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jueves, 27 de junio de 2019

Anarquistas en Andalucía


Paisaje sevillano de olivares
Hobsbawm[i] se inspira en la obra de Gerald Brenan, “El laberinto español” para hablarnos del anarquismo andaluz, la “Sicilia de España”, según aquel autor dice. “Consiste, a grandes rasgos, en la llanura del Guadalquivir y las montañas que la contienen como una concha”. En los pueblos se concentra la población con un campo vacío al que los campesinos iban a vivir durante largos períodos en chabolas y cortijos.

Andalucía, sobre todo la occidental, ha sido país de grandes propiedades pertenecientes a terratenientes absentistas, tierras mal cultivadas, y una población de braceros y jornaleros no propietarios reducidos a un estado casi servil. Una parte de los predios era arrendada a corto plazo por pequeñas parcelas, y solamente una parte exigua de la propiedad era minifundista o estaba arrendada para períodos largos –porciones que formaban islotes políticamente conservadoras en un mar revolucionario-. Lo mismo que en Sicilia –dice Hobsbawm- los braceros trabajaban cuando había tarea para ello y pasaban hambre cuando no la había, como de hecho siguen haciendo hasta cierto punto. Este fue el caldo de cultivo para que las ideas socialistas, particularmente anarquistas, prendiesen en ese proletariado rural, sobre todo en las provincias de Sevilla, Cádiz, Córdoba y Málaga, pero también en las áreas mineras al oeste y al norte (Río Tinto, Pozoblanco, Almadén[ii]) donde sobre todo actuaban los socialistas.

Díaz del Moral y Brenan han demostrado que los pequeños terratenientes y los artesanos desempeñaron un papel tan importante, por lo menos, y algunos aseguran que más sostenido, en la política anarquista, ya que eran menos vulnerables económicamente y no tan apocados socialmente. “La revolución social en Andalucía [dice Hobsbawm], empieza poco después de 1850, aunque se hayan citado ejemplos anteriores como el del pueblo de Fuenteovejuna en 1476, un caso de revuelta contra la opresión de un señor, contando aquella con la colaboración de los cordobeses urbanos”. También hubo asonadas motivadas por el hambre en el siglo XVIII, pero parecen haber sido cosa más de las ciudades que del campo.

De mediados del siglo XIX se tienen noticias de cuadrillas de campesinos que merodeaban y aún de pueblos que asumían el poder. El primer movimiento revolucionario que atrajo atención específica fue la sublevación de Loja y de Iznájar en 1871, varios años antes de que llegaran a España los divulgadores del bakuninismo, pero quizá hubo una cierta influencia masónica en la sublevación de Loja. El período de la Internacional y de las agitaciones republicanas de 1868-1873 fue testigo de ulteriores movimientos: el cantonalismo o “independencia aldeana”, la exigencia de la división de tierras en Pozoblanco y Benamejí, donde los bandoleros habían sitiado con frecuencia a los ricos y donde el Estado no castigaba los delitos porque nadie estaba dispuesto a declarar.

Entonces apareció al anarquismo propagado por los enviados de Bakunin, lo mismo que en otros lugares de Europa, implantándose con fuerza en la Andalucía donde el latifundismo era más extenso: Cádiz y el sur de Sevilla; Medina Sidonia, Villamartín[iii], Arcos de la Frontera, Arahal[iv], Bornos[v], Osuma, El Bosque[vi], Grazalema, Benaocaz[vii], etc. Pero el movimiento se hundió poco antes de 1880 y volvió a resurgir pocos años después. La primera huelga general campesina es de dicha época y tuvo lugar en el área de Jerez, por aquel entonces y luego, fortaleza del anarquismo partidario de la violencia. En 1882 hubo otra llamarada, que culminó en la fácilmente reprimida marcha de varios miles de braceros sobre Jerez. A principios del siglo XX hubo otro brote, esta vez en forma de huelga general, táctica que hasta entonces no había sido considerada de modo sistemático como arma para llegar a la revolución social.

Las huelgas generales campesinas se reprodujeron por lo menos en dieciséis pueblos, en la provincia de Cádiz sobre todo, en los años 1901-1903, para venir luego otro período de quietud e iniciarse el mayor movimiento de masas hasta entonces conocido a consecuencia, según parece, de la revolución en Rusia. Es cuando Cádiz pierde su primacía en el anarquismo andaluz pasando esta a Córdoba. Durante la II República se asistió al último de los grandes rebrotes y en 1936 tuvo lugar la toma del poder en muchos pueblos anarquistas por parte de la población. Sin embargo, con la excepción de Málaga y de la franja cordobesa colindante, la zona anarquista pasó a estar bajo dominación de los militares rebelados. (Ver aquí mismo “Los primeros anarquistas españoles” y “Anarquistas y Tribunales de Urgencias”).



[i] “Rebeldes primitivos…”. En un capítulo de esta obra se basa el presente resumen.
[ii] En la provincia de Ciudad Real.
[iii] Norte de Cádiz.
[iv] Sevilla.
[v] Norte de Cádiz.
[vi]Nordeste de Cádiz.
[vii] Nordeste de Cádiz.

martes, 23 de abril de 2019

Casarse y la Iglesia


De nuevo una tesis doctoral suministra datos y reflexiones sobre los comportamientos colectivos en un tema tan particular como el matrimonio, y las artes de la Iglesia para tener bajo su control hasta los más mínimos detalles del mismo[i].

Uno de los aspectos estudiados es el de las licencias de matrimonio y los certificados de soltería, pues el concilio de Trento había reafirmado la indisolubilidad del matrimonio católico, por lo que había que garantizar la validez del mismo, entre otras cosas que los contrayentes fuesen libres de esponsales (promesa), matrimonio o voto de castidad. Para ello el clérigo hacía tres amonestaciones públicamente y, si nadie aportaba razón alguna para que no se celebrase el matrimonio, ello bastaba. Pero si uno de los contrayentes era forastero el asunto se complicaba porque ¿quien conocía sus antecedentes? Debe tenerse en cuenta que en los pueblos e incluso ciudades del siglo XVII, casi todo el mundo se conocía mutuamente, pero no así en el caso de forasteros.

Entonces comenzaban una serie de interrogatorios a cuantos más testigos mejor, bajo juramento y ante notario; superado dicho trámite, los contrayentes eran hábiles para velarse en la Iglesia. Testigos y contrayentes eran amenazados con penas eclesiásticas gravísimas si mentían o escondían la verdad conocida. Hubo quienes, antes de verse en la necesidad de demostrar su soltería, teniendo previsto el abandono de una localidad, solicitaban ya la acreditación que algún día podrían necesitar. La autora cita los casos de un Gaspar Soto Herrera y de Pedro Hernández, que realizaron una petición en 1628, en este caso para probar su viudedad respectiva. En otro caso uno dice soy mozo libre y soltero no sujeto a matrimonio, orden ni religión, ni tengo impedimento canónico”.

El matrimonio católico era, pues, la culminación de todo un proceso, habiendo estudiado la autora que citamos 533 certificaciones de soltería, de las cuales 193 corresponden a la capital sevillana. Los testigos eran generalmente cuatro y, de forma aleatoria, se aportan también certificados de bautismo para demostrar la edad requerida (12 años para las “mujeres” y 14 para los “hombres”), o de defunción del cónyuge anterior. Son muy interesantes los textos que han quedado en los registros: vestido de capa parda de cordoncillo, calzón de bayeta todo viejo, jubón de lienzo blanco, mangas de terciopelo, camisa, sombrero, calzón blanco, medias azules de lana, dinero treinta y dos cuartos y un maravedí…se dice de uno que murió en un hospital. Son muchos los expedientes en los que resulta fundamental el testimonio aportado por clérigos y personal de hospitales, que en la época no garantizaban la curación, sino que eran más bien lugares de tránsito hacia la muerte. Pero en ocasiones certificar la muerte del anterior cónyuge resultaba complejo, por ejemplo cuando los esposos no hacían vida en común. Este es el caso de una Juana de Herrera, viuda, que no tuvo noticia de la muerte de su esposo hasta bastante tiempo después de que se produjese; de haberlo sabido antes, habría podido contraer nuevas nupcias, como realmente deseaba.

El “mercado matrimonial” se veía afectado por los períodos de mortalidad elevada, consecuencia de las epidemias de peste (1599, l649 y 1678)[ii] o de contiendas militares, cuya repercusión afectaba sobre todo a varones adultos, con el consiguiente desequilibrio numérico entre sexos. Certificar el estado de viudedad para poder contraer nuevas nupcias se conviertió en Sevilla en algo habitual entre 1640 y 1660: muchos matrimonios se rompieron por la muerte de uno de los cónyuges o por las exigencias militares (sublevación de Portugal desde 1640).

La incidencia de la epidemia fue prácticamente igual en ambos sexos en las edades adultas, estando más bien las diferencias relacionadas con el nivel socio-económico. Una marquesa de Cardeñosa, al certificar el fallecimiento de su esposo en servicio del rey, recibió de él una renta “por los días de su vida”. El descenso de la población obligó, así mismo, a los solteros a buscar pareja fuera de su parroquia o población.

El Puerto de Santa María, Jerez de la Frontera, Ayamonte, Écija, Utrera y Moguer, además de Sevilla, fueron importantes poblaciones donde la abundancia de extranjeros propició los casamientos con no naturales de cada una de ellas, lo que provocó todos los trámites de información de libertad. En cuanto al perfil de los contrayentes, limitado el estudio de Ruiz Sastre a 193 expedientes, los enlaces fueron variados, es decir, los matrimonios entre naturales y foráneos fueron algo corriente, pero lo más abundante es que sea el varón el forastero, pues las mujeres tenían restringida su movilidad[iii], y esto se ve también en territorio francés: villa de Angers, Lyon, Saint-Malo (François Lebrun). Volviendo a Sevilla, la edad de las mujeres al contraer matrimonio era inferior a 20 años en el 38,5% de los casos y entre 20 y 25  en el 29,41%; para los hombres, en dicho tramo de edad, eran el 38,42% y entre 26 y 30 años el 19,47%.

Otro asunto estudiado por la autora a la que sigo es el de la dispensa matrimonial o disculpa que la Iglesia otorgaba a quienes tenían algún impedimento canónigo para casare, lo que significó un buen negocio. La dispensa había de solicitarse al papa, el cual podía dispensar incluso sin “justa causa”, pero lo más normal es que fuesen los obispos u otros clérigos los que actuasen en esta materia. El caso era no incurrir en escándalo o deshonra de la familia, siendo entonces los párrocos los que daban la dispensa.

El obispo de Coira (Suiza), entre finales del siglo XV y principios del XVI, solicitó a Roma el derecho de dispensa como consecuencia de la “escasa erudición” de las gentes de su diócesis, que ignoraban los impedimentos canónicos para contraer matrimonio en caso de consanguinidad, siéndole concedido el permiso. Cuando se trataba de “casos perplejos”, es decir, si el impedimento se descubría cuando la boda era inminente, siempre que se tratase de “casos ocultos”, también se solía dar dispensa. En el fondo estaba el asunto de discutir al papa su facultad para conceder las dispensas, pues representaba un flujo de dinero hacia Roma que los estados querían retener. A partir de 1778 las dispensas se hacen en la monarquía española por la Agencia General de Preces (Madrid) y poco después el rey Carlos IV (1799) concedió al episcopado español dicha facultad.

No todos los impedimentos podían ser dispensados: en los casos de consanguinidad en línea recta o segundo grado colateral, por impotencia antecedente, perpetua, absoluta y cierta; o el impedimento de ligamen[iv] no podían dispensarse nunca y por nadie. La Iglesia disponía de un sistema para descubrir los casos de consanguinidad, afinidad[v] y parentesco espiritual[vi]. La solicitud de dispensa debía dirigirse al papa, en latín y por escrito, aportando las pruebas necesarias para el fin propuesto, por ejemplo árboles genealógicos y/o testigos. La concesión de dispensas se acompañaba de penitencias para vindicarse la Iglesia e inmiscuirse en las estrategias matrimoniales de las familias y los sentimientos de los individuos.

Podía darse dispensa por razón de embarazo; entre los grupos marginales de la sociedad la endogamia se erigió como opción preferente y sin tener presentes las normas de la Iglesia, como es el caso de los gitanos, que a estos efectos (también) fueron vigilados. Se constata que muchos optaban por refugiarse en su grupo consanguíneo, al compartir historia familiar, intereses y costumbres; la endogamia se mantiene desde siempre. Las dispensas también estuvieron relacionadas con momentos concretos: antes o después de la peste de 1649, la expulsión de los moriscos en 1610 (debe tenerse en cuenta que Sevilla era “la mayor comunidad morisca de Castilla”) y está probada la existencia de enlaces mixtos entre ambas comunidades (cristiana y morisca) pues de Sevilla salieron expulsados sobre 7.500.



[i] “Mujeres y conflictos en los matrimonios de Andalucía occidental: el Arzobispado de Sevilla durante el siglo XVII”, Marta Ruiz Sastre. Este resumen se basa en algunos capítulos de esta extensa obra.
[ii] La de 1599 llegó de la Meseta y afectó a las grandes ciudades; la de 1649 atacó a zonas costeras y al valle del Guadalquivir; la tercera (la más extendida) desembarcó en Málaga y afectó a toda la región. Se acepta que Sevilla perdió el 40% de su población como consecuencia de la peste de 1649.
[iii] En el caso de Aragón (J. A. Salas Auséns) y para el siglo XVIII, la cifra de mujeres inmigrantes llega a superar ligeramente a la de los varones.
[iv] Derivado de la monogamia, solo es posible contraer nuevo matrimonio si se ha disuelto el anterior.
[v] Por ejemplo, los padres de uno de los cónyuges respecto de los padres del otro.
[vi] El que tienen los bautizados y confirmados con sus padrinos respectivos y al revés.

miércoles, 30 de enero de 2019

Andalucía y el Atlántico norte


Andalucía bética, que era lo que en la baja Edad Media se entendía por Andalucía[i], fue una encrucijada comercial entre el Mediterráneo, el interior de la península Ibérica y el Atlántico en los últimos siglos medievales. Estas relaciones comerciales fueron intensas aunque las fuentes para su estudio sean tardías, pero aquellas no se limitaban al intercambio bilateral de productos, sino que vamos a ver los que llegan para ser reexportados, los que se exportan procedentes del interior de la península, gestionando este comercio flamencos, andaluces, castellanos, cántabros, gallegos, genoveses, venecianos, franceses, ingleses y de otras naciones. No debe olvidarse la actividad pirática y corsaria.

Los productos eran variados, como la madera, manzanas, pijotas[ii] coquinas[iii], vino, hierro, lana, paños, etc. Entre los puertos conectados por el comercio marítimo estaban los portugueses, ingleses, Burdeos, Bayona, vascos y franceses, pero también Génova y Venecia, entre otros. Los orígenes entre el Mediterráneo y el Atlántico, según Aznar Vallejo[iv] se remontan a la “Crónica General” de Alfonso X de Castilla. Durante el reinado de Sancho IV consta el envío de madera gallega a Sevilla y pocos años después comienzan las referencias al comercio con Portugal. A finales del siglo XIII se enviaron barcas lisboetas hacia Sevilla, y a principios del XIV se prohibió la entrada en dicho puerto, tanto por mar como por tierra, de vino lusitano.

En 1317 consta un envío de trigo andaluz a Inglaterra y, unos años después, Santander y Guetaria obtuvieron ciertos privilegios de pago en relación a otros puertos, entre los que se encontraba Bayona. La intensificación de relaciones entre el Mediterráneo y el Atlántico se culmina con la “batalla del Estrecho”, en realidad una serie de enfrentamientos entre cristianos y musulmanes que se extienden entre el último cuarto del siglo XIII y mediados del XIV, para el control del Estrecho de Gibraltar, cobrando entonces importancia las navegaciones mallorquinas, en las cuales tenían intereses algunos comerciantes venecianos. La regularidad llegó a ser tal –señala el autor citado- que los mercaderes mallorquines que negociaban con Flandes, Sevilla y la costa norteafricana, instituyeron un fondo de garantía para responder de posibles indemnizaciones, y similar era la situación de los genoveses, por lo que en el tratado de paz firmado en 1370 entre Portugal y Génova[v], el monarca portugués acordó compensar a los mercaderes genoveses por las pérdidas que estos habían sufrido.

Ya en 1320 mercaderes gallegos hacían viajes desde Sevilla a La Rochelle, en 1339 un mercader de Brujas negocia aceite en Sevilla y en 1368-1369 un alemán es condenado por haber herido a un marinero en el puerto de Cádiz. Las exportaciones andaluzas eran sobre todo de aceite y vino hacia Inglaterra y Flandes, pero también jabón, frutas, almendras, papel, goma arábiga, añil y especias. Desde Portugal llegaban sardinas y frutas (estas de Sintra), las primeras cargadas por catalanes, sevillanos y aragoneses en Cascais. Un seguro otorgado por el monarca luso salvaguardaba a los que venían por mar “de contra Galicia” y a los que lo hacían “de contra Sevilla”. Galicia jugaba un papel similar en relación al diezmo dado por el rey Enrique III en 1397, destacando e papel de A Coruña como escala del tráfico sevillano hacia el norte, volviendo las nave cargadas de pescado, madera y otras mercancías gallegas hacia Sevilla, donde desde el mismo año los mercaderes flamencos habían obtenido privilegios en dicha ciudad. A petición de montañeses y vascos, Enrique III ordenó que los mercaderes placentines, genoveses, catalanes, franceses, ingleses “u otros extraños”, fletasen los navíos de los naturales antes que los de los extranjeros.  

Estos tráficos sufrieron problemas, como es el caso del mercader lisboeta que, en 1406, con vino de Lepe e higos y cera de Tavira con destino a Flandes, fue asaltado en Viveiro. En el mismo año y mismo puerto varios navíos franceses atacaron a dos de Oporto. Ciertos vecinos de Sevilla, habiendo armado un navío con vino, aceite y cáñamo, yendo para Galicia fue asaltado cerca del cabo de San Vicente. En cuanto a las condiciones de arrendamiento de los diezmos de la mar de Galicia y Asturias, en 1411 establecen “que los paños y pescados y otras mercadurías que se cargaren en cualquier navío en el dicho puerto de La Coruña e en los puertos de Galicia y Asturias para llevar a Sevilla, a Castro, a Santander e a otros cualesquier lugares de nuestros reinos… que las puedan cargar y descargar sin pagar diezmos”.

Se fueron incorporando técnicos especializados, como el caso de los pilotos vizcaínos, diversificándose además los productos objeto de comercio internacional: azafrán, mercurio, etc. La comercialización era, sobre todo, de genoveses pero el transporte estaba dominado por marinos vascos. Galicia tuvo un papel distribuidor de productos, entre los que estaba la sal con destino a Arnemuiden[vi], Llanes y la propia Galicia. Otros productos fueron grana (tinte), cáñamo, cendra (pasta) y fruta seca, algunos de los cuales eran importaciones desde el reino de Granada y otros puntos del Mediterráneo. Andalucía también exportaba cereal, producto que tenía un trato diferencial en los aranceles si los destinos eran Vizcaya y Galicia. Las licencias para distribuir este producto son muy abundantes para el concejo de A Coruña, condado de Vizcaya o la provincia de Guipúzcoa. Las exportaciones andaluzas de loza y jabón, la primera hacia Portugal y el segundo muy relacionado con el aceite. Del norte de África y del Atlántico medio llegaban a Andalucía cueros, cera, malagueta (pimienta), dátiles, orchilla (liquen del que se obtiene un colorante), azúcar, etc.




[i] El otro espacio hoy andaluz era el reino de Granada.
[ii] Tipo de pescadilla
[iii] Tellinas o pequeñas almejas.
[iv] “Andalucía y el Atlántico norte a fines de la Edad Media”.
[v] En el marco de la guerra “de los cien años”, que complicó a muchos estados entre los siglos XIV y XV.
[vi] Suroeste de la actual Holanda.

(En la fotografía un fresco de Dellepiane en el Palacio de Albertis, Génova. Representa a unas carabelas en el río Tinto frente al convento de la Rábida).

viernes, 28 de julio de 2017

Necrópolis y sepulturas en la provincia de Córdoba



Villa romana de Almedinilla (Córdoba) http://www.rutasdelsur.es/ruta/visita-almedinilla

La historiadora Gloria Galeano ha estudiado las necrópolis y tumbas de época romana en la provincia de Córdoba[1], indicando que la mayoría de los enterramientos se produjeron en llano o en las laderas de colinas, presumiendo que las zonas residenciales se encontraban en lo alto de dichas colinas. Un buen porcentaje de los enterramientos están asociados a la existencia de villae (veintinueve casos de los estudiados). En cuanto a la ubicación en las proximidades de una vía o camino, en trece de los casos se han encontrado nueve necrópolis, tres grupos de tumbas y una tumba aislada, aunque nada se sabe –por el momento- sobre enterramientos en caminos secundarios que puede ya no existan. Esto constituye una norma en el mundo rural romano, encontrándose las necrópolis, en varios casos, próximas unas a otras.

En cuanto a la tipología de las sepulturas, la autora citada habla de fosas excavadas en la tierra, en piedra o en roca, siendo raras las sepulturas en las que se ha encontrado revestimiento interno, lo que quizá sea un indicador de la pobreza o sencillez de aquellas gentes. Cuando sí hay revestimiento interno lo normal es que se limite a la zona de la cabeza del cadáver, lo que se ha podido comprobar en Hornachuelos (El Ochavillo), Almedinilla (El Ruedo) y Baena (Los Molinillos). Para las cubiertas se emplearon losas de piedra, arcilla, tégulas y lápidas. En tres casos se han empleado cistas, lo que indica la “convivencia” de la inhumación y la incineración. En Baena (necrópolis de Los Molinillos) las cubiertas fueran hechas con opus signinum.

Aunque los enterramientos estudiados abarcan de los siglos I al V, la mayor parte se refieren a los siglos III y IV. En algunos casos el sepulcro consiste en una caja realizada en plomo con cubierta abovedada a base de ladrillos. En otros casos se trata de construcciones semisubterráneas que se han interpretado como las de los propietarios de las villas. En tres de las sepulturas se han conservado los epígrafes.

Las necrópolis forman calles o hileras y están orientadas de Norte a Sur, pero no siempre. En época tardorromana el cadáver se enterraba en posición decúbito supino (tendido sobre la espalda), con los brazos extendidos o bien sobre la pelvis o cruzados sobre el pecho. Algunas tumbas han sido reutilizadas a lo largo del tiempo, siendo escasas las tumbas simples estudiadas por la autora; el porcentaje más elevado es el de tumbas dobles, triples, cuádruples y osarios. Las dobles y triples son las más frecuentes en los enterramientos infantiles, de forma que los restos del primero enterrado se acumulas a los pies del segundo enterrado, pero en ocasiones la cabeza del primero se dejó a la altura de la del segundo.

En ocasiones los cadáveres han sido envueltos en un sudario y con una moneda (Baena, Arroyo del Plomo) en la boca, algo frecuente en Roma. En “El Ruedo” la moneda estaba a la altura media del cadáver[2]. Algunas zonas en las necrópolis se dedicaron para la realización de ofrendas, habiendo aparecido lucernas o vasos de cerámica romana. En las necrópolis más tardías el rito de inhumación es más abundante que en las más antiguas, mientras que las cenizas se depositaron en vasos de vidrio.

Los ajuares, pobres con algunas excepciones, pues la autora estudia solo el caso de enterramientos en zonas rurales de la provincia de Córdoba, se distinguen los de adorno personal o los que indican jerarquía, notándose la influencia de la meseta sur en la zona norte de la provincia. Estos ajuares solo se han encontrado en veinte casos de los estudiados: jarritas de cerámica al lado de la cabeza del difunto o a la altura de la pelvis, ungüentarios y en muy raras ocasiones cerámica de terra sigillata. También han aparecido como ajuares joyas: pendientes, anillos o colgantes, generalmente de bronce. Destaca una sortija de oro en el sepulcro de Fabia Fabiana, y en otros casos se han encontrado espadas, una barrita de plata hallada en Doña Mencía (Llano de Medina) que posiblemente –dice la autora- servía para manicura, un espejo…




[1] “Necrópolis y lugares de enterramiento rurales de época romana en la provincia de Córdoba”.
[2] Pera Rosella, a quien cita la autora, ha estudiado “La moneda antigua como talismán”.

lunes, 12 de septiembre de 2016

La colonia portuguesa de Sevilla



Desde que la monarquía hispánica incorporó Portugal y sus colonias a sus dominios, aumentó el número de portugueses que se asentaron en plazas españolas, particularmente en Sevilla y Madrid. Pero cuando se produjo la separación portuguesa a partir de 1640, que coincidió con la revuelta catalana y con la conjura nobiliaria en Andalucía, la presencia de muchos portugueses en Sevilla se convirtió en un problema: ¿habría intención por parte de la monarquía portuguesa, con sus aliados, de invasión, particularmente de la ciudad andaluza?

Santiago de Luxán Meléndez[1] ha estudiado este asunto aportando datos reveladores sobre la importancia en número de portugueses en Sevilla, facilitado por el hecho de estar bajo la misma monarquía durante sesenta años. ¿Y si la hipotética invasión portuguesa se une a la conspiración de Gaspar Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia, y Francisco Silvestre de Guzmán, marqués de Ayamonte en 1641? Algunas zonas de España –escribe Domínguez Ortiz- “fueron el punto de atracción de marinos vascos, casas castellanas, mercaderes genoveses y flamencos, franceses… desde aguadores y lacayos hasta el gran comercio, pilotos de Ragusa, portugueses, alemanes…”.

Durante toda la época moderna, pero centrándose sobre todo en Sevilla y en la coyuntura de 1640, el peso de la minoría lusitana llegó a ser el mayoritario entre la población extranjera. Muchos de esos portugueses eran conversos que vieron como la libertad para avecindarse en Sevilla y otras plazas, se tornaba en presiones, a partir de 1610, por las presiones del clero portugués. A partir de la llegada de Olivares al poder, pero sobre todo desde 1627, mejorarían de nuevo su condición y ello hace que la población portuguesa en Sevilla aumente aún más.

Por el contrario, una de las causas de la disminución de población en Portugal desde 1640 fue la emigración para la defensa de las factorías de Oriente y de África, el desarrollo de Brasil y la salida, por motivos religiosos y económicos, de muchos conversos en dirección a Francia, a los Países Bajos y a España. El aumento de población portuguesa en Castilla durante el reinado de Felipe IV no fue un hecho aislado –dice el autor citado. Fruto de la preocupación son los inventarios de portugueses realizados por la Inquisición de las Canarias en 1626. En el momento de la insurrección portuguesa de 1640 se puede calcular que en Sevilla había unos 2.000 negociantes portugueses y unos 4.000 en Madrid. Se adoptaron entonces medidas que afectaron a un vasto territorio, como la prohibición del comercio, especialmente la exportación de trigo y plata, que afectó mucho a la población portuguesa de Sevilla.

Un magistrado, Juan de Santalizes, juzgó a la altura de 1642 que la presencia de navíos franceses, portugueses y holandeses entre Cádiz y Sanlúcar no presagiaba nada bueno, relacionando esto con la conjura de una parte de la nobleza andaluza. Se temió una invasión portuguesa contando con la población lusa en Sevilla. Se ordenó entonces al clero que hiciese un censo donde se distinguiese entre naturales y extranjeros, considerando a estos últimos a los portugueses, franceses, vizcaínos, ingleses, flamencos, catalanes, genoveses y a los esclavos. Las provincias vascas tenían fronteras comerciales con el resto de España y Cataluña estaba levantada.

El objetivo de esta averiguación se confió a los párrocos y dio como resultado que la mayor parte de los portugueses sevillanos estaban casados y establecidos firmemente en la ciudad, lo que les hacía poco sospechosos de querer correr riesgos. Vivir en Sevilla y estar casado con una española no era lo mismo que ser soldado en presidios como los de Canarias, Madeira y Azores, pero incluso se llego a dudar de españoles casados con portuguesas: ¿no estarían muy vinculados a la familia de la mujer, que podría ser rica y por tanto con intereses contrarios a la monarquía española? El autor se fija en que, en la coyuntura de 1640, se restringe el concepto de natural a los de Castilla, contrariamente a lo ocurrido con anterioridad, que se extendió a los súbditos del imperio en Italia y Flandes.

El total de vecinos en Sevilla en 1642 era 31.214 y utilizando e coeficiente sugerido por Domínguez Ortiz de 4,7 se obtiene un total de habitantes de algo más de 146.000, pero aquí no está incluido el clero, que a buen seguro era numeroso. Los portugueses representaban el 12,19% de ese total y los esclavos el 2,5%, los cuales habían ido disminuyendo en relación a siglos anteriores. La población extranjera, y por lo tanto la portuguesa, se concentraba en las principales y más céntricas parroquias: de un total de 30, más del 5% se concentraba en seis. Lo importante aquí es constatar el papel que jugó Sevilla como centro de atracción de inmigrantes, sobre todo dedicados al comercio y la navegación, durante la Edad Moderna.








[1] “A Colónia Portuguesa de Sevilla. Uma Ameaça Entre a Restauraçâo Portuguesa e a Conjura de Medina Sidonia?”.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La Iglesia ¿deudora o acreedora del Estado?


¿Fue la Iglesia una buena administradora de su patrimonio o se limitó a recibir las rentas que le producía sin más miramientos? El investigador Antonio Luis López Martínez señala que lo correcto es lo primero y para ello echa un repaso al comportamiento de los conventos andaluces, compradores de juros y receptores de censos a lo largo, sobre todo, de los siglos XVI y XVII. 

Como la Iglesia ha recibido buena parte de su patrimonio de los reyes y nobles, que la consideraban una buena colaboradora contra el enemigo exterior, en este sentido la Iglesia es deudora del Estado, además de que cuando invirtió en juros (deuda pública o préstamos de dinero al Estado) se valió de ciertas ventajas que la monarquía tuvo a bien concederle y no así a los laicos. En todo caso el historiador citado considera que la Iglesia, durante los siglos citados al menos, fue agente de una intensa circulación monetaria, sobre todo el clero regular, aquel que los ilustrados del siglo XVIII intentaron quitarse de en medio. Por tanto la "pasividad y desidia" que se ha pretendido por parte de la Iglesia con su patrimonio no sería tal, al menos en los casos investigados en Andalucía. De todas formas cabe preguntarse si las contínuas inversiones de la Iglesia en juros y censos (préstamos para recibir periódicamente una renta) fueron todo lo rentables que desde un punto de vista capitalista sería exigible, pues esto es distinto del celo que los conventos y monasterios pusiesen en las inversiones. 

Los libros de contabilidad de los conventos arrojan muchos datos sobre la acción inversora y financiera de la Iglesia, que de ser una asociación para la caridad y la vida espiritual ha llegado, como se sabe, a ser un agente interviniente en practicamente todos los ámbitos de la vida. Los primeros juros adquiridos por monasterios y conventos datan del siglo XV: la Cartuja de las Cuevas recibió por donación dos juros y uno lo compró. En este caso no se puede hablar de deuda pública, pues se trataba de "juros de merced", un derecho concedido por la corona a percibir una pensión anual (el autor cita a Toboso Sánchez). También la Iglesia invirtió en juros perpetuos, algunos de ellos en especie, "que la Corona les hacía merced, destacando en este sentido los donados a la Cartuja sevillana por D. Manuel I de Portugal (atunes y especias orientales) y por D. Carlos I de Castilla (atunes). Hasta 1560 se puede afirmar que la mayor parte de los juros en circulación estaban en poder del clero.

Los conventos también adquirieron muchos juros redimibles en las últimas décadas del siglo XVI mediante herencias de religiosos, dotes de monjas, donaciones en retribución por servicios religiosos y compras. También se encuentran censos sobre juros de mayor cuantía propiedad de particulares. Los juros fueron un valor plenamente negociable, de forma que con ellos se podían pagar deudas, se podían traspasar o servían como fianza en operaciones comerdciales (López Martínez). El sistema -y en esto la Iglesia es acreedora del Estado- consistía en que los juros se solían "situar" sobre una renta de la corona, por ejemplo sobre las alcabalas de Sevilla: el convento equis compraba al Estado juros por valor de lo que este estimaba iba a percibir por las alcabalas de la ciudad sevillana. Evidentemente era una forma de que el ingreso para la corona se produjese antes del cobro del impuesto, de lo que se ocupaba el convento equis por medio de sus agentes. 

También los concejos aceptaban deuda pública, pero al menos para Andalucía, según el autor al que seguimos, la contrada por conventos representaba solo el 2,7% de la deuda municipal emitida. En líneas generales durante el siglo XVI la participación de los conventos en deuda pública es bastante reducida, de lo que en parte era culpable la legislación: prohibía la adquisición de juros redimibles por parte de eclesiásticos y extranjeros, lo que se abolió durante el reinado de Felipe II; pero también influyó el interés por la compra de tierras, que era vista como prioritaria para los conventos y monasterios. El hecho de que se generalizase el mayorazgo durante el siglo XVI limitó el mercado de la tierra, pues esta, lejos de dividirse y venderse, quedaba vinculada al primogénito del linaje propietario. Otra cosa fue el siglo XVII, durante el cual el interés de los eclesiásticos por adquirir juros aumentó, hasta el punto de que se llegaron a comprar juros sin cabimiento, es decir, sin rentas sobre las que situarlos, por lo que había que esperar al momento en que una renta se relacionase con un juro para que empezase a dar réditos. De esta manera se llegó al descrédito de los juros; si el Estado no puede pagar lo convenido cuando se adquiere un juro ¿que interés tienen?

El convento de la Cartuja de Sevilla hoy
En 1649 se institucionalizaron las reservas, resultando principalmente beneficiados los conventos de monjas y colegios de jesuítas. "Así, al adquirir una de estas instituciones un juro, aunque estuviese depreciado, pasaban a aplicársele los privilegios de los que disfrutaban, lo que permitía la revalorización del mismo". Esto se prestaba al fraude, pues determinados propietarios de juros, dada la devaluación de estos, los cedieron a la Iglesia librándose de los descuentos que aplicaba el Estado. Hoy, cuando el Estado emite deuda pública, está obligado a cumplir con las obligaciones que contrae, pero esto no ocurría así en el Antiguo Régimen. Sin embargo la Iglesia aumentó sus capitales invertidos en juros durante la segunda mitad del siglo XVII, mientras que se experimentó una brusca caída durante la guerra de sucesión a la corona de España.

Los libros de cuentas del convento de San Clemente de Sevilla -estudiados por López Martínez- señalan que "el citado monasterio llegó a contar entre sus bienes con 13 títulos de juros y un tributo impuesto sobre un juro. Había 6 juros sobre alcabalas de Sevilla, 3 sobre el Almojarifazgo mayor de Sevilla, 1 sobre el Almojarifazgo de Indias y otro, este en especie, sobre las salinas de Andalucía". La evolución de los ingresos por juros del monasterio de San Clemente de Sevilla, entre 1623 y 1823, fue en descenso hasta 1659, para recuperarse hasta 1669; luego de nuevo un descenso hasta 1719 (el valor más bajo fue en la década 1710-19) y aumentar hasta 1799, para descender hasta 1819 y luego recuperarse hasta 1823. Los mayores ingresos por juros de este monasterio fueron en la década 1660-69 (según el estudio de López Martínez).

Por último cabe decir que la falta de cabimiento de un juro se produciría después de haberse constituído dicho juro (al menos en la mayoría de los casos) pues no tiene sentido que se contrate un juro si no es con la garantía previa de que va a tener un interés pagable por el Estado, situado sobre una renta de este.