jueves, 8 de junio de 2023

Europeos de toda condición

 

                                                "Paisaje pastoril", Giuseppe Zais (s. XVIII)

La inmensa mayoría de los habitantes de Europa durante los siglos XVII y XVIII pertenecían a grupos sociales con grandes necesidades, pero disponían de recursos para dar remedio a las mismas, como eran la caza, la pesca, el bosque donde se obtenía leña, etc. Todo ello si no había que contar con el permiso de un señor que prohibía o cobraba por dichos aprovechamientos. Se llegó a casos de conflictividad más o menos enconada que no por ello cambiaron un ápice las relaciones entre unos grupos y otros.

Una gran parte de la población europea vivía diseminadamente, pues las ciudades –aún habiendo crecido mucho desde la Baja Edad Media- no absorbían más que a una proción reducida de habitantes, y además de forma desigual, pues no eran lo mismo las ciudades italianas o de las costas mediterráneas, algunas francesas y flamencas, inglesas y alemanas, que las de otros territorios. Venecia, Roma, Florencia, Nápoles y otras ciudades italianas absorbieron no poca población para el comercio, el arte o la navegación, e igualmente podemos decir de Valencia y Barcelona, Sevilla, Rótterdam, La Haya y Amberes, Nuremberg y otras ciudades alelamans, además de las capitales de los estados: Londres, París, Madrid, etc.

Naardem, a mediados del siglo XVII, era una población pequeña, e igualmente Bilbao, Arnhem y otras (la primera y la tercera en el oeste y este de la actual Holanda, respectivamente). Se podrían poner muchos ejemplos de poblaciones medianas o pequeñas en el conjunto de Europa. Los habitantes de estas poblaciones –al igual que muchos aldeanos- disponían de pequeños huertos, y los que vivían en zonas rurales, de graneros, cuadras y parcelas para ser cultivadas; esto último si no se trataba de aparceros o arrendatarios de las tierras de otros.

Esta multitudinaria población rural y de las pequeñas ciudades, tenía en la práctica religiosa y en la diversión con ocasión de las fiestas, los principales factores de la sociabilidad, mientras que los niños asistían a la escuela –cuando lo hacían- hasta una edad todavía temprana, para pasar luego a desempeñar un oficio o a trabajar con la familia a la que pertenecían. Bartolomé Molaener nos ha dejado un vívido testimonio de una escuela a mediados del siglo XVII, donde no parecía haber orden ni método predeterminado.

En algunas casas de campo la convivencia con los animales no alarmaba a nadie, aunque esto ha permanecido en las zonas rurales más apartadas de Europa hasta el siglo XX. Los problemas de salubridad eran entonces evidentes, máxime si tenemos en cuenta que la higiene era limitada a las posibilidades de agua: un pozo o un río cercano. A ello se añaden los problemas derivados del consumo de bebidas alcohólicas, sobre todo entre los varones, pero tenemos testimonios sobrados de que en las tabernas de la época también había mujeres de condición humilde que participaban de esa costumbre. Se sumaba a todo ello las enfermedades infecciosas, y tanto los documentos conservados como las pinturas de la época nos suministran datos sobre mortalidad alta aun contando con numerosa prole la mayoría de las familias.

Tanto en la aldea como en la pequeña ciudad tenían sus oficios los barberos (que suplían la falta de cirujanos y dentistas), las cocineras, los zapateros, herreros, toneleros, panaderos, mineros, etc., pero también había en algunos centros talleres de hilados, forjas y otras pequeñas fábricas. Inglaterra, anticipada a la revolución industrial, no tendrá grandes fábicas hasta el siglo XIX. Por el contrario estaban los mendigos, las viudas sin recursos, los inválidos y los que buscaban empleo provenientes de otros lugares, encontrando algunos de ellos remedio enrolándose en las levas para la guerra, mal endémico de todos los tiempos, pero debemos tener en cuenta que se estaban construyendo en Europa los estados-nación, con las consecuencias de ello en cuanto a rivalidades, diplomacia y conflicto generalizado. Pero era en el clero –sobre todo- donde los más pobres encontraban la caridad de la limosna o el alimento.

Muchos de los que formaban la mayoría de la sociedad fabricaban para sí mismos los cestos, ajuares, tinajas, aperos de labranza y otros objetos necesarios para la vida diaria, así como el vestido, si bien las ciudades estaban bien surtidas de plazas para el mercado de todo tipo de artículos: comestibles, cera, sebo, material de construcción, herramientas, vestidos, etc. Delft, por ejemplo, contaba con su mercado periódico, y para garantizar la llegada de mercancías contaba con puertas bien vigiladas. No era el único caso. Entre ciudadanos y aldeanos estaba el clero de toda condición, desde el cura o pastor rural hasta el más encumbrado obispo al frente de sus estados. La sociedad de la época supo distinguir bien lo que era la relgión y lo que era el rito, el dogma, el control.

Los grupos medianos de la sociedad europea vivían en sus modestas casas, casi siempre con algún patio donde llevar a cabo algunas actividades domésticas, como almacenar carbón, leña o lavar la ropa. Estos europeos tenían la intimidad de la que carecían otros, lo que nos ha quedado como testimonio en algunas pinturas de la época. Algo más elevados en rango estaban los prestamistas, que no faltaron en ninguna ciudad, y el oficio no fue desempeñado exclusivamente por judíos, pero esta era otra diversidad en aquella sociedad, donde cristianos de diversas iglesias convivían después de la gran reforma religiosa del siglo XVI. El canto y la música fueron comunes en la Europa de aquellos siglos, sobre todo a partir de la práctica religiosa, pero no solo, de forma que era común ver en las aldeas a alguien que tocaba el violín para animal una fiesta y su baile, al tiempo que la comunidad se daba a juego (sobre todo de naipes).

Entre los europeos que habían abrazado algunas de las iglesias protestantes, fue común la lectura de la Biblia, lo que era motivo para la enseñanza en el seno de la familia, pero también en la iglesia del pueblo o de la aldea. Más elevados en la escala social estaban los miembros de ciertas corporaciones, como los que regían un hospital u hospicio, los pañeros, los cirujanos y médicos, los profesionales del derecho, los jueces, algunos funcionarios municipales y estatales, encontrándose en la cumbre de la pirámide social los caballeros y sus damas, demostrando externamente su estatus en la vestimenta de ricos brocados, sedas y joyas.

Entre estos grupos había una gran diferencia en cuanto a alimentación: sopas, gachas, verduras, patatas, pescado de río o de mar para los más modestos; ricas carnes, caza, selectos preparados con frutas, especias y productos importados para los grupos más pudientes. En medio de todos ellos estaban los hidalgos, nobles solo de nombre que habitualmente pasaban necesidades elementales, de lo que nos ha dejado un documento precioso el pintor Jacob Duck a mediados del siglo XVII: al que se le han confiscado todos sus bienes muebles y, en su casa vacía, viste como un caballero para salvar las apariencias. Son los siglos de los alquimistas y de los grandes avances científicos, sobre los que la mayor parte de la sociedad permaneció ignorante. Disponemos de muchos documentos que hablan del interés por encontrar aquella sustancia que fuese panacea para todos los remedios (alquimia), pero también de cómo unas mnorías inquietas se esmeraban en el estudio de la geometría, de la astromonia, la geografía o la medicina.

Iluminaciones de códices

 


Las ilustraciones de los códices van más allá de la Edad Media para internarse en el Renacimiento, sobre todo en Italia. La variedad en cuanto a calidad y temas es grande, desde escenas religiosas a las de la vida cotidiana o el trabajo; aparecen nobles, santos, campesinos, etc. No siempre hay color, pero sí en la mayoría de los casos; unas veces las iluminaciones acompañan a la letra inicial del texto y en otras ocupan toda una página del códice. La riqueza artística, histórica y estética de estas iluminaciones quizá no se ha valorado suficientemente.

En el siglo VII, un miniaturista bizantino activo en el norte de África nos ha dejado una escena en la que Moisés recibe la ley; se trata de un manuscrito que se conserva en la Biblioteca Nacional de París. Mucho más tarde, en torno a 1200, un miniaturista alemán nos ha dejado la escena de cuatro guerreros luchando, manando sangre del pecho y la cabeza de dos de ellos. La escena es muy movida y los personajes van armados con espadas y escudos, sirviendo de marco un rectángulo de color malva inscrito en un marco de color verde. Se encuentra en un manuscrito donde se habla de la vida monástica femenina (Speculum Virginum) que se conserva en el Museo Kestner de Hannover.

Los hermanos de Limburgo (así denominados), iluminaron “Las tres ricas horas del Duque de Berry”, obra muy conocida, a principios del siglo XV, la cual se encuentra en el Museo Condé de Chantilly. El duque era amante del arte, y se hizo representar frente a una chimenea donde hay un intenso fuego. La mesa está espléndidamente provista, mostrando la abundancia de una fiesta medieval de la nobleza. En el plato grande hay un cisne, uno de los emblemas del duque; pequeñas hogazas de pan redondas y planas etán esparcidas por todas partes, mientras uno de los perros deambula a su antojo sobre la mesa. No falta un representante de la Iglesia, un tallador, los sirvientes y los trajes para la ocasión.


Llegado el siglo XV, los códices se iluminaron con una delicadeza y virtuosismo exquisitos, como en esta alusión a la ”Divina Comedia” de Dante (1440) que se encuentra en el manuscrito Yates Thompson (36,5 por 26,3 cm.), guardado en la Biblioteca Británica de Londres. Fue realizado en Siena para Alfonso V, rey de Nápoles, atribuéndose la inicial a Vecchietta, mientras que otras miniaturas del códice se atribuyen a Giovanni di Pablo. Esta imagen muestra el viaje de Virgilio y Dante hacia el Purgatorio.

A caballo entre los siglos XIV y XV vivió Bartolomeo di Fruosino, en Florencia. En una de sus miniaturas representa el Infierno de la Divina Comedia (1430-1435), en un manuscrito que se encuentra en la Biblioteca Nacional de París. En círculos concéntricos se amontonan los cuerpos de los condenados en posturas diversas, desnudos y dando una visión apocalíptica. Fruosino quizá tuvo en cuenta los frescos de Leonardo di Cione en Santa María Novella, donde el colorido y el abigarramiento de los personajes son norma.

En el Libro de Horación de Dresde encontramos iluminaciones de un Maestro conocido en Brujas entre 1465 y 1515. La iluminación que comentamos aquí se refiere a los “hechos memorables de los romanos”, una compilación de historias sobre antiguas costumbres y héroes escrita en el siglo I por Valerio Máximo, que dedicó su obra al emperador Tiberio. La miniatura muestra a Valerio instruyendo a Tiberio sobre el valor de la templanza: en un comedor, las clases altas aparecen al fondo y se comportan decorosamente, mientras que en primer plano están los personajes vulgares haciendo payasadas. El códice se encuentra en el Museo J. Paul Getty de Los Ángeles.

Luchino Belbello da Pavia, activo en Lombardía en las décadas centrales del siglo XV, iluminó el Libro de Horas de Visconti, un manuscrito que se empezó sobre 1390 y se completó en torno a 1430. Gian Galeazzo Visconti, señor primero y luego duque de Mián desde 1395, encargó este códice que ahora se encuentra en la Biblioteca Nacional Central de Florencia. El que lo empezó a iluminar fue Giovannino de Grassi, que además fue escultor y arquitecto, trabajando en la catedral de Milán. En la miniatura que nos interesa está la creación de Eva mientras Adán duerme ante un fondo dorado; como la pintura adorna la letra C, Dios, Eva y Adán están dispuestos siguiendo su trazo, con estilizadas hojas doradas y zarcillos de vid. En la parte inferior se representan arbustos y animales que remiten a los días anteriores a la Creación.

También el pintor Attavante iluminó varios códices, en uno de los cuales aparece Joannes Corvinus, hijo del rey Matthias Corvinus, entrando en Viena (entre 1487 y 1490). Con un paisaje al fondo, Joannes va sobre un carro a cuyos lados sendas filas de cortesanos; delante, dos caballeros y dos prisioneros. Se trata del Codex Heroica que se encuentra en la Biblioteca Nacional Széchényi de Butapest.

En el siglo XV, Fra Angelico iluminó un misal en torno a 1430, utilizando la técnica del temple y oro sobre pergamino (47,5 por 35 cm. el tamaño de la página): en una de las miniaturas se nos muestra el asesinato de San Pedro Mártir. Fra Angélico se habría formado como iluminador con Lorenzo Monaco en Santa María degli Angeli (Asís, Perugia), también pintor y miniaturista que vivió y trabajó en Florencia entre el siglo XIV y el XV. El misal se encuentra en el Museo di San Marco de Florencia.

Giovanni Pietro Birago, activo en Milán entre 1471 y 1513, iluminó el Libro de Gramática Latina de Maximiliano Sforza a finales del siglo XV, el cual se encuentra en la Biblioteca Trivulziana de Milán. En realidad se trata de la Gramática del retórico romano del siglo IV Aelius Donatus, que además de gramática, contiene textos morales. Las ilustraciones corresponden a varios autores, entre ellos Ambrogio de Predis y Giovanni Pietro Birago. La imagen que hemos elegido muestra al joven Maximiliano siendo instruido por su maestro; aquel está atento a la lección, mientras los demás se distraen o se quedan dormidos (ver arriba).

Jean Bourdichon iluminó Los Cuatro Estados de la Sociedad, en el caso elegido, el artesanal, a principios del siglo XVI. Se trata de un manuscrito que se encuentra en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París. Quizá la obra tuvo una intención moralizante, porque el autor representa a unos hiladores entregados a su trabajo, a los miembros de una familia agrupada, a un enfermo siendo asistido y a dos ermitaños. Bourdichón también iluminó el Misal del Jacques de Beaune, barón de Semblançay (en la región del Loira), que ejerció como funcionario de Francisco I; y también el Libro de Horas de Enrique VII Tudor.

Simón Bening iluminó el Rosario Beatty en torno a 1530, un manuscrito que se encuentra en la Biblioteca Chester Beatty de Dublín. Se trata de un Libro de Horas con los acontecimientos de la vida de Jesús. El término “Rosario” se usó para describir una secuencia de oraciones una vez que surgieron las cofrafías del Rosario en torno a 1470. Del mismo autor es el Calendario flamenco de entre 1520 y 1525, un manuscrito que se encuentra en la Bayerische Staatsbibliothek de Múnich. El códice no se conserva en su integridad, habiendo sido hecho en Brujas para un desconocido, pero con toda seguridad pudiente. Bering mantuvo en dicha ciudad un taller que gozó de fama, y esta es una de las muestras más deslumbrantes de ello: paisajes rurales con la vida de los campesinos y también de ciudades. En el caso que nos ocupa se muestra la cosecha del grano en el mes de agosto. En el mismo manuscrito se muestra otra miniatura de Bening, la actividad del mes de septiembre, con el arado y la siembra.


Bening también iluminó el Libro de oraciones del cardenal Albrecht, arzobispo de Magdeburgo y de Maguncia, además de elector del Sacro Imperio. La iluminación que comentamos aquí fue hecha en torno a 1525, encontrándose el Libro de oraciones en el Mueseo J. Paul Getty de Los Ángeles. Este manuscrito contiene oraciones para la instrucción de los laicos, y es el único que lleva el monograma de Simon Bening, “quien trabajó en la colección completa de 41 miniaturas sin ayuda de nadie”. En una imagen se muestra la negación de Pedro.

De Botticelli conservamos su famosa iluminación de la Divina Comedia hecha en 1480, en un manuscrito que se encuentra en la Biblioteca Apostólica del Vaticano. Botticelli imaginó el Infierno como un abismo con nueve círculos, que a su vez se dividen en varios anillos. La vista transversal del inframundo de Botticelli está dibujada con tanta finura y precisión que es posible rastrear las paradas individualizadas de Dante y Virgilio en su descenso al centro de la Tierra.

En la parte superior, una miniatura de principios del siglo XII, obra de un autor inglés (46 por 32 cm. la página) que se encuentra en la Biblioteca Municipal de Dijon. Se trata del códice "La Moralia de Job", que contiene una serie de iniciales que muestran a monjes ocupados en diversas tareas. Aquí se trata de la I inicial, un elevado árbol donde un monje corta las ramas en la parte superior mientras un lego corta el tronco en la parte inferior...

lunes, 5 de junio de 2023

Pueblos, ciudades y paisajes

 

Desde el siglo XVI se ha repetido con alguna frecuencia la representación de lugares, pueblos y ciudades en la pintura, como es el caso de Fontainebleau, Rapallo, Ornans, Brighton, Nuremberg o Toledo. Pintores como Anton Mirou, Vermeer, Pieter Hoos, El Greco o Jan Bisschop, nos han dejado paisajes o escenas de lugares, ciudades o aldeas.

Halle es una ciudad alemana cuya iglesia inmortalizó Lyonel Feininger, que se relacionó con pintores expresionistas pero se adhirió al cubismo en París. Henri-Edmond Cross, por su parte, pintó en 1907 “Tarde en Pardigón”, una localidad al suroeste de Niza: árboles en primer y segundo plano coloreados caprichosamente, el mar y las montañas al fondo en un estilo puntillista. La Bretaña francesa ha sido representada por varios pintores, pero aquí elegimos la obra de Émile Bernard, “La cosecha”, un ejemplo de “cloisonismo”.

Pierre Bonnard compró una casa de campo en Vernonnet, a orillas del Sena, y allí pintó su “Ma Roulotte”, con rabiosos colores “fauves”. Aureliano de Beruete, por su parte, nos ha dejado muchos paisajes rurales de Madrid y Toledo con un estilo característico y muy personal, mientras que Eugene Laermans pintó su natal Molenbeek, ciudad belga, con los inmigrantes que llegaban procedentes del campo.

El granadino Bertuchi se enamoró del sol marroquí, de sus escenas callejeras, y ha pintado calles, mercados y personas en un estilo luminista que recuerda a Sorolla. Cézanne pinto un paisaje con casas, el lago, montañas y un árbol plasmando la visión geométrica de las cosas que luego adoptaría el cubismo: “Lago Annecy” (al norte de Grenoble). Muy distinto es el paisaje marino de van Gogh en Saintes-Maries-de-la-Mer (1888) localidad de provenza donde estuvo una temporada: el colorido al que nos tiene acostumbrados se torna aquí predomino del marrón, pero las líneas sinuosas del mar ya están presentes.

El barrio parisino de Montmartre, tan querido por los impresionistas y otros artistas bohemios, es el tema de Pisarro para representar edificios, carruajes, personas, a lo largo de una calle en perspectiva un día nuboso. Y la localidad normanda de Honfleur le sirve a Adolfphe-Félix Cals para representar a una pareja que almuerza en una mesa, mientras al fondo se ven los árboles, el río y el cielo luminoso; y sus “Figuras en la playa”, de Eugène Boudin (1893). Yerres, población y río del norte de Francia, sirvió de inspiración a Gustave Caillebotte para pintar a sus bañistas, con encarnaciones violáceas.

Boulenger pintó influido por los de la escuela de Barbizon la iglesia de Saint-Hubert-Mass en 1871. Sus tonos son terrosos en esta obra; las arborescencias, indefinidas; los personajes, amontonados y confusos; las atmósferas, propias de su Bélgica natal. Y una plaza de Nuremberg fue representada por William Bell Scott con Alberto Durero como espectador en primer plano (1854); mientras Gustave Courbet nos dejó su “Entierro en Ornans” (Este de Francia) con todo el realismo de una escena rural donde un recogido grupo de personas asiste en silencio y dolorosamente a la ceremonia.

A los curtidores del barrio parisno de Mantes representó Corot con una paleta oscura, reflejando la pesadumbre de las clases humildes, pero con más colorido nos dejó “El puente de Mantes”: los árboles y el barquero en primer plano, el río, y en color pastel el puente con sus parteaguas. Había pintado en 1834 la ciudadela de Volterra, mostrándonos aquí un paisaje luminoso de la Toscana. Y antes, Goya, pintó la pradera de San Isidro, en las afueras de Madrid, con dos visiones diferentes de su vida: la festiva y de amplios horizontes; la de las pinturas negras a base de máscaras.

La playa de Brighton, en el sur de Inglaterra, fue inspiración para uno de los cuadros de Constable, como también la bahía de Weymouth, cubriendo el cielo la mayor parte en el primer caso; los tonos cobrizos en el segundo. Con una técnica que luego emplearía Turner con éxito, Karl Blechen se inspiró en la bahía de Rapallo, en la costa ligur, para un paisaje indefinido, donde las sombras, el mar y el horizonte dejan el resto a la imaginaicón. Árboles iluminados en la frondosidad del bosque pintaron Antoine-Louis Bayre, inspirado en Fontainebleau, y Narcisse Díaz de la Peña, con un parecido extraordinario.

Solo comenzar el siglo XIX, Philip J. de Loutherbourg se dejó llevar por la naciente revolución industrial en Inglaterra y pintó un cuadro extraordinario donde el resplandor de una herrería ilumina la noche en Coalbrookdale; y al finales del siglo XVIII, Thomas Jones pintó sus casas de Nápoles anunciando los colores pastel de Corot, pero no eligió para ello los grandes edificios, sino los muros, las casas ruinosas o antiguas. La ciudad de Dolo, cerca de Venecia, es la inspiraciónn para Francesco Guardi, que pintó el río Brenta y el puente, mientras las personas no son más que manchas indefinidas.

En un estilo parecido, pero con la paleta más oscura, pintó Bernardo Bellotto una vista del Arno en Florencia (1740) una “veduta” o vista panorámica (postal en nuestro tiempo) después de visitar otras ciudades italianas en un viaje de estudios; y algo antes, Canaletto pintó una de sus muchas obras inspiradas en Venecia, “Dolo en el Brenta”, haciendo alusión a la ciudad y al río en las proximidades de aquella ciudad. En este caso una esclusa y personas de diferentes clases sociales en primer plano, un estudio de perspectiva y las casas a uno y otro lado del río.

Johannes Vermeer se inspiró en Delft para sus vistas de la ciudad, pero también Josué de Grave nos dejó un dibujo a pluma, tinta marrón y aguada gris con las fachadas de las puertas de Rotterdam y Schiedam en Delft. El dibujo es un documento histórico, pues dichas puertas fueron derribadas en el siglo XIX. Jan Vermeer van Haallem “el viejo”, pintó una vista de Haarlem desde unas dunas; y a mediados del siglo XVII pintó Adriaen van de Velde “La playa de Scheveningen”, un barrio de La Haya.

A principios de la década de 1666 Meyndert Hobbema y su maestro Jacob van Ruisdael, realizaron juntos un viaje por las provincias de Gelderland y Twenthe en busca de molinos de agua, pintanto el primero no menos de treinta, uno de ellos en torno a 1666: es el agua en cascada, la placidez del lugar, los cielos nubosos, lo que interesa a Hobbema. Aelbert Cuyp, por su parte, nos ha dejado una “Vista de Arnhem”(ciudad del Este de Holanda) con la iglesia de San Eusebio destacando. En Nueva Escocia dejó paisajes sencillos y coloristas Maud Lewis: las bahías y los campos, los caminos y los niños jugando, las gentes de las poblaciones alejadas de los centros urbanos. En la retina de Lewis, Nueva Escocia ha cobrado vida y color.

Molinos o paisajes urbanos, ríos y praderas, caminantes y vistas de ciudades, puentes y paisajes marinos, embarcaciones y atmósferas han sido representados muchas veces por los pintores flamencos, belgas, franceses, ingleses, españoles, italianos, alemanes, etc. Más paisajes y ciudades, más campos y ríos cuanto mayor fue el auge en el arte, los países mediterráneos, Francia y los Países Bajos.



domingo, 4 de junio de 2023

El mar de Normandía

 

En el puerto de Trouville, centro de veraneo durante el Segundo Imperio, pintó Eygène Boudin varios cuadros, uno de ellos donde al fondo está el pueblo del mismo nombre y, en primer plano, un entrante del mar con pequeñas embarcaciones. Trounville está en la costa francesa que se asoma al Canal de la Mancha, muy cerca de Deauville, en la región de Normandía.

Boudin era del país, por lo que conocía bien los pueblos y los paisajes costeros; con el tiempo se hizo amigo de Monet, del que fue mentor cuando este empezaba, y juntos compartieron muchas inquietudes artísticas. Monet era más joven que Boudin y no se limitó a los paisajes, sino que se detuvo en las cosas: nenúfares, edificios, rocas, calles, retratos, etc. Boudin pintó sobre todo a su Normandía natal, dejándonos “El muelle de Deauville” (1869) donde más se ven las arboladuras de las naves, el cielo y la playa.

Otra obra excelente es “Lavanderas en un arroyo” (1885-1890) donde las manchas de color se combinan con la luz en el campo, una valla de madera y el agua. La técnica impresionista es evidente, rindiendo homenaje a las mujeres sencillas de su tierra (ver abajo). Otra de sus obras es “Verano en Trouville (1890-1894) donde es la luz la protagonista, fundiéndose el cielo con el mar en una sutil línea, mientras que los elementos solo pueden ser intuidos: una barca vieja, personas, las casas al fondo, una punta de tierra en el mar (ver arriba).

Pudo haber recibido ayuda de la aristócrata Paulina Metternich, pues esta fue mecenas de otros artistas; lo cierto es que la representa a la orilla de mar, ataviada con un vestido de la época. En otras ocasiones pintó veraneantes agrupados en la playa, mirando al mar en sus sillas, con sombrillas y otros atuendos. También pintó acantilados, molinos de sus viajes a Bélgica y Holanda, embarcaciones sencillas y otras engalandas con banderolas que se agitan al viento y se reflejan en el agua. Boudin y Monet debieron influirse mutuamente: los efectos de contraluz, la vivacidad y la sensación de captar un momento determinado.

No es extraño que Boudin se entregase a estos temas porque era hijo de marinero, pero también concedió mucha importancia a la representación del cielo, lo que llevó a Corot, ya mayor, a calificar a Boudin como “rey de los cielos”.



viernes, 2 de junio de 2023

Garrotazos de Goya

 


Debió tener Goya una visión negativa del ser humano, al menos a partir de cierto momento de su vida, pues nos ha dejado muchas representaciones de la guerra, peleas, garrotazos y escenas parecidas, en ocasiones de forma caricaturesca, pero en otras con grave dramatismo.

Del final de su vida es un dibujo con tiza negra donde representa a un loco en prisión: el hombre saca la cabeza y uno de sus brazos por entre los barrotes, y Goya consigue transmitirnos la indelicadeza de la sociedad de su época con los desafortunados. En  otro dibujo que lleva por título “Carretas al cementerio”, muestra un cadáver que a duras penas es bajado de una carreta para ser enterrado, mientras otros se amontonan: no hay aquí ceremonia ni dignidad. También pintó a un prisionero encadenado de pies y manos y por la cintura, mostrando el rostro una dolorosa pasión.

Quizá el más famoso de los cuadros de este tema es “Duelo a garrotazos”, un óleo sobre lienzo de 123 por 266 cm. que se conserva en el Museo del Prado. Dos mozos, hundidas sus piernas hasta las rodillas, no tienen como prioridad librarse de la fijación al suelo, sino atizarse mutuamente sin piedad, mientras el marco es terroso, con un blanco en el centro donde se han abierto las nubes.

“Aquí tampoco”, titula Goya un aguafuerte y aguatinta donde aparece un hombre ahorcado siendo observado impasiblemente por un soldado. En la Biblioteca Nacional de París se encuentra un aguafuerte con el título “Será lo mismo”, donde unas personas amontonan cadáveres víctimas de la guerra (1810). “Presagio lúgubre de lo que está por venir” es el título de otro aguafuerte de 1810 donde un personaje arrodillado, rodeado de sombras, con los brazos separados del cuerpo y el rostro doliente, parece no tener espereanza alguna.

Con sus títulos enigmáticos, Goya nos invita a la reflexión, a la relación entre la obra y el título: “Nada. El evento del día”, es un aguafuerte y aguatinta de la década de 1810, donde un hombre descarnado y tendido en el suelo, parece soñar la suerte de otros que aparecen como máscaras sobre él. “¡A la caza de dientes!” muestra a una mujer tapándose parcialmente la cara, mientras arranca los dientes de un ahorcado. Dos hombres con muecas parecen querer serrar a una anciana: “Compartiendo a la anciana”, nos dice Goya en otra de sus obras…

Y continúa con “El cautiverio es tan bárbaro como el crimen”: un presonaje retorcido está encadenado, maniatado, con grilletes en sus tobillos. En su “Manicomio”, muestra a unos personajes tumbados, sentados, con gestos arbitrarios en un ambiente lúgubre, sórdido, despojado de todo, con unas luces pálidas y unas sombras. En “Lo mismo”, un hombre levanta su hacha para dar muerte a un soldado francés, ya ha dado muerte a otro, mientras uno está sobre un soldado alzando su puñal. Gestos, movimiento, violencia, tragedia de la guerra.

En “El dos de mayo de 1808: la carga de los mamelucos”, Goya pinta a los soldados egipcios enrolados en el ejército francés que son víctimas de la ira del pueblo madrileño. Uno se cae del caballo, otros ya están en suelo malheridos o muertos; se lucha cuerpo a cuerpo, se levantan espadas y puñales, mientras los edificios de Madrid asisten al fondo; se trata de un cuadro monumental pintado en 1814. Tres hombres matan a otros con azadas, y en “Esto es peor”, un hombre con un brazo amputado, con los cabellos erizados dramátricamente, ha sido empalado en la rama de un árbol, mientras los soldados franceses aparecen al fondo.

En sus “pinturas negras”, en su visión de España, en la influencia ilustrada que Goya recibió por parte de algunos de sus amigos, en la pérdida de sus familiares más queridos, en la guerra de 1808, en su sordera y en su edad avanzada, tuvo que hacer el gran artista la amalgama que dio estas visiones fantasmales, pero no fantasmales, trama y urdimbre de lo humano.