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martes, 28 de mayo de 2019

"Mar viene de amargura"



El título sale de lo que decían los españoles del siglo XVI, según revela fray Antonio de Guevara en una de sus obras[i], pues gracias al mar muchos se hacían ricos, pero muchos más yacían enterrados. También los ingleses de la época consideraban que antes de mandar a un hijo hacerse marinero, era preferible convertirlo en aprendiz de verdugo. Era general en toda Europa que el mar fue visto como un espacio lleno de peligros, que solo la necesidad o la codicia animaba a adentrarse en él. En ocasiones era también por tradición familiar o “por natural inclinación”, como dejó escrito Juan Escalante de Mendoza, caballero veinticuatro de Sevilla y general de las flotas de la Carrera de Indias.

El mismo citado consideró que la pobreza era el principal impulso que llevaba a la gente al mar, pues en las ciudades portuarias, y aún en otras, había legiones de pobres y mendigos. También muchos niños huérfanos, que en ocasiones fueron reclutados para servir a alguien en las embarcaciones y fuera de ellas. El autor al que sigo dice que los documentos del Archivo de Indias informan de los niños huérfanos que, con seis o siete años, eran “adoptados” por algún oficial o maestre. Si los niños tenían padres, estos llegaban a firmar contratos de aprendizaje, que llevaba a aquellos a un período de sumisión de unos diez años, pues estos niños, además de servir en los barcos, quedaban también atados a su contratador en Indias.

Muchas personas cargadas de deudas acudían a enrolarse, pensando en desertar cuanto antes, por ello los marineros eran confinados en barcos y sometidos a vigilancia. Uno de los incentivos más irresistibles era emigrar a Indias sin pagar pasaje y burlando los controles de la Casa de la Contratación, pues una vez en América era relativamente fácil quedarse, constituyendo la lista de emigrantes ilegales.

El personal necesario para las armadas y la flota de Indias era muy numeroso; en los momentos más intensos, a fines del siglo XVI y principios del XVII, eran necesarios hasta 8.000 hombres al año. En ninguna otra empresa era necesario concentrar a tal número de trabajadores; solo los ejércitos reunían contingentes parecidos y la mayor empresa constructiva de España en el siglo XVI, el palacio-iglesia-monasterio de El Escorial, necesitó no más de mil trabajadores al mismo tiempo.

Entre la marinería se admitía a extranjeros, viéndose sobre todo portugueses, genoveses, napolitanos, malteses, flamencos y alemanes. Como muchos de estos estaban en situación ilegal en España, se resignaban a un salario más bajo con tal de enrolarse hacia las Indias. Toda la tripulación estaba confinada como siglos más tarde lo estarán los obreros en las fábricas, siendo un barco grande de la época la máquina más sofisticada conocida, y así los que alcanzaban los puestos más importantes, habían de prepararse muy cuidadosamente y bajo una supervisión constante. Pero las condiciones de trabajo eran pésimas: además de una fuerte inseguridad y un alto riesgo personal, los marineros debían estar disponibles a cualquier hora del día y de la noche según el tiempo atmosférico, y los accidentes de trabajo eran constantes, incluyendo las batallas, que eran frecuentes; además, las tripulaciones quedaban sujetas a sus jefes en tierra.

Para ascender profesionalmente en la marinería lo más importante era la experiencia, empezando por los “pajes de nao”, niños que se ocupaban de la limpieza a bordo, eran criados y cumplían ciertas funciones religiosas cantando en alto algunas lecciones de la doctrina cristiana. También llevaban el cómputo de las horas mediante grandes relojes de arena (ampolletas) que debían ser volteados cada media hora, momento en el que los pajes debían recitar una salmodia para que se supiese que no se habían olvidado.

A los diecisiete años podían ascender a grumetes, que realizaban operaciones de gran responsabilidad, como subir por la arboladura y otras tareas pesadas como la carga y descarga. A los 25 años se llegaba a marinero, que llevaba la caña del timón o realizar maniobras más complejas. A los cuarenta años estos marineros se podían considerar ancianos en muchos casos, por lo que podían pasar a contramaestres y/o guardianes, encargados de la disciplina; el despensero y el condestable eran otros cargos, este último encargado de la conservación de las armas. Un carpintero y un calafate por embarcación cobraban salarios superiores a los de la marinería.

Los cargos superiores eran el piloto, el maestre y el capitán, este último jefe militar del buque, que en las grandes naves de carga solía ser un hidalgo. El piloto debía conocer cada uno de los accidentes geográficos de las costas y podía ascender si sabía leer y escribir. El maestre era el administrador económico, que era a la vez dueño del barco salvo que este fuese muy grande, en cuyo caso se contrataba a uno que supiese el oficio y que, además, debía entregar importantes fianzas pecuniarias para garantizar la justa administración durante los ocho o nueve meses que duraba la campaña de navegación, pero en la Carrera de Indias muchos realizaban sus negocios ilegales: traficar con el cáñamo de los aparejos, sisando el vino y la comida, sustrayendo pólvora, etc.

Las condiciones de habitabilidad de los buques eran pésimas, donde el hacinamiento solo permitía un metro y medio cuadrado por persona, con animales aquí y allá. Sin embargo, el pasaje se pagaba a precio de oro, consiguiendo los más pudientes un habitáculo separado de los del resto. El calor era otro de los inconvenientes, así como la suciedad, sobre todo por la falta de agua dulce, hasta el punto de que se decía que los barcos de Su Majestad “antes se olían que se veían”. El dominico fray Tomás de la Torre dejó escrito que por el calor, “la brea del navío ardía” y que “nos trataban como a negros”, pues “no se puede imaginar hospital más sucio y de más gemidos como aquel”[ii].

Eugenio de Salazar, por su parte, escribió que “uno vomita, otro suelta los vientos, otro descarga la tripa…”[iii]. La alimentación a bordo era deficiente, porque la conservación de los alimentos se hacía mediante salazones o deshidratándolos, mientras que las botijas de agua ocupaban un gran volumen, pero esta debía ser racionada, llevando muchas veces a la sed de los viajeros. El citado Eugenio de Salazar dijo que era tal la sed que se sufría que “por beberla y no sentirla”, de la poca agua que se daba a cada persona.

Pasadas las Canarias hacia el oeste se disfrutaban los vientos alisios, dedicándose entonces los tripulantes al juego, aunque estuviese prohibido: dados, naipes y ajedrez, este último para minorías. La lectura colectiva también era un entretenimiento, encargándose o pidiéndose a uno que leyera para los que no sabían: vidas de santos, de papas, libros de caballerías y novelas pastoriles. Los juegos del amor –dice Pérez-Mallaín- estaban prohibidos, pero se hacía la vista gorda y no fueron pocos los escándalos provocados entre disimulo y disimulo, pero la homosexualidad, relativamente común entre personas que pasaban muchos meses en alta mar (y más habiendo jóvenes), aunque perseguida, se solía guardar en secreto, y si se denunciaba era más bien por un odio larvado sobre los acusados.

La profesión de marinero tenía uno de los máximos desprestigios, y quienes la ejercían procedían de los estratos más bajos de la sociedad, compartiendo con esclavos ciertos trabajos, teniendo solo consideración los que, a bordo de los buques, dirigían las operaciones militares, haciendo valer su condición de hidalgos. Don Álvaro de Bazán, “El Mozo”, por ejemplo, fue nombrado a mediados del siglo XVI marqués de Santa Cruz.

En cuanto a la persecución de delitos cometidos durante las travesías marítimas, la justicia fue cada vez más dura a medida que avanzaba la Edad Moderna, y la indefensión fue cada vez más manifiesta, e independientemente de la verdad, quedó escrito que la mar era “capa de malhechores y refugio de pecadores”[iv], donde se blasfemaba, se bebía, se engañaba, se difamaba, se robaba, se asesinaba y se fornicaba”.



[i] “De muchos trabajos que se pasan en las galeras”, 1539. Luego han citado a este autor José Luis Martínez y Pablo E. Pérez-Mallaín, autor este de “Los hombres de las rutas oceánicas hispánicas en el siglo XVI”, trabajo en el que se basa el presente resumen.
[ii] “Diario del viaje de Salamanca a Ciudad Real (Chiapas). 1544-1545”.
[iii] “La mar descrita por los mareados”.
[iv] Fray Antonio de Guevara.

lunes, 28 de enero de 2019

Puertos vascos en el siglo XVI


Una polémica que duró casi un siglo se desató entre las fuerzas vivas de las ciudades de Burgos y Bilbao durante parte de los siglos XV y XVI. La importancia del puerto bilbaíno contrastó, en dicha época, con la preferencia de la Corona de Castilla por la ciudad de Burgos para establecer un Consulado, donde se centralizase el control del comercio exterior desde los puertos cantábricos y al sur del río Ebro. Los historiadores Gil Sáez, González Arce y Hernández García[i] han consultado y estudiado los fondos documentales que sobre este asunto hay en el Archivo General de Simancas, consistentes en los libros de contabilidad de los mercaderes de la villa de Bilbao y los bienes de extranjeros.

No solo Bilbao en sus relaciones comerciales con Francia, Inglaterra o Flandes, sino otros puertos vascos han generado –conservados- 68 contratos de fletamento entre los años 1504 y 1549. Esta documentación está comprendida en un pleito interpuesto –dicen los citados historiadores- por el prior y Consulado de Burgos contra el Consulado de Bilbao en la Chancillería de Valladolid, que luego pasaría al Consejo Real, a resultas del enfrentamiento que las comunidades mercantiles de ambas ciudades venían manteniendo desde principios del siglo XV.

La rivalidad entre ambos colectivos desató una “guerra” hacia 1451 en Brujas, que tuvo su continuidad hasta mediados del siglo XVI. Tras la intervención de los reyes Juan II y Enrique IV, hacia 1455 el consulado castellano; en Burgos se agrupaban los comerciantes procedentes del sur del Ebro y en Bilbao los vascos, pero en el ámbito exterior y en asuntos comunes actuaban como un solo consulado, para lo que firmaron una concordia en 1465. Pero la lucha continuó más tarde cuando Bilbao, que ya era un puerto importante del Cantábrico merced a su excelente surgidero (lugar donde puede fondear una embarcación), importante flota y comunidad de mareantes. Bilbao empezó a controlar la venta y exportación de hierro y, en 1494, dieron un paso más, consiguiendo que los reyes fundasen el Consulado de Burgos. La ciudad vizcaína reaccionó y, gracias a que su flota servía de base a las armadas reales, consiguió, un año más tarde, que dicho Consulado no tuviese competencias al norte del Ebro.

Esta disputa perjudicaba a ambas partes, por lo que se llegó a tres acuerdos (en 1499, 1500 y 1513) que supusieron una victoria parcial de Burgos, si bien Bilbao mantuvo la independencia con la creación de su Consulado en 1511… A mediados del siglo XVI de nuevo hubo problemas porque los burgaleses consideraban que los bilbaínos no respetaban los textos legales aprobados.

El Consulado de Burgos comenzó entonces negociaciones con Portugalete para trasladar su puerto, más capaz que el de Bilbao por su mayor calado para naves de mayor tamaño, de modo que en 1547 se firmó el tratado entre ambas localidades que causó una serie de litigios entre bilbaínos y burgaleses. Uno de ellos se debió al secuestro de seis naos con lana que los de Portugalete embargaron para reembarcar la mercancía con destino a Flandes. Los de Bilbao acusaron a los de Burgos y Portugalete de haber realizado un monipodio (que tiene una finalidad ilícita) y confederación, lo que estaba prohibido por la ley. Tras una sentencia favorable a Bilbao en 1551, el pleito pasó al Consejo Real, mientras que la guerra con Francia[ii] hizo que se llegase a una nueva concordia en 1553.

De todas formas, de la documentación consultada se deduce que la mayor parte de los que podrían incumplir los acuerdos eran comerciantes y navieros guipuzcoanos, y era con el comercio de la lana y no con el de hierro, más propio este de los bilbaínos. El cantábrico español era, en la época, el principal foco exportador de hierro en barras, herramientas, etc. Y en el caso de Castilla las ferias de Medina del Campo, Medina de Rioseco, Villalón y, en menor medida, Valladolid, estas se convirtieron en foco del comercio europeo por ser núcleos redistribuidores de productos. El puerto de Santander se especializó en la exportación de lana burgalesa, pero su primacía fue disputada por otros puertos guipuzcoanos, siendo puntos de escala para los viajes de vuelta trayendo productos europeos a la península Ibérica: pescados y lujosos paños flamenco, lanas más ligeras de Inglaterra y Flandes, lienzos franceses y holandeses, y artículos de primera necesidad como el cereal. El nivel de intercambios fue grande, lo que da idea del alto grado de desarrollo comercial alcanzado e Europa, a pesar de la inestabilidad que provocaba el corso.

De todo ello se ocupaban fletadores y fletantes, que suscribían contratos por los que el dueño de la nave la prestaba a otro para transportar mercancías, el fletador, que puede a su vez fletar dicha nave a otro, bien en todo o en parte de la embarcación para llevar otras mercancías. Los consignatarios, por su parte, son aquellos a los que iba destinado el cargamento. Encontramos armadores foráneos, como es el caso de los franceses y uno portugués. Entre los fletantes oriundos de la Corona de Castilla el predominio corresponde a los guipuzcoanos, seguidos de los vizcaínos, pero también encontramos un asturiano (Candás), un coruñés, un pontevedrés (Cangas) y tres santanderinos (Castro Urdiales y Santa María del Cesto). Los puertos más importantes, de entre los vascos, fueron Ondárroa, Bilabao, Deva, Portugalete, Pasajes y San Sebastián, siendo este y los dos anteriores los más importantes.

En cuanto a los fletadores estaban más dispersos territorialmente, aunque son mayoría los naturales del reino, sobre todo vascos, pero también riojanos, navarros y andaluces. Los extranjeros eran el 12%, la mayoría ingleses e irlandeses.

Entre los mercaderes (propietarios en todo o en parte de la carga del barco) un producto importante era la lana, pero aún más el hierro, y a mucha distancia el vino, la madera, fruta, resina, pescado salado, alumbre, paños y estameñas. El hierro procedía de las numerosas ferrerías diseminadas por Vizcaya y Guipúzcoa, particularmente a lo largo del río Urumea. Hierro que iba, en su mayor parte, a Inglaterra, comercio que ya se encontraba consolidado al menos desde el siglo XIII, seguida del sur peninsular, bien a Lisboa o a Sevilla y Sanlúcar de Barrameda. De aquí se embarcaba el hierro hacia América de forma creciente, a medida que la demanda en el nuevo continente fue mayor.

La lana iba a los puertos flamencos de Ramua[iii] y La Esclusa[iv], aunque el centro distribuidor estaba en Brujas. El puerto de embarque más importante de este producto estuvo en Santander, pero más tarde fueron puertos vascos los elegidos. El vino iba más que a ninguna otra parte a puertos ingleses, compartiendo sitio en las bodegas con el hierro, la fruta (naranjas, limones y pasas), si bien el contrato se solía cerrar en Valencia, Colindres (Cantabria) y el Puerto de Santa María. El alumbre solía ser propiedad de mercaderes burgaleses, cargado en Mazarrón[v] y enviado a Ruan y Flandes. Las estameñas castellanas eran enviadas a Flandes y los paños de Castilla y de Durango eran remitidos al puerto de A Coruña.

Los puertos flamencos de La Esclusa y Ramusa y los ingleses de Londres, Santa Catalina, La Pola, Bristol, Lim, Exeter y Antona son los que más mercancías recibían, seguidos de los españoles de Ayamonte, Bilbao, A Coruña, Sanlúcar de Barrameda, Málaga, Alicante y Palma. En cuanto a Francia, los puertos de Nantes, Ruan, San Julián y La Rochela. Lisboa y los puertos italianos de Mesina, Nápoles y Palermo, junto con el irlandés de Galway completan esto. Los viajes de vuelta hacían la ruta Nantes-Ondárroa, Sanlúcar-Ramua, Londres-San Sebastián, Lim-San Sebastián, Bristol-Pasajes, Lim-Pasajes, La Esclusa-San Sebastián, Flandes-Bilbao-Laredo e Inglaterra-Bilbao, con cereales, alumbre, fruta, habas, cuero, plomo, cerveza y paños.



[i] “El comercio de los puertos vascos en la primera mitad del siglo XVI a partir de los contratos de fetamento”.
[ii] Es la que enfrenta a las monarquías francesa y española por la hegemonía en Italia, finalizando en 1559 con la paz de Cateau-Cambrésis.
[iii] Amemuiden, actual Middelburg, en el suroeste de la actual Holanda.
[iv] Sluis, en el extremo suroeste de la actual Holanda.
[v] En la costa murciana.

sábado, 26 de enero de 2019

Navegaciones atlánticas

El Viejo Mundo y el Atlántico en un mapa antiguo

Si se prescinde de los monjes irlandeses –dice Céspedes del Castillo- que, con propósitos evangelizadores, navegaron a finales del siglo VIII a Islandia y las islas Far-Oer (1), los primeros grandes exploradores del Atlántico fueron los vikingos. Comenzando en el siglo IX a partir de sus bases escandinavas, se irían asentando en las islas Shetland (2), Orcadas (3) y en Islandia. A Groenlandia llegaron en el año 985 y poco después exploraban las costas de la península de Labrador, la Tierra de Baffin (4) y el estrecho de Hudson. Conocieron la isla de Terranova y muy probablemente un tramo –que llamaron Vinlandia- de la costa noreste de los Estados Unidos. Los pequeños, escasos y dispersos asentamientos vikingos en tierras que hoy sabemos americanas tuvieron una existencia precaria y fugaz. En 1016 fueron abandonados, debido en parte a la hostilidad de los esquimales, en parte a un ligero descenso de las temperaturas medias anuales que hizo ya demasiado peligrosa la navegación en esas latitudes.  La colonia de Groenlandia sobrevivió hasta principios del siglo XV, pero las tierras más al oeste no tardaron en ser olvidadas. Hoy podemos decir que los vikingos fueron los primeros en cruzar el Atlántico.

Ellos remaban en sus serpientes o barcas sin cubierta y con una vela que izaban para aprovechar el viento o arriaban y extendían para protegerse de la lluvia, pero no pudieron imaginarse la existencia de haber estado en un nuevo continente.

Mucho tiempo después se asomaron al Atlántico contra navegantes genoveses, catalanes y mallorquines, llevando consigo lo mejor de sus técnicas navales, cartográficas y comerciales. Sus expediciones al este del estrecho de Gibraltar son poco conocidas, envueltas como estuvieron en el secreto que, desde tiempo de los fenicios, ha sido típico de todo mercader que no desea competidores. Se sabe de una de ellas, que hasta ahora pasa por ser la primera, en el año 1291. Empezaron a lo largo de la actual costa atlántica de Marruecos, sobre la base de información obtenida de pescadores de Andalucía y el Algarve; fueron natural continuación de navegaciones de cabotaje por el litoral mediterráneo de África; su probable objetivo sería alcanzar, hacia el sur, el entonces desconocido lugar de origen del oro y el marfil que llegaba a todas las ciudades portuarias situadas entre Ceuta y Túnez, a través del Sáhara. Las olvidadas islas Canarias, en las cuales habían ya comerciado los romanos, fueron redescubiertas, estableciéndose pasajeramente en Lanzarote un puesto comercial a principios del siglo XIV. Poco antes de 1330 se avistaban las Madeira, posiblemente por pescadores andaluces o portugueses que, en el viaje de regreso desde aguas canarias, conocían ya que alejándose de la costa en dirección N o NW encontraban vientos aprovechables para sus embarcaciones hasta dar con otros muy favorables en la latitud sur de Portugal.

Los navegantes mediterráneos no vuelven a aparecer por estas aguas desde 1389. Genoveses y catalanes sucesivamente, concluyen que los desembolsos y riesgos asumidos en la exploración de un nuevo mercado no ofrecen nada positivo. Recuérdese también que las epidemias de la peste negra habían causado estragos en sus puertos de origen. Además no se encontraban preparados para la navegación atlántica de altura. Habían diseñado tipos de buque aptos para el Mediterráneo y sus cortos trayectos e irregulares vientos. El mejor de sus prototipos fue la galera, larga, fina y de poco calado para evitar bajos fondos y minimizar la resistencia del agua. Dependía de los remos como elemento propulsor, usando una o dos velas auxiliares para aprovechar el viento y aliviar a los remeros; era rápida y segura en aguas tranquilas y entre puertos cercanos donde reabastecerse con frecuencia y hallar refugio en caso de temporal. En el Atlántico, mar abierto y tempestuoso, lejos de puerto, la galera resultaba frágil; su radio de acción muy limitado, ya que había de cargar provisiones para una gran tripulación que incluía muchos remeros; la capacidad de carga útil resultaba insuficiente para compensar las largas distancias y elevados gastos diarios que es preciso multiplicar por los muchos días de navegación.

Entre tanto, los marinos de la costa atlántica europea diseñaban un tipo de nave más adecuado a los agitados mares Cantábrico y del Norte: el barco redondo, en proporción más corto y ancho que el mediterráneo, de perfil transversal redondeado para hacer su esqueleto de madera más resistente a los embates del mar. Era pesado y lento, pero, con su línea de flotación más alta, el centro de gravedad quedaba bajo; esto le proporcionaba estabilidad suficiente para cargar un aparejo de velas cuadradas más elevado y de mayor superficie que el de la galera. Portugueses y castellanos fueron quienes por su situación geográfica se hallaban en condiciones ideales para aprovechar lo mejor de la doble tradición atlántica y mediterránea en construcción naval. A lo largo de un siglo fueron mejorando el diseño y aumentando el tonelaje de sus barcas, inicialmente sin cubierta y con uno o dos mástiles, hasta crear la carabela, un tipo de barco redondo muy ágil y maniobrero, con cubierta y castillo de popa, que evoluciona durante casi todo el siglo XV y aumenta de tamaño hasta alcanzar por término medio 21 metros de largo, 7 de ancho, 2 de calado y carga útil de 60 toneladas castellanas. La carabela utilizada a partir de 1441 en viajes de exploración, heredó de anteriores barcos redondos su solidez, su total dependencia del viento, su pequeña tripulación –ya que no precisa remeros- y su relativa gran capacidad de carga que, permitiéndole llevar abundantes provisiones, le otorgaría un gran radio de acción.

En un esfuerzo empírico por aumentar tonelajes y reducir tripulaciones sin sacrificar demasiada velocidad ni agilidad, fue surgiendo la nao; capaz de cargar hasta el doble de una carabela. Así, la construcción naval europea alcanzaba, por fin, a comienzos del siglo XVI un grado de eficacia y calidad distinto pero comparable al de Oriente.

Porque no olvidemos –dice Céspedes del Castillo- que entre las grandes civilizaciones del Viejo Mundo durante la Edad Media, fue la cristiana europea la más marginal y periférica desde el punto de vista geográfico, la más pobre desde el económico, la más inmadura desde el cultural y estuvo, por añadidura, sometida al embate del Islam dinámico y expansivo. Europa cristiana mostró, sin embargo, una asombrosa vitalidad, una pasión por aplicar conocimientos teóricos a fines prácticos, con resultado de rápidos avances en la tecnología militar, naval y comercial, y una prodigiosa capacidad de adaptación y asimilación. Estas actitudes europeas se forjaron en siglos de contacto con el Islam, que hicieron del Mediterráneo un mundo dividido y en permanente conflicto, pero también una zona de difusión cultural. Teniendo como vehículo principal las migraciones judías, Europa recibió del Oriente no pocos de los que iban a ser elementos esenciales de su civilización: los numerales hindúes (llamados arábigos); las invenciones chinas de la brújula, la pólvora y la imprenta; gran parte de la ciencia clásica, que en Europa casi se perdió tras la caída del Imperio romano, pero que fue conservada por los musulmanes en el Oriente Medio. Así vino el Islam a enriquecer Europa con su tecnología agrícola –uso del regadío, difusión del cultivo de la caña de azúcar y de árboles frutales. La muy europea idea de Cruzada fue una copia modificada de la idea musulmana de Guerra Santa; las órdenes militares tuvieron su primer modelo en comunidades musulmanas de monjes-guerreros…
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(1) Son las Feroe, entre Escocia e Islandia.
(2) Al noreste de Escocia.
(3) Entre Shetland y Escocia.
(4) Al nordeste de Canadá.

(Este texto es copia, casi literal, de una parte de la obra de Céspedes del Castillo, “América hispánica”. El mapa ha sido tomado de https://franciscojaviertostado.files.wordpress.com/2016/11/1280px-vinland_map_hires.jpg).

viernes, 29 de septiembre de 2017

Las rentas de la mar



Durante la Edad Media en Galicia, la Iglesia recibía diezmos sobre la pesca y el comercio, pero el señorío de Santiago tenía un especial privilegio, con su costa, sus puertos de carga y descarga y el derecho de los arzobispos a percibir –por especial concesión real- la mitad de los diezmos de la mar, un impuesto aduanero prerrogativa de los soberanos, y que nadie más tenía en la Corona de Castilla. El obispo de Tui tenía derecho preferente para la venta de su vino y el monasterio de Sobrado podía introducir en A Coruña cien toneles del suyo, además de exportar hierro y herramientas.

La orientación comercial del císter es bien conocida y, en ocasiones, su interés por conseguir salidas marítimas fue evidente, pero los monasterios gallegos no solían dedicarse al comercio exterior. El voto de pobreza del clero regular –dice Elisa Ferreira Priegue[1]- no pareció estar en contradicción con la práctica comercial, pues parece claro que las grandes cantidades de vino que salían de Galicia provenían, en gran parte, de los señoríos eclesiásticos.

En Pontevedra, a fines del siglo XV, el abad y el convento de Poio tienen concertada con el concejo la introducción franca de “posturas” de 20 toneles de vino, aunque podían introducir y almacenar en la villa todo el que quisiesen, pagando por el que sobrepasase aquella cantidad los mismos derechos que los vecinos. Al menos desde finales del siglo XIV, los carniceros de Ribadeo tenía aforados bienes monásticos, desempeñando, a mediados del XV, un papel semejante al de los administradores monacales, permitiéndoles tener uno de los foros perpetuos que concertó el monasterio de Meira en dicha centuria.

Cuando las guerras nobiliarias de finales del siglo XV, los señores cayeron sobre los puertos arzobispales: en 1476 el conde de Altamira y el de Monterrey le tenían ocupados al arzobispo Fonseca, Padrón, Muros, Noia, Malpica, Finisterre, Laxe, Muxía, Vigo y la villa interior de Caldas, además de Tui, Baiona y Cambados, mientras que los puertos de la ría de Arousa estaban en poder de García Sarmiento. Esta nobleza no ocupa estas plazas porque sí, sino porque sus rentas eran cuantiosas. La monarquía, por su parte, se opuso a que los nobles constituyesen puertos por el valor estratégico de las costas, pero algunos de ellos se hicieron, no obstante, con un puerto importante: Ribadeo. Los Andrade controlaron toda la costa de las Mariñas hasta el cabo Ortegal, teniendo como propios los puertos de Ferrol y Pontedeume y ejerciendo su influencia, a través de cargos gubernativos o usurpando derechos, en Betanzos, A Coruña y Ortigueira.

Fernán Núñez, padre del futuro conde de Camiña, era un señor del bajo Miño con gran poder en Tui y Baiona: “tenía casa de cincuenta de caballo y de vasallos y veetría (sic) tenía dos mil y quinientos hombres… la ciudad de Tui se mandaba por él…”. Desde principios del siglo XV hubo pequeños puertos nobiliarios en las rías de Arousa y Pontevedra: Aldán, Portonovo, Vilagarcía, Vilanova, Cambados, Fefiñanes… Los mareantes eran la clase dirigente entre los pescadores, se trataba de un grupo urbano, siendo más de dos mil en la cofradía del “Corpo Santo” de Pontevedra a mediados del siglo XVI, pero en el gobierno de la villa tuvieron poco papel. Existió un enfrentamiento crónico entre la villa y la Moureira[2] (social y comercial). Los mareantes se enriquecían de la venta del pescado, en lo que entraban en competencia con los mercaderes intramuros. Los mareantes de Combarro ejercieron en Pontevedra como si fueran vecinos por acuerdo de 1491: “fornecer cercos y sacadas, salgar, arengar y cargar”.

Existieron mercaderes de condición hidalga, y la nobleza gallega no desdeñó comerciar, aunque lo hiciese más o menos indirectamente. Entre la burguesía de las ciudades y villas gallegas, aún las más dinámicas, se perpetuó el sistema de valores económicos señoriales, incapaz de confiar aquella en formas de hacer dinero que no sean la renta de la tierra y, por extensión, de la propiedad urbana.

Solamente en seis años de la segunda mitad del siglo XV, descargaron en Valencia alrededor de mil comerciantes residentes en A Coruña y los principales puertos de las Rías Bajas. La autora a la que sigo se pregunta si existió en Galicia un patriciado urbano, contestándose que no si por ello se entiende vida noble y combinación de riqueza, cultura y ocio. Pero Lopo Gómez de Mendoza fue una excepción: promotor de los estudios universitarios en Santiago, fue notario, mercader, armador de buques y procedía de un antiguo linaje de cambiadores compostelanos. Fue uno de los patronos del Estudio Viejo de Santiago, fundado en 1495, precedente de lo que sería luego la Universidad fundada por los arzobispos.

Desde fines del siglo XIV y principios del XV, mercaderes de Santiago y de las villas arzobispales aforaban pequeños puertos para controlar directamente sus negocios: en 1398 el arzobispo da en foro a Diego Rodríguez de Noya, vecino de Muros, el lugar de Noal, en Porto do Son. Pero en Galicia no llegó a formarse nunca nada parecido a una liga urbana tipo Hansa o de la Hermandad de las Marismas; predominaban la insolidaridad y las rivalidades, a lo que contribuían las mas malas comunicaciones terrestres.

Los lugares con los que mantenían relaciones comerciales los propietarios de buques eran, por orden de importancia, Barcelona, Valencia, Inglaterra, Andalucía, Flandes, Mediterráneo, Génova, golfo de Vizcaya, Portugal, Gaeta, L’Ecluse[3] y Francia.


[1] “Galicia y el comercio marítimo medieval”.
[2] Barrio de pescadores de la Pontevedra de la época.
[3] Debe de ser la actual Dinard, en la Bretaña francesa.