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domingo, 29 de enero de 2023

Brandenburgo después de 1648

 

                              Paisaje de Pomerania (dreamstime.com/photos-images/pomerania)

Con las paces de Westfalia se resolvió el conflicto de soberanía dentro del Sacro Imperio, cuyo emperador tenía ya un poder meramente nominal[i]. Desde mediados del siglo XVII, un “imperio provinciano” se mostró compatible con un alto grado de centralización del poder de los estados, es decir, los gobernantes territoriales pasaron a ser los principales actores dentro del Imperio a costa de los parlamentos y otras instancias territoriales de sus respectivos ámbitos.

Se redujo, pues, el poder del emperador, y el espacio alemán pudo convertirse, en el siglo XVIII, en un territorio de estados absolutos. Samuel Pufendorf[ii] describió, en 1667, el nuevo régimen imperial: una monstruosidad, aunque la “constitución alemana” se había dotado de normas para regular las relaciones entre ambas esferas de poder (emperador y príncipes territoriales), si bien esta estructura resultaría inoperativa.

En los siglos XVII y XVIII, cuando de sesarrolló este proceso de centralismo político, Brandenburgo-Prusia tenía unas tierras cultivables trabajadas por 4/5 partes de la población total, hecho que dio un gran poder a la nobleza terrateniente, los junkers[iii], aunque estos no eran un grupo homogéneo: la mayoría eran medianos y pequeños terratenientes, pero delegaban la iniciativa política en los grandes, los cuales tenían un gran poder económico y político al poseer la propiedad y admistración de la principal fuente de riqueza, la tierra. Esto fue reforzado por una dimensión legal que venía del siglo XV[iv], lo que les permitía ejercer una autoridad directa sobre los campesinos. El mundo urbano era marginal pero tenía un gran sentido de su autonomía.

Sin embargo, fue la crisis general del siglo XVII la causante principal de la creciente injerencia de los príncipes territoriales en los asuntos locales, que hasta entonces se habían autogobernado. Aquellos formaron una burocracia expansiva que buscó la captación de nuevos recursos fiscales; de hecho, Brandenburgo-Prusia, hasta mediados del siglo XVII, había aumentado sus gastos militares, al tiempo que en el espacio alemán se había dado un uso interesado a las tensiones confesionales que la paz de Augsburgo[v] había intentado solucionar. Es decir, estamos ante el fin de los poderes universalistas donde el Sacro Imperio y el Papado eran las dos instancias de referencia: se impusieron los intereses pragmáticos y no los morales o confesionales.

El acto de reinar, desde entones, fue más un oficio que una dignidad, perfilando una figura del soberano que marcó el gobierno de los Electores de Brandenburgo-Prusia a partir del Gran Elector. La centralización del poder en los príncipes tuvo el apoyo teórico de Pufendorf, partidario de que los asuntos fiscales, antes en manos de los poderes locales, pasaran al príncipe, y el fortalecimiento del poder del Gran Elector terminó consolidando un estado unitario en Brandenburgo, que había empezado a renacer en la segunda mitad del siglo XVII.

De ser un territorio disperso ocupado por tropas extranjeras y con una economía arrasada, pasó a ser, en la primera mitad del siglo XVIII, un estado cohesionado con una economía capaz de sostener un gran ejército profesional. Bajo el gobierno de Federico Guillermo I de Brandenburgo (1640-1688) se comenzó el proceso, y con Federico Guillermo I de Prusia se consolidó. El primero fue el fundador del Reino de Prusia gracias a una serie de reformas, aunque su gobierno estuvo marcado por la experiencia de su padre Jorge Guillermo I de Brandenburgo (1619-1640), consiguiendo la máxima independencia posible, una administración central y el ejército permanente del que ya hemos hablado.

La formación de Federico Guillermo I de Brandenburgo la obtuvo en la Universidad de Leiden[vi] en una estancia de cuatro años, y allí aprendió la lealtad del príncipe con la causa calvinista[vii], además de comprobar las ventajas que tenía un estado robusto en materia fiscal; también aprendió la cultura militar moderna. A diferencia de sus predecesores, cuando ejerció el poder percibió su papel más como un deber que como un conjunto de derechos y rentas, y los Electores sucesivos continuarían en esta línea. Tras su vuelta a Berlín en 1643 se ocupó de aumentar los recursos disponibles para poder ampliar el ejército, hasta el punto de que se institucionalizó la maquinaria bélica encarnada en un Comisariado de Guerra creado en 1655, justo cuando dieron comienzo las “Guerras del Norte”[viii] entre dicho año y 1661.

Bajo la dirección de Joachim von Grumbkow en 1679, el Comisariado extendió su influencia a todos los territorios dependientes de Brandenburgo, ampliando sus funciones a la economía y la autosuficiencia, estimulando la industria textil en particular. Brandenburgo pudo llevar así una política exterior autónoma y la nobleza se fue convirtiendo en una casta de servicio. Esta nueva maquinaria militar se financió por dos medios: los subsidios obtenidos en sus alianzas con potencias extranjeras (véase lo dicho sobre las guerras del norte) y el aumento de la presión fiscal, pero como el gobierno no dispuso durante algún tiempo de una administración suficiente, se fue creando un entramado burocrático que garantizase eficazmente el cobro de los tributos.

Se creó también una Oficina de Tierras que se encargó de la gestión del patrimonio en cada localidad, bien entendido que el Elector era el mayor terrateniente, a la vez que poseía no pocos monopolios. La centralización de estas rentas no se completó hasta 1683, y aún así no fue suficiente[ix], por lo que la contribución directa se sustituyó por una tasa indirecta sobre los bienes y los servicios, que se recaudaron por la administración central, aunque su aplicación fue exclusivamente urbana, pues la oposición de las familias terratenientes, de cuyo apoyo dependía el Elector, le hizo ser prudente en esta materia. Solo de forma progresiva estos impuestos se fueron extendiendo a todo el territorio.



[i] El emperador, a través del Consejo Áulico, que era el tribunal de mayor instancia del Imperio, conservará su papel como juez supremo. Cita de Remedios Solano Rodríguez en su obra “La influencia de la Guerra de la Independencia en Prusia a través de la prensa y la propaganda: la forjadura de una imagen sobre España (1808-1815)”. En un capítulo de esta obra se basa el presente resumen.

[ii] Sajón nacido en 1632, falleció en Berlín en 1694. Fue un jurista, filósofo, economista e historiador.

[iii] Así se denominaba a la nobleza al Este del Elba, cuyo origen se remonta a las colonizaciones y cristianización del este alemán durante la Edad Media.

[iv] Ver aquí mismo “Los orígenes de Prusia”.

[v]  Firmada por Fernando I de Habsburgo (hermano del emperador Carlos) y los estados del Imperio (1555): cada príncipe podía elegir la confesión de su estado.

[vi] En los Países Bajos, cerca de la costa.

[vii] El calvinismo era dominante en la Universidad de Leiden, defendiendo como garantía el orden, la majestad del derecho, la venerabilidad del Estado y la necesidad de subordinar la instancia militar a la disciplina y autoridad del Estado.

[viii] Entre Suecia por un lado y Brandenburgo-Prusia, la Mancomunidad Polaco-Lituana, el Reino de Dinamarca y Noruega y el Sacro Imperio por el otro.

[ix] C. Clark, El reino de hierro…”, obra citada por Remedios solano en la nota i.

viernes, 23 de julio de 2021

Final de un reinado

 

La amnistía que el primer gobierno de la regente María Cristina concedió, fue una constatación de la debilidad del mismo y un reconocimiento de su incapacidad para hacer frente al carlismo sin el apoyo de los liberales[i]. Donoso Cortés[ii] escribió que esta amnistía “vino a abrir las puertas de España a las revoluciones”, y por su parte Pacheco[iii] dijo que “no entraban los liberales como perdonados, no se olvidaba el liberalismo; entraban como auxiliares”. 

Un real decreto de 1832 creó el Ministerio de Fomento, “el más eficaz instrumento contra el carlismo y al mismo tiempo el golpe de gracia dado al Antiguo Régimen”[iv]. Éste ministerio reunió todas las competencias sobre gobierno interior, por lo que vino a sustituir al Consejo de Castilla, estando al frente de aquel Narciso Heredia y Begines de los Ríos, no precisamente un liberal, pero con experiencia de gobierno. Entonces se produjo la dimisión de Cafranga[v], aunque no le fue aceptada, y se dieron manifestaciones realistas (carlistas) que forzaron a la regente a decir que el único gobierno posible era el de una “monarquía sola y pura”, texto que se ha atribuido a Cafranga.

Los sucesos de La Granja, donde tuvieron lugar los amaños de los carlistas para que el rey anulase la Pragmática Sanción de 1789, llevaron a la regente a confirmar a Cea Bermúdez al frente del Gobierno, el cual hizo aprobar un Decreto suspendiendo las elecciones municipales[vi], teniendo lugar a principios de diciembre de 1832 el primer Consejo de Ministros para anular la Pragmática Sanción, lo que obviamente disgustó a los liberales.

Cuando el rey Fernando se recuperó de su enfermedad, por la que su esposa había ejercido por primera vez la regencia, mostró su desacuerdo con las medidas tomadas por esta, pero no dejó de expresar su agradecimiento a la reina, inclinándose entonces el Gobierno por mantener una política que no contentaba ni a carlistas ni a liberales. Salía entonces Carlos de Borbón (mediados de marzo de 1833) hacia Portugal. Por su parte los liberales “cristinos” reaccionaron a los sucesos de La Granja siendo potenciados por varios miembros de la más alta nobleza, consiguiendo reprimir a los realistas de Madrid en octubre de 1833.

En febrero de ese año Cea informó a su gobierno de la voluntad del rey de que se convocasen Cortes para jurar a la heredera Isabel, pero dichas Cortes debían ser las tradicionales por estamentos, sin otra misión más que la descrita. Debe tenerse en cuenta que no se convocaban dichas Cortes desde 1789 (cuarenta y cuatro años) y se escribió a los Capitanes Generales para que garantizasen que los elegidos para asistir a ellas fuesen acordes con la voluntad del rey. Respondió, entre otros, el marqués de las Amarillas[vii], destacado en Sevilla, diciendo que dicho asunto era indiferente porque fuesen quienes fuesen los elegidos no se opondrían al rey.

La importancia que Cea daba al control que los capitanes generales pudieran ejercer sobre las elecciones ha quedado de manifiesto en varias fuentes, y cuando el conde de Puñoenrostro[viii] hizo público un documento en el que se afirmaba que “la voluntad de los pueblos eleva los Reyes al trono”, además de que las Cortes debían discutir otros asuntos aparte el juramento de la heredera al trono, se le hizo rectificar por el rey y se le ordenó salir de la Corte “con destino de cuartel a Pamplona”. En todo caso esas Cortes fueron las últimas del Antiguo Régimen.

Mientras tanto corrió un texto carlista en el que se atacaban unas Cortes “para jurar unos derechos controvertibles, sin controvertirlos”, calificando al ministro de Gracia y Justicia[ix] de “enjorguinado” y añadiendo que se trataba de “la más grotesca farsa que se pueda ver”. García de León y Pizarro en sus “Memorias”, citadas por Bullón de Mendoza, escribió que “los amantes de principios templados y sospechados de liberalismo en lo político, están por la obediencia al Rey, y los que se llaman realistas por excelencia, y absolutistas por apodo, están por el otro partido”.

De todas formas hubo circunstancias dignas de consignar: el arzobispo de Toledo[x] se negó a jurar como diputado, siendo sustituido por el de Sevilla[xi]. Entre quienes prestaron el juramento había fervientes carlistas, y entre los que se negaron estuvieron el conde de Orgaz[xii], los obispos de Mondoñedo, Ourense y Orihuela, además del de León[xiii], con la particularidad de que éste protestó públicamente, habiendo tenido que abandonar su diócesis ya con anterioridad. Se dio incluso el caso curioso de don Francisco de Velasco que, elegido diputado por la ciudad de Burgos, juró y tres meses después participó en la sublevación carlista dirigida por Merino[xiv].

Pero la jura de la heredera no había despertado entusiasmo en la calle; el embajador portugués, miguelista, dijo que “en vez de fiesta parece un funeral, ni un viva”, en alusión a las fiestas que se organizaron en villas y ciudades para celebrar dicha jura. Un moderado como Burgos, que no tardaría en ser ministro, señaló que la jura de doña Isabel se vio en todas partes con desdén, y García de León y Pizarro (Secretario de Estado con Fernando VII) dijo que “la indiferencia, casi hostil, es general…”.


[i] Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera en su tesis doctoral.

[ii] Marqués de Valdegemas (1809-1853) fue filósofo, político y diplomático con el régimen liberal, evolucionando hacia posiciones cada vez más conservadoras.

[iii] Joaquín Francisco Pacheco era natural de Écija (1808-1865), jurista y escritor, militó en el partido moderado.

[iv] Véase la nota i.

[v] Jurista salmantino, tuvo cargos públicos tanto durante las etapas absolutistas como en el “trienio”, pero apoyó a la regente María Cristina frente a las pretensiones de Carlos de Borbón.

[vi] Después de 1823 eran los Ayuntamientos salientes quienes proponían a las Audiencias el nombre de los que debían sucederles.

[vii] Pedro Agustín Girón, militar partidario de un liberalismo moderado.

[viii] Juan José Matheu y Arias Dávila.

[ix] Francisco Fernández del Pino, con amplia trayectoria de gobierno y en los tribunales de justicia.

[x] Pedro Inguanzo Rivero.

[xi] Francisco J. Cienfuegos Jovellanos.

[xii] Joaquín Crespí de Valldaura.

[xiii] Francisco López Borricón, Dámaso Iglesias Lago, Félix Herrero Valverde y Joaquín Abarca Blanque respectivamente.

[xiv] Sacerdote y líder guerrillero. 

Ilustración: historiaymedicina.es/la-muerte-de-fernando-vii/

domingo, 11 de julio de 2021

Escribir un espejo

 

                                                                   Paisaje de Wisconsin

Cuando A. Tocqueville[i] escribió su obra “La democracia en América” (otros dicen que debe titularse “De la democracia en América”), lo hizo después de viajar a Estados Unidos, a principios de la década de 1830, acompañado de Gustave de Beaumont[ii]. La obra de Tocqueville se publicó en dos tomos con una distancia en el tiempo de cinco años (1835 y 1840).

No satisfaciéndole el modelo británico, pues valoró positivamente muchos aspectos de la Revolución Francesa (con excepción del Terror), participó en el régimen de 1830 y durante la II República francesa. Se mostró como un liberal en el sentido genuino del término, partidario del parlamentarismo pero contrario a los extremos de la democracia.

El profesor Eduardo Nolla ha expuesto brillantemente la “peripecia” de Tocqueville y Beaumont en Estados Unidos cuando consiguieron permiso para viajar a América, costeándose el viaje y la estancia durante un año aproximadamente. La disculpa fue estudiar el sistema de prisiones en el nuevo Estado por ver si sería aplicable en Francia (en Europa) por más humano que el existente aquí. Pronto comprobó que la democracia en Estados Unidos –con sus limitaciones- era posible allí pero no en Europa, con las permanentes convulsiones que había sufrido y aún viviría, menos en el caso de Gran Bretaña.

Los dos magistrados vieron –y así lo refleja Tocqueville en su obra citada- que parte de la población de EE.UU., no contenta con la vida en las colonias independientes, emprendía la marcha hacia la “frontera” (en la década de los treinta el territorio más al oeste al que había llegado el hombre blanco era Michigan). Esa población emprendía en la “frontera” una nueva vida lejos de las ataduras del Este, se hacía con tierras, se enfrentaba a los indígenas, sufría penalidades pero, al cabo de una o dos generaciones, solía tener éxito. Tocqueville estuvo interesado por la vida en esa “frontera”, en el Este y en el sur de Estados Unidos.

En el Este vio cómo funcionaba un colegio electoral (algo casi inexistente en Europa); él y Beaumont comprobaron entonces que los negros no votaban, aunque jurídicamente se les consideraba iguales a los blancos. Preguntaron el por qué de esto y se les dijo que si aparecía un negro por el colegio sería maltratado y se le impediría votar… En el sur vieron algo peor: los cultivos tropicales precisan, al menos durante una pequeña parte del año, grandes cuidados. Los negros del sur, aunque esclavos, eran tratados mejor que la generalidad de los blancos; se protegía a las familias de los esclavos para que se reprodujeran, lo que escandalizó a los dos amigos.

En relación a la “frontera” vieron que había una hospitalidad desusada en Europa, por lo que preguntaron. Se les contestó que era por interés, ya que un pionero, alejado en tierras hostiles, deseaba ser acogido por otro pionero y así se veía obligado a actuar de la misma manera. En definitiva, Tocqueville vio que el concepto de libertad no era el miso en unos países que en otros: la libertad jurídica suele ser en muchos casos pura teoría; las desigualdades económicas engendran desigualdades sociales insalvables; las condiciones de vida y cultura en unos países hacen concebir el anhelo de libertad de formas muy distintas.

Una de las grandes aportaciones de Tocqueville en la obra que cité arriba es que las leyes son inútiles si no se dan otras condiciones; la principal, que haya un equilibrio entre libertad e igualdad. Nuestro autor habla de que pueden ser los individuos más iguales entre sí y no más libres, lo que le lleva a definir qué es la libertad: un sentimiento –dice- que se tiene que generar continuamente en cada uno. Los sentimientos, las sensaciones, tienen que producirse todos los días.

Suya es la idea de individualismo como vicio de la democracia, que lleva a tomar decisiones sin reflexionar suficientemente, hablando de la tiranía de la mayoría cuando esta mayoría ha elegido mal, sin reflexión suficiente, alienadamente. Antiguamente –dice- el tirano imponía su voluntad, pero no podía evitar que cada individuo pensase lo que quisiese, que tuviese los sentimientos libres que su conciencia le dictase. El individualismo, por el contrario, impide pensar… Y luego pasa a exponer los tres regímenes que concibe: donde la libertad es mucho mayor que la igualdad, lo que conduce a la anarquía; donde la libertad y la igualdad están igualadas (este es el régimen que preconiza nuestro autor) y donde la igualdad es mayor que la libertad.

Mucha igualdad por acceder a bienes de todo tipo, trae consigo menos libertad: los individuos están alienados dejándose influir sobre lo que deben hacer en cada una de las manifestaciones de su vida. Por eso Tocqueville preconiza la discusión, el intercambio de ideas, la polémica, etc. Sin esto no hay libertad. Poner en cuestión continuamente la igualdad (no la económica o social, sino la igualdad en alienación) se hace imprescindible, siendo partidario de la participación política: así se combate la alienación de los demagogos, de de otros agentes que hoy son más poderosos que en época de nuestro autor.

Tocquville quiso predicar con el ejemplo y formó un partido político para intentar cambiar las cosas, para participar en las discusiones, en las ideas, en las polémicas, pero fracasó. Su legado, en cambio, es inmenso.

Cuando explicó lo que había querido hacer con su obra “La democracia en América”, dijo no pretender escribir un libro, sino un espejo, que poniéndolo delante de su cara le permitiese verse al mismo tiempo que el camino andado.



[i] Es el título nobiliario. Su nombre era Alexis de Clérel, nacido en la Isla de Francia en 1805 y fallecido en Cannes en 1859.

[ii] Nació en 1802 y murió en Tours en 1866. Igual que Tocqueville, fue magistrado y reformador de prisiones, para lo que le valió el viaje que hizo a Estados Unidos con aquel a principios de la década de 1830.

viernes, 21 de mayo de 2021

Un crimen en Villanueva del Fresno

 

                                                     pinterest.es/pin/90635011236297034/

Aunque durante mucho tiempo se ha considerado al militar Humberto Delgado un representante de la lucha contra el salazarismo portugués, lo cierto es que no solamente colaboró con él desde puestos de alta responsabilidad sino que fue partidario del régimen nazi. Solo el aislamiento de los puestos que ambicionaba por parte del todopoderoso Salazar le llevaron a oponerse a la dictadura, pero no como resultado de un convencimiento ideológico, sino por despecho.

Ya con veinte años participó en el golpe de estado que convirtió a Portugal en una dictadura camino del “Estado Novo”. Como en las elecciones presidenciales de 1958 fue preterido por el régimen a favor de Américo Tomás, hizo un llamamiento para que los militares se levantasen en armas: todo lo contrario a un demócrata. Entonces sí, se convirtió en un acérrimo antisalazarista pero fue traicionado y asesinado en la localidad española de Villanueva del Fresno, al sudoeste de la provincia de Badajoz.

Desde que entra en vigor la Constitución portuguesa de 1933[i], un año después de que Oliveira Salazar fuese nombrado primer ministro, el sistema, sin embargo, es pseudoconstitucional, muy parecido a los fascismos europeos del momento; la sociedad quedaba organizada corporativamente y el Estado no reconocía tanto libertades individuales sino que respondía a grupos de intereses. El primer ministro era nombrado por el Presidente de la República pero este no tenía poder real al ser “irresponsable” por sus actos políticos, por lo que quien verdaderamente detentaba el poder era el primer ministro (hasta 1968 Oliveira Salazar).

Ya en las elecciones de 1951, con la elección de Craveiro Lópes como Presidente de la República, se inicia un distanciamiento entre este y Salazar, pues Craveiro no aceptaba ser una comparsa del régimen. Esto llevará a que en el año 1958, cuando haya que elegir de nuevo a un Jefe del Estado, Craveiro no sea ya el elegido por las instancias del poder real, sino Américo Tomás, que terminará sus días políticos con el triunfo de la “revolución de los claveles” en abril de 1974.

Lo cierto es que Portugal mantenia una guerra colonial que sufrían, en distinto grado, los soldados metropolitanos, los jefes y oficiales del ejército, los nativos de las colonias, principalmente Angola, Mozambique y Guinea Bissau y otro personal funcionario. Salazar defendía la permanencia del estado colonial pues era consciente de que sin las posesiones de ultramar Portugal quedaba reducido a un pequeño país sin relevancia en el mundo (ignoraba las posibilidades que le daría la integración en la Unión Europea).

En 1958, además del candidato del régimen, dos personajes más compiten por la Presidencia de la República: Humberto Delgado y Arlindo Pires Vicente, este sí verdadero antifascista que fue animado por grupos socialistas y comunistas. A la postre se retiraría para favorecer la candidatura de Delgado, que obtuvo el 25% de los votos desafiando por primera vez al poder de Salazar. Pero al comenzar el año 1959 Delgado tuvo que exiliarse en Brasil, desde donde participó en varios intentos infructuosos, como el fracasado de Beja en 1962[ii].

Los destinos internacionales que tuvo Delgado, particularmente en Estados Unidos, quizá le llevaron a considerar que una dictadura no tenía sentido y era injusta, pero su dilatado pasado de colaboracionista no era el mejor pasaporte para ser creíble por los demócratas. Fernando Cortés señala que el régimen salazarista determinó su condena a muerte; a principios de 1965 Delgado fue engañado por miembros de la PIDE, la policía política del régimen portugués y, junto a su secretaria, la brasileña Arajaryr Campos, fueron asesinados entre Olivenza y Villanueva del Fresno (Badajoz).

Sus cuerpos, para mayor escarnio, fueron llevados a las proximidades de esta última localidad y enterrados malamente con cal viva. Otros autores han estudiado este asesinato y el juicio que mereció en España[iii], además de la conexión italiana en el crimen[iv]. Pero Fernando Cortés no se detiene en el caso Delgado, citando otros crímenes de la dictadura portuguesa entre los que destaca la tortura y muerte de Germano Vidigal (Montemor-o-Novo) en 1945, el asesinato de José António Patuleia (Vila Viçosa) en 1947, el de Alfredo Lima  (Alpiarça) en 1950, el de la campesina Catarina Eufémia en 1954 (Baleizâo, Bajo Alentejo), el de José Adelino dos Santos, jornalero de Montemor-o-Novo en 1958, los de António Dângio y Francisco Madeira, de Aljustrel, en 1962…


[i] Fernando Cortés, “Congreso Internacional sobre el asesinato del general Humberto Delgado”.

[ii] lidadornoticias.pt/es/beja-assalto-ao-quartel-foi-ha-58-anos-intentona-de-beja-o-25-de-abril-adiado/

[iii] Juan Carlos Jiménez Redondo.

[iv] Umberto Berlenghini.

martes, 11 de mayo de 2021

Japón: de la paz al caos

 

                                       astelus.com/mapas-japon/mapa-de-japon-del-siglo-xvii/

En el cambio del siglo XVI al XVII españoles y portugueses se encontraban en Japón, pero estos últimos eran los que monopolizaban el comercio con occidente. Un inglés, William Adams, que trabajaba para comerciantes holandeses, fue convocado por el shogun mientras su país estaba en guerra con España y Portugal.

El shogun recelaba de los misioneros católicos, que conseguían cada vez más prosélitos en Japón, por lo que aquellos fueron expulsados. Al shogun le interesaba otra cosa: construir barcos para tener relaciones comerciales con otros países, y Adams contribuyó a ello. Así envió Japón sus primeros barcos que llegaron hasta México, camino de crear una flota mercante. Adams, por su parte, conseguía beneficios para la Compañía Holandesa de  las Indias Orientales.

El shogun no estaba solo; contra su deseo, barones independientes o daimios controlaban feudos gracias a la colaboración de los samuráis, miembros de la sociedad selecta de la época, pero estos daimios fueron sometidos por el shogun y así se llegó a una paz que antes no existía en Japón. En realidad se formó un sistema de gobierno en el que el emperador gobernaba con los daimios aunque estos estaban sometidos a aquel. Cuando el shogun Ieyasu (de la dinastía Tokunawa) murió se hizo un funeral tras su incineración, y sus restos se esparcieron en una montaña donde había practicado con frecuencia la cetrería.

La capital se estableció en Edo, la actual Tokio, que fue descrita por el español Rodrigo de Vivero y Velasco, gobernador de Filipinas que pasó una temporada en Japón. Las calles de Edo estaban ocupadas según los diversos oficios, sastres, zapateros, carpinteros, herreros… y la sociedad de la época era rígida, inspirada en el confucianismo. Los campesinos y los artesanos eran mayoría, constituyendo la clase inferior los comerciantes, por los que se tenía un vivo desprecio. Estas clases inferiores estaban sometidas por una serie de convencionalismos, como no poder vestir ropas caras y ricas, reservadas para las clases superiores.

Después del shogunato que siguió a Ieyasu le sucedió el nieto de este, que tenía experiencias místicas a partir de la admiración que sentía por su abuelo, pero gobernó de forma más inflexible, no acompañando nunca al ejército en el campo de batalla, como había sido costumbre con anterioridad. Este shogun actuó extravagante y caprichosamente, y como en tiempo de paz no había botines que repartir ¿cómo controlar a los barones territoriales? Se les hizo pasar parte del año en Edo, llegando en numerosas procesiones de varios miles de individuos, entre escoltas y porteadores. Así creció Edo, y los samuráis en la capital, sin sus familias, evolucionaron hacia la burocracia, donde no faltaron mujeres que, sin embargo, debían tener permiso de sus maridos para otras profesiones y actividades.

La legislación se hizo estricta y así se consiguió una paz falsa, se controlaron las carreteras que conducían a Edo e igualmente los movimientos de las personas. Los que desobedecían podían ser condenados a crucifixión si eran hombres y a esclavitud si mujeres. Se impuso el miedo. Aún así los viajes fueron aumentando por la seguridad en los caminos y se desarrollaron en ellos las ciudades. La principal carretera fue la que unió Kioto a Edo, escribiéndose diarios de viajes.

El grupo proscrito era el de los cristianos, habiendo recompensas por delatar a japoneses que hubiesen abrazado el cristianismo, y mayor premio por denunciar a sacerdotes. El cristianismo se hizo subversivo a los ojos del shogun por ser contrario a las tradiciones japonesas; fueron martirizados algunos e incluso niños. Ello causó desafección al régimen, sobre todo en el sur, donde antiguos samuráis eran ahora labradores aunque no habían olvidado la experiencia de las armas.

Los impuestos eran elevadísimos, pagándose al nacer un hijo o por cavar una fosa para enterrar a alguien. Los tributos se pagaban en arroz, que no podían comer los que lo cosechaban; el campesinado vivía en la miseria y las sequías y hambrunas se dieron en algunas regiones. No pagar los impuestos era castigado con severas penas y así se llegó a levantamientos importantes de campesinos que reivindicaron los cristianos.

El shogun envió tropas para reprimir dichos levantamientos, pero los rebeldes consiguieron resistir momentáneamente hasta que las autoridades llevaron a cabo grandes matanzas. Los holandeses, interesados en el comercio, preferían mantenerse al margen, y aquellos levantamientos fueron la excusa para que el shogun decidiese extirpar el cristianismo de Japón. Se prohibió viajar al exterior y los que estuviesen fuera no podrían volver. Japón se aisló, el shogun mandó destruir la flota y redujo el comercio exterior.

Cuando mercaderes portugueses desembarcaron en Japón el shogun mandó matar a algunos, a otros les sometió a castigos y a otros los expulsó. Este aislamiento no terminará hasta finales del siglo XIX.

sábado, 2 de enero de 2021

"Espadones" españoles

 


Con relación al papel de algunos militares en la política española durante el siglo XIX, caben varias interpretaciones: que los dirigentes civiles de los partidos políticos no fueron capaces de liderarlos y recurrieron a los que han sido llamados “espadones”; que estos espadones tenían una especial vocación de intervención en los asuntos políticos sabiéndose fuertes; que los militares en general protagonizaron largas guerras en las que se vio involucrada España[i] y esto les hizo verse protagonistas… Pablo González-Pola de la Granja[ii] ha estudiado éste asunto junto con otros historiadores.

Si los jefes militares que se destacaron fueron utilizados por los partidos políticos, quizá sea más correcto interpretarlo como una vez se “pronunciaron”, pues no está claro que desde los mismos partidos se instara a los “espadones” a intervenir. Otra cosa es que se vio como normal que lo hicieran. De ahí que se haya llamado al período que va desde 1840 hasta 1868 (y aún podríamos decir hasta 1875) “régimen de los generales”. Pero de esto no se puede concluir –como advierte el historiador citado- que el ejército ocupase el poder, como así fue en los dos primeros años de la dictadura de Primo de Rivera y durante la del general Franco (sobran los ejemplos en otros países).

El precedente más antiguo de intervención de un militar en la política fue el de Juan José de Austria contra la regente Mariana, cuando el citado hijo del rey Felipe IV se puso al frente de un levantamiento en Cataluña y Aragón, llegando a ejercer durante unos pocos años como primer ministro. Luego siguieron los militares que, con los borbones, recibieron un fuero especial y fueron el nervio del poder al servicio del rey. González-Pola cita a E. Giménez López cuando habla de “una administración fuertemente militarizada a cuyo vértice se encontraba un Capitán General, con audiencias sometidas a su autoridad, y con una malla corregimental extendida sobre el territorio…”.

En las Cortes de Cádiz se elaboró una doctrina castrense para las relaciones de los militares con las juntas de defensa que se formaron en toda España, apreciándose una prevención constante contra los generales, jefes y oficiales del ejército regular, aún antes de que hubieran aparecido los espadones. Alonso Baquer –a quien cita el autor al que sigo- escribió que resulta sorprendente que en plena guerra se pensase más que en ganarla, en la forma de sostener frente al rey y a su ejército, las libertades individuales y municipales.

González-Pola habla del interés en controlar el poder que se otorgaba a las autoridades militares, dándose un enfrentamiento entre junteros y generales, que se concretó en las protestas de estos por los ascensos que consideraban injustificados de junteros regionales. La guerra de 1808 se desarrolló con una exigencia de responsabilidades y desconfianza entre militares profesionales y junteros, la falta de una política coordinada entre las diferentes juntas, y la negativa de las Cortes y juntas a que un militar español ejerciera la unidad de mando, lo que sí se reconoció a Wellington en 1812.

La Constitución de 1812 consagró la idea del ejército como nacional, no real, quedando dividido en dos categorías, las tropas de continuo servicio y la milicia nacional. En 1813 el general Castaños y el conde de la Bisbal (Enrique José O’Donnell, tío de Leopoldo) intentaron ante las Cortes unir las correspondencias militares y políticas, pero la propuesta fue derrotada. Tras la guerra, el ejército estamental borbónico estaba desaparecido en la práctica, pues muchos militares se acercaron al liberalismo, los que habían sido capturados por los franceses tuvieron ocasión de leer a Voltaire y Rousseau, entre otros, y hubo militares que se afiliaron a la masonería. Los que procedían de la guerrilla se incorporaron al ejército y convivieron con los que, como Espartero, se formaron en las academias militares que se habían improvisado.

En 1815 el ejército estaba sobredimensionado, reduciéndose por el marqués de las Amarillas[iii], que depuró a muchos liberales de sus filas, pero en 1826, el general marqués de Zambrano[iv] fue incorporando antiguos mandos liberales. En 1825 habían regresado los generales, jefes y oficiales en América que venían influidos por los principios liberales: son los llamados “ayacuchos” que apoyarán al general Espartero en 1840.

Cuando se produce el conflicto carlista, el posicionamiento del ejército (la mayoría) en el liberalismo sorprende al pretendiente, presionando aquel a la regente para evitar el conservadurismo. Pero la guerra trajo a los militares sinsabores con el retraso en las pagas y las malas condiciones de los abastecimientos, lo que provocó indisciplina en la tropa, que el general Espartero, ministro de la Guerra, tuvo que combatir. La guerra de 1833 encumbró a los vencedores, viéndose a generales al frente del Gobierno, lo que no es un fenómeno exclusivo de España: en Francia más del doble de casos y en Portugal más aún.

El liberalismo arraigó fuertemente en el ejército español, y llegado el año 1894, el periódico “El Imparcial” publicó lo siguiente: “Sin el Ejército los partidos reformadores no hubieran llegado al poder, pero sin el Ejército, una vez llegados, no lo habrían dejado jamás…”. Es decir, tuvo que haber espadones que acabaron con el mandato de otros espadones. El ejército fue propulsor y freno -sigue diciendo el periódico citado- en la política española. Los partidos, por su parte, tenían una escasa base social que los progresistas intentaron aumentar permitiendo el voto sin necesidad de tantas exigencias económicas.

Los espadones, como ha señalado el profesor Pabón, actuaron al margen del ejército, aunque implicaron a éste para el triunfo de sus pronunciamientos, de los que se aprovechaban los diversos partidos ocasionando perjuicios a unos en beneficio de otros: se producían injusticias al recibir ascensos los seguidores del espadón triunfante, mientras que los que permanecían fieles al Gobierno quedaban en situación de reemplazo con media paga. Los generales políticos no aprovecharon su paso por el poder para hacer reformas en el ejército, a excepción de O’Donnell, que hizo importantes inversiones para reformar la Armada. Lo que preocupa a los espadones es la politización del ejército en los pronunciamientos de los que eran protagonistas y sus efectos sobre la disciplina.

Siendo dos veces Presidente del Consejo de Ministros en 1843 Joaquín María López, el general Serrano, ministro de la Guerra, envió una circular a los inspectores de Infantería y Caballería y a los directores de Artillería e Ingenieros, proponiendo que se extinguiese para siempre el espíritu de partido en el ejercito, teniéndose como criterios la mayor capacidad y aptitud, los méritos y los servicios de los militares, cualquiera que hubiese sido el partido al que pudiesen haber pertenecido.

Los espadones –dice González-Pola- quisieron ser los últimos pronunciados, y siendo la disciplina la esencia de la fuerza armada, temieron la politización del ejército, lo que era una contradicción manifiesta. Cuando O’Donnell se adhiere y patrocina al partido Unión Liberal, quizá pensó que no sería necesaria ninguna otra irrupción de generales empujados por los partidos, pero lo cierto es que los militares plebeyos ganaron protagonismo social, siendo la revolución de 1868, según el autor al que sigo, eminentemente castrense. El general López Domínguez, personaje fundamental en el ejército, se dirigió a los diputados en la legislatura de 1869 diciendo que para conquistar la libertad se había tenido que recurrir siempre a las armas, y sin embargo se habían entregado armas al pueblo (el juntismo ya antiguo) contra el ejército…

Espartero fue el que nació antes de todos los espadones españoles, 1793, por lo que fue el único que pudo participar en la guerra de 1808; le siguió Narváez (1799), luego O’Donnell (1809) y Serrano (1810); Prim nació en 1814 y Martínez Campos en 1831, llegando a ser Presidente del Gobierno en 1879 y luego ministro de la Guerra con Sagasta. No importó a estos espadones apoyar a unos o a otros (siempre en las filas del liberalismo): Narváez apoyó una sublevación absolutista en 1822, cierto que era muy joven; O’Donnel participó en la sublevación progresista de 1854 para, dos años más tarde, contribuir a su ruina; Serrano estuvo con la reina y contra ella, con Espartero y con Narváez para derrocar a aquel, y Martínez Campos apoyó a Cánovas y luego a Sagasta…


[i] Contra la ocupación francesa en 1808, las de independencia de sus posesiones en América, la carlista de 1833.

[ii] “O’Donnell el espadón”.

[iii] Pedro Agustín Girón Las Casas, llegó a presidir el Estamento de Próceres en 1834.

[iv] Miguel de Ibarrola llegó a ser senador entre 1845 y su fallecimiento tres años más tarde.

La ilustración, tomada de cronicasderequena.es/la-insurreccion-de-1843-requena-contra-espartero/ ilustra el levantamiento de Narváez en 1843.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Tolentino

Exconvento de San Nicolás (Tolentino) en 1940 (*)

Tolentino es una pequeña ciudad del este de Italia donde, a finales del siglo XVIII, se firmó un tratado entre Francia y el papa Pío VI por el que el poder temporal de la Iglesia empieza a decaer antes de que se produzca la unidad política y territorial italiana a mediados del siglo siguiente.

Aunque los historiadores no se ponen de acuerdo en la interpretación de éste tratado, lo cierto es que la Francia de Bonaparte, cuyo régimen en ese momento era el Directorio, se encontraba en un momento en que el poder del militar estaba creciendo de tal forma que se permitió condicionar al papa al margen de las autoridades centrales francesas. El papa no es privado de su condición de guía espiritual de la cristiandad, pero las relaciones del Estado y la Iglesia católica serán, a partir de este momento, distintas a como lo habían sido.

El papa encargó al historiador Gaetano Marini[i] que se hiciese cargo de la documentación que contenía el tratado, lo que así hizo. El documento depositado en el Vaticano consta de ocho folios de 355 por 245 mm., con sellos de lacre del papa y Francia.

Éste tratado se inscribe en la política expansiva de Bonaparte, figura militar ascendente, contra las potencias absolutistas, Gran Bretaña y los estados italianos que estaban bajo la mirada, si no la intervención, del Imperio Austríaco. Bonaparte estaba interesado en tres cosas: su ascenso personal, el engrandecimiento de Francia y la expansión de las ideas ilustradas y liberales moderadas por Europa.

Así los ejércitos bonapartistas ocuparon Módena, Forli, Bolonia y otras ciudades bajo la “protección” pontificia. Entonces el papa envió a Bonaparte una legación para llegar a ciertos acuerdos que evitasen un desastre mayor (quizá la ocupación militar de Roma) para el director de la Iglesia, y en Tolentino se reunieron las dos partes.

El texto del tratado es un ejemplo del lenguaje eufemístico de la diplomacia de todos los tiempos, hablándose de “amistad y buena inteligencia”, cuando en realidad había sido una imposición de Francia al papa, pero es importante que el éste se obligaba a no hacer reclamación alguna sobre Avignon y el condado de Venaissin (sureste de Francia) que en el siglo XIII había sido propiedad de los condes de Poitiers, los cuales lo donaron a la Iglesia. Por ello los habitantes de este territorio, cuyo centro ocupaba la villa de Carpentras, no estaban obligados al pago de impuestos ni al servicio militar. Esto no era admisible para los republicanos y jacobinos franceses ya desde los primeros momentos de la Revolución, aunque hay precedentes de que la monarquía absoluta francesa también había intentado anexionarse el condado.

El tratado hace referencia a una buena cantidad de dinero que el papa debía pagar a Francia, quizá para comprar una paz que nunca estaría segura o para compensar el tiempo de exención fiscal de que habían gozado los habitante de ese enclave papal en Francia. También había alguna cláusula alusiva a la entrega a Francia de algunas obras de arte, además de que el papa tuvo que liberar a presos políticos que la república francesa no admitía.

Quizá Bonaparte y sus colaboradores conocían el pensamiento de Mme. de Lambert[ii] de que “filosofar es devolver a la razón toda su dignidad”, así como a Voltaire cuando escribió en 1765: “el verdadero filósofo labra los campos incultos, aumenta el número de carretas y, por consiguiente, de habitantes, da trabajo al pobre y le enriquece, fomenta los matrimonios, da al huérfano instituciones, no murmura contra los impuestos necesarios y pone al campesino en situación de pagarlos con alegría. No espera nada de los hombres y les hace todo el bien de que es capaz”.



[i] Nacido en 1742, murió en 1815, pero no está claro si era sacerdote (parece que sí clérigo).
[ii] Nacida en París en 1647, falleció en la misma ciudad en 1733 (Anne-Thérèse de Marguenat), inspiradora de un salón para el cultivo de la dignidad, el buen gusto y el progreso en su época.
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