El título sale de lo
que decían los españoles del siglo XVI, según revela fray Antonio de Guevara en
una de sus obras[i],
pues gracias al mar muchos se hacían ricos, pero muchos más yacían enterrados.
También los ingleses de la época consideraban que antes de mandar a un hijo
hacerse marinero, era preferible convertirlo en aprendiz de verdugo. Era
general en toda Europa que el mar fue visto como un espacio lleno de peligros,
que solo la necesidad o la codicia animaba a adentrarse en él. En ocasiones era
también por tradición familiar o “por natural inclinación”, como dejó escrito
Juan Escalante de Mendoza, caballero veinticuatro de Sevilla y general de las
flotas de la Carrera de Indias.
El mismo citado
consideró que la pobreza era el principal impulso que llevaba a la gente al
mar, pues en las ciudades portuarias, y aún en otras, había legiones de pobres
y mendigos. También muchos niños huérfanos, que en ocasiones fueron reclutados
para servir a alguien en las embarcaciones y fuera de ellas. El autor al que sigo
dice que los documentos del Archivo de Indias informan de los niños huérfanos
que, con seis o siete años, eran “adoptados” por algún oficial o maestre. Si
los niños tenían padres, estos llegaban a firmar contratos de aprendizaje, que
llevaba a aquellos a un período de sumisión de unos diez años, pues estos
niños, además de servir en los barcos, quedaban también atados a su contratador
en Indias.
Muchas personas
cargadas de deudas acudían a enrolarse, pensando en desertar cuanto antes, por
ello los marineros eran confinados en barcos y sometidos a vigilancia. Uno de
los incentivos más irresistibles era emigrar a Indias sin pagar pasaje y
burlando los controles de la Casa de la Contratación, pues una vez en América
era relativamente fácil quedarse, constituyendo la lista de emigrantes
ilegales.
El personal necesario
para las armadas y la flota de Indias era muy numeroso; en los momentos más
intensos, a fines del siglo XVI y principios del XVII, eran necesarios hasta
8.000 hombres al año. En ninguna otra empresa era necesario concentrar a tal
número de trabajadores; solo los ejércitos reunían contingentes parecidos y la
mayor empresa constructiva de España en el siglo XVI, el
palacio-iglesia-monasterio de El Escorial, necesitó no más de mil trabajadores
al mismo tiempo.
Entre la marinería se
admitía a extranjeros, viéndose sobre todo portugueses, genoveses, napolitanos,
malteses, flamencos y alemanes. Como muchos de estos estaban en situación
ilegal en España, se resignaban a un salario más bajo con tal de enrolarse
hacia las Indias. Toda la tripulación estaba confinada como siglos más tarde lo
estarán los obreros en las fábricas, siendo un barco grande de la época la
máquina más sofisticada conocida, y así los que alcanzaban los puestos más
importantes, habían de prepararse muy cuidadosamente y bajo una supervisión
constante. Pero las condiciones de trabajo eran pésimas: además de una fuerte
inseguridad y un alto riesgo personal, los marineros debían estar disponibles a
cualquier hora del día y de la noche según el tiempo atmosférico, y los
accidentes de trabajo eran constantes, incluyendo las batallas, que eran
frecuentes; además, las tripulaciones quedaban sujetas a sus jefes en tierra.
Para ascender
profesionalmente en la marinería lo más importante era la experiencia,
empezando por los “pajes de nao”, niños que se ocupaban de la limpieza a bordo,
eran criados y cumplían ciertas funciones religiosas cantando en alto algunas
lecciones de la doctrina cristiana. También llevaban el cómputo de las horas
mediante grandes relojes de arena (ampolletas) que debían ser volteados cada
media hora, momento en el que los pajes debían recitar una salmodia para que se
supiese que no se habían olvidado.
A los diecisiete años
podían ascender a grumetes, que realizaban operaciones de gran responsabilidad,
como subir por la arboladura y otras tareas pesadas como la carga y descarga. A
los 25 años se llegaba a marinero, que llevaba la caña del timón o realizar
maniobras más complejas. A los cuarenta años estos marineros se podían
considerar ancianos en muchos casos, por lo que podían pasar a contramaestres
y/o guardianes, encargados de la disciplina; el despensero y el condestable
eran otros cargos, este último encargado de la conservación de las armas. Un
carpintero y un calafate por embarcación cobraban salarios superiores a los de
la marinería.
Los cargos superiores
eran el piloto, el maestre y el capitán, este último jefe militar del buque, que
en las grandes naves de carga solía ser un hidalgo. El piloto debía conocer
cada uno de los accidentes geográficos de las costas y podía ascender si sabía
leer y escribir. El maestre era el administrador económico, que era a la vez
dueño del barco salvo que este fuese muy grande, en cuyo caso se contrataba a
uno que supiese el oficio y que, además, debía entregar importantes fianzas
pecuniarias para garantizar la justa administración durante los ocho o nueve
meses que duraba la campaña de navegación, pero en la Carrera de Indias muchos
realizaban sus negocios ilegales: traficar con el cáñamo de los aparejos,
sisando el vino y la comida, sustrayendo pólvora, etc.
Las condiciones de
habitabilidad de los buques eran pésimas, donde el hacinamiento solo permitía un
metro y medio cuadrado por persona, con animales aquí y allá. Sin embargo, el
pasaje se pagaba a precio de oro, consiguiendo los más pudientes un habitáculo
separado de los del resto. El calor era otro de los inconvenientes, así como la
suciedad, sobre todo por la falta de agua dulce, hasta el punto de que se decía
que los barcos de Su Majestad “antes se olían que se veían”. El dominico fray
Tomás de la Torre dejó escrito que por el calor, “la brea del navío ardía” y
que “nos trataban como a negros”, pues “no se puede imaginar hospital más sucio
y de más gemidos como aquel”[ii].
Eugenio de Salazar, por
su parte, escribió que “uno vomita, otro suelta los vientos, otro descarga la
tripa…”[iii].
La alimentación a bordo era deficiente, porque la conservación de los alimentos
se hacía mediante salazones o deshidratándolos, mientras que las botijas de
agua ocupaban un gran volumen, pero esta debía ser racionada, llevando muchas
veces a la sed de los viajeros. El citado Eugenio de Salazar dijo que era tal la sed que se sufría que “por beberla y no sentirla”, de la poca agua que se daba a cada persona.
Pasadas las Canarias
hacia el oeste se disfrutaban los vientos alisios, dedicándose entonces los
tripulantes al juego, aunque estuviese prohibido: dados, naipes y ajedrez, este
último para minorías. La lectura colectiva también era un entretenimiento,
encargándose o pidiéndose a uno que leyera para los que no sabían: vidas de
santos, de papas, libros de caballerías y novelas pastoriles. Los juegos del
amor –dice Pérez-Mallaín- estaban prohibidos, pero se hacía la vista gorda y no
fueron pocos los escándalos provocados entre disimulo y disimulo, pero la
homosexualidad, relativamente común entre personas que pasaban muchos meses en
alta mar (y más habiendo jóvenes), aunque perseguida, se solía guardar en secreto,
y si se denunciaba era más bien por un odio larvado sobre los acusados.
La profesión de
marinero tenía uno de los máximos desprestigios, y quienes la ejercían
procedían de los estratos más bajos de la sociedad, compartiendo con esclavos
ciertos trabajos, teniendo solo consideración los que, a bordo de los buques,
dirigían las operaciones militares, haciendo valer su condición de hidalgos.
Don Álvaro de Bazán, “El Mozo”, por ejemplo, fue nombrado a mediados del siglo
XVI marqués de Santa Cruz.
En cuanto a la
persecución de delitos cometidos durante las travesías marítimas, la justicia
fue cada vez más dura a medida que avanzaba la Edad Moderna, y la indefensión
fue cada vez más manifiesta, e independientemente de la verdad, quedó escrito
que la mar era “capa de malhechores y refugio de pecadores”[iv],
donde se blasfemaba, se bebía, se engañaba, se difamaba, se robaba, se
asesinaba y se fornicaba”.
[i] “De
muchos trabajos que se pasan en las galeras”, 1539. Luego han citado a este
autor José Luis Martínez y Pablo E. Pérez-Mallaín, autor este de “Los hombres
de las rutas oceánicas hispánicas en el siglo XVI”, trabajo en el que se basa
el presente resumen.
[ii] “Diario
del viaje de Salamanca a Ciudad Real (Chiapas). 1544-1545”.
[iii] “La
mar descrita por los mareados”.
[iv] Fray
Antonio de Guevara.
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