Nació el niño de una familia campesina en el norte de África, cerca de Cirta (actual Constantina). Como sus padres no podían darle estudios se valió por sí mismo y fue adquiriendo cierta formación en Cirta, para pasar luego a Roma en un momento delicado, entre 337 y 357 de nuestra era. Los tiempos eran turbulentos, los nobles se marchaban de la ciudad, abandonaban sus cargos edilicios e incluso el Senado. Se avecindaban en sus fincas rurales con sus clientes, colonos, esclavos y familias. Quedaban en las ciudades algunos comerciantes medio arruinados, algunos magistrados que se habían empobrecido, vagabundos, rateros, poetas, charlatanes y algunos recaudadores de contribuciones.
(Restos de Cirta en el norte de África)
Las calles de Roma estaban a menudo socias, algunos edificios públicos abandonados, abandonados también algunos cultos, con lo que la población se temía lo peor. Además pululaban ya abundantes sectarios que se hacían llamar cristianos, que demostraban su tesón y la confianza en su Dios haciéndose matar, si fuera necesario, en el circo o en las vías públicas, a pesar de que los emperadores les amparaban y algunos ricos habían abrazado esa fe. El ejército estaba plagado de bárbaros y por doquier había desertores. Las fronteras no estaban seguras y Roma parecía una ciudad fantasma si se la comparaba con un siglo antes.
Aquel niño, llamado Aurelio Víctor, se había hecho un "hombre nuevo", es decir, había prosperado al calor de ciertas amistades, favores y acomodándose a ser un segundón entre otros principales. Destacó como literato y empleó sus letras para la historia. Llegó a ocupar cargos administrativos que le honraron, a pesar de los nuevos tiempos. Desplazado a Sirmio, en Panonia, gozó de la protección del gobernador en torno al año 360 y luego obtuvo para sí el título de vir clarissimus, pero la muerte del emperador Juliano (Aurelio Víctor era pagano) frenó su ascenso.
No obstante se revolvió contra su suerte y alcanzó, con el emperador Teodosio, el cargo de iudex sacrarum cognitiorum (389). Lo más importante es que nos ha dejado "El libro de los Césares", con datos desde Augusto hasta Constancio II, los cuales hay que leer con lupa y con gran sentido crítico.
El hijo de los campesinos pobres de Cirta tocó la gloria y ahora le recordamos como uno de esos hombres de la Roma antigua en que el ascenso social era solo posible si uno demostraba pocos escrúpulos y se acomodaba a las circunstancias, además de tener ciertas cualidades para el gobierno en tiempos de tribulación y algunas luces para las letras.
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