José María Pemán |
Dice Santos Juliá[i]
que cuando a finales de 1935, la CEDA y el Partido Radical gobernaban en
España, la posibilidad de perder el poder en unas próximas elecciones llevó a
los dirigentes de Renovación Española[ii] a
incitar al general Franco a sublevarse, explicándole a este Saiz Rodríguez y
Calvo Sotelo que mejor era actuar antes de las elecciones, porque de hacerlo
después –como así fue- se daría la impresión de que el alzamiento era contra la
soberanía popular.
Ledesma Ramos había
visto al finalizar 1935 que en España no existía un fascismo capaz de crear “una
patria fuerte y liberadora”, pero si no había fascistas, sobraban los
fascistizados, esa “realidad española fuerte” que se personificaba en Calvo
Sotelo y su Bloque Nacional[iii] de un lado, y en Gil Robles y sus fuerzas, especialmente las Juventudes de
Acción Popular, del otro. Ninguna de ellas, ni juntas ni por separado, podían
llegar a la conquista del poder; necesitaban una “acción militar convergente”.
La estrategia de
Ledesma de cuanto peor mejor ya la había percibido Vidal y Barraquer cuando
denunció las propuestas de Acción Española[iv],
donde se encontraban “los más brillantes equipos intelectuales de la derecha
española”, y luego, cuando la guerra ya estaba en marcha, fueron militares fuertemente conectados con Acción Española los que apoyaron la concentración de
poderes en manos del general Franco. El mismo presidente de Acción Española,
José María Pemán, se hizo cargo de la Comisión de Educación y Cultura de
la Junta Técnica del Estado, a la que llevó como vicepresidente a Enrique Suñer[v],
un catedrático de la Universidad Central obsesionado contra la Institución
Libre de Enseñanza, igual que todos los miembros de la comisión a la que se confió la
gestión de la Editorial Católica[vi]:
Sainz Rodríguez, Pemán, Lequerica, García Valdecasas[vii],
Juan José Pradera[viii]
y Pérez de Urbel.
Entre estas personas y
organizaciones se forjó la idea de que la España que ellos defendían era la que
debía triunfar contra la Anti-España representada por el liberalismo, el
socialismo y otras organizaciones democráticas, acusando a estas de
haber importado del exterior ideologías que no se correspondían con el “ser”
español. Los defensores de esa España tradicionalista y excluyente van a
desarrollar un lenguaje, antes, durante y tras la guerra civil de 1936, que es
el objeto de este resumen.
Una vez iniciada la
guerra, consideraron que era una guerra de principios, por lo que no podía
terminar sino con el exterminio del enemigo, de la Anti-España. La guerra
civil, dice Santos Juliá, “redujo la complejidad y múltiple fragmentación de la
sociedad española del primer tercio del siglo XX a dos bandos enfrentados a
muerte, con el resultado de que el vencedor nunca accedió a ningún tipo de
reconciliación que mitigara los efectos de la derrota de los perdedores y
volviera a integrarlos en la vida nacional. Desde 1939, España quedó
brutalmente amputada de una parte muy notable de sus gentes y de su historia”.
La idea de Anti-España,
que se remonta al siglo XIX y fue puesta en valor por Menéndez Pelayo, se
encuentra en la primera editorial de “Acción Española”, que identificaba la
revolución con la “admiración por lo extranjero”, y en los carteles electorales
de la CEDA, en 1936, se decía “Anti-España o España”, calificando a los
periódicos no afectos a la derecha de “judío-masones soviéticos”.
El obispo de Salamanca,
Pla y Deniel, defendía que si España quería subsistir no quedaba posibilidad
alguna de pacificación, y el jesuita Teodoro Toni decía en 1937: “En la actual
guerra española se trata de la lucha a muerte de dos… universalismos que buscan
la hegemonía del mundo”. Volviendo atrás, cuando todavía no había transcurrido
un mes desde la rebelión militar, el cardenal Gomá informaba al Vaticaco que aquella
era un “levantamiento cívico militar”, para continuar más tarde que lo que
había causado el levantamiento militar “ha sido la labor tenaz de inoculación
de doctrinas extranjeras en el alma del pueblo… el alma tártara… ha suplantado
el espíritu cristiano”.
En una carta enviada al
Secretario de Estado del Vaticano, Eugenio Pacelli, el Cardenal Gomá le
advertía de que un fin próximo de la guerra era impensable, “no se prevé ni
tregua ni transacción”. El obispo de Palencia, Manuel González, puso de su parte
que “arrancar, quemar muchas de las páginas de la historia de España… tal era
la tarea pendiente”, y el jesuita Félix G. Olmedo en 1938, decía: “hacemos en
la guerra lo que harán los ángeles en el juicio final…”. Herrera Oria, ya
obispo, aportó lo suyo: “Dios castigó a España porque la amaba, y el merecido
castigo fue una prueba más de su misericordia”, añadiendo años más tarde que “a
torrentes corrió la sangre generosa de nuestra juventud, alegremente derramada
en los campos de batalla”. El que escribía esto consideraba que los que
lucharon lo hacían “alegremente”.
Giuseppe Pizzardo,
Secretario de la Congregación para asuntos eclesiásticos, habiendo acogido
tímidamente la iniciativa británica de sondear al Gobierno italiano para
evaluar las posibilidades de una mediación internacional que Azaña había
presentado al “Foreing Office” a través de Besteiro (1937), se encontró con la
oposición de Gomá. Y la publicación “Atenas” esperaba del “nuevo estado” que
pasara “por las armas a la señora Institución”, acusándola de masónica, de
igual manera que había hecho Enrique Herrera, el hermano de Ángel, denunciando
a los miembros de la ILE como “solapados agentes de la masonería”. Fernando
Martín-Sánchez, en 1940, escribió: “para que España vuelva a ser es necesario
que la Institución Libre de Enseñanza no sea”.
Enrique Suñer quiso ser
el delator de los que consideraba culpables y el ejecutor de las penas: “busco
señalarlos con el dedo, delatando con todo valor, sin eufemismos ni
atenuaciones, sus turbias actividades”, señalando a José Castillejo*. “Busquemos
el cerebro que movió el brazo”, propuso Joaquín Entrambasaguas, despachándose
José Pemartín contra la “anti-Católica, anti-Española” ILE, de la que no debía
de quedar piedra sobre piedra. Pemán señaló que la España oficial “no era la
España auténtica, era un ejército invasor que había acampado en nuestros
órganos de vida oficial”, por eso la guerra era una “nueva guerra de
Independencia, nueva reconquista, nueva expulsión de moriscos”. Antes había
escrito un poema en el que se hablaba de “El Ángel y la Bestia han trabado
combate delante de nosotros”.
Serrano Suñer atribuía
el alzamiento militar a la rotura de las cadenas de una dominación extranjera
padecida por España durante cerca de un siglo, y Sainz Rodríguez, ya ministro
de Educación, por dos órdenes de febrero de 1939 separó definitivamente del servicio
y dio de baja en el escalafón a 25 catedráticos de la Universidad Central “por
su pública y notoria desafección al nuevo régimen implantado en España” y “por
su pertinaz política antinacional y antiespañola…”. Entre los expulsados
estuvieron Luis Recasens, Honorato de Castro, Enrique Moles, Miguel Crespi,
Jiménez de Asúa, José Giral, Gustavo Pittaluga, Fernando de los Ríos, Juan
Negrín, Pablo de Azcárate, Demófilo de Buen, Julián Besteiro, Domingo Barnés,
Blas Cabrera, Felipe Sánchez-Román y José Castillejo.
En una de sus más
reveladoras pastorales de guerra, –dice Santos Juliá- “Los delitos del
pensamiento y los ídolos intelectuales”, el obispo Pla y Deniel decía, avanzado
el año 1938, que en algunas ocasiones la labor del intelectual era “criminal,
subversiva del Estado, corruptora de la juventud y envenenadora de pueblo”. Por
su parte, el ministerio de Educación expurgó las bibliotecas populares y
escolares, e incluso Vicente Enrique y Tarancón, en 1946, hablaba de las dos
plagas que habían desvirtuado el ser nacional español: el confusionismo (?) y
la influencia del modernismo. Ángel Ayala celebró, al finalizar la guerra, la
depuración del magisterio de la enseñanza en todos sus grados[ix].
El expurgo de libros se
extendió a escritores que parecían inocuos para la “causa nacional”, como
Larra, Antonio Machado o Pardo Bazán. No hace falta recurrir a las
instrucciones de Mola para que se actuase con dureza extrema, para que se
exterminase toda oposición ante el alzamiento de los militares y sus adláteres.
Sobran los ejemplos.
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* Nació en Ciudad Real (1877) y murió en Londres (1945). Fue un jurista y pedagogo de la Institución Libre de Enseñanza.
[i]
“Historias de las dos Españas”. En un capítulo de esta obra está basado el
presente resumen.
[ii] Partido
monárquico durante la segunda República española liderado por Antonio
Goicoechea y por Calvo Sotelo a partir
de 1934.
[iii]
Coalición de monárquicos creada en 1934 por José Calvo Sotelo.
[iv]
Publicación madrileña desde finales de 1931 hasta finales de 1932 de ideología
católico-monárquica.
[v] Había
sido colaborador de la dictadura de Primo de Rivera.
[vi] Había
sido fundada en Madrid en 1912 y estuvo vinculada a la Asociación Católica
Nacional de Propagandistas, organización que pretendió influir en la vida
política a partir de la capación de minorías selectas católicas.
[vii]
Fundador de Falange Española. Miembro inicialmente de la Asociación para la
Defensa de la República, evolucionó hacia posiciones antidemocráticas siendo
procurador en Cortes durante el franquismo durante muchos años.
[viii]
Periodista y diplomático colaborador del franquismo.
[ix] “Formación
de selectos”.