La enorme cantidad de bienes muebles e inmuebles que ciertas instituciones acapararon durante el antiguo régimen -en América durante la época colonial- entre las cuales está la Iglesia, hizo que alguna vez se viese el estatuto que regía dicha "propiedad" como un inconveniente para el progreso de la economía, por lo que los ilustrados, en el siglo XVIII, plantearon la necesidad de una desamortización de aquellos bienes, sobre todo raíces, que estaban vincualdos a la Iglesia o a instituciones públicas sin rendir suficientemente para el conjunto de la comunidad.
Perú no fue una excepción y las clases dirigentes, ya en época colonial, pero sobre todo a partir de la independencia, iniciaron un proceso desvinculador y desamortizador que desposeyó a la Iglesia de rentas y bienes en favor no de las clases populares -que no participaron como protagonistas en el proceso de independencia- sino de algunos militares, hacendados, burgueses y funcionarios fundamentalmente. En este sentido es interesantísimo el trabajo de Armas Asín, que estudia el proceso arriba indicado en la coyuntura independentista en el Perú. Incluso a las instituciones religiosas a las que se expropió los bienes que a ellas estaban vinculados se les prohibió que adquirisen otros, lo que en España se llevó a cabo con la mayor radicalidad durante la II República.
"En España, desde 1768, se desarrolló una desamortización de bienes municipales, que amplió el mercado de tierras. La expulsión de los jesuítas en 1767 -dice el autor citado- la continuó, aunque no fue propiamente una desamortización". Esto se dio con Carlos IV en el poder, aunque sin la base ideológica que la burguesía liberal imprimiría al proceso en el siglo siguiente. Lo que la Corte de Carlos IV pretendió, tan solo, fue eliminar el déficit del Estado con las rentas obtenidas de aquellos bienes. En Perú la liberalización fue liderada por el Estado: en primer lugar se expropiaron fincas y censos de los jesuítas; en segundo lugar se desamortizaron fincas y censos de obras pías y, en tercer lugar, se abolió la Inquisición y pasaron a manos del Estado sus bienes.
Una vez que los jesuítas fueron expulsados del Perú (no olvidemos que un papa disolverá la orden) sus fincas fueron objeto de venta entre 1770 y 1781, beneficiando a comerciantes y hacendados; los censos continuaron siendo administrados por el Estado sumando en 1822 la cantidad de 2,6 millones de pesos. En realidad -dice Armas Asín- no se trató de una desamortización, pues las rentas de los censos que antes percibían los jesuítas ahora los recibía el Estado, un Estado dirigido por militares y burguesía criolla.
Según Armas Asín el golpe más directo a los capitales eclesiásticos fue el real decreto de 1804, destinado a desamortizar las fincas y censos de obras pías. Mediante los reales decretos de 19 y 25 de septiembre de 1798 y 11 de enero de 1799 Carlos IV había enajenado los bienes y rentas de hospitales, hospicios, casas de misericordia, de reclusión, de expósitos, cofradías y patronatos legos en España y sus colonias. El resultado de la venta de estos bienes debía ingresarse en una Caja de Amortización. Se trató de un préstamo forzoso, pues los titulares anteriores de aquellos bienes recibirían el 3% anual por sus capitales. Las necesidades fiscales de la corona así lo exigieron y además fue con la aquiescencia de Roma, aunque los problemas hacendísticos del Estado no se solucionaron.
En Lima, aquel decreto de 1804 entró en vigor dos años más tarde con resistencias, como en la península, y no solo por parte del clero, sino de los hacendados, que aspiraban a seguir obteniendo censos por los préstamos que hacían para la existencia de algunos centros de beneficencia. La supresión de la Inquisición permitió vender sus propiedades para atender a los gastos militares consecuencia de las guerras de independencia cuando empezaron, aunque la mayor parte de los ingresos por la venta de bienes desamortizados fue a parar a las nuevas autoridades republicanas del naciente Estado peruano. A partir de aquí el proceso fue rápido: el Congreso de 1823 cerró los noviciados religiosos del país y prohibió que estos enajenasen sus bienes. Un decreto bolivariano de 1825 suprimió la Caja de Censos de Indios y ordenó que todas las imposiciones sobre bienes rústicos pagasen solo el 2% de los réditos y los urbanos el 3%.
El nuevo Estado tenía la necesidad de financiarse y no renunció a ninguna de las fórmulas que el liberalismo económico había ensayado en otros países. Con la supresión de conventos con menos de ocho religiosos, el Estado cubrió particialmente sus necesidades para pagar al ejército, a los funcionarios y a los comerciantes que eran acreedores de aquel. Las diócesis afectadas por estas medidas fueron las de Lima, Arequipa, Trujillo, Chachapoyas, Huamanga y Cuzco; las órdenes religiosas afectadas fueron dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios y otros conventos y monasterios, sobre todo en Lima, Arequipa y Cuzco.
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