viernes, 19 de julio de 2019

Lo francés y franceses en España

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En el siglo XVII, según han estudiado diversos historiadores, hubo un importante flujo migratorio de franceses hacia España para trabajar como jornaleros, en la artesanía y en el servicio doméstico, pero también en otras actividades[i] como carbonero, venta ambulante de vinagre y aceite (jarreros), hospederos, aguadores, chocolateros… oficios que solían ser despreciados por los españoles.

La competencia que los naturales sufrieron, les llevó a crearse una mala imagen de estos franceses que perdurará hasta el siglo XVIII, cuando se den las pujantes compañías comerciales francesas. Durante los reinados de Carlos III y Carlos IV los burgueses franceses dinamizaron el comercio y las finanzas de buena parte de las ciudades, llegando a controlar determinados sectores mercantiles. Algunas de las ciudades donde les vemos son Cádiz, Sevilla, A Coruña, Vigo, Santander, Valencia y Madrid, pero también en otros puertos de mar, y estarán representados en la corte por un agente real francés, que velaba por el cumplimiento de los tratados comerciales entre España y Francia.

En 1761 había censados en Madrid 51 mercaderes franceses, el 57% del total, siendo la mayoría “mercaderes de grueso” (mayoristas) y solo unos pocos como “comerciantes de giro”, personas dedicadas a operaciones bancarias. En Cádiz la colonia francesa tuvo un promedio de 50 a 70 compañías a lo largo del siglo XVIII, siendo la mayoría de carácter familiar, y en 1771 existían en la ciudad 154 casas comerciales francesas: grandes y banqueros, 72; detallistas, 32 y otros pequeños mercaderes, 50. En 1792 el consulado francés en Cádiz contabilizó un total de 8.885 extranjeros residentes en la ciudad, de los que 2.500 eran franceses.

La liberalización del comercio americano y la importancia de Cádiz y Sevilla, explican el aumento de los comerciantes en estas ciudades. En Málaga existía en 1765 una colonia francesa dedicada casi en exclusiva a las ropas, y en Jaén la burguesía comercial francesa superaba a la española a finales del siglo XVIII.

La Revolución Francesa supuso un punto de inflexión en esta corriente migratoria, pues a los anteriores hubo que sumar los emigrados por razones político-religiosas, siendo los enclaves portuarios los principales lugares de destino o estancia. Por ejemplo Lérida, en 1791, fue zona de paso de miles de franceses que se desplazaban para trabajar en las almazaras del sur de Cataluña, Aragón y Valencia, y en otras partes de España los franceses se dedicaron al oficio de hornero. Estos emigrados fueron firmes defensores de la monarquía absoluta y constituyeron grupos de presión liderados por el duque e Havré[ii] y el conde de Vauguyon[iii]. En 1793, con motivo de la guerra de la Convención, entraron muchos franceses en España como refugiados, clasificándose en función de su estancia (naturalizados, transeúntes y avecindados). Una Real Cédula de 1791 tuvo como objetivo controlar la colonia francesa y expulsar a los transeúntes, mandando hacer un censo de extranjeros, con lo que perdieron los privilegios para ejercer el comercio que habían tenido hasta entonces. Esto provocó una progresiva desbandada de franceses, sobre todo de Madrid y Cádiz.

La adquisición de la nacionalidad española fue un proceso complicado en el que debía acreditarse buena conducta, prácticas religiosas intachables (por lo que no pocos se afiliaron a cofradías), suficiente integración social y disponer de rentas saneadas. La salida de franceses de España provocó que no pocos deudores españoles escapasen a cumplir con la obligación de satisfacer sus deudas, además de que se depreció la deuda francesa, perjudicando al Banco de San Carlos, que había invertido fuertes sumas en ella.

Lo cierto es que, según Lara López, durante el siglo XVIII se introdujeron en España los moldes culturales galos, naciendo un afrancesamiento distinto al de carácter político durante el reinado de José I. Los emigrados y exiliados franceses (sobre todo los clérigos) inculcaron en las capas populares un sentimiento contrarrevolucionario que rebrotará en 1808, de forma que las diversas colonias de franceses en España sufrirán la ira de los españoles, viéndose choques sociales a partir de 1789.

Al mismo tiempo se dio durante el siglo XVIII un afrancesamiento cultural (también en otros países de Europa) en la literatura, el arte, el teatro, la vestimenta, etc. Feijoo, por su parte, fue un defensor del pensamiento ilustrado francés y el “prurito civilizador” miraba a Francia, de forma que algunas ciudades españolas construyeron paseos señoriales, plazas y edificios con criterios de racionalidad, al tiempo que se intentó, sin éxito por el momento, llevar los cementerios extramuros (en Francia desde 1774).

Desde mediados del siglo XVIII recorrieron España los “linternistas” con una panoplia de artefactos ópticos que permitían visionar placas pintadas con ciudades europeas, entre las que destacaba París. Se montaban espectáculos en las calles, además de en salones de la aristocracia y de la burguesía, lo que constituyó el primer uso de las imágenes como medio de transmisión cultural, si no tenemos en cuenta los romances de ciego, que son muy anteriores. Las imágenes fueron, pues, una forma vicaria (a través de historias ajenas).

El interés por los filósofos franceses fue común entre las “elites” provinciales mucho antes de la explosión revolucionaria, sorteando muchos de sus escritos el control inquisitorial. Los cafés se convirtieron en lugar de debate e información, distintos de las tabernas del pueblo bajo, cumpliendo una función no institucional distinta de las de las universidades y las Sociedades de Amigos del País. Pero esta impregnación ideológica y cultural de lo francés no será el germen del afrancesamiento político de 1808, surgiendo el contrapunto en el “majismo”, o adopción por un sector de la aristocracia en el reinado de Carlos IV de unos usos sociales (lingüísticos, vestimenta, exaltación de festejos populares) tenidos como la quintaesencia de los valores tradicionales hispánicos, llegándose a la figura del "petimetre".



[i] “Lo emigrados franceses…”, Emilio Luis Lara López.
[ii] Escribió a la duquesa de Osuna para que protegiera al marqués de Charitte, que acababa de llegar a España huyendo de la Revolución Francesa.
[iii] Fue instructor de Luis XVI antes de ser rey y luego fue ministro del Consejo de Estado con Luis XVIII.
(1) https://vestuarioescenico.wordpress.com/2015/11/14/la-blanca-peluca-masculina-del-siglo-xviii-y-el-proceso-de-empolvarla/

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