Razón tenía, creo yo, el historiador Ramos Oliveira cuando dijo que en la II República española se produjo un cambio fundamental: la política se separó de la economía, es decir, los que siempre habían dominado la política española dejaron de hacerlo -obligados a ello- pero siguieron conservando los resortes económicos del país. Se dio entonces un régimen en el que nuevas personas (la mayoría) e ideas, que se habían ido incubando durante todo un siglo, gobernaron el país, al menos durante parte del período, y esto no pudo ser soportado por las clases oligárquicas, por la sociedad conservadora, por las organizaciones católícas y por una parte del ejército, aquella peor formada militarmente.
La tan cacareada laicización del Estado, de la educación y de la sociedad, la separación de la Iglesia y del Estado, la secularización de los cementerios, el matrimonio civil, la reforma agraria, la profesionalización del ejército, la lucha contra el falseamiento electoral, contra el caciquismo, el reparto de la riqueza, sobre todo agraria, la participación de los trabajadores de la industria en la política empresarial, el establecimiento de un régimen democrático, la consecución del sufragio femenino, la más amplia libertad de expresión y de conciencia, el anticlericalismo, la solución a los graves problemas que planteaban Cuba y Filipinas, y otros muchos asuntos, no fueron "descubiertos" durante la II República, sino que se fueron planteando a lo largo de todo un siglo, el inmediatamente precendente.
Ejemplo de ello fue Miguel Morayta Sagrario, iberista y anticlerical, masón y partidario de la indepdencia de Filipinas. Si se hubieran tenido en cuenta sus ideas sobre las islas, quizá no hubieran caído a finales de siglo bajo la dominación estadounidense. Francisco de Paula Canalejas, tío del que luego sería Presidente del Gobierno, fue precursor, entre otras cosas, del esfuerzo por la educación pública que llevó a cabo la II República. El anticlericalismo hunde sus raíces en el siglo XIX, aunque ya se rastrean anticlericales en el XVIII, y es una consecuencia de los abusos que la Iglesia católica había comentido contra la población durante siglos.
Los institucionistas, preocupados por la naturaleza, por la educación, por el imperio de la razón, por la ciencia, fueron partidarios del estudio de las religiones, respetuosos con la religión católica e incluso con la Iglesia, pero no podían aceptar la cerrazón de ésta queriendo monopolizar la escuela en un país, España, que aunque no se declaró aconfesional en su Constitución de 1876, no aceptaba comulgar con ruedas de molino (nunca mejor esta expresión).
El moderado Castelar no había aceptado entrar por el aro cuando fue cesado de su cátedra por el ministro Orovio: defendía la libertad del profesor para enseñar, siendo responsable unicamente ante sus alumnos y la sociedad. La necesidad de una reforma agraria ya fue planteada por los federales de Pi i Margall en el siglo XIX, así como de abrir cauces para que el movimiento obrero se pudiese expresar en libertad. Ruiz Zorrilla, Azcárate y Salmerón se enfrentaron a Cánovas por querer éste amordazar a la sociedad española, lo que consiguió mientras vivió, pero no pudieron continuar sus epígonos. Adolfo Posada, Gumersindo de Azcárate y Telesforo Ojea, entre otros, se opusieron al régimen de la Restauración, bastante antes, por lo tanto, de que aflorara la II Repúblia española, que no hizo sino recoger, a partir de la generación de 1914, lo mucho que habían reflexionado pensadores, profesores, políticos, republicanos, liberales y masones en el siglo XIX.
Adolfo Buylla había aportado su formación jurídica y social en el Instituto del Trabajo y luego en el Instituto de Reformas Sociales, organismos restauracionistas, nada revolucionarios, cuyos estudios y obra quedaron inconclusos porque terratenientes e industriales, obispos y conservadores se empeñaron en que fracasaran. La II República no hizo sino tomar nota de lo que se había avanzado en éste sentido.
Éste es un artículo divulgativo, no pretende agotar un tema gigantesco. A la II República se le puede acusar de inoportuna en algunas políticas, de enfrentarse a un poder superior al suyo (la Iglesia), de querer hacer en poco tiempo lo que se había demorado en mucho, de no garantizar el orden público (que venía quebrantado desde 1909), pero no se le puede acusar de querer darle la vuelta al calcetín porque esto ya lo habían intentado otros sin éxito: demasiado eogismo en las clases dirigentes, cortedad de miras, miedo a la moderniad y al progreso. La II República pereció por actos flagrantes de indisciplina -en un lado y en otro- pero sobre todo porque quienes habían detentado el poder siempre, no estuvieron dispuestos a ser relevados con ideas que no podían admitir, pero que habían escuchado -si es que escuchaban- desde hacía un siglo.
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