En un libro excelente (1) por la enorme cantidad de
documentación utilizada, y por el escrupuloso método histórico empleado, Julio
Aróstegui completa con mucho lo ya investigado sobre la participación de los
carlistas españoles en la conspiración que llevaría a la guerra civil de 1936.
Apunta el autor citado que los carlistas
constituían el único partido con experiencia militar propia debido a las
guerras civiles que provocaron en el siglo XIX, pero también por la lenta y
laboriosa formación del requeté desde el último cuarto del citado siglo. Las
milicias de anarquistas, comunistas, socialistas y falangistas, por poner
algunos ejemplos, no eran nada comparadas con la carlista. También se pone de
manifiesto –si no estuviese claro ya- que lo único que unía a los que se
levantaron contra la II República
es acabar con el régimen democrático y social que representaba,
independientemente de sus múltiples defectos.
El taimado Franco, que se sumó tarde al
levantamiento, era monárquico, pero no así Mola y Cabanellas, mientras que
Sanjurjo estaba alineado con el carlismo desde la influencia de un ascendiente
suyo e igualmente Varela. Pero todo esto de nada valió porque Sanjurjo, Mola y
Cabanellas murieron pronto, sirviendo la guerra para encumbrar a Franco, que
puede no tuviese interés en que el golpe triunfase, porque de no haber guerra
no se hubiera forjado su poder.
Fal Conde, andaluz que reorganizó el carlismo
en su tierra y luego en el resto de España, estuvo en el centro de toda la
conspiración, junto con el Ejército, para alzarse contra la República. En contacto por
medio de terceros con Sanjurjo (exiliado en Portugal) y con Mola
principalmente, quiso imponer un modelo de sublevación en el que el Ejército se
sumase al carlismo como ideología para sustentar el régimen que deseaba:
antidemocrático, tradicionalista, monárquico y con todos los ingredientes de
una dictadura más o menos encubierta. Mola se encargó de deshacer esas
pretensiones y siempre tuvo claro que el golpe era del Ejército y para el
Ejército, aunque este podía aceptar de buen grado a todos los grupos
contrarrevolucionarios que se sumasen, máxime el carlismo, que tenía las
mejores milicias paramilitares ya en la preguerra y un espíritu combatiente
avalado por todo un siglo de conflictos civiles.
Asombra que la República pudiese
soportar las diversas oposiciones que tuvo durante su andadura, tanto desde
dentro como desde fuera: al carlismo hay que añadir el fascismo, representado
tanto por Falange como por las JONS y el pequeño grupo de Ramiro Ledesma, los
seguidores de Calvo Sotelo y la
CEDA, sobre todo desde el Parlamento, en contacto con los
terratenientes y con el activismo de las Juventudes de Acción Popular. Añadamos
lo más granado de la Iglesia,
la oligarquía y la indisciplina del Ejército, que se expresó antes de la guerra
en el alzamiento chapucero de Sanjurjo en 1932…
Julio Aróstegui señala en su libro que los
primeros meses de la guerra fueron de fuerte voluntariado por sectores
politizados tanto en un bando como en el otro: comunistas, anarquistas, socialistas,
republicanos, fascistas, carlistas, etc. Fueron sus milicias las que dieron a
la guerra de 1936 su carácter más genuinamente “civil”, aunque dichas milicias
se fueron integrando –con más éxito en el bando sublevado- en las estructuras
militares de cada uno de los dos Ejércitos enfrentados.
La conspiración de los carlistas –como otras-
consistió en la preparación del golpe mediante el acopio de armas en cantidades
que no se pueden cuantificar con exactitud, sobre todo porque algunas remesas
nunca llegaron a manos de los solicitantes. Pero es evidente el esfuerzo del
pretendiente Carlos Alfonso (desde Viena) y de su sucesor Javier (desde San
Juan de Luz), así como de oligarcas que simpatizaban con el carlismo o eran
opositores a la República.
Las negociaciones de Fal Conde con Mola fueron
de una dificultad extraordinaria, sobre todo porque ambas partes no cedían en
sus pretensiones sobre el protagonismo y eje del golpe y del régimen por venir.
Hasta que solo unos días antes del 18 de julio Mola consiguió la adhesión sin
miramientos del carlismo navarro, el más importante de todos, que traicionó a
sus propias autoridades nacionales (pretendiente y Fal). Los carlistas navarros
participaron en los primeros meses de guerra en el avance hacia Guipúzcoa,
Aragón y el norte de Castilla, no quedando al resto del carlismo nacional más
remedio que sumarse sin condiciones al golpe. Fal quiso crear una Academia
Militar Carlista, pero las autoridades militares no lo autorizaron, lo que fue
el factor, quizá, de que se exiliase en Portugal. El combativo Fal se pasó la
guerra en el país vecino, aunque de haberlo querido detener, no le hubiese
costado mucho trabajo a los jefes militares rebeldes.
Fal, sin embargo, fue coherente no aceptando
altos cargos de responsabilidad en el régimen de Franco finalizada la guerra,
lo que sí hizo el conde de Rodezno, convirtiéndose así en un burócrata al
servicio del fascismo español. Rodezno ya había aceptado el Decreto de
Unificación de Falange y de las JONS con el carlismo en abril de 1937, lo que
desdibujaría durante todo el régimen a esos “legitimistas” tan testarudos
durante un siglo.
Aróstegui aporta el dato de que los carlistas
en armas (requeté) representaron aproximadamente un tercio de los que
combatieron en nombre de Falange, pero esta tuvo algo con lo que no contó el
carlismo: un aluvión de adhesiones de republicanos, izquierdistas o simples
sospechosos que deseaban lavar su pasado presentándose como falangistas
convencidos. Los de la primera hora, “los camisas viejas” (aunque no existían
como tales con anterioridad a 1933) quedaron en minoría ante el alud de
afiliaciones interesadas. Al fin y al cabo, carlistas y fascistas españoles
aceptaron que el poder volviese a la oligarquía que había sido apartada del mismo
durante buena parte del régimen republicano. A tenor de sus proclamas, no eran
esas sus iniciales intenciones.
(1) "Combatientes requetés en la guerra...".
(1) "Combatientes requetés en la guerra...".
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