Pontevedra conservaba, en el siglo XIX, la muralla, pero ya sin los toerreones ni baluartes y tenía cuatro puertas principales que daban origen a los cuatro caminos reales a Santiago, Tui, Ourense y Marín, con siete postigos para la comunicación con el mar. La cárcel se encontraba al lado del puente del Burgo, donde también había muelles, pero la navegación y la pesca habían decaído mucho. Como villa que había gozado de un cierto esplendor contaba con abundantes plazas: Herrería, Feira Vella, Yerba, Leña (que hacen referencia a las actividades que se desarrollaron en ellas y que aún se practicaban), Teucro, Plancha, Pedreira, Consistorio y Campillo. Pontevedra fue, hasta bien entrado el siglo XIX, centro de una actividad de canteros que reclutaba la mayoría de sus artesanos en la Terra de Montes. (Arriba, plaza de la Leña).
En la plaza de la Herrería (que pasó por los nombres sucesivos de "la Constitución" y del "Mercado") había mercado todos los sabados y los días 1 y 15 de cada mes, pero se encontraba, a mediados de siglo, sin empedrar. La plaza de la Feira Vella o Pescadería servía de carnicería pública también y tenía tres de sus lados asoportalados. A mediados de siglo se conservaba aún la iglesia de San Bartolomé "o vello", por oposición a la iglesia de la Compañía que se había construído en el siglo XVII. En la plaza del Consistorio se encontraba la casa que había sido sede del Ayuntamiento, con la torre del reloj y el almacén de cereales. A la de la Plancha llegaban buques de carga y descarga que estaban en relación con los almacenes de sal, aunque había otros en el muelle de la Barca.
Del palacio arzobispal, a mediados de siglo, non quedaban sino ruinas (las torres), en las proximidades de la iglesia de Santa María. Había sido propiedad de la familia Churruchao (Fernán Pérez y Gonzalo Gómez de Gallinato hasta el reinado de Enrique II). En el campo de Santo Domingo (la actual Alameda), en 1840 había un cuartel y al otro lado otro cualtel que sirvió de maestranza de marina y fábrica de fusiles en la guerra de 1808, siendo cedido en 1834 al ejército.
En lo que luego sería Delegación de Hacienda se encontraban todas las oficinas de la provincia (una vez que Pontevedra fue designada como tal en la década de 1830), y allí mismo se instaló el primer destacamento de la Guardia Civil a mediados de siglo. Un Instituto de enseñanza media, muy en precario, tenía en 1845 unos cien estudiantes, y se mantenía con las matrículas y con los reales de una obra pía de la que era patrón el Ayuntamiento. Contaba la villa en las primeras décadas del siglo con un hospital de beneficencia (San Juan de Dios), fundado por el Ayuntamiento a finales del siglo XVI, atendiendo a enfermos, pobres y militares. (A la izquierda, casa de Ayuntamiento, obra de Alejandro Sesmeros).
Pero la villa se había extendido extramuros y en las afueras había tres grandes campos: el de San Roque, donde se tendian y secaban las redes marineras; el de San José, con una carballeira en la que tenía lugar feria de ganado los días 1 y 15 de cada mes; y el de Santo Domingo, ya convertido en alameda "delimitada por un canapé de cantería con varias calles de árboles" (Madoz). De la actividad comercial da muestras el movimiento en la aduana durante los años 1844 y 1845. En los negocios bullía la burguesía pontevedresa: fomentadores de pescado (salazones), fábricas de curtidos y una de botones, transporte marítimo, propietarios de bienes raíces, centros para salar productos cárnicos, comerciantes en general (sobre todo de paños), boticarios, plateros, sombrereros, abastecedores de viveres al ejército, contratistas de obras, arrendadores de arbitrios municipales, abastecedores de la cárcel, contrabandistas, prestamistas, molineros, almacenistas, abogados, banqueros...
También bullían los gremios y cofradías: prescindiendo de las advocaciones religiosas, había las de los mareantes (pescadores), toneleros, hortelanos, molineros, zapateros (cuyas ordenanzas se remontan a 1553), marineros "matriculados", alquiladores, mercaderes, herreros y cuchilleros, sastres, picapedreros, carpinteros y calafates, abogados y escribanos, cirujanos y sangradores y la de los sacerdotes (de la Trinidad).
Con no poco apasionamiento se trató el tema de la capitalidad provincial, no solo por parte de quien se vio inmerso en el debate (entre 1822 y 1840 aproximadamente), sino por quien luego historió y/o polemizó a lo largo del siglo XIX. En 1822 se realizó el primer intento para conformar la provincia, estableciéndose que la capital residiese en Vigo: fue una labor intensísima del marqués de Valladares, que daría sus frutos aunque afímeramente. En la década siguiente, cuando el gobierno liberal quiere volver sobre la constitución provincial, la pugna entre Vigo y Pontevedra se enciende de nuevo y no pocos esfuerzos se hicieron entre unos y otros partidarios, que aquí no repetiremos por haber sido historiados por Fernández Villamil. Lo cierto es que la decisión ahora recae a favor de Pontevedra, sobre todo por el esfuerzo de don Manuel Silvestre Armero, que perseguía para la ciudad una Compañía de Guardamarinas y una Audiencia. Una vez esto, se produjo el Decreto de 30 de noviembre de 1833 por el que se decidía la capitalidad de una de las cuatro provincias gallegas en Pontevedra.
Dos años más tarde, con la creación de las diputaciones provinciales, inicia su actividad la de Pontevedra. Fariña Jamardo y M. Pereira señalan que Vigo "no dio por finalizado el asunto ya que cuatro años después, en 1840, tras el asedio de Pontevedra por las tropas de Vigo y su rendición ante la bandera liberal de los constitucionalistas vigueses, Vigo se autodeclara en capitalidad". Eran las postrimerías de la primera guerra carlista, pero tal acción no tuvo el refrendo del Gobierno. Todavía estaban activas compañías de soldados que, como se ve, no combatieron solo al pretendiente Carlos. Las pugnas -dialécticas y armadas- no cesaron hasta 1843. (A la derecha, fachada occidental de la iglesia de Santa María, costeada por el gremio de mareantes en el siglo XVI).
La consecución de la capitalidad para Pontevedra fue una oportunidad perdida, pues convirtiéndose en ciudad, no mejoró sustancialmente su economía; no obstante la población creció a un ritmo mayor, posibilitó una ordenación urbana, atrajo burócratas, se instalaron imprentas y la vida cultural se animó. Los cafés y la vida social cobrarin impulso y el ferrocarril llegaría en las últimas décadas del siglo.
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