viernes, 3 de enero de 2020

Viaje al monasterio de Veruela

Monasterio de Veruela (provincia de Zaragoza)

 Se reconoce a Gustavo Adolfo Bécquer la excelencia de su poesía, pero leyendo el relato de una de las cartas desde su celda del monasterio de Veruela, concretamente el viaje que realiza para llegar allí, nos muestra a un prosista también excelente.

Tuvo que tomar varios medios de transporte, según dice, llevando por todo equipaje un pequeño saco. En la estación del ferrocarril (se supone que de Madrid), saludó a las pocas personas que se encontraban ya en el coche que le correspondió. Se acomodó en un rincón –dice- esperando el momento de partir, “que no debía de tardar mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardias de la vía y el incesante golpear de las portezuelas”. Luego relata su impresión sobre los ardientes y ruidosos resoplidos de la locomotora: “aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante…”.

Bécquer es también un buen creador de personajes cuando relata a los que tenía a su alrededor en el vagón del tren: frente a él, una joven “como de diez y seis a diez y siete años” que debía pertenecer a una clase elevada. La acompañaba un aya, “señora muy atildada y fruncida” que de vez en cuando le preguntaba, en francés, cómo se encontraba la joven. Había también un inglés alto y rubio “como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio”. A Bécquer le llamó la atención su traje de turista y sus mil cachivaches de viaje: la manta escocesa, paraguas y bastón, bolsa de piel de Rusia… El inglés, dice, “paseaba una mirada olímpica sobre nosotros”.

Formando contraste con este gentleman que permanecía inmóvil como una esfinge, en el extremo opuesto del coche, “bullía sin cesar un señor de unos cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho”, el cual, a lo que pudo colegir el escritor por sus palabras, vivía en un pueblo cercano a Zaragoza, de donde nunca había salido si no es a la capital, hasta que con ocasión de ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que formaba parte, había estado un mes en la corte. Todo esto y mucho más dijo el señor rechoncho sin que se lo preguntase nadie; primero suplicó al inglés que le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa del coche que tenía más próxima; “el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar una sola palabra”. El rechoncho se dirigió entonces a la joven para preguntarse si la señora que la acompañaba era su mamá, a lo que aquella contestó que no desdeñosamente. “Después se encaró conmigo”, dice Bécquer, deseando saber si seguiría hasta Pamplona, diciendo él que se quedaba en Tudela.

El rechoncho habló de mil cosas hasta que, cansado de su desesperante monólogo, comenzó una serie de maniobras: primero cantó un rato a media voz, después paseó por el vagón, dando aquí al inglés con el codo y pisando allí el extremo del traje de las señoras para asomarse a las ventanillas de ambos lados. Luego bajó los cristales en cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del pueblo… “Ya nos encontrábamos cerca de Medinaceli”, dice el escritor, y el inglés se envolvió en su magnífica manta escocesa; la joven se puso un abrigo, y el rechoncho prosiguió impertérrito practicando la misma “peligrosa operación tantas veces cuanto paraba el tren”, a pesar de haberse hecho de noche, pero a los pocos minutos roncaba como un bendito; mientras tanto el inglés se durmió también, pero lo hizo gravemente, el aya cabeceó un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse “en estilo semiserio”.

Quedaron desvelados la joven y Bécquer, lo que permitió a este imaginar la forma en que podría entablar conversación con ella. “Entonces –dice- volví los ojos, que había tenido clavados en ella… y me entretuve en ver pasar a través de los cristales… ya las blancas nubes de humo… ya los palos del telégrafo”. Pero la presencia de la joven hermosa le inquietaba con “el roce de su falda de seda que tocaba a mis pies”. Además de otras circunstancias, hicieron fluir la imaginación del escritor mientras veía la línea del horizonte, que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de las olas, pero allí seguía la joven delante de Bécquer, lo que le hacía “soñar imposibles”.

A la madrugada el tren llegó a Tudela y el regidor aragonés “torciose la capa al hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto, y saltó al andén”. El escritor dirigió una última mirada a la joven, “que había sido la heroína de mi novela de una noche”, y después de saludar salió del vagón buscando a alguien que le indicase donde había una fonda. Describe brevemente a Tudela “con ínfulas de ciudad” y dice que almorzó en la fonda a donde había sido llevado: “aún no había tomado los postres, cuando el campanilleo de las colleras… me anunciaron que el coche de Tarazona iba a salir muy pronto.

Los equipajes se colocaban en la baca y, dentro del coche, la decoración había cambiado con otros personajes: el escritor se colocó al lado de dos mujeres, madre e hija que venían de Zaragoza, la muchacha con “ojos retozones”. Luego entró un estudiante del seminario, “a quien no hubo de parecer saco de paja la muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla”. Luego entraron dos individuos del “sexo feo”, pareciendo el primero militar en situación de reemplazo, y el segundo un empleado de poco sueldo. Entró entonces un clérigo entrado en edad pero “de buen color”, al que acompañaba un ama o dueña, “que en punto a cecina de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso a la vista”.

El escolar, mientras tanto, había encontrado la forma de encajarse más estrechamente con su vecina de asiento; “ya nos disponíamos a partir –dice- cuando “se nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril”, con toda su carga: cuchufletas, risas, interjecciones y murmullos, al tiempo que cada cual hacía lo posible para que no se acomodase a su lado, pero el gordo, allí donde se reía, empujaba, y unos manoteando, otros impasibles, se encontraba el regidor como pez en el agua… estando a los pocos minutos en conversación con todos.

El gordo desenvainó entonces del cesto una botella y la merienda correspondiente para echar un trago, dando así ocasión a que otros hiciesen lo mismo excepto el escritor; incluso las mujeres que, “aunque se excusaban tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con el vino”. Con el zarandeo del carruaje, el aturdimiento del vinillo, el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos, las palabritas a media voz, así pasaron las tres horas de camino que había desde Tudela a Tarazona “entre gloria y purgatorio”.

En Tarazona se apearon y Bécquer paseó por sus calles laberínticas antes de llegar a una posada, la cual describe minuciosamente: “un medio punto de piedra carcomida y tostada en cuya clave luce un escudo con un casco que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa mata de jaramagos amarillos…”. Pidió al posadero que le pusiese en contacto con alguien que le cediese una caballería para trasladarse a Veruela, “punto al que no se puede llegar de otro modo”. Así lo hizo el posadero y el escritor ajustó el viaje con unos hombres que habían venido a vender carbón de Purujosa[i] y tornaban de vacío.

Así emprendió Bécquer el camino del Moncayo, “atalajado en una mula como en los buenos tiempos de la Inquisición”, pero llegó el momento en que el escritor dejó andar a la mula e hizo él lo mismo, describiéndonos el paisaje que sale a su paso: “en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones del Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas entre el follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última luz del sol poniente, vi las vetustas murallas y las puntiagudas torres del monasterio…”.

En una de las celdas pasó Bécquer algo menos de un año, aquejado de la enfermedad que, pocos años después, le llevaría a la muerte a la edad de 34 (como romántico, moría pronto), sin que se reconociese su obra sino con posterioridad a su vida. Atrás quedaba su Sevilla natal, sus amores cumplidos y frustrados, su matrimonio, sus hijos; en el mismo año 1870 murió su hermano, el pintor, que siempre le acompañó en todos los trances[ii].


[i] Al oeste de la provincia de Zaragoza.
[ii] Este resumen corresponde a la primera de las cartas que desde la celda del monasterio de Veruela envía a sus amigos del periódico “El Contemporáneo”, de Madrid, destinatario de las mismas. 

1 comentario:

  1. Gracias por haberme trasladado al pasado del poeta. Me quedo con las ganas de conocerlo, lo haré en cuanto nos lo permita la pandemia.
    He disfrutado de su lectura, gracias. Un saludo afectuoso

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