A lo largo de la historia el ser humano se las ha ingeniado para saber en que lugar está (orientarse) o en que momento del día o de la noche se encuentra. De día fue relativamente fácil, sobre todo en las antiguas civilizaciones que surgieron en zonas meridionales, como la egipcia y la mesopotámica. El disco solar sale casi todos los días del año; es fácil asignarle una hora al momento de su primer resplandor y otra al momento de su ocaso. El tiempo transcurrido puede dividirse en tantas partes como se desee.
Pero ¿y por la noche, cuando el sol no brilla? Los antiguos egipcios inventaron relojes de agua que luego se llamaron clepsidras: consisten en un recipiente en forma de cono invertido que está graduado de arriba a abajo, de forma que, lleno de agua, se la deja salir a un ritmo constante y determinado por su parte inferior, que se deposita en otro recipiente (que también puede estar graduado). Asi se sabe si se está a una hora temprana de la noche (si hay mucha agua en el cono invertido) o si está pronta la hora del amanecer (si hay poca agua en el cono).
Otras civilizaciones posteriores se valieron de estos relojes de agua, como en Atenas y en Roma, sobre todo, en este último caso, para medir el tiempo que debía durar una guardia en un campamento militar.
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