sábado, 7 de enero de 2012

Dos golfos huyendo


Mientras los agricultores cultivaban sus campos, los marinos conducían las naves, los comerciantes surtían a la población, los artesanos fabricaban vasijas, joyas y otros objetos, los mineros extraían el oro, en las almazaras se fabricaba el aceite y en los lagares el vino, dos golfos que habían llegado ya hacía tiempo a lo más alto del ejército romano, se dedicaban a guerrear sin saber hacer casi otra cosa (uno de ellos nos ha dejado un par de obras sobre cómo combatió a unos y otros pueblos, o contra su propio pueblo). 

Como es sabido, en el año 49 antes de Cristo, Julio César se atrevió a cruzar el río Rubicón con lo que violó los límites de su jurisdicción, llegando a Roma y ocupándola militarmente. Antes de que llegase a la ciudad, Pompeyo (llamado no sé por que "el Grande") huía con parte de los senadores a Grecia. Como éste último tenía seguidores en Hispania, allá se va César para vencerles en Ilerda (los campos de la actual Lleida). Entonces se dirigió en busca de su enemigo hasta que se enfrentó con él en Dyrrhachium, hoy en Albania, recibiendo merecida derrota ante tanta obstinación, porque nada fundamental salvo la ambición personal (de uno y otro) le guiaba. A cambio muertes por aquí y por allá, destrucción, dispendios, crueldades, robos y pillajes. Estos son los protagonistas que cierta historiografía se ha encargado de ensalzar cuando lo que todo historiador debe hacer es presentar los hechos como bien se entiendan y dejar los juicios para otros menesteres. (Abajo, ruinas de Dyrrhachium, en la actual Albania).

En Dyrrhachium huyó César; como había hecho antes Pompeyo, con todo su ejército y clientela. Pero más tarde tendría lugar otro enfrentamiento algo más al sur, en Farsalia, localidad del Épiro. El enfrentamiento duró quizá dos horas, por lo que no hubo realmente heroismo ni táctica; probablemente una total imprevisión de Pompeyo "el Grande", que volvió a huir, esta vez a Egipto (en Roma había dejado César las cosas favorables a su ambición). Allí encontraría la muerte el escurridizo Pompeyo, pero no por ello cesarían las pendencias del otro: luchó repetidamente contra los seguidores del difunto en Alejandría (Egipto), Zela (Anatolia) en el 47 a. de C., y Tapso (46 a. de C.) en el actual Túnez. De regreso a Roma se dejó nombrar dictador por diez años, pero solo estaría dos con vida, pues como es sabido, fue asesinado en el 44 antes de Cristo. Tanta huída y persecución para tan poca gloria. 

Ahora sí; los historiadores se han ocupado de enaltecer a estos personajes, de repetir sus batallas mil veces, de ocultar sus crueldades, a lo que han contribuido poetas y dramaturgos. La obra legislativa, los testimonios históricos, al menos, nos quedan como lección; y también las guerras, que dan una idea de que, aunque una civilización dé frutos muy brillantes, siempre tiene pendencieros que enturbian o sangran al resto. (Zela, al norte de Anatolia, en el extremo de la línea roja).


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