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domingo, 11 de octubre de 2020

Tres mujerzuelas a su servicio

 

El cuadro de arriba fue pintado en el año 1784, obra de Goya, un óleo sobre lienzo de 248 por 330 cm. que se encuentra en Parma, Italia. Para pintarlo se desplazó el artista a Arenas de San Pedro (actual provincia de Ávila) donde se encontraba la familia de uno de los hermanos del rey español Carlos III, Luis de Borbón Farnesio, seguramente hospedado en el castillo del condestable Dávalos, hoy en parte museo, mientras no se construía el palacio que a la postre quedó inconcluso, y que habría de ser su residencia. Se trata de un edificio de planta cuadrada, sobrio, de tres plantas con torres en las esquinas, pero con poco resalte.

Antes, la familia de don Luis había vivido en Velada[i] y Cadalso de los Vidrios[ii]. Cazador tanto como amante de mujeres, por estas localidades y por Arenas de San Pedro emplearía su tiempo.

Este infante, que a los catorce años fue dotado con varias encomiendas para que viviese bien, fue nombrado al mismo tiempo arzobispo de Toledo, también cardenal y poco después designado arzobispo de Sevilla, lo que según Juan Manuel López Marinas, a quien sigo, le representó una renta anual de 160 millones de euros al cambio actual. Es un buen ejemplo para estudiar las mentalidades de ciertas familias en el siglo XVIII, no muy distintas que en el anterior y posterior.

Luis de Borbón Farnesio nació en 1727, y con el andar del tiempo, como no tenía afición notable, se le quiso buscar sitio en la Iglesia. Parece que la formación de éste infante fue deficiente en todos los aspectos, careciendo de carácter decidido y dominado siempre por alguna mujer de la familia (madre o esposa). Algún historiador le ha calificado de “bon vivant”. Un jesuita encargado de su formación, cuando ya reinaba Fernando VI, medio hermano suyo, dejó escrito que “nunca hallé en S.A. en la útil lección de un libro”.

Pero en cambio sí tuvo una agitada vida amorosa, por lo que llegó el momento en que solicitó al papa la renuncia a los “cargos” eclesiásticos que tenía, además de los emolumentos que ellos representaban. No obstante buscó la manera de seguir viviendo bien, pues en 1761 compró el condado de Chinchón a su hermano cuando éste fue nombrado rey de Nápoles, una vez que dejó dicho puesto su otro hermano Carlos III de España. Pagó por dicho condado más de 36.000 euros al cambio actual, según López Marinas[iii].

La agitada vida amorosa de don Luis le ocasionó una enfermedad venérea que, a pesar de querer taparla, trascendió a la opinión pública, lo que molestó al rey Carlos. El embajador francés en España dejó escrito que “el infante D. Luis tiene una afición a las mujeres… [y que] tenía a su disposición tres mujerzuelas, con quienes se solazaba sin que el Rey lo supiera…”. Pero cuando éste lo supo envió a los que servían al infante de tapadera a un presidio en Puerto Rico; desterró a otros por varios años a sesenta leguas de la Corte (más de cuatrocientos kilómetros); alejó y castigó también a las mujeres y a los padres de estas como cómplices…

Pero llegó el momento en que el infante don Luis quiso contraer matrimonio, o más bien fue empujado a ello, para lo que después de varias opciones, se eligió a una noble aragonesa, doña María Josefa Vallabriga y Rozas, treinta y dos años más joven que el infante, la cual se vio presionada y solo aceptó cuando se le explicó que era una unión ventajosa para la familia. La boda se celebró en Olías del Rey (1776), al norte de la actual provincia de Toledo, con discreción y escaso cortejo, dice López Marinas, pero con la presencia del arzobispo de Toledo.

Al rey Carlos no le agradó dicho casamiento –por ser “desigual”- pero quizá le gustaba menos la vida de mujeriego que llevaba antes el infante, y decretó que éste debía salir de la Corte para siempre y solo usase el título de duque de Chinchón; en cuanto a hijos, no podrían usar el apellido Borbón ni heredar el condado de su padre; debían usar solo el apellido de su madre. Pero Carlos III permitió que el infante tuviese criados.

El infante tuvo cuatro hijos, de los que uno murió prematuramente, y un año más tarde de que Goya pintase el cuadro de su familia, don Luis falleció (1785), quedando los hijos bajo la tutela del cardenal Lorenzana, arzobispo de Toledo, pues cuando esta dignidad la había tenido don Luis había dado al ahora prelado una canonjía en su sede. En cuanto a la esposa del infante, por orden del rey debía permanecer en Arenas, aunque en 1786 le permitió que se trasladase a Velada, donde permaneció varios años. Cuando ascendió al trono Carlos IV, éste permitió a la señora vivir en Zaragoza, la tierra de sus padres.


[i] Al oeste de la actual provincia de Toledo.

[ii] En el suroeste de la actual provincia de Madrid.

[iii] “El infante don Luis de Borbón…”.

martes, 1 de septiembre de 2020

Monjas, confesores y nobleza barroca

Convento de las Descalzas Reales en Madrid

Cuando una de las hijas del rey Felipe III de España, Mauricia, fue enviada a Francia después de contraer matrimonio en Burgos con el ausente rey Luis XIII, recibió instrucciones de su padre pidiéndole creyese en Dios, convertir a Francia e intentar “meter” la Inquisición en aquel reino, ser devota y tener rezo diario, tener “un rato a solas con Dios” y ser misericordiosa con los pobres, además de honrar a los religiosos y religiosas. Demasiado quizá para una niña de catorce años.

Felipe III además, hacía hincapié en lo cuidadosa que debía ser en la elección de sus lecturas, que debían ser supervisadas por su confesor. En España –dice Karen María Vilacoba[i]- se prohibieron muchos libros porque se veía en ellos un peligro para la fe, y de la siguiente manera se expresaba el monarca en esta materia: Si os dieren algunos libros no usareis dellos sin hazellos reconocer a Vuestro Confesor y limosnero mayor, porque por esta vía se suelen meter las cosas que no convienen, y este mismo cuidado haréis tengan todos vuestros criados.

El rey también le encomendaba que después de Dios, era su deber amar a su marido y a la reina madre. En una corte como la francesa –dice la autora citada- donde se tenían especiales esparcimientos, el rey recelaba en cierta manera de que su hija pudiera caer en esos excesos, por lo que le escribía: No seáis amiga de novedades ni entretenimientos demasiados, no juguéis nunca a los Naipes si no fuere para entretener a Vuestro Marido o Suegra o para entreteneros con Vuestras criadas, que esto sea con la moderación que es justo.

La joven Mauricia había nacido en Valladolid en 1601, siendo heredera de los tronos de España y Portugal, aunque como es sabido nunca ocupó trono alguno si no es por la vía consorte, siendo uno de sus hijos Luis XIV de Francia. Su matrimonio con Luis XIII fue resultado de un acuerdo ajeno a su voluntad. Por los intereses dinásticos, Isabel, hermana del rey francés, se casó en Burdeos con el entonces infante Felipe, que en 1621 se convertiría en rey de España (IV de éste nombre).

Todos estos cuidados externos no tienen nada que ver con la costumbre de hacer ingresar en un convento a las hijas tenidas por ilegítimas, como son los casos de las del cardenal-infante[ii] y de Juan José de Austria[iii]. La hija del cardenal-infante, que fue ingresada en el convento de las Descalzas Reales a la edad de cinco años, fue protegida de la abadesa Ana Dorotea, estando el rey Felipe IV, al parecer, muy preocupado por su formación espiritual. Ana Margarita, hija del citado rey, también profesó como monja y fue priora del Real Monasterio de la Encarnación.

Tanto en la Corte como en los conventos había confesores que, para los varones, se preferían de la orden dominica, mientras para las mujeres de la franciscana. Estos confesores debían tener en cuenta si el confesado era conquistador o militar, pues en ello debía prever las injusticias que habrían cometido durante las guerras; si se tratase de señores, qué comportamiento habrían tenido con sus vasallos, pues se supone que habrían abusado poniendo tributos abusivos y haciéndoles trabajar en sus heredades; si se trata de clérigos habrá que preguntarles por el ejercicio que les está encomendado, si visten o no hábito, si han rezado las horas o no, si tienen convivencia con mujeres, si tienen o no los cálices y corporales limpios y en orden, etc. Con esto tenemos una buena muestra del comportamiento de unos y otros en los siglos del barroco, aunque podríamos extenderlo a los anteriores y posteriores.

Las monjas de un convento como el de las Descalzas Reales llevaban una vida austera con algunas excepciones, pues contaban con personal laico que se ocupaba de ciertas obligaciones. En las mesas para el almuerzo se sentaban las oficialas, refitoleras (que cuidan del refectorio) y cocineras. Los lugares preferentes eran ocupados por la abadesa, a su derecha la vicaria y después tres religiosas que servían en el torno; a la izquierda de la abadesa se sentaba la hebdomadaria (que oficiaba en el coro por una semana) y algunas de las monjas más antiguas.

Los alimentos más comunes eran legumbres guisadas con sal y aceite, huevos y alguna fruta de la huerta; ninguna podía beber vino salvo que fuese necesario por razones de salud. Las monjas dormían todas juntas o en celdas individuales (según se tratase del día o de la noche) sobre jergones de paja, vestidas y tocadas. Las celdas eran sencillas, sin arca donde guardar algo, solo un hueco hecho en la pared; las monjas tenían tres pares de velos blancos, algún lienzo, servilletas y los dos hábitos (para invierno y verano). Con licencia, alguna monja podía usar colchones y sábanas, lo que quiere decir que el espíritu de la fundadora, en el siglo XIII, se mantenía. Pero no pocas veces, sobre todo cuando el rey visitaba el convento, personajes de la Corte y otros acompañantes permanecían varias horas en la zona de clausura, lo que fue corregido, con más o menos éxito, por algunas autoridades religiosas.

La obra de Karen María Vilacoba permite hacernos una idea de la mentalidad entre ciertas clases sociales durante los siglos del barroco, pues la gente vulgar tenía unos comportamientos mucho más comunes y pegados a la realidad. 



[i][i] “El monasterio de las Descalzas Reales y sus confesores en la Edad Moderna”.
[ii] Fernando de Austria, hijo de Felipe III, gobernador de Milán y los Países Bajos españoles, virrey de Cataluña y militar.
[iii] Hijo de Felipe IV y notable militar.

miércoles, 1 de julio de 2020

De ganadero a patrono y benefactor

noticiasdequeretaro.com.mx/2018/08/30/la-desconocida

Nació en Querétaro a mediados del siglo XVII, siendo criollo descendiente de extremeños  y castellanos[i]. Tuvo seis hermanos, tres varones y tres mujeres, Juan Caballero y Ocio, de quien hablamos, el menor de los varones, dos de los cuales se hicieron sacerdotes y dos de las hermanas clarisas.

Caballero perteneció a una familia dedicada a la cría de ganado, a la que él mismo se dedicó antes de procurarse alguna prebenda en el Santo Oficio y luego en el sacerdocio. Su padre hizo testamento en 1674 diciendo que poseía cinco haciendas, dos de las cuales en San Luis de Potosí, una en Querétaro, una en San Miguel el Grande, otra de la que se desconoce el nombre y cinco agostaderos[ii] en Huasteca, al este de México. Luego se añadieron a estas propiedades una hacienda en Illescas y dos en León[iii].

Caballero estudió en Querétaro atendido por maestros que acudían a su domicilio, luego en México con los jesuitas, donde nuestro personaje cobró interés por las tareas misioneras de estos, hasta el punto de que apoyó económicamente las que se llevaban a cabo en la baja California. Estudió también en la Universidad, desde donde solicitó el cargo de consultor de la Inquisición a Alonso de Cevallos[iv], diciéndole en una carta que era “hechura suya”, al tiempo que le pedía le nombrase consultor.

Culturalmente –dice María Cristina Montoya Rivero[v]- alcanzó un nivel alto, lo que influyó en las diversas actividades que desarrolló a lo largo de su vida. Siendo capitán regresó a Querétaro, ejerciendo aquí como alcalde ordinario, y con 28 años de edad mostró deseo de ser familiar de número del Santo Oficio, optando luego a desempeñar el papel de consultor de la Inquisición. Después compró el puesto de alguacil de Querétaro, que obtuvo por 5.200 pesos, hasta que en 1679 se trasladó a la ciudad de Puebla, donde recibió el orden sacerdotal, pero sin necesidad de muchos trámites, pues se le dispensó de ellos, siendo nombrado comisario del Santo Oficio.

Entonces se dedicó a apoyar la construcción de numerosas obras religiosas, ya como patrono o benefactor. La iglesia de la Congregación de Santa María de Guadalupe en Querétaro, por ejemplo, se quiso amplia y grandiosa, siendo motivo de largo pleito entre quienes deseaban que la iglesia estuviese en manos de los franciscanos y quienes no. Caballero donó grandes sumas de dinero para esta obra, fabricándose hornos para la cal, ocupando a sus criados domésticos en las tareas, y “disponiendo con manos pródigas inmensidades de pesos”[vi].

El retablo principal se encargó a José Bayas Delgado, natural de la Puebla de los Ángeles, el cual lo llenó de ángeles, y en el centro la Virgen de Guadalupe, obra de Baltasar de Echave Rioja, miembro de una familia de pintores. Pero Caballero hizo sus indicaciones para el contenido del retablo: seis lienzos principales que resultaron componer una “obra salomónica”, de la cual no queda resto alguno, pues en 1743 fue sustituida por otra. Bayas construyó cuatro retablos más para el templo, el púlpito, los objetos sagrados, la custodia, las vinajeras, las campanillas, los ornamentos, las lámparas y los candeleros, todo ello muy del gusto barroco. La bendición del templo tuvo lugar en 1680.

Caballero redactó cuatro testamentos entre 1682 y 1704, dejando a esta iglesia 30.000 ovejas, 30 esclavos y una hacienda en San Juan de Potosí, a fin de que se pudiera mantener a “10 o 12 sacerdotes pobres”, hasta el punto de que en 1688, como agradecimiento por todo lo que había hecho, se le declaró patrono de la obra, lo que fue confirmado por el mismo virrey, conde de la Moncloa[vii], y por el arzobispo Francisco Aguiar y Seixas[viii].

Cerca de 1690 Caballero fue patrono del convento del Carmen en Querétaro, pues los carmelitas que viajaban pasando por esta ciudad antiguamente solían hospedarse en la casa del rico ganadero Francisco de Medina Murillo, bisabuelo de nuestro personaje, siguiendo luego la tradición familiar, pues también los abuelos y el padre de Caballero apoyaron económicamente a los carmelitas. Cuando el convento estuvo en muy mal estado, Caballero intervino (1686) y se elaboró una carta de fundación del patronazgo, donde figuraron los compromisos que adquiría para acabar la obra. Los carmelitas le otorgaron “todas las honras, preeminencias, inmunidades y prerrogativas que se acostumbran y el derecho permite”.

Una de esas prerrogativas consistió en dejar un sitio en el presbiterio, del lado del Evangelio, “o bien donde él lo considerase adecuado”, con el fin de construir un nicho para su entierro y colocar en él su escudo de armas y efigie (otra manifestación muy propia del barroco aunque de larga tradición entre las familias nobles y ricas).

En el templo del convento de Santa Clara de Jesús, Caballero mandó construir un retablo dedicado a la Virgen del Socorro, costeando las lámparas y el aceite para la iluminación, retablo que también fue sustituido por otro en 1785. Construyó y fundó varias capillas en diversas iglesias, pero sobre todo colaboró con los jesuitas en dos colegios en Querétaro, así como realizó una donación económica para las obras del colegio jesuítico de Tepotzotlán, que según algunas fuentes fue de sesenta mil pesos.

Otras muchas obras fueron objeto de su apoyo y financiación, y tratándose de un mecenas no podía faltar un retrato de él: Nicolás Rodríguez Juárez se lo hizo, y se encuentra en el Museo Regional de Querétaro[ix]… Caballero murió en 1707 después de haber renunciado a dos obispados, además de otros títulos.



[i] Puede que de Santa Colomba de Somoza, al suroreste de la actual provincia de León.
[ii] Lugares donde pasta el ganado durante el mes de agosto, en general durante el verano.
[iii] Al este de Zacatecas y en el centro de México respectivamente.
[iv] Fallecido a principios del siglo XVIII, fue fiscal de la Inquisición en México, además de ocupar otros oficios, entre ellos presbítero, y en el orden nobiliario caballero de la Orden de Alcántara.
[v] “Juan Caballero y Ocio, patrono y benefactor de obras religiosas”.
[vi] Carlos de Sigüenza y Góngora, “Glorias de Querétaro” (citado por María Cristina Montoya Rivero).
[vii] Melchor Antonio Portocarrero, que luego sería virrey del Perú.
[viii] Natural de Betanzos, fue obispo de Michoacán y luego arzobispo de México.
[ix] Ver nota v.

sábado, 20 de julio de 2019

"Había logrado quitarme mi onor con título de casamiento"

"Mujeres en la ventana" (Bartolomé E. Murillo, 1675)

Basándose en la documentación existente sobre el Tribunal del Bureo, la profesora María Dolores Madrid Cruz[i] ha estudiado veinticinco expedientes que abarcan desde el año 1661 hasta 1835. Dicho Tribunal tenía una jurisdicción privilegiada y se ocupaba de los procesos del personal que trabajaba en el palacio real, comprendiendo soldados, palafraneros, proveedores de las mercancías al palacio y los delitos que se cometieran en él aunque los acusados no fueran servidores del mismo, en el que se incluían la plaza o el lugar donde el rey se encontrase.

Una evidencia que la autora señala es la relación existente entre ley y moral, ley y contexto social, y el peso que ejercía en las conciencias la idea de virtud y honradez. En un primer momento se estudian los cambios habidos entre los siglos XVII y XVIII y luego en lo previsto para los delitos de estupro y violación en el Código de 1822, aunque de acuerdo con esta legislación solo hubo una persona procesada, en 1823.

El discurso que mantienen los sujetos protagonistas de los procesos, víctimas, culpables, familiares, testigos, médicos y jueces –dice la autora- son parte importante en la investigación, considerándose en la época dichos delitos no en cuanto falta o crimen, sino en cuanto a la lujuria y el pecado. Las sentencias en estos procesos son dispares, por lo que teoría y práctica legal discurrían por caminos diferentes, al parecer. Los jueces, a la hora de valorar el hecho no lo hacían basándose en el acto delictivo en sí mismo, sino en el comportamiento femenino. Se transforman en verdaderos valores a defender la castidad y honestidad de la víctima, así como la intervención de la promesa matrimonial como mera excusa para el logro de la relación carnal.

El matrimonio era un anhelo para la mujer de entonces, por lo que los varones podrían incurrir en la promesa de matrimonio con la intención de engañar y conseguir sus objetivos. Luego se estudia que en buena parte de los casos hubo violencia, pero todos menos dos fueron sustanciados como estupro, por lo que la autora se pregunta si la mujer transformaba, por conveniencia social, la agresión física en seducción.

Había logrado quitarme mi onor con título de casamiento; esta es la expresión más reiterada que pronunciaban las mujeres en los casos de estupro. El honor, la honra, en primer lugar, y son los testimonios de los vecinos los que destacan las virtudes y tachas de la mujer. El engaño es inherente al estupro; honor y engaño pues, son elementos que destacan en aquellos procesos, pero solo de las mujeres honestas cabe hablar de estupro, pues la más mínima muestra de ligereza se entendería como consentimiento de la mujer, no habría sido engañada.

Algunos autores de la época hablan del diferente estado civil de la víctima en uno y otro caso, pues si la mujer era casada y es seducida, más que el engaño del varón, lo que contaba era el consentimiento de la mujer. Otros señalan en el delito de estupro la virginidad de la víctima, pero siempre tenía que preceder al acto carnal la seducción y desembocar en el desahogo de la lujuria.

La mujer era la depositaria del honor familiar, por lo que debía evitar la ociosidad que la llevaría, sobre todo si era de mediana o alta fortuna, a emplearse “en el tocador horas enteras; indagando quantos generos de puro laxo excitan sus afanes; y distrayendo con el mal ejemplo á las hijas y criadas de la vigilancia, y cuidado, que debían tener sobre los objetos de sus obligaciones”. A la mujer se le prohibían los cargos y empleos públicos, aunque no que se graduasen, “y sí por evitar comprometer su honor, y decoro de la libre comunicación con tantos hombres, no obstante ser más astutas y sagaces, que estos…”.

La fama del marido se podía ver afectada negativamente por las conductas de la mujer, hijas o hermanas, por lo que al padre o esposo correspondía guardar la honra de la hija o esposa. Hasta tal punto esto era así que el hombre tenía reconocido un conjunto de medidas vengadoras, para algunas de las cuales estaba exento de sanción penal. Sirvan las palabras en “Guzmán de Alfarache” de ejemplo:  la honra es hija de la virtud, y tanto que uno fuere virtuoso será honrado… Solo podrá la mujer propia quitármela, conforme a la opinión de España, quitándosela a sí misma… Honor y honra son lo mismo pero estas expresiones, en los procesos estudiados, solo se predican del género femenino, pues la honra, en el caso de las mujeres, deriva de su sexo.

Los delitos de estupro y violación no son solo transgresiones sobre las personas, sino sobre el honor, estimando la “flaqueza mugeril” la causa de que una mujer pase de ser honesta a deshonesta. La honra masculina dependía de la debilidad de la mujer, que arranca del matrimonio por rapto, pasando por la potestad del marido en el sentido de pertenencia.

Los cambios jurídicos introducidos en las Cortes de Cádiz no supusieron nada positivo para la mujer, pero se tendió a abarcar a un número mayor de mujeres objeto del delito de estupro. La mujer era despojada de una cualidad en extremo importante para la vida futura, de ahí que los expedientes tiendan a exponer con detalle la base de su defensa: “se la ha educado con toda christiandad procurando el que siempre aya vivido y viva con honestidad y recato que corresponde a su estado…”. Mientras tanto, los procuradores intentaban presentar a las mujeres como frívolas e inmorales, utilizando adjetivos como “mujer publica”, “mundana” o expresiones como “no guardaba su estado” o “vida licenciosa y desembuelta” con el fin de desacreditarlas.

Cuando el deshonor ocurría se intentaba buscar acomodos, componendas entre la familia de la víctima y el estuprador como modo de reparar la honra, evitar la justicia y sobre todo impedir que el desdoro se hiciera público. El concierto se intentaba incluso en los primeros años del siglo XIX a instancias del padre de la víctima. La autora solo ha encontrado constancia de estos tratos en dos expedientes, uno fechado en 1788, donde el cuñado de la víctima es quien intenta el acuerdo, y otro de 1800, cuya reclamación encabeza el padre, siendo así que en ambos casos las víctimas se encontraban embarazadas. En algunas demandas el motivo era el desacuerdo en la cantidad monetaria que debía servir como dote, o porque las circunstancias del estuprador, casado, impedían el matrimonio, promesa del cual era el engaño más corriente y típico.

En cuanto a las penas que se imponían a los estupradores, la autora constata las siguientes: cuatro años de destierro más costas (1661), aunque en este caso el acusado fue absuelto en apelación; absolución (en varios casos), allanamiento[ii] (1765), apercibimiento (1765), sin sentencia (en varios casos); casarse o destierro de cuatro años para ella y un año de trabajos en el Camino Imperial para él (1789); casarse o el pago de cien ducados más las costas (1801); cien ducados más costas (1807); casarse o dos mil ducados y seis reales diarios para la prole, más su reconocimiento y costas (1817); cuatro años de prisión en el castillo de Peñíscola y dos mil ducados en concepto de dote (1819); trescientos ducados en razón de dote más seis reales diarios como gastos de manutención más las costas (1835).

En cuanto a las violaciones, las edades de las víctimas en algunos casos estudiados (diez y quince años), la denuncia partió de los padres de estas, alertados por las señales externas y físicas que delataban la agresión que habían sufrido, pero el forzamiento apenas se menciona, desplazado por el ahínco en defender la moralidad de la víctima. En 1661, en un caso de violación sin testigos, las cinco declaraciones que se hacen sobre la víctima solo sirven para manifestar y asegurar las cualidades de la niña, no se alude a determinadas circunstancias como el miedo…



[i] “El arte de la seducción engañosa…”. En esta obra está basado el presente resumen.
[ii] Vencimiento del asunto.

viernes, 5 de julio de 2019

Niños medievales

Besalú (1) 

En uno de sus libros Ramón Llull describe cómo Blanquerna, un niño imaginario, fue alimentado durante el primer año por su madre solamente con leche: el niño “tuvo una nodriza sana para que fuese criado con leche sana… Su nodriza era honesta y de buenas costumbres…”. Las madres con recursos económicos, en la Edad Media, entregaban sus hijos a nodrizas, pero según Llull los niños pobres crecían más fuertes que los ricos, por lo que Blanquerna fue sometido a ciertas costumbres para que aprendiese a padecer las dificultades de la mayoría de los niños, por ejemplo, pasar frío y calor. Cuando el niño tuvo edad para alimentarse con carne, pastel y queso, su madre tuvo mucho cuidado de que los productos fuesen naturales y variados, donde no podía haber vino ni salsas (según el mallorquín podrían perjudicar al cerebro).

En “Las Partidas” de Alfonso X, se dice que hacia los siete años los niños comienzan a tener entendimiento, por lo que los padres solían hacer fiestas donde se concertaban matrimonios de los pequeños, que eran mercancía para otros negocios, de forma que cuando llegaban a una edad en la que procedía que contrajesen matrimonio, si uno de los dos contrayentes potenciales se negaba, debía esgrimir argumentos de peso, por ejemplo, la entrada en un convento o la desaparición para escapar al compromiso adquirido por sus padres. Una enfermedad grave solía servir, como también el acuerdo de las dos partes para deshacer el compromiso, la infidelidad de alguno de los jóvenes (fornicio) o el casamiento de alguno de los dos, lo que impedía uno nuevo.

A los catorce años los varones podían contraer matrimonio, la misma que podían ser armados caballeros (si eran de familia escogida) o emanciparse de la patria potestad. En la edad media se hablaba de niño, mozo, mancebo y doncel. Los mozos, a partir de los tres o cuatro años, dependían de los ayos (siempre entre familias pudientes), hasta ser donceles, cuando eran armados caballeros. Pero en “Las Partidas” se distinguía también entre niños legítimos e ilegítimos, siendo estos últimos los habidos con otras mujeres distintas de la esposa mediante adulterio, incesto o fornicio, en cuyo caso no existía la obligación de criarlos si su padre no quería. Pero alguien, ya fuese el padre de la criatura o no, podía hacerse cargo de la misma. La madre en todo caso debía hacerse cargo del niño, lo que era una tradición del derecho romano, donde se contemplaba que la madre es siempre cierta, mientras que no así el padre.

Muchos niños ilegítimos eran abandonados en las puertas de iglesias y hospitales, y aún algunos legítimos, en cuyo caso los padres perdían la patria potestad. Jean Louis Flandrin señala en una obra suya que estos niños ilegítimos realizaron luego hazañas, como Guillermo, que llegó a ser rey de Inglaterra con el sobrenombre de “el conquistador”. Igualmente Dunois[i], bastardo de Orleáns, que llegó a ser compañero de Juana de Arco. En el reino de Valencia, Pedro III estableció un pare orfens que debía ocuparse de los niños abandonados, cuidarles y procurarles un trabajo; más tarde, Martín “el humano” estableció una institución encargada de juzgar y castigar a estos niños o jóvenes en el caso de que delinquieran, extendiéndose luego a Navarra, Aragón y Castilla.

En las Partidas queda explicado por qué a la unión de un hombre y una mujer se le llamó matrimonio y no patrimonio. Matrimonio viene de matris y munium, es decir, oficio de madre, pues ella era la que sufría los trabajos con los hijos y no el padre. Además de lo legislado por el derecho romano, que aceptaba la venta o empeño de los hijos en casos de necesidad, en el Fuero Real de España[ii] era lícito la venta o empeño de un hijo cuando el padre está rodeado defendiendo un castillo sin víveres, antes que rendir el castillo de su señor[iii].

En las Partidas se dice, no obstante, que si las bestias se cuidan de sus crías, mucho más lo han de hacer los hombres, “que tienen entendimiento”. Luego entra el legislador del siglo XIII en cómo educar a los hijos de los príncipes, a las infantas y princesas. El autor al que sigo aquí[iv] dice que los libros en los que los europeos aprendían a leer a partir del siglo XII, se refleja que cristianos, judíos y musulmanes creían en la fatalidad del sino. En una obra de Ibn ar-Rigal[v] mandada traducir del árabe por el rey Alfonso XIII se manda consultar a los astros antes de tomar una decisión de cierta importancia. El conocimiento del destino de un niño dependía de una buena lectura de los astros por parte de sus padres o de aquellos a quienes se encargaba esta misión.

El conocido como San Nicolás es un personaje legendario que ha sido tomado, en el mundo cristiano, como protector de los niños, de las jóvenes casaderas, de estudiantes, mercaderes, soldados, prestamistas, etc. Si el personaje fuese real se correspondería con unos restos de los siglos III-IV. Existe una leyenda según la cual unos estudiantes de Normandía, deseando estudiar en Atenas, pasaron por la isla Gemile Adasi, cercana a Rodas. Se hospedaron en una casa donde el posadero, por la noche, los mató troceándolos y dejando sus restos en sal. Cuando San Nicolás visitó dicha posada pidió la cena y vio que la carne que le ponían era de los estudiantes, obrando el milagro de devolverles la vida, y este es el origen, al parecer, de que el santo sea el patrón de los estudiantes.

En la Edad Media hubo una abundante magia y superstición para proteger a los niños varones de la muerte; había piedras maléficas y otras que constituían verdaderos talismanes; algunas tenían propiedades profilácticas; existía la piedra paridera, que ayudaba al parto; el azabache tenía propiedades para que los niños varones no sufrieran el mal de ojo. En el País Vasco los primeros dientes caídos a los niños se ofrecían a los murciélagos o a Mari, personaje mitológico, y en otras regiones españolas se colgaba sobre los niños pequeñas bolsas con dientes de erizo, gato montés o tejón. En “La Celestina” se habla de numerosos amuletos y talismanes para toda clase de necesidades.

Los escasos conocimientos pediátricos llevaba a las madres a acudir a todo tipo de medios para evitar la muerte de sus hijos en caso de peligro, de forma que cuando un niño pasaba, de la noche a la mañana, de la salud a la enfermedad, se achacaba a personas que solo con la mirada podían enfermar a los niños. Era el mal de ojo, al fascinio, del latín fascinum. Durante mucho tiempo se ha creído que la fascinación afectaba sobre todo a los niños, de forma que los familiares pretendían combatirla con una serie de gestos obscenos o poniendo en el niño un amuleto consistente en una mano cerrada, como si se quisiese atrapar el maleficio. Se pronunciaban fórmulas como la siguiente: Dios de tio/ Dios de engendró,/ y Dios te saque el mal de ojo/ si alguien te lo echó.

Otros amuletos “protectores” de los niños fueron el ébano, el coral, el ámbar y el acebo, todos ellos escasos o caros, por lo que se les atribuían esas propiedades. Pero de lo que no cabe duda es de que los niños –con excepción de los de familias ricas o principescas- tuvieron una infancia de pobreza, de trabajos, de sufrimiento y esfuerzos, sin protecciones especiales como no fueran las de la propia familia o de algún personaje piadoso.



[i] Vivió en el siglo XV siendo hijo ilegítimo de Luis de Valois, duque de Orleáns.
[ii] En 1255 Alfonso X dio a los vecinos de Aguilar de Campoo el texto de este título, extendiéndose luego a varias villas y ciudades.
[iii] Recuérdese el caso de Guzmán “el bueno”.
[iv] Buenaventura Delgado, “Historia de la infancia”. En esta obra se basa el presente resumen.
[v] Conocido por los cristianos como Abenragel, vivió entre los siglos X y XI.
(1) https://www.etapainfantil.com/pueblos-medievales

martes, 23 de abril de 2019

Casarse y la Iglesia


De nuevo una tesis doctoral suministra datos y reflexiones sobre los comportamientos colectivos en un tema tan particular como el matrimonio, y las artes de la Iglesia para tener bajo su control hasta los más mínimos detalles del mismo[i].

Uno de los aspectos estudiados es el de las licencias de matrimonio y los certificados de soltería, pues el concilio de Trento había reafirmado la indisolubilidad del matrimonio católico, por lo que había que garantizar la validez del mismo, entre otras cosas que los contrayentes fuesen libres de esponsales (promesa), matrimonio o voto de castidad. Para ello el clérigo hacía tres amonestaciones públicamente y, si nadie aportaba razón alguna para que no se celebrase el matrimonio, ello bastaba. Pero si uno de los contrayentes era forastero el asunto se complicaba porque ¿quien conocía sus antecedentes? Debe tenerse en cuenta que en los pueblos e incluso ciudades del siglo XVII, casi todo el mundo se conocía mutuamente, pero no así en el caso de forasteros.

Entonces comenzaban una serie de interrogatorios a cuantos más testigos mejor, bajo juramento y ante notario; superado dicho trámite, los contrayentes eran hábiles para velarse en la Iglesia. Testigos y contrayentes eran amenazados con penas eclesiásticas gravísimas si mentían o escondían la verdad conocida. Hubo quienes, antes de verse en la necesidad de demostrar su soltería, teniendo previsto el abandono de una localidad, solicitaban ya la acreditación que algún día podrían necesitar. La autora cita los casos de un Gaspar Soto Herrera y de Pedro Hernández, que realizaron una petición en 1628, en este caso para probar su viudedad respectiva. En otro caso uno dice soy mozo libre y soltero no sujeto a matrimonio, orden ni religión, ni tengo impedimento canónico”.

El matrimonio católico era, pues, la culminación de todo un proceso, habiendo estudiado la autora que citamos 533 certificaciones de soltería, de las cuales 193 corresponden a la capital sevillana. Los testigos eran generalmente cuatro y, de forma aleatoria, se aportan también certificados de bautismo para demostrar la edad requerida (12 años para las “mujeres” y 14 para los “hombres”), o de defunción del cónyuge anterior. Son muy interesantes los textos que han quedado en los registros: vestido de capa parda de cordoncillo, calzón de bayeta todo viejo, jubón de lienzo blanco, mangas de terciopelo, camisa, sombrero, calzón blanco, medias azules de lana, dinero treinta y dos cuartos y un maravedí…se dice de uno que murió en un hospital. Son muchos los expedientes en los que resulta fundamental el testimonio aportado por clérigos y personal de hospitales, que en la época no garantizaban la curación, sino que eran más bien lugares de tránsito hacia la muerte. Pero en ocasiones certificar la muerte del anterior cónyuge resultaba complejo, por ejemplo cuando los esposos no hacían vida en común. Este es el caso de una Juana de Herrera, viuda, que no tuvo noticia de la muerte de su esposo hasta bastante tiempo después de que se produjese; de haberlo sabido antes, habría podido contraer nuevas nupcias, como realmente deseaba.

El “mercado matrimonial” se veía afectado por los períodos de mortalidad elevada, consecuencia de las epidemias de peste (1599, l649 y 1678)[ii] o de contiendas militares, cuya repercusión afectaba sobre todo a varones adultos, con el consiguiente desequilibrio numérico entre sexos. Certificar el estado de viudedad para poder contraer nuevas nupcias se conviertió en Sevilla en algo habitual entre 1640 y 1660: muchos matrimonios se rompieron por la muerte de uno de los cónyuges o por las exigencias militares (sublevación de Portugal desde 1640).

La incidencia de la epidemia fue prácticamente igual en ambos sexos en las edades adultas, estando más bien las diferencias relacionadas con el nivel socio-económico. Una marquesa de Cardeñosa, al certificar el fallecimiento de su esposo en servicio del rey, recibió de él una renta “por los días de su vida”. El descenso de la población obligó, así mismo, a los solteros a buscar pareja fuera de su parroquia o población.

El Puerto de Santa María, Jerez de la Frontera, Ayamonte, Écija, Utrera y Moguer, además de Sevilla, fueron importantes poblaciones donde la abundancia de extranjeros propició los casamientos con no naturales de cada una de ellas, lo que provocó todos los trámites de información de libertad. En cuanto al perfil de los contrayentes, limitado el estudio de Ruiz Sastre a 193 expedientes, los enlaces fueron variados, es decir, los matrimonios entre naturales y foráneos fueron algo corriente, pero lo más abundante es que sea el varón el forastero, pues las mujeres tenían restringida su movilidad[iii], y esto se ve también en territorio francés: villa de Angers, Lyon, Saint-Malo (François Lebrun). Volviendo a Sevilla, la edad de las mujeres al contraer matrimonio era inferior a 20 años en el 38,5% de los casos y entre 20 y 25  en el 29,41%; para los hombres, en dicho tramo de edad, eran el 38,42% y entre 26 y 30 años el 19,47%.

Otro asunto estudiado por la autora a la que sigo es el de la dispensa matrimonial o disculpa que la Iglesia otorgaba a quienes tenían algún impedimento canónigo para casare, lo que significó un buen negocio. La dispensa había de solicitarse al papa, el cual podía dispensar incluso sin “justa causa”, pero lo más normal es que fuesen los obispos u otros clérigos los que actuasen en esta materia. El caso era no incurrir en escándalo o deshonra de la familia, siendo entonces los párrocos los que daban la dispensa.

El obispo de Coira (Suiza), entre finales del siglo XV y principios del XVI, solicitó a Roma el derecho de dispensa como consecuencia de la “escasa erudición” de las gentes de su diócesis, que ignoraban los impedimentos canónicos para contraer matrimonio en caso de consanguinidad, siéndole concedido el permiso. Cuando se trataba de “casos perplejos”, es decir, si el impedimento se descubría cuando la boda era inminente, siempre que se tratase de “casos ocultos”, también se solía dar dispensa. En el fondo estaba el asunto de discutir al papa su facultad para conceder las dispensas, pues representaba un flujo de dinero hacia Roma que los estados querían retener. A partir de 1778 las dispensas se hacen en la monarquía española por la Agencia General de Preces (Madrid) y poco después el rey Carlos IV (1799) concedió al episcopado español dicha facultad.

No todos los impedimentos podían ser dispensados: en los casos de consanguinidad en línea recta o segundo grado colateral, por impotencia antecedente, perpetua, absoluta y cierta; o el impedimento de ligamen[iv] no podían dispensarse nunca y por nadie. La Iglesia disponía de un sistema para descubrir los casos de consanguinidad, afinidad[v] y parentesco espiritual[vi]. La solicitud de dispensa debía dirigirse al papa, en latín y por escrito, aportando las pruebas necesarias para el fin propuesto, por ejemplo árboles genealógicos y/o testigos. La concesión de dispensas se acompañaba de penitencias para vindicarse la Iglesia e inmiscuirse en las estrategias matrimoniales de las familias y los sentimientos de los individuos.

Podía darse dispensa por razón de embarazo; entre los grupos marginales de la sociedad la endogamia se erigió como opción preferente y sin tener presentes las normas de la Iglesia, como es el caso de los gitanos, que a estos efectos (también) fueron vigilados. Se constata que muchos optaban por refugiarse en su grupo consanguíneo, al compartir historia familiar, intereses y costumbres; la endogamia se mantiene desde siempre. Las dispensas también estuvieron relacionadas con momentos concretos: antes o después de la peste de 1649, la expulsión de los moriscos en 1610 (debe tenerse en cuenta que Sevilla era “la mayor comunidad morisca de Castilla”) y está probada la existencia de enlaces mixtos entre ambas comunidades (cristiana y morisca) pues de Sevilla salieron expulsados sobre 7.500.



[i] “Mujeres y conflictos en los matrimonios de Andalucía occidental: el Arzobispado de Sevilla durante el siglo XVII”, Marta Ruiz Sastre. Este resumen se basa en algunos capítulos de esta extensa obra.
[ii] La de 1599 llegó de la Meseta y afectó a las grandes ciudades; la de 1649 atacó a zonas costeras y al valle del Guadalquivir; la tercera (la más extendida) desembarcó en Málaga y afectó a toda la región. Se acepta que Sevilla perdió el 40% de su población como consecuencia de la peste de 1649.
[iii] En el caso de Aragón (J. A. Salas Auséns) y para el siglo XVIII, la cifra de mujeres inmigrantes llega a superar ligeramente a la de los varones.
[iv] Derivado de la monogamia, solo es posible contraer nuevo matrimonio si se ha disuelto el anterior.
[v] Por ejemplo, los padres de uno de los cónyuges respecto de los padres del otro.
[vi] El que tienen los bautizados y confirmados con sus padrinos respectivos y al revés.

jueves, 28 de marzo de 2019

Heredar y pelearse (Aragón en el s. XVIII)

Plaza del mercado de Uncastillo
jesus.pueyo.pagesperso-orange.fr/fotos%201.htm


Como señalan Encarna Jarque y José Alfaro, los conflictos familiares han existido siempre y han revestido múltiples formas. En un trabajo del que son autores[i] ponen de manifiesto las diversas violencias y conflictos familiares en el Aragón del siglo XVIII. En los primeros momentos –dicen- la atención estuvo centrada en las estrategias de reproducción, pero hoy sabemos de los distintos tipos de violencias y coerciones sobre la mujer.

En general, los conflictos familiares siguieron derroteros distintos: en ocasiones mediante la violencia más irracional[ii], otras veces mediante el arbitraje de terceros y, en tercer lugar, recurriendo a los tribunales, tanto civiles como religiosos. Los autores citados señalan que la viudedad de la mujer estuvo amparada, en Aragón y Navarra, por una mayor protección que en otras partes gracias a las legislaciones forales de dichos territorios, pero también se observan diferencias entre el mundo rural y el urbano, donde las más de las veces la viudedad femenina iba unida a la estrechez económica. En todo caso el papel secundario de la mujer ya había sido establecido por los tratadistas de la familia cristiana, como es el caso de A. Arbiol[iii].

El estudio de Jarque y Alfaro señala que, durante la guerra de sucesión a la Corona de España, Aragón perdió en 1711 sus instituciones particulares, pero recuperaría más tarde su derecho privado, que apenas había experimentado modificaciones desde la baja Edad Media. En esta legislación había algunas discriminaciones positivas para la mujer, como tener compasión “del linaje femenil” y que no pudiese ser detenida. Otro fuero dispensaba a las mujeres llamadas a declarar como testigos en los juicios sin la obligación de decir la verdad, pero en ocasiones la mujer era maltratada en el seno familiar. El citado Arbiol señaló en su obra que el hombre debía comportarse con dignidad ante la “natural imbecilidad y flaqueza” de la mujer, llegando a justificar los malos tratos. Esta actitud fue compartida por las autoridades, que eran cómplices, y muestra de ello es la instrucción dada a los corregidores en 1788 para que no actuaran en situaciones que se dieran puertas adentro de las familias. Las mujeres, en el caso de Castilla, llegaron a protestar por la situación que padecían[iv].

Las tensiones solían aflorar en dos ocasiones: en lo tocante a la autoridad de los padres sobre los hijos y en la transmisión de bienes. En relación a esto último, los padres aragoneses, al igual que los navarros, disponían con total libertad de sus bienes, mientras que en el resto de los territorios peninsulares los padres tenían que reservar una parte significativa de su patrimonio para repartirla igualitariamente entre todos sus hijos. En Aragón las áreas de predominio de heredero único eran los valles pirenaicos, Somontano, Monegros y valle del Cinca, así como las comarcas de Matarraña y Guadalope. En el resto del territorio predominaba el reparto igualitario, aunque se daban múltiples variantes, una de las cuales dejar la herencia al cónyuge supérstite, que era el encargado de repartir la herencia; en ocasiones esta se destinaba a la salvación del alma.

La desigualdad de trato que recibían los hermanos a la hora de heredar fue el origen de muchos conflictos, así como la ausencia de testamento, y en ocasiones los padres dejaban el reparto de los bienes en manos de terceros (con frecuencia un clérigo), como es el caso del Somontano oscense, dándose también el pacto amistoso entre los hermanos.

En capitulaciones matrimoniales también hubo desavenencias entre los padres, el hijo y la nuera, resultando en ocasiones que la convivencia bajo un mismo techo resultara imposible. En este caso se recurría a “quatro hombres parientes más cercanos”, eligiendo cada una de las partes en litigio a dos, “y estar a todo” lo que dichos cuatro hombres decidieran “y no a otra cosa”. El número de pleitos es muy superior en la ciudad de Zaragoza por razón de su mayor número de habitantes, seguida de Huesca, pero los datos que aportan los historiadores citados muestran un reparto por casi todo el territorio aragonés.

La causa más frecuente de conflicto entre esposos fueron los malos tratos que denunciaba la esposa, “haciendo caso omiso a los consejos de la iglesia (sic) o a las recomendaciones del Consejo de Castilla de dejar las diferencias familiares (…) dentro de casa”. Las mujeres en esta situación solicitaban la separación a los tribunales eclesiásticos y civiles. En una ocasión citada por los autores a quienes sigo, se convenció a la mujer para que volviese con su marido, pero en otras el tribunal eclesiástico debió de ver tan grave el maltrato que aprobó la separación. En Zaragoza se dio un caso de dilapidación del patrimonio familiar por la afición al juego del esposo, lo que llevó a esta a solicitar la separación, sufriendo por ello amenazas de ser “arrojada por las escaleras”. La decisión del tribunal eclesiástico fue conminar al marido a mantener el respeto a su mujer e instar a esta a continuar en el domicilio conyugal. En otro caso las autoridades eclesiásticas, en cambio, permitieron a la mujer volver a casa de sus padres. También existieron casos en los que es el marido el que denuncia, pero son los menos.

Los casos en los que la pareja viviese separada fueron denunciados incluso por quienes nada tenían que ver en el asunto, considerándolo impropio. En Daroca unos cónyuges que vivían separadamente fueron amenazados de excomunión, aunque en algún caso la esposa llegó a amenazar con suicidarse antes que volver a vivir con su marido, “aunque se la lleven los demonios”.

Otros conflictos fueron entre padres e hijos, también entre hermanos: una cuestión aducida era la defensa del honor, pues se trataba de impedir un matrimonio que se consideraba deshonroso. Una Real Pragmática de Carlos III, en 1776, estableció que todo matrimonio debía contar con el consentimiento paterno y, a falta de estos, los abuelos o de familiares cercanos. En Sariñena el padre de la novia se opuso a que contrajese matrimonio con uno cuyo abuelo había ejercido la profesión de cortante (debe de ser tablajero carnicero), pues se consideraba infamante. Pero cierta legislación aragonesa permitía separar a la mujer maltratada del marido y custodiarla en tanto no se decidía lo más apropiado: era la manifestación. En un caso la mujer destinada a casarse, sin poder vencer la resistencia de los suyos, se manifestó dándole la justicia la razón.

Otros casos de conflicto son el reparto de herencias, cláusulas testamentarias incumplidas, deudas insatisfechas, alzamiento de bienes, diferencias a la hora de repartir el patrimonio paterno, dotes insuficientes, testamentos inválidos y otros. Los autores registran los casos de hermanos adultos que abusaron de los menores de edad, también las del hermano que aprovechaba su mejor conocimiento del valor de los bienes familiares, la entrega insuficiente de alimentos (como se había acordado o decía el testamento o la capitulación), las reclamaciones por incumplimiento del pago estipulado en el testamento, el irregular pago de la dote…



[i] “Herencia, honor y conflictos familiares en el Aragón del siglo XVIII”.
[ii] Los autores citan la obra de Mantecón Movellán, “Hogares infernales: una visión retrospectiva sobre la violencia doméstica en el mundo moderno”, 2009.
[iii] “La familia regulada”, Zaragoza, 1715.
[iv] “Protestas de las mujeres castellanas contra el orden patriarcal privado durante el siglo XVIII”, Ortega López, M.