sábado, 10 de mayo de 2014

Recordar




Desde el año 1789 en la Francia de la revolución, pasando por la Declaración aprobada por la O.N.U. en 1948, sensible entonces por los desastres de la segunda guerra mundial, y todavía vemos cómo los especuladores mandan al hambre a miles de personas en el mundo mientras los gobiernos no muestran la energía que sería necesaria; vemos cómo millones de personas carecen de los más elementales derechos: expresarse, votar, porque una gran potencia como China parece ser que está salvando al mundo con sus compras; y todos podemos ver a nuestro alrededor casos lacerantes de injusticia, aberraciones sin número que será necesario no olvidar, retener, denunciar hasta el hartazgo, y más allá del hartazgo.

La catástrofe más atroz de la humanidad no ha tenido lugar hace miles de años, ni hace siglos; ha tenido lugar a mediados del siglo XX, de forma que muchas personas que viven fueron contemporáneas de ella. Hay todavía quien pasó penalidades, ultrajes, frío, hambre, dolor en los campos de concentración, en las cárceles, en los páramos helados, en los desiertos ardientes. Todavía se puede ver hoy –para recordar- la entrada de las tropas búlgaras en Karala (Grecia) al son de una música militar, para someter a la población; la entrada del regente Horthy, gobernante de Hungría, en la Transilvania que la diplomacia había entregado a Rumanía. Es recibido con los vítores de la población húngara allí existente. Un ejército húngaro le acompaña, mientras el clero bendice la ocasión. Podemos ver todavía –para recordar- al rumano Antonescu en Berlín, rindiéndose a Hitler en 1940, firmando el Pacto Tripartito tras bajar de un tren muy parecido al que condujo al general Franco a Hendaya… para ser recibido por el mismo Hitler, quizá el mayor criminal que jamás haya conocido la historia. Fasto y protocolo, mientras Ribentrop, en la cima de su fama, asiste gozoso. Podemos ver en películas que se conservan –como los anteriores episodios- al rey búlgaro Borís III visitando a Hitler en 1941. El nazi le espera hasta que Borís llega y se quita el sombrero -repetida y servilmente- una y mil veces. Podemos ver –para recordar- a Hitler sonriente en Verdún, mofándose del monumento que rinde culto a los cientos de miles de franceses que dieron su vida en la batalla durante la primera guerra mundial. Y podríamos seguir citando casos parecidos.

Para no repetir el horror de aquella guerra, que superó lo imaginable, es necesario combatir a los Gregor Strasser, nazi asesinado en Berlín en 1934 durante la noche de los cuchillos largos; es necesario combatir a los Albert Krets, jefe nazi de Hamburgo; combatir a los Josef Tiso, sacerdote católico que presidió la fascista Eslovaquia con el beneplácito de la Alemania nazi entre 1939 y 1945. Es necesario combatir a los émulos de la Cruz Flechada, de la Falange española, del estalinismo, del maoísmo, de los jmeres rojos… organizaciones responsables de tanto sufrimiento, que no debemos olvidar. No deben volver los Hora Sima, fascista húngaro que, después de sus crímenes, refugiado en la España de Franco, llega a morir en 1993; no deben volver los Nicolae Iorga, antisemita rumano, por muy literato e historiador que fuese; ni los Octavian Goga, poeta y académico rumano, primer ministro entre 1937 y 1938, antisemita y xenófobo; ni los Adolf Eichmann, miembro de las SS y responsable de la “solución final”, capturado ilegalmente por el Mossad judío en Argentina, llevado a Israel (ilegalmente) juzgado y ejecutado en 1962. No deben volver los Ioannis Metaxas, dictador fascista griego entre 1936 y 1941; ni los Josip Broz (Tito), responsable de la opresión de millones de yugoslavos y de la masacre de Bleiburg, en la frontera austro-eslovena, donde 50.000 personas perecieron inmisericordemente en 1945.

Tampoco debemos olvidar a los Palteleki. Uno de éste nombre tomó medidas contra los judíos siendo primer ministro húngaro al comienzo de la segunda guerra mundial. No debemos olvidar al criminal Ferenc Szálasi, jefe de la Cruz Flechada húngara y del gobierno al final de la guerra, cuando más padecieron los judíos de aquel país. Debemos recordar la batalla del Bzura, río polaco cerca de Kutno, donde perecieron europeos de varias nacionalidades; y no debemos olvidar a la ciudad de Lwow, ahora ucraniana, donde sus habitantes sufrieron como pocos los rigores de la guerra; y debemos recordar a las víctimas de Lodz, en el centro de Polonia, o de Lublin, en el Este, que por ser las más industrializadas, junto con la región de Silesia, fueron especial presa para los nazis alemanes.

Todavía podemos ver en películas que se conservan la cárcel de Jilava, en Rumanía, muy cerca de Bucarest: los gruesos y sucios muros, la sordidez, el ambiente criminal todavía se respira. Debemos recordar a las poblaciones de Bucovina, territorio en disputa tanto tiempo entre Rumania y Ucrania; y recordar también los progroms contra la población judía en Alemania,  en la Polonia ocupada, en Hungría, en la URSS y en otros países europeos, como si la historia de una Edad Media lejana no nos hubiese enseñado nada. Debemos recordar a las víctimas de la batalla de Targul Frumos, en Rumanía, especialmente cruel, y a la más mortífera de la historia –que se sepa- la de Volvogrado (antes Stalingrado) donde según unos y otros perecieron cientos de miles de seres humanos… en una sola batalla de la segunda guerra mundial.

Debemos recordar el campo de concentración para judíos creado en Bogdanovka, en la región ocupada por un ejército rumano al lado del río Bug; y Jasenovi, el principal campo de exterminio de Croacia establecido por la organización terrorista y fascista Ustashá (que no obstante se hizo cargo del país durante parte de la guerra). Debemos recordar a los miles de judíos y gitanos deportados en masa (450.000 exterminados en campos) la mayoría en Auschwitz, a 43 km. al oeste de Cracovia. Recordemos a los habitantes de Kosice, hoy ciudad eslovena en el valle del río Hornád, que fueron bombardeados por los soviéticos en 1941. O a los soldados húngaros del Grupo Carpatiano que perecieron en la guerra. No olvidemos a los 18.000 judíos pasados a los alemanes por el gobierno húngaro de Horthy para que fueran llevados cerca de Kamenets-Podolski, donde se produjo uno de los primeros asesinatos en masa de judíos durante la segunda guerra mundial.

Y los bombardeos aliados sobre Dresde, causando en sólo dos días 200.000 muertes; ni los bombardeos alemanes sobre el sur de Inglaterra, particularmente sobre la población civil londinense; no olvidemos los padecimientos de los chinos a manos del ejército japonés, de los birmanos, de los indochinos a manos de la camarilla de asesinos que gobernaron el mundo en la peor época de la historia de la humanidad. No olvidemos los padecimientos de la población japonesa que sufrió el exterminio de sus familiares a millares por el lanzamiento de dos bombas atómicas; ni debemos olvidar las purgas que siguieron al finalizar la guerra, sin garantías jurídicas, sin juicios, sin testigos, con la barbarie más feroz campando por la Europa comunista. No olvidemos a los pueblos colonizados que se vieron forzados, sin saber a donde iban, a colaborar en una lucha larga y que hoy siguen siendo los peor tratados.

¿Me olvido de otros episodios? Me olvido aunque no quiero, aunque no puedo extenderme más, porque los casos que aquí se citan son ya elocuentes de por sí… claro que cabría hablar de Varsovia, de Stalingrado, de Singapur, del Alamein, del Pacífico, de Vichy, de los finlandeses sometidos por los rusos, de los noruegos y daneses ocupados por los alemanes, de los belgas y holandeses, víctimas de su geografía y de la brutalidad humana; y podríamos citar los campos de concentración en España durante la postguerra.

Pero si aquí se pide que recordemos, no es para otra cosa sino para que evitemos el más mínimo desliz en orden a aquellas ideas que nos llevaron a la catástrofe, y sobre todo que tengamos presente que, con guerra o sin ella (no faltan las guerras en el mundo de hoy) los derechos humanos les son negados a millones de personas todavía.

martes, 6 de mayo de 2014

La joven de Galicia

"La joven de Galicia", Murillo
La Sevilla de 1617, cuando nace Bartolomé Esteban Murillo, era ya una ciudad con un comercio muy activo, que se había ido desplazando desde la baja edad media hacia el sur, a partir de la meseta norte. La colonia genovesa, la portuguesa y otras bullían en aquella ciudad andaluza que había comenzado su importancia en época almohade. 

Aunque a Murillo se le identifica por su obra religiosa, con vírgenes y atmósferas celestiales, también pintó niños pobres y retratos de personajes nobles. Es un pintor barroco en toda regla, que bajó a la realidad de la vida cotidiana como hiceron otros, como hizo la novela picaresca, en la época en su máximo esplendor. El contrarreformismo hispano le obligó también -si no lo hizo por propio convencimineto- a la pintura religiosa. 

La obra de arriba representa a una joven sonriente de su época, con las tonalidades doradas que tanto gustaban a Murillo, menos dramático que otros pintores barrocos. El autor echa mano de la luz y de los contrastes: sobre un fondo obscuro resplandece el rostro de la joven, iluminada desde nuestra izquierda. Se trata de un cuadro pintado a mediados del siglo XVII, cuando el autor tenía unos ventiocho o treinta años (óleo de 63 por 43 cm. que se encuentra en el Museo del Prado, Madrid). No es una obra primeriza, por lo tanto, pero sí de su juventud.

De familia numerosa y hoy diríamos de clase media, pues su padre era barbero (en la época, como sabemos por "El Quijote" entre otras fuentes", los barberos practicaban ciertas cirujías) su temprana horfandad le dejó en manos de una hermana bastante mayor que él. Empezó a pintar con Juan del Castillo, según Palomino. Del primero seguramente tomó el gusto por los temas religiosos donde el personaje principal es la virgen María, además de las tonalidades dulzonas, renunciando al dramatismo tenebrista de Velázquez o de Caravaggio, por ejemplo. Palomino fue también pintor, sobre todo fresquista, más joven que Murillo, y al cual debemos informaciones sobre el pintor sevillano. 

Sabemos fijo que estuvo en Madrid aunque la mayor parte de su obra corresponde a su taller sevillano, donde moriría. No es seguro, sin embargo, que como era común entre muchos pintores, estuviese en Italia, donde la pintura renancentista y barroca llevaba mucho tiempo como referencia de todo el arte europeo.

El rostro de "La joven de Galicia" se parece mucho, en su tratamiento, a otras obras de Murillo: véase el "Niño con un perro", una década posterior (óleo de 70 por 60 cm.) que se conserva en el Museo del Hermitage de San Petersburgo. También se puede comparar la obra aquí comentada con el rostro del niño que aparece en "Vieja con niño", sobre 1650 (146 por 106 cm.) que se encuentra en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia. Tratamiento distinto da, sin embargo, al rostro de la joven que pinta en su obra "Joven y su dueña", pintada en 1670 (óleo de 106 por 127 cm.) que se encuentra en la National Gallery of Art de Washington.

El papa Conti

Palacio de los papas en Anagni
Lotario Conti pertenecía a una familia noble, lo que sin duda le ayudó a ser papa cuando el siglo XII acababa. Aunque era italiano estudió en París y luego en Italia. Al comenzar su pontificado concedió indulgencias a todos los que e casasen con prostitutas y las apartasen de su género de vida, según H. Jedin.

La decadencia moral del clero no era mayor que la que existía en toda la sociedad, donde la avaricia era practicada por unos y por otros. El celibato era poco observado entre grandes sectores del clero alto y bajo y, para España, ha comprobado H. Winterer que solo a partir del IV concilio de Letrán (1215) se inició una viva reacción contra la conducta inmoral de los clérigos.


En el siglo XII se centralizó mucho la administración y la jurisprudencia en la curia, sobre todo a partir de Inocencio III, el papa Conti, que reordenó varios obispados, entre otros los de Compostela y Braga, mientras que el combate contra los cátaros pretendió hacerlo con sus mismas armas: predicación y vida sencilla.


En España el movimiento valdense, que había comenzado en Carcassonne, sur de Francia, está representado por Durando de Huesca, un clérigo que dejó escritos, según Grau Torras, como mínimo tres tratados contra lo que la Iglesia consideraba herejía en la época, concretamente contra el catarismo. Pero antes había sido valdense, un movimiento religioso caracterizado por la predicación, el estudio de la Biblia y la pobreza, denunciador, por lo tanto, de las desviaciones que habían hecho mella en la Iglesia católica, sobre todo en su jerarquía.


Quizá fue una muestra de la política llevada a cabo por Inocencio III, cuya política de acercamiento a los herejes convenció a algunos de estos para volver al catolicismo.


Al igual que en los primeros siglos del cristianismo, los de la plena Edad Media fueron agitadísimos en materia religiosa, pues no en vano el papado había comenzado un desprestigio que lo hundiría hasta la gran reforma religiosa del siglo XVI. Quizá el papa Inocencio III fue una excepción.

jueves, 1 de mayo de 2014

El joven Doménikos



Candía se encuentra en la costa norte de Creta, en el centro, mirando hacia el Egeo. Al sur de la ciudad están las ruinas del palacio de Cnosos, que hoy se conservan muy bien. Los venecianos comerciaban con esta posesión suya, que pasó luego a poder del imperio otomano y allí nació El Greco, de cuya muerte se cumplen ahora cuatrocientos años (1614).

El Greco no se hizo a sí mismo, aunque pronto daría comienzo a un estilo particularísimo, como no vemos en ningún otro pintor de todos los tiempos. Pintó iconos mientras aprendía, algo muy común en una isla de cultura bizantina (griega). A esta etapa corresponde la pintura de arriba, deteriorada, donde el autor representa al evangelista Lucas pintando a la virgen y al niño. Se trata de una obra el temple sobre tabla.

El gusto por los colores dorados se prolongó durante muchos siglos en la pintura bizantina, hasta el punto de que los pintores italianos del primer renacimiento siguen usándolos en los siglos XIII y XIV. Las vírgenes siempre obedecen al mismo patrón, con sus velos sobre la cabeza y el niño aparentando más edad que la que se le supone. La perspectiva está ausente, dando lugar a forzados ángulos (aquí en el caso de Lucas) que recuerda en los pliegues del ropaje al ya lejano románico. 

En Candía vivió El Greco los primeros ventiseis años de su vida, y algo posteriores son dos pinturas en las que representa el mismo tema: el monte Sinaí. Una vez en Venecia primero y en Roma después, ya se dio El Greco a las visiones fantásticas, sin tener que llegar al final de su vida, cuando representó varios paisajes de Toledo. Me refiero a sus dos obras de título "El monte Sinaí", una de 1568 y otra de 1570-72. La primera al temple (37 por 24 cm., que se encuentra en la Gallería Estense de Módena) y la segunda al óleo y temple (41 por 47 cm. que se encuentra en el Museo de la Historia de Creta, Iraklion, que es el otro nombre de Candía).