sábado, 7 de noviembre de 2020

La Iglesia contra los Saboya

 

                                                                            Gaeta (Italia)

El clero español, durante el proceso de unificación italiana, mantuvo una férrea unidad contra aquella, siendo las posiciones ultracatólicas las que se impusieron a pesar de algunas excepciones. Cuando el clero alardeaba –dice Sergio Cañas Díez[i]- de no injerirse en la política muy al contrario, se vio arrastrado por el papa durante la década de 1849 a 1859 y aún después[ii].

Por parte del papa lo que estaba en cuestión eran dos asuntos: la pérdida o no de su poder temporal (territorios de por medio) y el triunfo del absolutismo o del liberalismo, por lo que condenó los intentos de unificación italiana que, de la mano de Piamonte, proclamaban los principios del liberalismo y, en algunos casos, la aspiración a una república. Éste empeño del papa costó vidas, sufrimientos y trastornos, entre los que está la expedición testimonial española, aportando a la causa papal 8.000 soldados, contribuyendo también de forma más importante la Francia de Luis Napoleón, Austria y Nápoles. Cañas Díez señala que, además, el ejército español llegó tarde a la ayuda que pretendía, de forma que si hubiese estado en Italia antes no se hubiese visto relegado a misiones accesorias.

La reina de España, Isabel II, por una real orden a finales de 1848, ordenó que “en todas las iglesias de los dominios de España se hagan rogativas públicas durante tres días consecutivos, con asistencia de todo el clero, autoridades y corporaciones… a fin de implorar los auxilios del Altísimo…”, pero como se vería años más tarde, el Altísimo no tuvo parte en el asunto, porque éste era puramente mundano.

Entre 1859 y 1861 se consolidó la unificación italiana, quedando excluidas Véneto y Roma, mientras los príncipes depuestos protestaban. En España la población era informada de los acontecimientos por los obispos y los curas, empleando para ello los boletines eclesiásticos y los momentos de culto, por ejemplo durante las misas. El papa pidió que se hicieran rogativas “juro papa” con sus correspondientes “secreta y postcomunio”[iii].

Por su parte, Luis Napoleón trató de convencer al papa de que renunciase a los territorios perdidos a cambio de que el nuevo Estado italiano respetase su poder espiritual, pero Pío IX se negó en rotundo alegando que el liberalismo y la unificación italiana introducían “principios muy perniciosos”, proponiendo entonces la Rusia zarista reunir un Congreso de las cinco grandes potencias europeas, lo que no se llevó a cabo por comenzar la guerra franco-piamontesa contra Austria, que resultó esencial para la unificación italiana.

En cuanto a la prensa española –que ha estudiado Cañas Díez- se empleó a favor de los intereses del papa en el caso de la católica, pero también hubo otros periódicos como “La Iberia” y “La Ilustración” que apoyaron a los unionistas italianos. El Gobierno español, la mayor parte del tiempo citado en manos de O’Donnell, mantuvo la prudencia entre los dos grupos enfrentados, pues ni le interesaba enfrentarse al papa ni a los liberales italianos. La escasa participación militar española puso de manifiesto el nulo interés que tenía España en mezclase con las demás potencias extranjeras.

La política italiana de España mostró su simpatía por la causa del papa y de los Borbón depuestos en Italia, pero siempre que ello no supusiera romper con los intereses que dictaba la prudencia, aunque hubo disputa entre España e Italia por los archivos napolitanos.

La Iglesia española, por su parte, mostró su disconformidad con la invasión piamontesa y se manifestó repetidamente en defensa de los derechos de la Iglesia y de “la doctrina de Dios” (en realidad de la Iglesia), quejándose por los “males morales” en alusión al liberalismo, que entre otras cosas preconizaba la libertad de cultos. Mucho le preocuparon a la Iglesia, también, las agresiones a religiosos y la expropiación de las propiedades del clero italiano. Los obispos y otros miembros de la jerarquía eclesiástica española dirigieron “exposiciones” a la reina, advirtiendo de los peligros y crímenes que la revolución podría llevar a otras naciones de Europa.

El obispo de Lérida, por ejemplo, se manifestó cuando ya la unificación italiana era un hecho (1870): “protestemos y digamos muy alto que el desalojar a la Iglesia de su patrimonio es, según doctrina católica, un atentado sacrílego y herejía manifiesta”. Lo que no quería entender tal obispo es que sus palabras tenían un valor relativo, nulo para los no católicos e incluso para muchos católicos de la época.

La Iglesia española, por los medios de comunicación, consiguió limosnas voluntarias, a la cabeza de las cuales estuvieron los prelados, es decir, los que más recursos tenían. Luego se publicaban los nombres de los dadores y las cantidades entregadas, contraviniendo la máxima evangélica que se explica cuando aquel fariseo tocaba la campanilla en el momento de dar limosna para que todo el mundo se enterase. En realidad se dirimieron, en relación con la unidad italiana, intereses materiales, pues tras ella no dejó la Iglesia de tener una influencia enorme en los países de población mayoritariamente católica.


[i] “Iglesia y prensa española frente a la unificación de Italia…”. En éste trabajo se basa el presente resumen.

[ii] En 1848 hubo actividad revolucionaria en Milán, Mesina y Palermo, así como en otras partes de Europa, declarándose la guerra, por parte de los unionistas italianos, a Austria.  En 1849 se proclamó la República Romana, entre otros hechos, yéndose el papa a Gaeta.

[iii] Secreta es oración en voz baja y “postcomunio” hace referencia al momento tras la comunión.


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