Desde el año 1789 en la Francia de la revolución,
pasando por la Declaración
aprobada por la O.N.U.
en 1948, sensible entonces por los desastres de la segunda guerra mundial, y
todavía vemos cómo los especuladores mandan al hambre a miles de personas en el
mundo mientras los gobiernos no muestran la energía que sería necesaria; vemos
cómo millones de personas carecen de los más elementales derechos: expresarse,
votar, porque una gran potencia como China parece ser que está salvando al
mundo con sus compras; y todos podemos ver a nuestro alrededor casos lacerantes
de injusticia, aberraciones sin número que será necesario no olvidar, retener,
denunciar hasta el hartazgo, y más allá del hartazgo.
La catástrofe más atroz de la humanidad no ha
tenido lugar hace miles de años, ni hace siglos; ha tenido lugar a mediados del
siglo XX, de forma que muchas personas que viven fueron contemporáneas de ella.
Hay todavía quien pasó penalidades, ultrajes, frío, hambre, dolor en los campos
de concentración, en las cárceles, en los páramos helados, en los desiertos
ardientes. Todavía se puede ver hoy –para recordar- la entrada de las tropas
búlgaras en Karala (Grecia) al son de una música militar, para someter a la
población; la entrada del regente Horthy, gobernante de Hungría, en la Transilvania que la
diplomacia había entregado a Rumanía. Es recibido con los vítores de la
población húngara allí existente. Un ejército húngaro le acompaña, mientras el
clero bendice la ocasión. Podemos ver todavía –para recordar- al rumano Antonescu
en Berlín, rindiéndose a Hitler en 1940, firmando el Pacto Tripartito tras
bajar de un tren muy parecido al que condujo al general Franco a Hendaya… para
ser recibido por el mismo Hitler, quizá el mayor criminal que jamás haya
conocido la historia. Fasto y protocolo, mientras Ribentrop, en la cima de su
fama, asiste gozoso. Podemos ver en películas que se conservan –como los
anteriores episodios- al rey búlgaro Borís III visitando a Hitler en 1941. El
nazi le espera hasta que Borís llega y se quita el sombrero -repetida y
servilmente- una y mil veces. Podemos ver –para recordar- a Hitler sonriente en
Verdún, mofándose del monumento que rinde culto a los cientos de miles de
franceses que dieron su vida en la batalla durante la primera guerra mundial. Y
podríamos seguir citando casos parecidos.
Para no repetir el horror de aquella guerra,
que superó lo imaginable, es necesario combatir a los Gregor Strasser, nazi
asesinado en Berlín en 1934 durante la noche de los cuchillos largos; es
necesario combatir a los Albert Krets, jefe nazi de Hamburgo; combatir a los
Josef Tiso, sacerdote católico que presidió la fascista Eslovaquia con el
beneplácito de la Alemania
nazi entre 1939 y 1945. Es necesario combatir a los émulos de la Cruz Flechada, de la Falange española, del
estalinismo, del maoísmo, de los jmeres rojos… organizaciones responsables de
tanto sufrimiento, que no debemos olvidar. No deben volver los Hora Sima,
fascista húngaro que, después de sus crímenes, refugiado en la España de Franco, llega a morir
en 1993; no deben volver los Nicolae Iorga, antisemita rumano, por muy literato
e historiador que fuese; ni los Octavian Goga, poeta y académico rumano, primer
ministro entre 1937 y 1938, antisemita y xenófobo; ni los Adolf Eichmann,
miembro de las SS y responsable de la “solución final”, capturado ilegalmente
por el Mossad judío en Argentina, llevado a Israel (ilegalmente) juzgado y
ejecutado en 1962. No deben volver los Ioannis Metaxas, dictador fascista
griego entre 1936 y 1941; ni los Josip Broz (Tito), responsable de la opresión
de millones de yugoslavos y de la masacre de Bleiburg, en la frontera
austro-eslovena, donde 50.000 personas perecieron inmisericordemente en 1945.
Tampoco debemos olvidar a los Palteleki. Uno de
éste nombre tomó medidas contra los judíos siendo primer ministro húngaro al
comienzo de la segunda guerra mundial. No debemos olvidar al criminal Ferenc
Szálasi, jefe de la Cruz
Flechada húngara y del gobierno al final de la guerra, cuando
más padecieron los judíos de aquel país. Debemos recordar la batalla del Bzura,
río polaco cerca de Kutno, donde perecieron europeos de varias nacionalidades;
y no debemos olvidar a la ciudad de Lwow, ahora ucraniana, donde sus habitantes
sufrieron como pocos los rigores de la guerra; y debemos recordar a las
víctimas de Lodz, en el centro de Polonia, o de Lublin, en el Este, que por ser
las más industrializadas, junto con la región de Silesia, fueron especial presa
para los nazis alemanes.
Todavía podemos ver en películas que se
conservan la cárcel de Jilava, en Rumanía, muy cerca de Bucarest: los gruesos y
sucios muros, la sordidez, el ambiente criminal todavía se respira. Debemos
recordar a las poblaciones de Bucovina, territorio en disputa tanto tiempo
entre Rumania y Ucrania; y recordar también los progroms contra la población judía en Alemania, en la Polonia ocupada, en Hungría, en la URSS y en otros países
europeos, como si la historia de una Edad Media lejana no nos hubiese enseñado
nada. Debemos recordar a las víctimas de la batalla de Targul Frumos, en
Rumanía, especialmente cruel, y a la más mortífera de la historia –que se sepa-
la de Volvogrado (antes Stalingrado) donde según unos y otros perecieron cientos de miles de seres humanos… en una sola batalla de la segunda guerra
mundial.
Debemos recordar el campo de concentración para
judíos creado en Bogdanovka, en la región ocupada por un ejército rumano al
lado del río Bug; y Jasenovi, el principal campo de exterminio de Croacia
establecido por la organización terrorista y fascista Ustashá (que no obstante
se hizo cargo del país durante parte de la guerra). Debemos recordar a los
miles de judíos y gitanos deportados en masa (450.000 exterminados en campos)
la mayoría en Auschwitz, a 43
km. al oeste de Cracovia. Recordemos a los habitantes de
Kosice, hoy ciudad eslovena en el valle del río Hornád, que fueron bombardeados
por los soviéticos en 1941. O a los soldados húngaros del Grupo Carpatiano que
perecieron en la guerra. No olvidemos a los 18.000 judíos pasados a los
alemanes por el gobierno húngaro de Horthy para que fueran llevados cerca de
Kamenets-Podolski, donde se produjo uno de los primeros asesinatos en masa de
judíos durante la segunda guerra mundial.
Y los bombardeos aliados sobre Dresde, causando
en sólo dos días 200.000 muertes; ni los bombardeos alemanes sobre el sur de
Inglaterra, particularmente sobre la población civil londinense; no olvidemos
los padecimientos de los chinos a manos del ejército japonés, de los birmanos,
de los indochinos a manos de la camarilla de asesinos que gobernaron el mundo
en la peor época de la historia de la humanidad. No olvidemos los padecimientos
de la población japonesa que sufrió el exterminio de sus familiares a millares
por el lanzamiento de dos bombas atómicas; ni debemos olvidar las purgas que
siguieron al finalizar la guerra, sin garantías jurídicas, sin juicios, sin
testigos, con la barbarie más feroz campando por la Europa comunista. No
olvidemos a los pueblos colonizados que se vieron forzados, sin saber a donde
iban, a colaborar en una lucha larga y que hoy siguen siendo los peor tratados.
¿Me olvido de otros episodios? Me olvido aunque
no quiero, aunque no puedo extenderme más, porque los casos que aquí se citan
son ya elocuentes de por sí… claro que cabría hablar de Varsovia, de Stalingrado,
de Singapur, del Alamein, del Pacífico, de Vichy, de los finlandeses sometidos
por los rusos, de los noruegos y daneses ocupados por los alemanes, de los
belgas y holandeses, víctimas de su geografía y de la brutalidad humana; y
podríamos citar los campos de concentración en España durante la postguerra.
Pero si aquí se pide que recordemos, no es para
otra cosa sino para que evitemos el más mínimo desliz en orden a aquellas ideas
que nos llevaron a la catástrofe, y sobre todo que tengamos presente que, con
guerra o sin ella (no faltan las guerras en el mundo de hoy) los derechos
humanos les son negados a millones de personas todavía.