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viernes, 28 de abril de 2023

La Europa de Galdós

                                           Soldados de Silesia tras la primera guerra mundial*

¿Por qué no considerar el comienzo de la “gran guerra” con la anexión por parte de Austria de Bosnia y Herzegovina? Quizá porque no llevó consigo operaciones militares inmediatas, pero cuando Italia arrebató a Turquía Tripolitania y Cirenaica en 1911 se dio un nuevo paso para un conflicto que –sin embargo- no se vislumbraba. En 1912 los ejércitos de Montenegro, Grecia, Serbia y Bulgaria se movilizaron contra Turquía, que ya no era –dice Galdós- la que contuvo a Rusia en Plewna[i].

España, para protejer a las colonias sefarditas, muchas de ellas todavía de nacionalidad española, estableció en Malta el crucero “Reina Regente”, mientras en la capital turca estallaba una revolución que suspendió las negociaciones de paz tras la guerra de 1912. Había nacido un nuevo estado, Albania, mientras en los Balcanes empezaron a actuar sociedades secretas con nombres como “Mano Negra”, “Unión o muerte”, “Acción revolucionaria”... Puesta Bulgaria de acuerdo con Austria solo faltaba el aniquilamiento de Serbia para realizar el imperio de los pangermanistas.

Pero al mismo tiempo “el lujo y el placer habían llegado a su cima en Europa aquel año de 1914. Todo el Continente parecía girar en un remolino de valses vieneses, interrumpidos por nuevas estridencias de jazz americano, de música negra, en una orgía de tisúes, de plumas, de diamantes, de cigarrillos turcos y egipcios, de fiestas doradas ahítas de faisanes y champaña, de extravagancias infinitas, donde el cubismo levantaba su gesticulante geometría…”. Las fiestas eran para algunos cosa corriente en los casinos, en las playas, en las montañas, en los hipódromos, gastando verdaderas fortunas sobre el tapete verde, en las carreras de Ascott y de Longechanps[ii].

Mientras tanto Alemania era una potencia militar y había conseguido aumentar su flota, pero aún no inquietaban a los grupos dirigentes las revueltas que habían comenzado en 1905. Eran relativamente pocos los obreros sindicados, y solo en las minas estaban asociados en mayor número, señalando Galdós que en Gran Bretaña y Alemania rondaban los cuatro millones en cada caso. Se extendía la influencia del marxismo entre esos grupos y entre los intelectuales, mientras que Europa ejercía una supremacía indiscutible sobre el mundo; era el banquero y la fábrica del mundo, y había heredado de Asia, hacía tres mil años, “la facultad de dirigir la Historia”. En Europa habían nacido las corrientes de pensamiento y los descubrimientos más fecuntos de los últimos siglos, mientras que Rusia y Turquía se consideraban semisalvajes por el resto de europeos.

Los rápidos transportes desde que se superó la depresión económica de 1873-1875, hicieron de Europa “una república mercantil internacional” que funcionaba bajo la égida británica con sus transportes marítimos y la explotación de las riquezas del mundo “en beneficio de la raza blanca”. Después de Trafalgar, nadie se atrevió a disputarle el señorío de los mares a Gran Bretaña, fue la primera en industrializarse, pero a finales del siglo XIX había surgido el poderoso rival que fue Alemania.

El gran territorio social y lingüístico alemán se había hido formando desde la Edad Media, mientras que los suízos se habían independizado con elementos latinos; los holandeses, de procedencia frisia y franca, se desarrollaron mientras Alemania había mandado a millones de sus hijos a la labor colonizadora, en el siglo XIX, hacia Hungría, Rusia y Estados Unidos. Se había apropiado de territorios como Schleswig, Alsacia-Lorena, Posen[iii] y la Silesia Superior[iv]. Polonia había sido repartida entre sus poderosos vecinos, llamándose el territorio adjudicado a Prusia, Posnania (la región de Posen).

Para el personaje del que se vale Galdós, Ignacio Aymerich, los pecados de Europa eran los más soportables porque se gozaba de la libertad que no existía en ninguna otra parte del mundo (recuérdese la vida de la minoría negra y de los indígenas en Estados Unidos). Había problemas internos, por ejemplo en Irlanda, en Polonia, en Alsacia y Lorena, en Finlandia, entre las minorías eslava y latina en Austria-Hungría, donde los nacionalismos estaban en su cúspide. Cualquier guerra redundaría en perjuicio de Europa –razonaba Aymerich- y además aparecían por oriente y occidente las grandes potencias de Japón y Estados Unidos.

Se estilaban las alianzas secretas entre estados. Alemania, hostil a toda expansión eslava, oponía su pangernanismo al paneslavismo. Rusia, dueña del Asia central desde la ocupación de Siberia, codiciaba Constantinopla para tener salida al mar Mediterráneo sin necesidad de combatir a los hielos nórdicos. Francia ocupó Túnez y creció la rivalidad ruso-inglesa en Asia. Alemania agitó los países con motivo de la guerra del Transvaal[v]. El rey Eduardo VII, a quien Galdós califica de “monarca que poseía un conocimiento poco común de los hombres”, y Delcassé[vi] llegaron a un acuerdo para preservar la paz, mientras que Guillermo II de Alemania visitaba al emperador de Marruecos en Tánger reconociéndole como monarca independiente. En 1907 desembarcaron los franceses en Casablanca y Eduardo VII viajó a Berlín sin poder llegar al mismo acuerdo que con Francia, muriendo poco después (1910).

La competencia de las potencias europeas por construir los ferrocarriles en Asia aumentó las tensiones, mientras Francia continuó su penetración en Marruecos y llegó hasta Fez. España, por su parte, desembarcó tropas en Larache y ello motivó la protesta de Alemania, que envió al crucero “Panther” a Agadir, lo que provocó el pánico en toda Europa. Los países alargaron el período de instrucción militar de sus jóvenes preparándose para la guerra[vii].


[i] En el contexto de la guerra ruso-turca de 1877-1878. Plewna está al norte de la actual Bulgaria.

[ii] Al oeste de Londres en ambos casos.

[iii] Provincia prusiana, hoy al oeste de Polonia

[iv] Hoy al sur de Polonia.

[v] Fue una república independiente durante la segunda mitad del siglo XIX, pero los bóeres tuvieron que defenderla contra el imperialismo británico, que se hizo con ella en 1900.

[vi] Del partido radical francés, fue Ministro de Colonias y de Asuntos Exteriores, a quien se reconoce un papel importante en la formación de la Triple Entente.

[vii] El presente resumen parte del volumen 6 de la obra de Galdós, “Episodios Nacionales Contemporáneos”, “España neutral (1914-1918”.

* Fotografía de wikiwand.com/es/Alta_Silesia

domingo, 9 de abril de 2023

El amigo de Lope

 

                               Fachada de Nuestra Señora de la Asunción de Buendía (Cuenca)

Al noroeste de la actual provincia de Cuenca, en el límite con la de Guadalajara, se encuentra la villa de Buendía, donde en 1566 nació Juan Izquierdo de Piña, novelista, poeta y dramaturgo amigo de Lope de Vega desde muy pronto, casi de la misma edad que nuestro personaje. Buendía conserva una muralla con varias puertas y su plaza mayor está flanqueada por la casa de Ayuntamiento y la iglesia principal, obra esta de los siglos XV y XVI.

Una de las primeras muestras de la amistad de Piña con Lope fueron los versos que dedicó al “Fénix” a la vuelta de este de un destierro por los libelos que publicó contra una antigua amante suya, Elena Osorio, que había decidido cambiar de cortejo. Como quiera que Piña, de los varios hijos que tuvo, uno también fue poeta, Lope aprovechó para dedicar a los dos unos versos entre los que se dice ni es mucho, si el padre es sol, que el hijo rayo parezca.

Izquierdo de Piña (el primer apellido lo empleará avanzada su vida) fue escribano de actuaciones judiciales pero antes había desempeñado oficios de menor entidad, habiendo sido también familiar y notario del Santo Oficio. De un supuesto viaje a Nueva España y avecindamiento en la ciudad de Puebla, de lo que se ha hablado y escrito, no hay constancia fehaciente, además de que durante su presunta estancia en América se publicaron obras suyas en España y consta su estancia en la misma. En 1624 publicó sus “Novelas morales” y de la misma fecha son sus “Novelas ejemplares y prodigiosas historias”.

Ya en 1620, Piña había participado en la censura de la Parte XIII de las comedias de Lope[i] editadas por la viuda de Alonso Martín, una impresora de nombre Francisca de Medina que propició la publicación de un gran número de obras, entre ellas la “Décima parte de las comedias” (1620). Curiosamente –como señala María J. Moreno Prieto[ii]- Piña cultivó el estilo claro de Lope y el culteranismo de Góngora, dándose al “estilo afectado y artificioso” quizá por el deseo de innovar.

La obra de Piña que destacamos aquí es “Del celoso desengañado”, que trata sobre “los hombres celosos comparados con un palomo y un erizo”, empleando el autor un estilo a base de “subordinadas que se encrespan hasta lo inaudito”. La obra trata de un caballero de Jerez, don Bernardo, que se enamora de doña Teodora de Oliver, hija de Aldonza y señora princial, aunque no demasiado rica. Doña Teodora es uraña, por lo que don Bernardo tendrá que valérselas como pueda: “infamadores paseos y rondas peligrosas”. Aparece aquí la alcahuetería que parece dar sus resultados, y una vez casados, don Bernardo empieza a comportarse de forma extraña, hasta el punto de que decide que el tálamo tenga sábanas de tafeán negro, porque el sueño es “imagen de la muerte”.

Y así sigue el marido con manías que no pueden sino sorprender a la esposa, hasta que un día, dando un paseo, aquel siente “abrasantes celos” de cualquiera que mire a doña Teodora, que no obstante se muestra con todo el recato posible. Pero ello no es suficiente; los celos de don Bernardo van en aumento y llega a atormentarse pensando que su esposa se transforme en “el amor de amores”, cosa que solo está en la cabeza del jerezano.

La concepción de un hijo por parte de doña Teodora aun agita más los celos de su esposo, explicado todo ello por Izquierdo de Piña de manera que se pueda sospechar la existencia de otro galán… un familiar de don Bernardo[iii].


[i] Sus títulos son: La Arcadia, El halcón de Federico, El remedio en la desdicha, Los esclavos libres, El desconfiado, El cardenal de Belén, El alcalde mayor, Los locos de Valencia, Santiago el verde, La Francesilla, El desposorio encubierto y Los españoles en Flandes.

[ii]Varias fortunas de Juan de Piña: estudio y edición crítica”.

[iii] Ver dbe.rah.es/biografias/29136/juan-izquierdo-de-pina donde constan los títulos de todas las obras de Izquierdo de Piña.

martes, 25 de mayo de 2021

Tribulaciones del señor Quijana

 

                                           Paisaje del Campo de Montiel (fotografía de ABC)

Así es como debía llamarse don Quijote cuando estaba cuerdo, dice Miguel de Cervantes en una de las primeras páginas de su inmortal obra. Es cuando un labrador lo encuentra tumbado en el suelo, con las armas rotas, Rocinante a la espera y el hidalgo maltrecho.

El señor Quijana, viéndose ayudado, imaginó que estaba ante el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, cuando hizo preso al moro Abindarráez, de manera que cuando el labrador le preguntó cómo se sentía, el señor Quijana le respondió con las mismas palabras que recordaba del moro en “La Diada” de Jorge de Montemayor.

Por mucho que el labrador le insistió que él no era Rodrigo de Narváez, el hidalgo siguió diciendo “que esta hermosa Jarifa que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso…” y así sucesivamente. Vuelve el labrador a decirle que él no es Narváez, sino Pedro Alonso, su vecino, y le recuerda que el maltrecho era el honrado hidalgo Quijana, a lo que este contestó que él sabía quién era, pero con tal sarta de necedades que el labrador optó por llevarle a su casa como pudo. Y allí se dio el episodio de los libros de caballerías y poemas que el cura del lugar, el barbero, el ama y la sobrina del señor Quijana se dispusieron a enviar al fuego o preservarlos, pero no en manos de su dueño.

Después de varios días de cierto sosiego el señor Quijana departió con el cura y el barbero del lugar sobre la necesidad que tenía el mundo de caballeros andantes, y poco después convenció a un labrador vecino, llamado Sancho, para que le acompañase como escudero a nuevas andanzas. El rústico parece que concibió poder hacerse –según le dijo Quijana- con alguna isla de la cual fuese gobernador, gozando de influencia y riquezas.

Como en un episodio anterior donde Quijana había estado en una venta que creía castillo, y el ventero (que él creía alcaide) le había dicho que debía disponer de dinero y ropa si quería dedicarse a deshacer entuertos, el hidalgo vendió algunas cosas y avisó a Sancho que se preparase tal día para partir juntos. Era importante –dijo Quijana- que su escudero llevase alforjas, y este le contestó que también llevaría un asno, lo que no gustó mucho al hidalgo aunque luego aceptó. Acopió algunas camisas y otras ropas mientras que Sancho ni siquiera se despidió de su familia y así mismo hizo el señor Quijana, pues nada dijo a su ama y su sobrina.

Dice Cervantes que “iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido”. El señor Quijana, por su parte, siguió el mismo camino que en su primera salida, cuando llegó a la venta donde fue objeto de mofas y se entregó a ciertas violencias. Mientras hablaban los dos personajes sobre todo de lo que les deparaba el futuro, llegó el suceso de los molinos que es tan conocido.

A Sancho le empezaba a parecer que su amo estaba como loco, pero la promesa de la isla le podía, y al señor Quijana le parecía simple el carácter del escudero. Llegó una noche que pasaron entre unos árboles, “y de uno de ellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado [en el lance de los molinos de viento]. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea…”.

Al día siguiente, cuando los dos personajes habían emprendido ya juntos sus aventuras, asomaron por el camino dos frailes benedictinos sobre sendas mulas. Tras ellos venía un coche “con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas a pie”. En el coche venía una señora vizcaína que iba a Sevilla, pero los frailes no venían con ella. Cuando don Quijote divisó a estos personajes dijo a su escudero: “O yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto; porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío”.

Sancho se temió que aquello podría resultar peor que lo de los molinos de viento, pidiendo a su amo que se fijase bien y que no se dejase engañar por el diablo. Don Quijote no le hizo caso y se adelantó poniéndose en mitad del camino por donde venían los frailes, diciéndoles en alta voz que eran gente endiablada y exigiéndoles que dejasen a las princesas que, según él, llevaban en el coche. Les amenazó de muerte si no se atenían a sus órdenes.

Los frailes se detuvieron admirados diciendo a don Quijote: “señor caballero, nosotros no somos endiablados… sino dos religiosos de San Benito… y no sabemos si en este coche vienen, o no, ningunas forzadas princesas”. Don Quijote no les creyó y, sin esperar respuesta, picó a Rocinante y con la lanza arremetió contra uno de los frailes, aunque este se apeó de la mula a tiempo para no recibir el impacto. El otro fraile, viendo esto, escapó lo más rápidamente que pudo.

Sancho creyó que debía participar en los hechos y empezó a despojar al primer fraile sus hábitos, llegando entonces dos mozos que le preguntaron por qué hacía aquello. Como Sancho les dijese que le correspondía, los mozos arremetieron contra él aprovechando que don Quijote estaba ya algo alejado del lugar. Empujado Sancho por los mozos le molieron a palos y coces –dice Cervantes- dejándole tendido en el suelo. Entre tanto don Quijote estaba hablando con la señora del coche, diciéndole aquel que su hermosura le permitía hacer lo que su voluntad le mandase, acusó a los frailes que él creía secuestradores de soberbios y pidió a la señora que en el Toboso se presentase ante Dulcinea y le dijese lo que por ella había hecho.

Un escudero vizcaíno de los del coche escuchaba esto y, viendo que el esforzado hidalgo no permitía seguir el coche adelante, se dirigió a él y, cogiéndole de la lanza, le amenazó, a lo que don Quijote respondió que si fuera caballero ya le habría dado su merecido. Siendo vizcaíno, donde todos se tienen por hidalgos, hizo decir a aquel que mentía, añadiendo que era vizcaíno “por tierra, hidalgo por mar…”, etc.

Don Quijote arremetió contra el vizcaíno entonces, sacando este su espada para defenderse. El resto de la gente que allí había quería que se hiciese la paz, pero no pudo, mostrando el vizcaíno no estar mejor que Don Quijote porque dijo que si no le dejaban seguir la lucha, aún mataría a su ama y a los demás. La señora hizo que el coche donde estaba se alejase algo y así pudo observar el lance en el que el vizcaíno alcanzó al señor Quijana con una cuchillada en un hombro, encomendándose entonces el hidalgo a su Dulcinea y arremetiendo contra el vizcaíno, dejando Cervantes para el siguiente capítulo el desenlace de la batalla entre el “gallardo vizcaíno y el valiente manchego”.

Juan Barceló Jiménez[i] ha estudiado el sentido humano en el Quijote apoyándose en las consideraciones que diversos autores rusos han dejado escritas: uno de ellos dice que el libro de Cervantes es misterioso; otro que el protagonista es emblema de la fe en algo eterno e inmutable, don Quijote tiene una abnegación casi infinita, y otro autor considera que hay una gran humanidad en el hecho de que los personajes aparecen y desaparecen, van y vienen, dándose en ellos la fantasía, la ilusión, la ironía y la violencia. Refiriéndose a Cervantes otro autor dice que el primero en embriagarse con los libros de caballerías fue el propio autor, que luego traspasó a su protagonista; no de otra manera podría poner el gran escritor tantos datos sobre obras, personajes, encantadores, expresiones, etc. de la literatura de su tiempo.


[i] “Consideraciones sobre el sentido humano en el Quijote”.

viernes, 3 de enero de 2020

Viaje al monasterio de Veruela

Monasterio de Veruela (provincia de Zaragoza)

 Se reconoce a Gustavo Adolfo Bécquer la excelencia de su poesía, pero leyendo el relato de una de las cartas desde su celda del monasterio de Veruela, concretamente el viaje que realiza para llegar allí, nos muestra a un prosista también excelente.

Tuvo que tomar varios medios de transporte, según dice, llevando por todo equipaje un pequeño saco. En la estación del ferrocarril (se supone que de Madrid), saludó a las pocas personas que se encontraban ya en el coche que le correspondió. Se acomodó en un rincón –dice- esperando el momento de partir, “que no debía de tardar mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardias de la vía y el incesante golpear de las portezuelas”. Luego relata su impresión sobre los ardientes y ruidosos resoplidos de la locomotora: “aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante…”.

Bécquer es también un buen creador de personajes cuando relata a los que tenía a su alrededor en el vagón del tren: frente a él, una joven “como de diez y seis a diez y siete años” que debía pertenecer a una clase elevada. La acompañaba un aya, “señora muy atildada y fruncida” que de vez en cuando le preguntaba, en francés, cómo se encontraba la joven. Había también un inglés alto y rubio “como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio”. A Bécquer le llamó la atención su traje de turista y sus mil cachivaches de viaje: la manta escocesa, paraguas y bastón, bolsa de piel de Rusia… El inglés, dice, “paseaba una mirada olímpica sobre nosotros”.

Formando contraste con este gentleman que permanecía inmóvil como una esfinge, en el extremo opuesto del coche, “bullía sin cesar un señor de unos cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho”, el cual, a lo que pudo colegir el escritor por sus palabras, vivía en un pueblo cercano a Zaragoza, de donde nunca había salido si no es a la capital, hasta que con ocasión de ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que formaba parte, había estado un mes en la corte. Todo esto y mucho más dijo el señor rechoncho sin que se lo preguntase nadie; primero suplicó al inglés que le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa del coche que tenía más próxima; “el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar una sola palabra”. El rechoncho se dirigió entonces a la joven para preguntarse si la señora que la acompañaba era su mamá, a lo que aquella contestó que no desdeñosamente. “Después se encaró conmigo”, dice Bécquer, deseando saber si seguiría hasta Pamplona, diciendo él que se quedaba en Tudela.

El rechoncho habló de mil cosas hasta que, cansado de su desesperante monólogo, comenzó una serie de maniobras: primero cantó un rato a media voz, después paseó por el vagón, dando aquí al inglés con el codo y pisando allí el extremo del traje de las señoras para asomarse a las ventanillas de ambos lados. Luego bajó los cristales en cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del pueblo… “Ya nos encontrábamos cerca de Medinaceli”, dice el escritor, y el inglés se envolvió en su magnífica manta escocesa; la joven se puso un abrigo, y el rechoncho prosiguió impertérrito practicando la misma “peligrosa operación tantas veces cuanto paraba el tren”, a pesar de haberse hecho de noche, pero a los pocos minutos roncaba como un bendito; mientras tanto el inglés se durmió también, pero lo hizo gravemente, el aya cabeceó un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse “en estilo semiserio”.

Quedaron desvelados la joven y Bécquer, lo que permitió a este imaginar la forma en que podría entablar conversación con ella. “Entonces –dice- volví los ojos, que había tenido clavados en ella… y me entretuve en ver pasar a través de los cristales… ya las blancas nubes de humo… ya los palos del telégrafo”. Pero la presencia de la joven hermosa le inquietaba con “el roce de su falda de seda que tocaba a mis pies”. Además de otras circunstancias, hicieron fluir la imaginación del escritor mientras veía la línea del horizonte, que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de las olas, pero allí seguía la joven delante de Bécquer, lo que le hacía “soñar imposibles”.

A la madrugada el tren llegó a Tudela y el regidor aragonés “torciose la capa al hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto, y saltó al andén”. El escritor dirigió una última mirada a la joven, “que había sido la heroína de mi novela de una noche”, y después de saludar salió del vagón buscando a alguien que le indicase donde había una fonda. Describe brevemente a Tudela “con ínfulas de ciudad” y dice que almorzó en la fonda a donde había sido llevado: “aún no había tomado los postres, cuando el campanilleo de las colleras… me anunciaron que el coche de Tarazona iba a salir muy pronto.

Los equipajes se colocaban en la baca y, dentro del coche, la decoración había cambiado con otros personajes: el escritor se colocó al lado de dos mujeres, madre e hija que venían de Zaragoza, la muchacha con “ojos retozones”. Luego entró un estudiante del seminario, “a quien no hubo de parecer saco de paja la muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla”. Luego entraron dos individuos del “sexo feo”, pareciendo el primero militar en situación de reemplazo, y el segundo un empleado de poco sueldo. Entró entonces un clérigo entrado en edad pero “de buen color”, al que acompañaba un ama o dueña, “que en punto a cecina de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso a la vista”.

El escolar, mientras tanto, había encontrado la forma de encajarse más estrechamente con su vecina de asiento; “ya nos disponíamos a partir –dice- cuando “se nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril”, con toda su carga: cuchufletas, risas, interjecciones y murmullos, al tiempo que cada cual hacía lo posible para que no se acomodase a su lado, pero el gordo, allí donde se reía, empujaba, y unos manoteando, otros impasibles, se encontraba el regidor como pez en el agua… estando a los pocos minutos en conversación con todos.

El gordo desenvainó entonces del cesto una botella y la merienda correspondiente para echar un trago, dando así ocasión a que otros hiciesen lo mismo excepto el escritor; incluso las mujeres que, “aunque se excusaban tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con el vino”. Con el zarandeo del carruaje, el aturdimiento del vinillo, el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos, las palabritas a media voz, así pasaron las tres horas de camino que había desde Tudela a Tarazona “entre gloria y purgatorio”.

En Tarazona se apearon y Bécquer paseó por sus calles laberínticas antes de llegar a una posada, la cual describe minuciosamente: “un medio punto de piedra carcomida y tostada en cuya clave luce un escudo con un casco que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa mata de jaramagos amarillos…”. Pidió al posadero que le pusiese en contacto con alguien que le cediese una caballería para trasladarse a Veruela, “punto al que no se puede llegar de otro modo”. Así lo hizo el posadero y el escritor ajustó el viaje con unos hombres que habían venido a vender carbón de Purujosa[i] y tornaban de vacío.

Así emprendió Bécquer el camino del Moncayo, “atalajado en una mula como en los buenos tiempos de la Inquisición”, pero llegó el momento en que el escritor dejó andar a la mula e hizo él lo mismo, describiéndonos el paisaje que sale a su paso: “en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones del Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas entre el follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última luz del sol poniente, vi las vetustas murallas y las puntiagudas torres del monasterio…”.

En una de las celdas pasó Bécquer algo menos de un año, aquejado de la enfermedad que, pocos años después, le llevaría a la muerte a la edad de 34 (como romántico, moría pronto), sin que se reconociese su obra sino con posterioridad a su vida. Atrás quedaba su Sevilla natal, sus amores cumplidos y frustrados, su matrimonio, sus hijos; en el mismo año 1870 murió su hermano, el pintor, que siempre le acompañó en todos los trances[ii].


[i] Al oeste de la provincia de Zaragoza.
[ii] Este resumen corresponde a la primera de las cartas que desde la celda del monasterio de Veruela envía a sus amigos del periódico “El Contemporáneo”, de Madrid, destinatario de las mismas. 

miércoles, 1 de enero de 2020

Las "Cartas marruecas"

Vista de Cádiz (s. XVIII) *
En la segunda carta que el personaje imaginario de Cadalso, Gazel Ben-Aly, escribe a su amigo Ben-Beley, dice que en España “hay variedad increíble en el carácter de sus provincias. Un andaluz en nada se parece a un vizcaíno; un catalán es totalmente distinto de un gallego; y lo mismo sucede entre un valenciano y un montañés. Esta península, –sigue- dividida tantos siglos en diferentes reinos, ha tenido siempre variedad de trajes, leyes, idiomas y moneda”.

En la carta tercera dice Gazel que en los meses pasados “me he impuesto en la historia de España. He visto lo que de ella se ha escrito desde tiempos anteriores a la invasión de nuestros abuelos y su establecimiento en ella”. Sigue diciendo que de ello han pasado muchos siglos y que extractar en una carta un resumen de dicha historia le será imposible, por lo que confía esta labor a su amigo Nuño, el cual “tiene por cosa muy accidental el haber nacido en esta parte del globo, o en sus antípodas, o en otra cualquiera”, con lo cual parece darnos a entender que lo que escriba Nuño será objetivo y no guiado por el apasionamiento.

En la misma carta, después de mostrar su acuerdo con el resumen que de la historia de España hiciese Nuño, se refiere a la persona del rey Felipe II diciendo que “murió dejando su pueblo extenuado con las guerras, afeminado con el oro y plata de América, disminuido con la población de un mundo nuevo, disgustado con tantas desgracias y deseoso de descanso. Pasó el cetro por las manos de tres príncipes menos activos –sigue diciendo- para manejar tan grande monarquía, y en la muerte de Carlos II no era España sino el esqueleto de un gigante”.

Sigue luego diciendo que la religión ha sido motivo de muchas guerras, que el “estar con las armas en la mano les haya hecho [a los españoles] mirar con desprecio el comercio e industria mecánica”.

En cuanto a los europeos de su tiempo[i] (segunda mitad del siglo XVIII) dice que “están insufribles con las alabanzas que amontonan sobre la era en la que han nacido. Si los creyeras, dirías que la naturaleza humana hizo una prodigiosa e increíble crisis precisamente a los mil y setecientos años cabales de su nueva cronología. Cada particular funda una vanidad grandísima en haber tenido muchos abuelos no solo tan buenos como él, sino mucho mejores, y la generación entera abomina de las generaciones que le han precedido. No lo entiendo”, dice Gazel.

Pero encontrando más mérito en la antigüedad, dice que “cuatro pescadores vizcaínos en unas malas barcas hacían antiguamente viajes que no se hacen ahora sino rara vez y con tantas y tales precauciones que son capaces de espantar a quien los emprende. De la agricultura, la medicina, ¿sin preocupación no puede decirse lo mismo?”. En cuanto a su siglo, dice que “el punto está en que se come con más primor; los lacayos hablan de política; los maridos y los amantes no se desafían; y desde el sitio de Troya hasta el de Almeida[ii], no se ha visto producción tan honrosa para el espíritu humano, tan útil para la sociedad y tan maravillosa en sus efectos como los polvos sampareille inventados por Mr. Friboleti en la calle de San Honorato de País”.

En la carta sexta habla del atraso de las ciencias en España llegado el siglo XVIII: “¿quién puede dudar –dice- que procede de la falta de protección que hallan sus profesores? Hay cochero en Madrid que gana trescientos pesos duros, y cocinero que funda mayorazgos; pero no hay quien no sepa que se ha de morir de hambre como se entregue a las ciencias, exceptuadas las de pane lucrando[iii] que son las únicas que dan de comer”. De algunos que se las dan de instruidos, dice que “viven en la oscuridad y mueren como vivieron, tenidos por sabios superficiales…”.

En la carta séptima dice que en Europa “la educación de la juventud debe mirarse como objeto de la primera importancia. El que nace en la ínfima clase de las tres, y que ha de pasar su vida en ella, no necesita estudios, sino saber el oficio de su padre en los términos en que se lo ve ejercer. El de la segunda ya necesita otra educación para desempeñar los empleos que ha de ocupar con el tiempo. Los de la primera se ven precisados a esto mismo con más fuerte obligación, porque a los 25 años, o antes, han de gobernar sus estados, que son muy vastos, disponer de inmensas rentas, mandar cuerpos militares, concurrir con los embajadores, frecuentar el palacio y ser el dechado de los de la segunda clase”.

En cierta ocasión –dice- yendo a Cádiz se extravió en un monte, donde al anochecer se encontró “un caballerete de hasta 22 años, de buen porte y presencia”. El tal llevaba caballo y dos pistolas “primorosas, calzón ajustador de ante con muchas docenas de botones de plata… capa de verano caída sobre el anca del caballo, sombrero blanco finísimo y pañuelo de seda morado al cuello”. Los dos se saludaron y, preguntándole por el camino que debía tomar, el “caballerete” le respondió que estaba lejos de allí, por lo que le dijo que fuese con él a un cortijo de su abuelo. El extraviado aceptó la oferta mientras empezaron una conversación, en lo que se vio que el “caballerete” era un “perfecto orador”, pero de los artificiales (añade). Viendo unos troncos le preguntó al “orador” si cortaban de aquella madera para la construcción de navíos, a lo que le contestó que qué sabía él de eso, en todo caso su “tío el comendador”, que en todo el día no hablaba sino de navíos, brulotes[iv], fragatas y galeras, siguiendo luego el “mozalbete” con una serie de murmuraciones sobre su tío comendador.

En cuestión de Historia, como tampoco tenía idea el “caballerete”, dijo que se alegraría que estuviese allí su hermano el canónigo de Sevilla, llegando cerca del cortijo sin que el caballero hubiese contestado cuestión alguna de las que el extraviado viajero le planteaba. Le preguntó entonces cómo le habían educado, a lo que contestó que a su gusto, al su madre y al de su abuelo. Preguntándole cuáles habían sido sus primeras lecciones, respondió que ya sabía leer un romance y tocar unas seguidillas; “¿para qué necesita más un caballero?”. En lo que Cadalso quiere poner sobre la mesa el caso generalizado de una clase dirigente poco menos que analfabeta.

Habiéndole hecho Gazel a un personaje ciertas preguntas, la cuestión relatada en la carta octava es como sigue: ¿de Filosofía? “No, por cierto –me respondió-. A fuerza de usarse esta voz, se ha gastado…¿De Matemáticas? –Tampoco. Esto quiere un estudio muy seguido, y yo le abandoné desde los principios… ¿De Teología? –Por ningún término. Adoro la esencia de mi Creador; traten otros de sus atributos…¿De Estado? –No lo pretendo. Cada reino tiene sus leyes fundamentales, su constitución, su historia, sus tribunales…Estúdienla los que han de gobernar; yo nací para obedecer…”.

La carta novena contiene una disquisición sobre la conquista de América: “Si del lado de los españoles no se oye sino religión, heroísmo, vasallaje y otras voces dignas de respeto, del lado de los extranjeros no suenan sino codicia, tiranía, perfidia y otras no menos espantosas”. Pero el escritor de la carta dice que “los pueblos que tanto vocean la crueldad de los españoles en América son precisamente los mismos que van a las costas de África a comprar animales racionales de ambos sexos a sus padres, hermanos, amigos, guerreros victoriosos, sin más derecho que ser los compradores blancos y los vendedores negros [sic]; los embarcan como brutos; los llevan a millares de leguas desnudos, hambrientos y sedientos; los desembarcan en América; los venden en público mercado como jumentos, a más precio los mozos sanos y robustos, y a mucho menos las infelices mujeres que se hallan con otro fruto de miseria dentro de sí mismas; toman el dinero; se los llevan a sus humanísimos países, y con el producto de esa venta imprimen libros llenos de elegantes inventivas, retóricos insultos y elocuentes injurias contra Hernán Cortés por lo que hizo; ¿y qué hizo?”. Y a continuación vienen los párrafos donde se reivindica la labor de Cortés en América que, pudiendo aprovecharse de la creencia de los indígenas de que era un dios, desmintió tal cosa diciendo que era tan solo un ser humano; también se elogia a Cortés en esta carta por haber vencido con muy pocos hombres a una multitud de indígenas (se valoran las ventajas de los españoles pero también el conocimiento del terreno por parte de los indígenas); la pericia de Cortés en ganarse la confianza de los tlascaltecas para combatirles luego…

Y así hasta noventa cartas precedidas de un texto del “editor” Cadalso –así se hace aparecer- donde dice que “por muerte de un conocido mío, cayese en mis manos un manuscrito cuyo título es: Castas escritas por un moro llamado Gazel Ben-Aly, a Ben Beley, amigo suyo, sobre los usos y costumbres de los españoles antiguos y modernos, con algunas respuestas de Ben-Beley, y otras cartas relativas a éstas”. Luego añade que no tiene duda de que el amigo que le pasó las cartas es el verdadero autor de las mismas, pues “nació el mismo año, mes, día e instante que yo; de modo que por todas estas razones, y alguna otra que callo, puedo llamar esta obra mía sin ofender a la verdad…”.

La vida de Cadalso fue azarosa y corta (poco más de cuarenta años) en la segunda mitad del siglo XVIII, conoció varios países europeos y recibió una formación ciertamente esmerada; militar (murió en 1782 en el campo de batalla) fue ante todo poeta y prosista, en este caso con una literatura de calidad superior, según ha considerado la crítica. No harían falta otras obras suyas para comprobarlo, siendo suficiente con estas “Cartas marruecas”.



[i] Gazel, el personaje imaginario, forma parte de una comitiva que ha viajado por buena parte de Europa y compara a los países de esta con España.
[ii] En 1762 a cargo del conde de Aranda durante la guerra de los siete años. Almeida es una plaza que se encuentra cercana a la frontera portuguesa con la actual provincia de Salamanca.
[iii] Para ganarse el pan, es decir, poco dinero.
[iv] Embarcación empleada en llevar materiales inflamables para el ataque.
https://www.todoababor.es/articulos/cadiz.htm

jueves, 19 de diciembre de 2019

Sociedad y novela (y 3)

https://gijonenelrecuerdo.elcomercio.es/2010/11/
condiciones-de-vida-de-la-clase-obrera.html

Siguiendo con “Sociedad y novela (2)”, más negativa es la imagen que ofrecen buena parte de los muchos clérigos que aparecen en la obra de Palacio Valdés (un convencido anticlerical), a los que denuncia su falta de espíritu apostólico, la escasa preparación y “la granjería en que convierten su ministerio”. Como en su obra La fe se entregase a la burla de varios sacerdotes, y esto causase escándalo entre algunos sectores, recuerda que “desde San Jerónimo hasta el padre José Francisco de Isla, son tantos los eclesiásticos y seglares que han motejado con el sarcasmo los vicios del clero, que apenas es creíble que se me haya hecho un cargo de mi inocente sátira”.

En La Regenta se encuentra una galería de clérigos, entre los que destaca Fermín de Pas, personaje empujado por la soberbia, la ambición y el afán de dominio. Galdós dijo sobre los clérigos de la obra de Clarín que son “un cuadro de vida clerical, prodigio de verdad y gracia… Olor eclesiástico de viejos recintos sahumados por incienso, cuchicheos de beatas, visos negros de sotanas raídas o elegantes…”. Y en la obra de Galdós también hay clérigos, dibujados a veces con tintes negativos, como don Inocencio en Doña Perfecta, y en otras ocasiones con más benevolencia.

Fuera del clero un personaje representa a toda la generación de Valera, el doctor Faustino, lo que el autor mismo revela, mientras que Pardo Bazán, en La cuestión palpitante, dice que su época no es tan positiva y materialista como aseguran algunos, sino que también hay romanticismo, poniendo Valera en boca de uno de sus personajes, el vizconde de Goivo-Formoso (Genio y figura) la queja del exceso de ideales. 

Los personajes femeninos de estas novelas están relacionados con el amor o la familia, sobre todo entre la pequeña burguesía y la clase media, pero también alguna mujer de mundo, la religiosidad, la sencillez y la jovialidad. Los personajes femeninos galdosianos son muy realistas, comentados por Pardo Bazán cuando se refiere a Fortunata, “la chulapa apasionada mezcla de barro y oro, ser todo instinto; la pacata y prudente burguesa Jacinta…”. También Galdós ha dejado personajes femeninos de una activa espiritualidad, como Leré en Ángel Guerra, Victoria de Moncada en La loca de la casa, o doña Catalina de Artal en Halma. También se deben a Galdós las mendigas de Misericordia, como Benigna (Benina) o Tristana (Tristana) con sus anhelos esta de una vida libre imposible sin independencia económica, diciendo la protagonista que “no veía felicidad en el matrimonio y quería solo estar casada consigo misma y ser su ‘propia cabeza de familia”.

Coser era uno de los pocos oficios que se permitía a las mujeres de clase media; trabajo mal pagado como dice Palacio Valdés, pero además había que mantener dicho oficio en secreto, como hará Carmen, la hija de don Serafín Balduque, lo que le hará decir a este, convertido en portavoz de Pereda, qué tenía de malo el trabajo de su hija para “levantar las cargas domésticas”. Otra cosa son las mujeres de pueblo, que pueden ejercer oficios sin ruborizarse porque no tienen prejuicios pequeño-burgueses, diciendo Pardo Bazán lo siguiente: “… la del pueblo tiene la noción de que debe ganar su vida; la burguesa cree que ha de sostenerla exclusivamente el trabajo del hombre”. Si la Tristana de Galdós es una “feminista” fracasada, no así Feíta Neira en Memorias de un solterón (Pardo Bazán), mostrando la misma preocupación por el saber que la protagonista de Galdós, así como el deseo de independencia económica y moral. Feíta, como Tristana, rechaza el matrimonio como única salida, diciendo aquella en un momento de la novela: “… porque estoy harta de que a las mujeres no nos consientan vivir sino por cuenta ajena… Para mí vivo, para mí”.

Pardo Bazán creó otros personajes feministas, como Amparo, la obrera de apodo la Tribuna, rarísimo ejemplo de mujer con inquietudes políticas, y también Asís Taboada, la protagonista de Insolación, y la misma autora crea en Los pazos de Ulloa al médico Máximo Juncal, que censura el uso del corsé por las mujeres de ciudad y la obligación de llevar estas una vida sedentaria. Gabriel Pardo, en La madre naturaleza, lamenta que se enseñase a las mujeres a fingir y a ocultar, lo que les robaba toda naturalidad y personalidad propia. Otro personaje femenino anómalo es Ana Ozores (La Regenta), de la que Clarín destaca su frustración sentimental, maternal y erótica, ya que además de sufrir crisis místicas era mujer que leía y que escribía versos, lo que se le reprochó: cuando doña Anuncia encontró un cuaderno de versos de Ana Ozores “manifestó igual asombro que si hubiese visto un revólver”.

Otro ejemplo de mujer amante de la lectura fue María (Marta y María), lecturas que Palacio Valdés narra con profundidad, y este autor también creó honradas burguesas y chulas que se pusieron en su época de moda. En una de sus novelas, El Maestrante, se encuentra la figura femenina más cruel de la novela del período: Amalia Sánchiz, y anómala es también Emma Valcárcel, que vive siguiendo el impulso de sus caprichos, y de la cual Clarín dirá en Su único hijo: ese afán de separarse de la corriente… era espontánea perversión del espíritu, prurito de enferma.

También trataron estos autores en sus novelas el amor y el mundo familiar, tanto para mostrar la felicidad como el fracaso y el drama (Pepita Jiménez y Juanita la larga son solo dos ejemplos), pero la voluntad de las mujeres a la hora de elegir marido estaba supeditada casi por completo a la de sus padres; no obstante, la mujer mayor de edad podía casarse contra la voluntad de los mismos gracias a una fórmula legal que explica Palacio Valdés en José: la mujer que lo solicitaba renunciaba a la tutela paterna o materna y se “la depositaba” en casa de algún familiar o persona de confianza hasta el momento del matrimonio.

Entre las tradiciones, aficiones y modas de los españoles de la época[i] estaban el teatro (si se trataba de ciudades), los conciertos, las tertulias en el casino o en la taberna, en los cafés, en las boticas, en las casas particulares de los burgueses o de los aristócratas, participando en estas últimas las mujeres. También las procesiones, sobre todo durante la “semana santa”, las romerías, los toros (pero no siempre para asistir a las corridas, sino también para censurarlas); algunas familias con riqueza empiezan a veranear en San Sebastián o en Santander, de lo que se quejará Pereda, que veía llena de forasteros su ciudad y playa de El Sardinero.

El rechazo a las corridas de toros tiene su ejemplo más notable en Pardo Bazán, que habló de las tres fieras: el toro, el torero y el público. El primero se deja matar porque no tiene más remedio; el segundo cobra por matar; el tercero paga para que maten. Y de nada valían –sigue doña Emilia- las excomuniones del papa contra los católicos que asistieran a las corridas…



[i] Estos resúmenes se han hecho a partir de la obra coordinada por J. Andrés Gallego y L. Llera, "La cultura española en el siglo XIX...".

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Sociedad y novela (2)

https://es.wikipedia.org/wiki/
Historia_de_la_prensa_espa%C3%B1ola

La prensa, que dará título a una de las obras de Palacio Valdés, sale malparada, y tendrá presencia en la novela de la época, lo que es muestra de hasta qué punto los periódicos y revistas habían logrado penetrar en la vida de los españoles. Los personajes de ficción eran encuadrados ideológicamente según el periódico que leyesen, como Máximo Juncal, el médico librepensador de La madre naturaleza (Pardo Bazán), que lee “El Motín”, periódico de un liberalismo radical, anticlerical y que también leía el republicano José María (La fe) de Palacio Valdés, el cual, en Años de juventud del Doctor Angélico dice que no pudiendo reprimir legalmente la injuria, acudía [el ofendido] al recurso de pagar a unos cuantos bravucones que entraban de improviso en las redacciones de los periódicos, apaleaban a los redactores y rompían y deshacían cuanto encontraban.

En cuanto a los diversos grupos sociales, después de los intentos revolucionarios de 1854 y 1868, Pardo Bazán dice en Memorias de un solterón: no hay clases… No hay más que apetitos, vanistorios y exigencias. Nuestras instituciones democráticas han menguado la fuerza social de la nobleza de sangre, pero han duplicado la del dinero. También Varela, en Elisa la malagueña, muestra cómo los administradores de los aristócratas terminan siendo más ricos que estos. La burguesía se ha enriquecido por el comercio, los negocios y la política, encontraba alianzas matrimoniales con la aristocracia, que no las desdeñará; se trata de esas alianzas entre los blasones y las talegas, título de uno de los cuadros que forman Tipos y paisajes de Pereda.

En La Espuma, de Palacio Valdés, se narra la historia de Clementina y su padre, el duque de Requena, rico banquero “de orígenes inciertos” que logró amasar una gran fortuna por medios poco lícitos, y no se trata de un ejemplo aislado en la novela del período. El Torquemada de Galdós fue un prestamista con gran olfato para los negocios, y también trataron los novelistas de la época la figura del indiano, por lo general de ascendencia norteña, que vuelve a España para gozar con tranquilidad de los bienes amasados tras años de duro trabajo: El cuarto poder (Palacio Valdés), La puchera y Don Gonzalo González de la Gonzalera (Pereda).

Sin embargo, el grupo que más atrajo la atención de estos escritores fue la clase media, cuyas virtudes, esperanzas, anhelos, estrecheces y miserias reflejó Galdós en sus Novelas Contemporáneas, y en uno de sus Episodios Nacionales (Los apostólicos), comenta Galdós, a propósito de don Benigno Cordero, que representa, a su juicio, el ideal del primitivo buen burgués: Hombre laborioso, de sentimientos dulces y prácticas sencillas,… don Benigno amaba la vida monótona y regular… era acabado tipo de ‘burgués’ español, que se formaba del antiguo pechero fundido con el hijodalgo...

La clase media, ligada al modesto funcionario, al pequeño comercio, a las actividades liberales, con frecuencia intentaba vivir por encima de sus posibilidades, debido a las exigencias que le imponía la nueva realidad social, como comenta un personaje de Memorias de un solterón, de Pardo Bazán, y Clarín comentó, a propósito de La desheredada, de Galdós, que “el arroyo quiere ser Guadalquivir, y el Guadalquivir ser mar…”. Por el deseo de figurar pierden el “honor” y crean no pocos conflictos familiares personajes como Rosalía Piapón de la Barca (La de Bringas, Galdós) o Rosa (Memorias de un solterón, Pardo Bazán), y por el lujo se sacrificaba la buena alimentación, como comenta Valera al hablar de la cocina española. Las cuestiones económicas se convirtieron en motivo de continua preocupación para los personajes de las novelas de la época, apareciendo prestamistas, usureros, etc.: hombres de más necesidades que posibles; empleados con más hijos que sueldo; otros ávidos de la nómina tras larga cesantía; militares trasladados de residencia, con familión y suegra por añadidura; personajes de flaco espíritu… con la carcoma de una mujercita que da tés y empeña el verbo para comprar las pastas…[i], pero también hay ejemplos de familias que aspiran a vivir decentemente de sus propios recursos (Miguel Rivera y Maximina en Maximina, de Palacio Valdés).

El mundo obrero aparece retratado en menor medida, diciendo Galdós del “populacho” (no el pueblo) en El equipaje del rey José (Episodios Nacionales), que es bajo, soez, envidioso, cruel y, sobre todo, cobarde. En La Tribuna, Pardo Bazán muestra el interior de una fábrica de tabacos donde trabajan cuatro mil mujeres que irán a la huelga. La escritora simpatiza con su causa a través de Amparo, la protagonista, llamada la Tribuna: ¿Hizo Dios dos castas de hombres, por si acaso, una de pobres y otra de ricos? ¿Hizo a unos para que paseasen, durmiesen, anduviesen majos y hartos, y contentos, y a otros para sudar siempre y arrimar el hombro a todas las labores, y morirse como perros sin que nadie se acuerde de que vinieron al mundo?... Unos trabajan la tierra, otros comen el trigo: unos siembran y otros recogen; tú, un suponer, plantaste la viña, pues yo vengo con mis manos lavadas y me bebo el vino…

Palacio Valdés describe, en La Espuma, una excursión de un grupo de aristócratas a las minas de Riosa[ii] y el duro contraste entre la frívola existencia de aquellos y el drama de los mineros, enfermos y prematuramente envejecidos que Quiroga, el médico socialista de la mina, denuncia. El mismo autor, como Pardo Bazán, nos presenta una fábrica de tabacos en Sevilla, en La hermana San Sulpicio: me impresionó –dice- y me produjo temor. Tres mil mujeres se hallaban sentadas en un vasto recinto abovedado… Apenas se respiraba en aquel lugar… Filas interminables de mujeres… liaban cigarrillos delante de unas mesas toscas… Al lado de muchas de ellas había cunas de madera con tiernos infantes durmiendo… (cunas que suministraba la propia empresa).

Clarín, por su parte, nos ofrece en La Regenta  uno de los pocos elogios del trabajo presentes en las novelas de la época, al rememorar el paseo de los obreros una vez terminadas sus ocupaciones: era la fuerza de los talleres que salía al aire libre. En las novelas de esta época se encuentran personajes de extracción popular, como familias cargadas de hijos que, con frecuencia, se sostienen gracias al trabajo femenino; otros forman parte del hampa, o de la mendicidad (en este caso en Misericordia de Galdós). Se habla también del desamparo de los niños y la crueldad con la que eran tratados (Sotileza, Pereda) y hacia quienes muestran una gran sensibilidad personajes como Ana Ozores (La Regenta) o Miguel Rivera y don Facundo (Riverita, Palacio Valdés). También Galdós habla de su Celipín en Marianela, que luego vuelve en El doctor Centeno y Tormento.

La dureza de la vida campesina, con gran resignación de sus personajes, se describe en obras como La puchera de Pereda, que nos habla también de la dureza que sufren los pescadores en Sotileza, como hará, así mismo, Palacio Valdés en José. Galdós denuncia el primitivismo de las aldeas, que petrifica millones de seres, matando en ellos toda ambición noble y encerrándoles en el círculo de una existencia mecánica, brutal y tenebrosa.

Los clérigos ocupan un gran espacio en estas novelas, lo que muestra la importancia que tenían entonces, siendo tratados de diversa forma. En las novelas de Pereda abundan los curas de “misa y olla”: el párroco de Robleces (La puchera), el entrañable “pae Apolinar” de Sotileza, o don Sabas, el párroco de Tablanca en Peñas arriba. Alarcón también dibuja un cura bondadoso, uno de aquellos curas a la antigua española…; curas indígenas,… de la clase de católicos rancios, sin ribetes de política ni de filosofía…

Pero también hay clérigos cultos y dechados de virtudes, como el jesuita Manrique, y Alarcón dice que “siempre me he complacido yo en pintar, en mis obrillas, clérigos y frailes, ya sabios, ya ignorantes, ya severos, ya alegres, pero todos deseosos de arreglar las cosas de la vida…”. Pardo Bazán se refiere al joven sacerdote don Julián en Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza, siendo en esta última obra donde Gabriel Pardo (personaje creado por la autora) justifica la escasa instrucción de una buena parte del clero español: el clero es el reflejo de la sociedad en que vivimos… (iii).



[i] Pérez Galdós, B., “Obras completas”.
[ii] En el centro-sur de Asturias.
(iii) J. Andrés Gallego y L. Llera, "La cultura española en el siglo XIX...".