En pleno proceso de independencia de la América española y lusa, la Iglesia se apresuró a ocuparse de varios asuntos que interesaban a su administración en aquellas tierras así como a otras cuestiones temporales (seguramente también espirituales). Como había hecho en otras ocasiones, el papa (entonces Pío VII) nombró una comisión para visitar Chile y entrevistarse con las nuevas autoridades (eran los años 1821-1824). Dado que reconocer a la nueva república era empeorar las cosas con España, que se encontraba en pleno trienio liberal, el papa no quiso nombrar un nuncio en Chile, como no lo haría en los nuevos estados, recurriendo al subterfugio de nombrar a un "vicario apostólico" (el título ya tiene pretensiones). El elegido fue Giovanni Muzi, que se encontraba entonces empleado en la nunciatura de Viena y, por lo tanto, estaba más o menos familiarizado con los asuntos diplomáticos de la Iglesia.
A Muzi se acompañaron dos sacerdotes, uno de llos Mastai Ferretti, que más tarde sería papa con el nombre de Pío IX. Un artículo de Francisco Martí Gilabert (1), a quien seguimos en esto, permite apreciar el poder que tenía la Iglesia en las nacientes repúblicas contra la enemiga de los gobiernos que se estaban constituyendo, influidos por el liberalismo, por muy doctrinario que fuese, por la masonería y por el regalismo. Contra el regalismo que pretendían los nuevos gobernantes se movilizó la Iglesia, que hizo una interpretación del Patronato concedido a los reyes de España en el sentido de que, si las colonias americanas se independizaban, los nuevos gobiernos no podían heredar dicho Patronato, con la capacidad para nombrar obispos y administrar en los aspectos no espirituales a la Iglesia americana.
Cuando Muzi, Mastai y sus colaboradores arribaron a Montevideo, después a Buenos Aires, en esta última ciudad ya se dieron los primeros roces, pues el gobierno de Rivadavia quería recibir oficial y pomposamente a los enviados papales (lo que sería una muestra de reconocimiento) mientras que estos llevaban instrucciones de que el vicario Muzi iba destinado a Chile, por lo que su permanencia en Argentina debía reducirse a una visita poco más que privada. Los contactos entre Rivadavia y Muzi fueron tensos e incluso descorteses, pue la intención de ambos era distinta: el primero quería hacer ver que su gobierno recibía el reconocimiento del papa y la Iglesia quería tantear a las autoridades argentinas en cuanto a su anticlericalismo, sus pretensiones regalistas, etc. Por otra parte las autoridades chilenas, que habían conseguido el envío de un vicario a Santiago (un paso aunque corto hacia el reconocimiento) presionaban por medio de su embajador Cienfuegos para que la presencia de Muzi en Buenos Aires fuese lo más breve posible. La gestión era de Chile y al gobierno de este país convenía monopolizar el evento.
Pero el gobierno de Rivadavia tuvo que andarse con pies de plomo, pues mientras su anticlericalismo le hacía distante pero interesado respecto de la Iglesia, la población estaba fuertemente influida por el clero local y quiso presenciar la llegada de Muzi, que hubiese pompa, admirar al enviado del papa, que debía ser -para los americanos de la época, y quizá para los de ahora- un ser envuelto en el mito de lo sobrenatural. No era ya un obispo criollo el que apacentaba a aquellas masas, sino un enviado del papa el que se acercaba a la grey. Esto, que Martí Gilabert interpreta como una muestra de la religiosidad del pueblo llano americano (particularmente argentino y chileno) creo que es más bien muestra de su catolicidad, que son dos cosas matizadamente distintas. Las creencias religiosas de los americanos -como de todo pueblo adoctrinado por una potencia extranjera- estaban plagadas de supersticiones y la religiosidad de aquellas gentes tenía mucho de sincretismo con ritos antiguos que permanecen en el colectivo, sobre todo en las áreas rurales. Y como las grandes ciudades de América eran la superposición de gentes venidas de todas partes (las pampas, las regiones tropicales, las mesetas y los valles andinos), ese sincretismo (por lo tanto, un catolicismo "sui generis") era una realidad.
"No he visto jamás una aglomeración semejante, ni tantas manifestaciones de verdadera piedad y de religiosa adhesión al jefe de la Iglesia de Roma, como las que se hicieron en Buenos Aires al Vicario Apostólico. El entusiasmo de piedad religiosa que se despertó en los fieles al llegar a Roma Pío VII después de su largo destierro, puede en algún modo compararse con la conmoción de Buenos Aires por el Vicario Apostólico" (2). Insisto en que esta interpretación podría ser interesada: más que piedad y religiosidad el pueblo de Buenos Aires estaría entusiasmado del espectáculo, de tener cerca al vicario de un mito, de un ser como el papa que, además, había estado desterrado por Napoleón y este, como sabemos, fue considerado enemigo de las colonias americanas porque, si caía España en su poder, caerían las aquellas. Los acontecimientos fueron luego por otro lado.
Bien trabajada tenía a la población el clero local, suficientemente encumbrada la figura del papa, que participaba por aquellos años del boato y esplendor herederos del barroco, que pronto se enfrentaría a la pérdida de los territorios que poseía la Iglesia en Italia y que se oponía a las libertades civiles de las que aquellos pueblos quizá no habían sino empezado a oir hablar. Por supuesto nada de los vicios de la curia y los papas de la baja edad media y del renacimiento tendrían noticia aquellas masas enfebrecidas por ver al vicario, el enviado de "su santidad".
Aún hoy la Iglesia no renuncia a la cooperación con el Estado, en ocasiones para mantener su influencia y en ocasiones para oponerse a la arbitrariedad de las autoridades y otros civiles (los casos del obispo Romero y los jesuítas en El Salvador quizá son los más sonados). En América, como en otras partes del mundo, hay grupos católicos que no lamentan la secularización de la sociedad, aunque se trata de esos grupos que llamamos la Iglesia de base, y en más que en ningún otro continente, se ha dado la opción por el socialismo entre eclesiásticos y católicos laicos, sobre todo desde la década de los años sesenta del pasado siglo.
Como la lucha por el socialismo se ha manifestado en América -como en otros casos- por la vía institucional pero también por la via de la violencia, ha surgido lo que Pedro J. Frías llama una "teología de la violencia", es decir, considerar a la luz de la razón el por que de la violencia en un mundo desigual donde las injusticias son lacerantes.
Aún hoy la Iglesia no renuncia a la cooperación con el Estado, en ocasiones para mantener su influencia y en ocasiones para oponerse a la arbitrariedad de las autoridades y otros civiles (los casos del obispo Romero y los jesuítas en El Salvador quizá son los más sonados). En América, como en otras partes del mundo, hay grupos católicos que no lamentan la secularización de la sociedad, aunque se trata de esos grupos que llamamos la Iglesia de base, y en más que en ningún otro continente, se ha dado la opción por el socialismo entre eclesiásticos y católicos laicos, sobre todo desde la década de los años sesenta del pasado siglo.
Como la lucha por el socialismo se ha manifestado en América -como en otros casos- por la vía institucional pero también por la via de la violencia, ha surgido lo que Pedro J. Frías llama una "teología de la violencia", es decir, considerar a la luz de la razón el por que de la violencia en un mundo desigual donde las injusticias son lacerantes.
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(1) "La misión en Chile del futuro Papa Pío IX", 2000.
(2) "Historia de la misión apostólica del Estado de Chile con la descripción del viaje del viejo al nuevo mundo hecho por el autor", Roma, 1827. (Como cito por Martí Gilabert no sé si se debe a Mastai -futuro papa Pío IX- o al embajador chileno Cienfuegos).
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