Murallas de Pamplona |
A finales de enero de
1823, al abrirse las sesiones parlamentarias, el rey Luis XVIII de Francia hizo
una declaración solemne: “Cien mil franceses, mandados por un príncipe de mi
familia…, están preparados para partir, invocando al Dios de san Luis, con el
objeto de conservar el trono de España para un nieto de Enrique IV, preservar
aquel viejo reino de su ruina y reconciliarlo con Europa”[i].
Para ello el rey francés tuvo que recurrir a un empréstito, pues el Estado no
tenía dinero para la empresa, pero ya entonces se creyó que no habría guerra,
sino que se trataba de una forma de presionar al gobierno liberal español.
Hubo intentos tardíos
de negociación que podrían haber evitado la invasión, pero los liberales
españoles estaban divididos (sobre todo entre masones y comuneros) y las
negociaciones no dieron fruto alguno. El ejército francés atravesó la frontera
española a principios de abril de 1823. Desde territorio español un puñado de
exiliados franceses esperaban a las tropas de Luis XVIII agitando la bandera
tricolor de la revolución y cantando la Marsellesa
para conseguir que los soldados de Angulema, que se suponía trabajados por la
propaganda de carbonarios y bonapartistas, se pasaran a la causa de la
libertad. Al frente de ese pelotón se encontraba el coronel Fabvier[ii].
Los soldados de Angulema esperaron en la frontera mientras se seguía negociando
con el gobierno español, pero a Fabvier le fallaron las ayudas prometidas por
sus amigos franceses y el apoyo monetario que habría necesitado por parte de los
españoles. Al encontrarse solos, porque los ejércitos españoles se habían
retirado, los refugiados franceses tuvieron que abandonar.
Pero hasta el último
momento pareció que se podía evitar la guerra con Francia. En febrero de 1823,
Vicente Bertran de Lis, comerciante y banquero valenciano de confusa
trayectoria política (señala Josep Fontana), escribía a París a James de
Rothschild para pedirle que expusiera a las autoridades francesas sus planes
para derrocar el gobierno español y poner en su lugar otro dispuesto a hacer
los cambios políticos que exigía Francia.
La maniobra, que
contaba con la complicidad de Fernando VII, comenzó después de las sesiones de
las Cortes, cuando el rey destituyó al gobierno que presidía San Miguel, de
predominio masón, moderado en temas de política interior, pero desafiante y
radical frente a Francia. Entonces de produjo un alboroto gravísimo en Madrid:
un grupo llegó a asaltar el palacio real, con gritos de “¡Muera el rey, muera
el tirano!” y actos de violencia que aterrorizaron a la reina, y se instaló en
la calle una mesa en que se recogían firmas para pedir que la Diputación
permanente de las Cortes nombrara una regencia que reemplazara al monarca.
Asustado, Fernando VII hubo de retractarse.
Mientras tanto Fernando
VII había sido obligado a instalarse en Sevilla junto con los ministros, pero
un gobierno alternativo estaría encabezado por los radicales Flórez Estrada y
Calvo de Rozas, partidarios de negociar con los franceses y de introducir los
cambios políticos que éstos pedían. Pero sus adversarios masones seguían
dominando en las Cortes, que consiguieron que el viejo gobierno siguiese en
funciones y de esta forma retrasar todo intento de negociación con Francia. El
rey, aterrorizado, se resistió primero al viaje, diciendo que estaba enfermo,
pero los masones no tuvieron contemplaciones. Así, en el viaje de ida a Sevilla
los pueblos “ocupaban a bandadas el camino y, recibiendo con desdén a la
familia real, aplaudían a las Cortes y daban muestras de un hervoroso entusiasmo
por la constitución”. En el viaje de vuelta a Madrid, tiempo después, las
gentes aclamaron al rey absoluto, persiguiendo a quienes poco tiempo antes
habían aplaudido (cabe también pensar que el grueso de los primeros eran
distintos que el de los segundos).
Del lado francés se
hicieron unas provisiones enormes: 30 millones de raciones de pan, 50 millones
de arroz, 20 millones de sal, 12 millones de aguardiente… con 29.000 caballos y
3.300 mulas para los transportes. Martignac[iii],
que acompañaba a Angulema, organizó a toda prisa una Junta provisional de
España cuya misión era dar cobertura al segundo. Los “cien mil hijos de San
Luis” empezaron a atravesar la frontera tras la segunda semana de abril de 1823
sin haber declarado previamente la guerra (el gobierno español lo hizo dos
semanas más tarde). Las fuerzas que entraron inicialmente en España estaban
integradas por unos 90.000 soldados, pero aumentaron a lo largo de la campaña
hasta 120.000, 75.000 de los cuales se retiraron al acabar la guerra, mientras
quedaron unos 45.000 como cuerpo de ocupación. Los realistas españoles que les
acompañaron fueron entre 12.500 y 35.000, pero dice Fontana que estos habían
sido derrotados repetidamente por el ejército regular español.
Los constitucionales
españoles solo pudieron oponer un ejército de 50.000 hombres, unas plazas
fuertes en estado precario, un gobierno interino, unas Cortes que vagaban por
los caminos y un rey aterrorizado. A mediados de abril llegó a Sevilla, donde
pocos días más tarde se abrían las sesiones de Cortes y se nombraba un nuevo
gobierno de predominio masón, del cual era jefe Calatrava (en una reunión de
los masones se propuso incluso matar al rey).
Entre tanto, los
franceses se adentraban en España, aunque no se puede decir que hiciesen la
guerra. Con la única excepción de Mina, los jefes militares a quienes el
gobierno había confiado el mando lo traicionaron. Martignac confesó que, desde
el punto de vista militar, la guerra “no se puede considerar para Francia más
que como un acontecimiento de orden inferior y de interés secundario”. El barón
de Damas, protagonista de algunas de las acciones más destacadas de la campaña
de Cataluña, diría que en su conjunto la guerra no había costado al ejército
francés “más gente de la que perdemos en los hospitales en los años ordinarios”.
El mariscal Oudinot dijo: “Lo que más me molesta y me incomoda es que esta
gente se cree que ha hecho la guerra”. El ejército francés no tomó por las
armas casi ninguna ciudad amurallada (una de las pocas, Pamplona, les resistió
cinco meses), ni libró una sola batalla a gran escala. Hubo algunos combates en
Cataluña y, sobre todo, magnificado por la propaganda francesa, el asalto al
Trocadero[iv].
Los franceses
encontraron mucha menos resistencia popular que en tiempos de Napoleón, pues en
1808 los clérigos se emplearon a fondo presentando la guerra a favor de la
religión, las tradiciones españolas y contra un rey intruso, pero también contó
que en la guerra de la independencia el ejército francés requisaba por la
fuerza lo que necesitaba, mientras que ahora pagaba los suministros a buen
precio. La rapidez de la campaña de 1823 también fue engañosa, pues si bien el
primer objetivo era liberar a Fernando VII, llegaron de la frontera a Cádiz en
menos de tres meses, en el momento de comenzar el sitio de esta ciudad no
controlaban la mayor parte de las plazas fuertes españolas, que seguían en
manos de los liberales y que no se rindieron hasta después de que las Cortes
hubiesen capitulado. Buena parte de Extremadura estaba bajo control liberal, el
Empecinado recorría tierras castellanas con medio millar de hombres a caballo y
se permitió volver a ocupar Cáceres a mediados de octubre de 1823 (por lo tanto
después de la rendición de Cádiz). En La Mancha había tres partidas liberales
comandadas por el coronel Abad, “Chaleco”, sin olvidar las “partidas de
ladrones que roban a los correos y viajantes” en el País Vasco o los agresores
que mataban oficiales franceses en Alhama de Aragón. Se dieron incluso casos
como el de Tarazona, donde una vez pasaban los soldados franceses, se ponía de
nuevo la lápida de la constitución. A finales de julio hubo en Madrid una gran
alarma ante el temor de que las fuerzas liberales reconquistasen la capital.
La facilidad del avance
de los franceses –dice Fontana- se debe a la traición de los generales
españoles, aunque este no es el caso de Mina, que se enfrentó a Moncey.
Ballesteros debía atacar a los franceses desde Aragón, mientras que desde
Galicia y Asturias lo debía hacer Morillo. El conde de la Bisbal dirigió el
cuerpo de Castilla la Nueva, encargado de cerrar a los franceses el acceso a
Madrid. Mina luchó en Llers[v] a
mediados de septiembre y llegó incluso a adentrarse por la Cerdaña francesa.
Los demás esperaron el momento de la rendición. Riego, sabiendo que Ballesteros
estaba en tratos para rendirse, salió de Cádiz, pasando por Málaga, mientras
que los campesinos de la Serranía de Ronda se preparaban para saquear la
ciudad. Ballesteros pidió quedarse en el Puerto de Santa María, donde esperó la
llegada del rey cuando fue repuesto en su soberanía absoluta.
Morillo empezó
rehusando el mando, tardó dos meses en presentarse en Valladolid y estuvo
quejándose repetidamente al ministerio de la Guerra; se puso en contacto con
Angulema para ponerse a su servicio. De origen humilde, era masón y tenía
precedentes de incumplir con sus obligaciones militares. Las tropas francesas
entraron en Galicia a principios de julio mientras Morillo esperaba en Lugo
para ayudarles a aplastar la resistencia de Vigo y A Coruña, esta última plaza
asediada por tierra y mar. Habiendo corrido el rumor de que los presos
absolutistas del castillo de San Antón querían asesinar a los liberales tan
pronto como entrasen los franceses en la ciudad, se ordenó embarcarlos y se les
ahogó lanzándolos al agua atados de dos en dos… En 1829 Morillo reivindicaba
sus servicios al absolutismo en un memorial dirigido al gobierno. Fue capitán
general de Galicia al morir Fernando VII y luchó contra los carlistas entonces.
La Bisbal tuvo un
pasado camaleónico, habiendo sido calificado de “tres veces traidor en grado
heroico”: había conspirado primero con los insurgentes que prepararon el
lanzamiento de 1820, les traicionó luego
y se sumó a ellos de nuevo, a última hora, cundo vio que le convenía.
Pasó por masón proponiendo reformar la constitución “a la francesa”, es decir,
en forma de carta otorgada, como querían los comuneros. El hombre a quien había
abandonado el mando, Zayas, no pudo hacer otra cosa que negociar la rendición
de Madrid, impidiendo que los guerrilleros que mandaba Bessières entrasen antes
que las tropas francesas, a fin de evitar a la capital los saqueos, la
violencia y los asesinatos.
[i] Josep
Fontana, “De en medio del tiempo…”. En un capítulo de esta obra se basa el
presente resumen.
[ii] Antiguo
oficial bonapartista de prolongada y variada experiencia militar. En Grecia se
le considera un héroe de su independencia.
[iii]
Abogado colaboracionista con la monarquía de Luis XVIII, de tendencia moderada.
[iv] Lugar cercano a Cádiz donde daban la vuelta
las embarcaciones cuando se carenaban.
[v] Al norte
de Figueres, Girona.
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