miércoles, 11 de noviembre de 2020

Jaque a los reyes

 

                                                         P. Duplessis Mornay (1549-1623)

“Nadie nace rey y nadie puede ser rey por sí mismo, ni reinar sin un pueblo”, se dice en una obra publicada en 1579 titulada Vindiciae contra Tyrannos que ha estudiado Mariela Lucia Ferrari.

La monarquía, durante muchos siglos, se ha nutrido de los escritos de Pablo de Tarso, Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, cada uno en su siglo, para hacer creer que el poder de los reyes provenía de Dios, luego si así era ¿cómo discutirlo? Pero primero con la reforma luterana y luego con las guerras de religión en Francia, hubo importantes tratadistas que pusieron esos principios en jaque y explicaron que el rey debía responder de sus actos pues, aun recibiendo su poder de Dios, habría de ser justo, defender los derechos de sus súbditos, en definitiva, haber firmado “un contrato” con ellos.

Fue a partir de la unción de Pipino el Breve, a mediados del siglo VIII, por el papa Esteban II, cuando se puso de manifiesto el papel de la Iglesia en esa transmisión del poder de Dios a los reyes. Por lo tanto, no habría poder legal para obligar al rey, debiendo solo obediencia a Dios. Los demás debían obediencia a los reyes sin miramiento alguno, aunque sabemos que éste precepto se saltó no pocas veces.

Lutero y los príncipes que le siguieron plantearon que estos tenían autonomía para gobernar sus estados sin necesidad de la Iglesia, mucho menos del papa. En Francia se produjo la reacción del rey Enrique II (1547-1559) con la muerte en la hoguera para los calvinistas, y en 1572, con la noche de San Bartolomé, los hugonotes representaron al rey como la bestia del Apocalipsis, y la teoría de la rebelión y del tiranicidio se impuso teóricamente entre ellos. Fue solo el principio.

Así se llega a una serie de tratadistas, el más radical Philippe Duplessis Mornay[i] (1549-1623), que a sus treinta años saca a la luz su obra Vindiciae, muy difundida desde entonces. El poder de los reyes, según él, era limitado y el tema teológico era central, pero también los argumentos políticos, pues los hugonotes planteaban el carácter defensivo de su resistencia y reivindicaban instituciones que en Francia habían ido cayendo en desuso: los Estados Generales y los Parlamentos, sobre todo el de París, que había sido desdeñado por Francisco I.

La venalidad de los cargos hizo que quienes no eran nobles, pero sí habían hecho alguna fortuna con los negocios o el ahorro, llegasen a ejercerlos, lo que molestó a la vieja nobleza, que se vio parcialmente desplazada. Duplessis Mornay argumenta con la tesis del hombre caído, es decir, con el pecado original la estirpe humana estaba manchada y solo la fe salvaría a los que creyesen, sin necesidad de las obras, como querían los católicos. Aquella mancha original no excluía a los príncipes, luego debían tener la misma fe que los demás y ser considerados como hombres, nada de vicarios de Dios. Nuestro autor argumenta aún que cuanto más alto es el cargo que se ostenta, mayores cuentas se deben rendir, y en cuanto a los súbditos, que es mejor morir antes que obedecer a un tirano.

Incluso es preferible –dice Duplessis Mornay- el tirano de ejercicio que el de origen: el título de rey es un derecho, no una propiedad, y una función más que una posesión… “prefiero sin duda que me alimente un ladrón a ser devorado por el pastor; que un bandido me haga justicia a que el juez me haga violencia… prefiero un falso tutor que administre mis bienes al tutor legítimo que los dilapide”. El que así hablaba, además de estar inmerso en las guerras de religión de su tiempo, debía conocer la opinión de Platón, Aristóteles y Cicerón de que el rey nunca está por encima de la ley, por lo que, si la incumple, es lícito que “ni tumultuosamente, ni a la ligera, sino por autoridad pública, reunida en Asamblea”, el pueblo pueda tomar sus decisiones.

Luego vinieron Grocio, Hobbes y Rousseau, entre otros, para profundizar en la necesidad de que hay valores que ni un rey puede discutir y, por el contrario, debe respetar, así como que entre los que gobiernan y los gobernados debe haber un contrato tácito por el que los primeros no pueden ser arbitrarios.

Con la revolución política inglesa de 1688 y la francesa, más profunda por más tardía, de 1789, se pusieron las bases del mundo moderno en los países que han heredado aquellas ideas, expresadas en el Vindiciae contra Tyrannos de forma clarividente.


[i] Tuvo que publicar la obra bajo el pseudónimo Stephanus Junius Brutus, todo un síntoma.

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