lunes, 21 de septiembre de 2015

Política al final de la república romana




Sila, Mario, Pompeyo, César y otros practicaron, según Francisco Pina Polo, un “individualismo competitivo” en medio de las corrientes ideológicas del final de la república romana (1). El mismo autor señala que la historia política de la república romana se ha basado en el estudio de las grandes figuras políticas y militares, donde la nobleza tenía casi un monopolio. Las diversas facciones no parecen haber implicado una alianza duradera de familias o individuos, sino una combinación coyuntural. Salustio (2) habla de facciones peyorativamente, porque estas no tenían programas definidos, sino que eran plataformas para aspiraciones personales.

Las antiguas gentes, que pervivían en la época que estudiamos, ya no tenían, sin embargo, la coherencia de antaño y dentro de las gentes había individuos que separaban sus intereses del resto, es decir, las gentes no actuaban como unidad. Las alianzas eran generalmente efímeras, como las cotiones, o ententes electorales para eliminar a un adversario, pero nada más. Así se refiere Asconio (3) a la unión entre Catilina y Cayo Antonio contra Cicerón. En definitiva, no había partidos políticos ni programas fijos, pero cada dirigente se procuraba una serie de clientes que fueron la base permanente para el ascenso, clientes que vinieron del extraordinario incremento del número de ciudadanos romanos, sobre todo con la concesión de la ciudadanía plena a todos los itálicos tras la guerra social entre 91 y 88 a. de C. No obstante, su inclusión masiva en el censo hubo de esperar al año 70 a. de C., aunque solo una pequeña parte hizo uso habitualmente del voto. Los electores, además, estuvieron dispuestos a dar su apoyo a quien les ofreciera más beneficios.

Ya durante las últimas décadas del s. II a. de C. diversas leyes tabelarias (4) habían promovido la introducción progresiva en los comicios electorales, judiciales y legislativos el sufragio escrito y secreto, lo cual hizo más difícil controlar a los clientes y la movilidad social, en el siglo I a. de C., fue mucho mayor que con anterioridad, lo que posibilitó el acceso a la política de hombres “nuevos”, sin lustre nobiliario. Arraigó entonces la costumbre de situar las tumbas a lo largo de las vías de entrada a Roma y luego en toda Italia; al mismo tiempo los grandes políticos y generales redactaron memorias autobiográficas por sí o por medio de otros. Lo primero se hizo pensando en el espectador, que podría ir fijándose en el nombre del que estaba enterrado aquí y allá; lo segundo intentó trascender la muerte. Catón el viejo, que vivió entre los siglos III y II a. de C., puede ser considerado un precedente de esto con su Orígenes, donde nos ha dejado datos sobre las ciudades italianas, que otros autores han recogido antes de que se perdiese.

Lo cierto es que estos actos autopublicitarios se dan al mismo tiempo que en Roma aumenta hasta límites desconocidos la competitividad dentro de las clases dirigentes: individualismo y competencia se unen a las inmensas posibilidades de enriquecimiento debido a la expansión imperial, lo que en no pocas ocasiones se da mediante la violencia.

Entre los representantes de la nobleza conservadora está Cicerón, que no veía, o no quería ver –según Pina Polo- que existían importantes problemas sociales y políticos. Su meta, con otros, fue mantener a ultranza el orden establecido tradicionalmente y que las diferencias sociales se mantuvieran incólumes. Aunque las desigualdades económicas entre los ciudadanos romanos formaban parte de la sociedad como algo aceptado, la miseria de los más pobres fue lo que provocó no pocos conflictos. En el lado opuesto a Cicerón estuvieron Clodio y Marco Antonio. El primero fue tribuno de la plebe desde finales del año 59 a. de C. y gran enemigo político de Cicerón, a quien consiguió confiscar sus propiedades.

Los tribunos de la plebe no siempre actuaron a favor de la misma; algunos fueron realmente reformistas pero otros utilizaron el cargo para acomodarse en él y congraciarse con la nobleza para ascender social y políticamente. Milón, por ejemplo, estuvo en el “partido” pompeyano y organizó bandas violentas contra Clodio, llegando luego a pretor. Incluso cabe decir que en medio de la ambición política, las principales reformas han sido introducidas por miembros de la aristocracia. Pero dicho esto, los populares opuestos a los optimates no aspiraron a llevar el poder a la plebe, sino a mantener el mismo estado aunque con algunas reformas, como las asignaciones viritanas de tierras (dación de tierras a todos los habitantes) o mediante la creación de colonias. Trataron de evitar una explosión social que el estado romano no pudiese soportar. También tuvieron el propósito de permitir expresarse mediante el voto a los ciudadanos de las últimas clases, excluidos de facto de dicho derecho, pues el sistema primaba a las clases altas. Trataron de integrar en el estado a esas clases que eran susceptibles de ser arrastradas a la revuelta.

Pero ni los optimates ni los populares formaron grupos cerrados, de forma que había una cierta permeabilidad entre ellos. Fue Salustio (s. I a. de C.) el que se refiere a estos grupos como factio y lo hace peyorativamente, ya que lo de optimates y populares fueron las denominaciones que una minoría de individuos se dieron a sí mismos. No hubo, pues revolucionarios verdaderos, pero frente a los optimates, los populares intentaron reformas que fueron frustradas unas tras otras (en su mayoría) a veces mediante recursos legales como el veto tribunicio, otras, cada vez más frecuentes, haciendo uso, a través del senatus consultum ultimum, (5) de la violencia institucionalizada o consentida, como en el caso de las bandas armadas, una de las cuales la de Milón, (6) que permitían eliminar a personajes como Clodio.

(1)     “Ideología y práctica política en la Roma tardorrepublicana”, Universidad de Zaragoza.
(2)     Vive entre el 86 y el 34 a. de C.
(3)     Vivió en el s. I d. de C.
(4)     Debía darse el voto en una tablilla en vez de oralmente.
(5)     Utilizado por el Senado cuando consideraba que la república estaba amenazada.
(6)     Agitador que vivió en la primera mitad del s. I a. de C. Sirvió a los pompeyanos organizando bandas de gladiadores y mercenarios para actuar violentamente contra todo intento de reformar la república en un sentido popular.





domingo, 20 de septiembre de 2015

Prisioneros y rehenes de Roma





Zama, Cinoscéfalas, Pidna, Ambracia, Magnesia y Accio son lugares donde se dieron batallas favorables a las legiones romanas. En menos de dos siglos Roma se convirtió en un imperio temible (sobre todo entre los años que van desde el 220 al 168 a. de C., según Denis Álvarez Pérez-Sostoa) (1). En 202 a. de C. Cartago es vencida por Roma en el actual Túnez; en 197 vencen los romanos en Tesalia; en 190 en Anatolia; en 189 en Epiro; en 168 en Macedonia y en 31 a. de C., en Acarnania, la flota de César venció a la de Marco Antonio.

La capitulación en el campo de batalla –dice el autor citado- suponía la total sumisión del vencido, lo que traía ciertas obligaciones para este. El general vencedor las establecía y luego las tenía que aprobar el Senado. Dichas obligaciones abarcaban la apropiación territorial, la entrega de armamento y el pago de indemnizaciones, además de la entrega de prisioneros. En cuanto a estos, los autores antiguos nos hablan de los prisioneros de guerra y los desertores o tránsfugas, siendo estos los peor parados, pues las penas que sufrían iban desde la amputación de las manos hasta ejecuciones sumarias. En otras ocasiones podían ser despeñados desde lo alto de la roca Tarpeya, junto a la colina Capitolina. También sufrieron esta suerte los rehenes de Tarento, durante la segunda guerra púnica, pues los tarentinos habían venido mostrando su disconformidad con el dominio romano, y los turios, que vivían en la costa del golfo de Tarento. Los demás no contaban con la misma consideración, sino que eran tratados de forma distinta según su rango social o político. Esto es así porque las personas distinguidas tenían un valor diplomático, al poderse negociar desde una posición de fuerza.

Desde el silgo II a. de C. empezaron a llegar a Roma personas pertenecientes a familias reales y los mismos reyes vencidos. Muchos de los prisioneros de guerra eran vendidos como esclavos pero algunos podían ser rescatados por dinero. Los nobles eran custodiados pero unos y otros podían ser obligados a desfilar si al general victorioso se le concedía el “triunfo”.

La llegada a Roma de los prisioneros se producía de forma escalonada, pues primero eran confinados en los campamentos romanos mientras el vencedor exige la devolución de sus soldados prisioneros del enemigo. Algunas fuentes hablan del robo de rehenes lo más normal era la cesión de rehenes para obligar al cumplimiento de un pacto. Los rehenes eran útiles para obtener información y su práctica fue más frecuente en el mundo romano que en el griego. En ocasiones hubo cesiones voluntarias de rehenes, lo que se explica por la intención de demostrar que las condiciones impuestas iban a ser realmente cumplidas. En ocasiones los rehenes se ofrecen como guías y es notable el caso de los niños faliscos (al norte de Roma) entregados por su profesor al cónsul romano Camilo (2) para que este los usara como si de rehenes se tratase con miras a obtener la rendición de la ciudad. También es notable la defección de los vénetos, que pretendieron recobrar a sus rehenes a cambio de los legados cesarianos que estaban prisioneros de ellos.

Hipias y Pantauco fueron entregados por el rey Perseo de Macedonia a Roma antes de la entrevista mantenida junto al río Peneo (Tesalia) en 171 a. de C., pero de nuevo estaban a las órdenes del rey cuando este trató de formalizar una alianza con el rey de los ilirios, Gencio. También Lucio Cornelio Escipión, cónsul en 83 a. de C., envió a Sila tres rehenes que este le había cedido con anterioridad. Tito Livio narra la campaña de Marco Fulvio Nobilior, cónsul en 189 a. de C., después de haber sometido varias ciudades de Cefalonia (isla en el mar Jónico) incluida Samea, pues los habitantes de esta cerraron las puertas y se negaron a aceptar la sumisión. El consul puso frente a las murallas a los que le habían sido entregados como rehenes, pero el intento fue en vano y entonces puso cerco a la ciudad, que se rindió cuatro meses más tarde. Livio añade que todos los habitantes que quedaron vivos fueron vendidos como esclavos.

En el año 206 a. de C. se produjo –según Livio- una entrevista entre el nubio Masinisa y Escipión por la defección de aquel. Como garantía, Masinisa deja dos príncipes en poder del romano. En el año 49 a. de C. César se entrevista con los partidarios de Pompeyo donde se acuerda que Afranio (3) ceda a su hijo como rehén. Tras la victoria romana en Cinoscéfalos (197 a. de C.) el rey de Macedonia, Filipo V, tuvo que ceder diez rehenes, entre ellos a un hijo suyo. Tras vencer Roma a Antíoco III en Magnesia (190 a. de C.) este se vio forzado a depositar en Éfeso veinte rehenes, los cuales fueron llevados a Roma dos años después.

Al inicio de la II guerra púnica los romanos conquistaron Malta, capturando a Amílcar, hijo de Giscón (general cartaginés) junto con unos 2.000 soldados. En Lilibeo (extremo oeste de Sicilia) fueron vendidos la mayoría de los prisioneros con la excepción de los nobles. Pérez-Sostoa indica que estas prácticas no eran exclusivas de Roma: en el año 173 a. de C. el romano Marco Claudio Marcelo medió en un conflicto entre entre facciones etolias, que se solucionó con la remisión de ciertos rehenes a Corinto.

(1)   “El confinamiento de los prisioneros de guerra y rehenes en la Roma republicana”, Universidad del País Vasco.
(2)   Vivió entre los siglos V y IV a. de C. y ejerció como dictador varias veces. Algunas fuentes hablan de él como “segundo fundador de Roma”.
(3) Afranio fue un servidor de Pompeyo que murió tras la batalla de Tapso, en el actual Túnez, batalla favorable a César contra los optimates.