediados de 1834, inició un proceso de centralización, al tiempo que el deterioro evidente del apoyo popular al carlismo trajo la necesidad de un único sistema de represión en manos del Gobierno. Se hablaba entonces de planes de las logias masónicas tendentes a preparar atentados contra don Carlos, y si bien la policía de Fernando VII había sido creada para perseguir a los liberales, las vicisitudes políticas la convirtieron en instrumento fundamental de persecución de los realistas hacia 1830.

Una Real Orden de 1836 señaló que la Policía debía ser pagada por quienes la hacían necesaria, “los excluidos de la elección activa o pasiva de empleos municipales, y los confinados, multados o… penados por su adhesión al partido de la revolución usurpadora…”[iv]. Y, en el mismo año, el Ministro de Gracia y Justicia de don Carlos, Miguel Modet, expuso al pretendiente las bases para la instauración de una policía distinta de la fernandina, cuya principal función sería proteger al “rey”, que ya había sido objeto de varios intentos de atentado, una policía política que no debía ocuparse de “la prevención y represión de los demás delitos y crímenes”, que seguirían estando en manos de las autoridades locales, donde se puso de manifiesto el deseo de no restar un ápice los poderes forales.

También la Diputación de Guipúzcoa elevó al “rey” una propuesta en el mismo sentido, aunque con una concepción más amplia de la vigilancia; debía evitarse “la influencia de los desafectos a V. M”. Al empezar la guerra en 1833 muchos liberales habían huido hacia las zonas controladas por el ejército de la reina, y los carlistas procedieron al secuestro de sus bienes. De todas formas, esa policía carlista debía hacerse con mucha cautela en cuanto al gasto, pues los pueblos vascos empezaban a notar la presión por la situación de guerra, impuestos y reclutamientos de los que estaban exentos por los fueros. El espíritu de entusiasmo popular, en 1837, ya no era tanto a tenor de un informe como el del Comisario de las Encartaciones:

El espíritu político de los 4.000 vecinos que encierra este Distrito es, en general, de lo mejor que puede desearse… Ellos han dado sus hijos, los han vestido, los curaron y se empobrecieron con exacciones y suministros. Empero, la guerra va larga y el entusiasmo se amortigua con no tener ya qué dar ni qué comer esta población rural y en la mayor parte pobre”.

En el año 1836 un Real Decreto definió las características del primer cuerpo policial carlista, pero se hablada de instituciones “poco españolas, justamente odiadas” y se extendía a todo el territorio con autonomía bastante, pudiendo actuar la policía en todos los temas. El siguiente paso lo dio Arias Teijeiro[v], que en el mismo año solicitó al rey la creación de la policía de fronteras con el objeto de vigilar las villas, “ya que ni aún en ellas hay entusiasmo realista”, y evitar la influencia extranjera, por lo que la policía se va a convertir en un cordón sanitario (dice Urquijo), ya que las autoridades locales no se mostraban tan entusiastas como en un principio y cada día había más contestación interior.

Para evitar esta situación se creyó necesario “poner en cada pueblo de los más marcados un Comisario de Vigilancia”, tal y como ya se había hecho en Eibar, cuyo nombramiento estaba llamado a coordinarlos a todos. Pero la labor represiva, en opinión de Arias Teijeiro, no bastaba, y se debía actuar también de forma preventiva, por ejemplo, “preparar y dirigir buenas elecciones de Autoridades municipales, materia que por su trascendencia ha llamado justamente la soberana atención…”. De esta forma el Comisario de policía pasaba a ser una función política que se situaba por encima de las autoridades locales.

Urquijo apunta que los lugares donde se pensaba nombrar comisarios eran diez en Guipúzcoa, uno en la costa (Zumaya) “por donde se creen frecuentes las comunicaciones con San Sebastián, Bilbao y Francia"; otros diez en Vizcaya (Miravalles u otro cercano a Bilbao fue uno); cuatro en Álava y cinco en Navarra (Santisteban, sobre la línea enemiga de los valles de Aezcoa, Salazar y Roncal). “La dotación [para financiar esto] no debe satisfacerse en modo alguno sino por los desafectos a S. M., tomando por base para esta calificación la exclusión que se haya hecho o hiciere para la elección activa o pasiva de empleos municipales, haber sido multado, confinado u (sic) en otro modo penado por adhesión al partido revolucionario…”.

Pero también se decía, en relación a los fueros, que era “una medida excepcional y transitoria que subsistirá sólo cuando las circunstancias que la producen; es una necesidad indispensable como tantas otras consiguientes a la heroica decisión de los Vascongados y sin la cual peligran sus mismos Fueros peligrando la existencia de las Provincias con la del Rey N. S….”. Así se nombró un Subdelegado general de Estella y comisarios en La Borunda y Santisteban, Zumaya, Vergara, Eibar, Tolosa, Villarreal[vi], Oñate, Plencia, Orduña, Miravalles, Orozco, Ochandiano, Salvatierra y Villarreal[vii]. Casi todos los nombrados tenían la carrera de leyes y solo en dos casos no se precisan los estudios. Se habla de la fidelidad que habían demostrado al carlismo, pero hay un asunto –dice Urquijo- que provocará problemas a la hora de actuar: su origen geográfico.

Solo cinco son vascos y de pueblos cercanos al que han sido destinados, viéndose con recelo a uno que era gallego, a otro de Madrid, etc. Aparte de la xenofobia, y más en un momento de afluencia en la que llegaban y vivían a costa de los autóctonos, es indudable que estos forasteros necesitasen fiarse de las autoridades locales o de informadores, a fin de conocer la realidad de dichos pueblos. La fase final iba a causar más problemas: la autoridad de Lequeitio escribió al Comisario Regio que “para hacer el informe sobre desafectos sería necesario residir en cada uno de los pueblos y vigilar la actuación de las personas”, pidiendo personal para este fin. La autoridad de Guernica dice al Comisario Regio que “ha pedido al alcalde de Bermeo las listas de los desafectos”. El Comisario de Fronteras pide “un oficial que entienda la lengua del país, dado que se presentan bastante número de personas en esta Comisaría a solicitar pases”[viii].

El síndico de Vizcaya se mostró contrario al establecimiento de la policía pero, a pesar de ello, la Diputación la mantuvo, siempre –decía- transitoriamente y sin intención de vulnerar los fueros de Vizcaya. Urquijo apunta que ello nos sitúa en una de las problemáticas fundamentales del conflicto carlista. Ciertos sectores insistieron en la unidad esencial de la sublevación: la sagrada causa del Altar y el Trono. Otros insistían en el argumento foral, pues para ellos el fuero es una forma de poder y se trataba de defenderlo, pero en ningún momento se solicitó la reunión de las Juntas Generales, a pesar de que la situación bélica lo permitía. De haberse reunido ¿habría autorizado aquellas exacciones, aquellos funcionarios foráneos, aquellas novedades policiales?


[i] “Represión y disidencia durante la primera guerra carlista…”.

[ii] Urquijo cita la obra de Martín Turrado, “Origen y creación de la policía española”.

[iii] Urquijo cita el Archivo de la Diputación de Vizcaya.

[iv] Esta Real Orden corresponde al pretendiente, no al Gobierno.

[v] Nacido en Pontevedra, en 1799, en 1821 huyó a Portugal. Sirvió a Fernando VII y luego a don Carlos. En 1839 huyó a Francia y volvió a España más tarde, donde murió en 1867.

[vi] Es Villarreal de Urrechúa, en el interior de Guipúzcoa.

[vii] Villarreal de Álava, al norte de su provincia.

[viii] Se refiere al euskera como “el idioma vulgar”. 

Fotografía: pazo de Pías, Ramallosa (Pontevedra), residencia de José Arias Teijeiro (sites.google.com/site/familiateixeiro/arias-teixeiro)

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