El historiador romano Quinto Curcio, que vivió en el siglo I de nuestra era, cuenta en "La Historia de Alejandro" las penalidades que éste y su ejército pasaron para llegar al oasis de Siwah, con la intención de que Alejandro visitase el templo donde se encontraba el oráculo de Júpiter Amón. Dicho desierto era entonces el límite de lo que se consideraba Egipto (y ahora también está en la frontera entre Egipto y Libia). Sin ignorar en nada las antiguas costumbres de aquellos pueblos [dice Curcio], recorrió el desierto con gran padecimiento por la sequedad de aquella región, llena de extensos arenales heridos por los rayos del sol. Pero Alejandro inflamado del ardiente deseo de visitar el templo de Júpiter, a quien creía o quería que se creyese por padre suyo, continuó con todo su séquito y dilataban por ellas [las arenas del desierto] la vista hacia todas partes por si divisaban alguna tierra.
No veían ni árboles ni cultivos, no había agua y hasta la que contenían los odres de los camellos se había agotado. A todos era difícil respirar por la sequedad del aire, que soplaba solo de vez en cuando pero muy cálido. De pronto el cielo se nubló (lo que Alejandro y los suyos interpretaron como designio de los dioses) y cayó copiosa lluvia que casi todos se precipitaban a beber directamente según caía del cielo. Cuatro días llevó este viaje hasta donde se encontraba el templo, en un oasis cuyo verdor asombró a todos: en medio de un bosque, dice Curcio. Un sacerdote llamó a Alejandro su hijo; este le preguntó por la suerte de los asesinos de su padre, Filipo, a lo que el sacerdote contestó (sin duda para darle contento) que todos habían pagado cumplidamente su crimen. El episodio acabó declarándole el sacerdote a Alejandro inmortal.
Pocos episodios como este -creo yo- muestran la mentalidad mitológica y mágica de las clases superiores en el siglo IV antes de Cristo; bien sabido que el relato nos viene quizá transformado por la mentalidad práctica de un Romano, Quinto Curcio. También queda patente la pretensión sobrehumana de Alejandro, su ambición desmedida, su ignorancia en tantas cosas naturales, a pesar de haber sido educado por Aristóteles.
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