sábado, 26 de enero de 2019

Navegaciones atlánticas

El Viejo Mundo y el Atlántico en un mapa antiguo

Si se prescinde de los monjes irlandeses –dice Céspedes del Castillo- que, con propósitos evangelizadores, navegaron a finales del siglo VIII a Islandia y las islas Far-Oer (1), los primeros grandes exploradores del Atlántico fueron los vikingos. Comenzando en el siglo IX a partir de sus bases escandinavas, se irían asentando en las islas Shetland (2), Orcadas (3) y en Islandia. A Groenlandia llegaron en el año 985 y poco después exploraban las costas de la península de Labrador, la Tierra de Baffin (4) y el estrecho de Hudson. Conocieron la isla de Terranova y muy probablemente un tramo –que llamaron Vinlandia- de la costa noreste de los Estados Unidos. Los pequeños, escasos y dispersos asentamientos vikingos en tierras que hoy sabemos americanas tuvieron una existencia precaria y fugaz. En 1016 fueron abandonados, debido en parte a la hostilidad de los esquimales, en parte a un ligero descenso de las temperaturas medias anuales que hizo ya demasiado peligrosa la navegación en esas latitudes.  La colonia de Groenlandia sobrevivió hasta principios del siglo XV, pero las tierras más al oeste no tardaron en ser olvidadas. Hoy podemos decir que los vikingos fueron los primeros en cruzar el Atlántico.

Ellos remaban en sus serpientes o barcas sin cubierta y con una vela que izaban para aprovechar el viento o arriaban y extendían para protegerse de la lluvia, pero no pudieron imaginarse la existencia de haber estado en un nuevo continente.

Mucho tiempo después se asomaron al Atlántico contra navegantes genoveses, catalanes y mallorquines, llevando consigo lo mejor de sus técnicas navales, cartográficas y comerciales. Sus expediciones al este del estrecho de Gibraltar son poco conocidas, envueltas como estuvieron en el secreto que, desde tiempo de los fenicios, ha sido típico de todo mercader que no desea competidores. Se sabe de una de ellas, que hasta ahora pasa por ser la primera, en el año 1291. Empezaron a lo largo de la actual costa atlántica de Marruecos, sobre la base de información obtenida de pescadores de Andalucía y el Algarve; fueron natural continuación de navegaciones de cabotaje por el litoral mediterráneo de África; su probable objetivo sería alcanzar, hacia el sur, el entonces desconocido lugar de origen del oro y el marfil que llegaba a todas las ciudades portuarias situadas entre Ceuta y Túnez, a través del Sáhara. Las olvidadas islas Canarias, en las cuales habían ya comerciado los romanos, fueron redescubiertas, estableciéndose pasajeramente en Lanzarote un puesto comercial a principios del siglo XIV. Poco antes de 1330 se avistaban las Madeira, posiblemente por pescadores andaluces o portugueses que, en el viaje de regreso desde aguas canarias, conocían ya que alejándose de la costa en dirección N o NW encontraban vientos aprovechables para sus embarcaciones hasta dar con otros muy favorables en la latitud sur de Portugal.

Los navegantes mediterráneos no vuelven a aparecer por estas aguas desde 1389. Genoveses y catalanes sucesivamente, concluyen que los desembolsos y riesgos asumidos en la exploración de un nuevo mercado no ofrecen nada positivo. Recuérdese también que las epidemias de la peste negra habían causado estragos en sus puertos de origen. Además no se encontraban preparados para la navegación atlántica de altura. Habían diseñado tipos de buque aptos para el Mediterráneo y sus cortos trayectos e irregulares vientos. El mejor de sus prototipos fue la galera, larga, fina y de poco calado para evitar bajos fondos y minimizar la resistencia del agua. Dependía de los remos como elemento propulsor, usando una o dos velas auxiliares para aprovechar el viento y aliviar a los remeros; era rápida y segura en aguas tranquilas y entre puertos cercanos donde reabastecerse con frecuencia y hallar refugio en caso de temporal. En el Atlántico, mar abierto y tempestuoso, lejos de puerto, la galera resultaba frágil; su radio de acción muy limitado, ya que había de cargar provisiones para una gran tripulación que incluía muchos remeros; la capacidad de carga útil resultaba insuficiente para compensar las largas distancias y elevados gastos diarios que es preciso multiplicar por los muchos días de navegación.

Entre tanto, los marinos de la costa atlántica europea diseñaban un tipo de nave más adecuado a los agitados mares Cantábrico y del Norte: el barco redondo, en proporción más corto y ancho que el mediterráneo, de perfil transversal redondeado para hacer su esqueleto de madera más resistente a los embates del mar. Era pesado y lento, pero, con su línea de flotación más alta, el centro de gravedad quedaba bajo; esto le proporcionaba estabilidad suficiente para cargar un aparejo de velas cuadradas más elevado y de mayor superficie que el de la galera. Portugueses y castellanos fueron quienes por su situación geográfica se hallaban en condiciones ideales para aprovechar lo mejor de la doble tradición atlántica y mediterránea en construcción naval. A lo largo de un siglo fueron mejorando el diseño y aumentando el tonelaje de sus barcas, inicialmente sin cubierta y con uno o dos mástiles, hasta crear la carabela, un tipo de barco redondo muy ágil y maniobrero, con cubierta y castillo de popa, que evoluciona durante casi todo el siglo XV y aumenta de tamaño hasta alcanzar por término medio 21 metros de largo, 7 de ancho, 2 de calado y carga útil de 60 toneladas castellanas. La carabela utilizada a partir de 1441 en viajes de exploración, heredó de anteriores barcos redondos su solidez, su total dependencia del viento, su pequeña tripulación –ya que no precisa remeros- y su relativa gran capacidad de carga que, permitiéndole llevar abundantes provisiones, le otorgaría un gran radio de acción.

En un esfuerzo empírico por aumentar tonelajes y reducir tripulaciones sin sacrificar demasiada velocidad ni agilidad, fue surgiendo la nao; capaz de cargar hasta el doble de una carabela. Así, la construcción naval europea alcanzaba, por fin, a comienzos del siglo XVI un grado de eficacia y calidad distinto pero comparable al de Oriente.

Porque no olvidemos –dice Céspedes del Castillo- que entre las grandes civilizaciones del Viejo Mundo durante la Edad Media, fue la cristiana europea la más marginal y periférica desde el punto de vista geográfico, la más pobre desde el económico, la más inmadura desde el cultural y estuvo, por añadidura, sometida al embate del Islam dinámico y expansivo. Europa cristiana mostró, sin embargo, una asombrosa vitalidad, una pasión por aplicar conocimientos teóricos a fines prácticos, con resultado de rápidos avances en la tecnología militar, naval y comercial, y una prodigiosa capacidad de adaptación y asimilación. Estas actitudes europeas se forjaron en siglos de contacto con el Islam, que hicieron del Mediterráneo un mundo dividido y en permanente conflicto, pero también una zona de difusión cultural. Teniendo como vehículo principal las migraciones judías, Europa recibió del Oriente no pocos de los que iban a ser elementos esenciales de su civilización: los numerales hindúes (llamados arábigos); las invenciones chinas de la brújula, la pólvora y la imprenta; gran parte de la ciencia clásica, que en Europa casi se perdió tras la caída del Imperio romano, pero que fue conservada por los musulmanes en el Oriente Medio. Así vino el Islam a enriquecer Europa con su tecnología agrícola –uso del regadío, difusión del cultivo de la caña de azúcar y de árboles frutales. La muy europea idea de Cruzada fue una copia modificada de la idea musulmana de Guerra Santa; las órdenes militares tuvieron su primer modelo en comunidades musulmanas de monjes-guerreros…
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(1) Son las Feroe, entre Escocia e Islandia.
(2) Al noreste de Escocia.
(3) Entre Shetland y Escocia.
(4) Al nordeste de Canadá.

(Este texto es copia, casi literal, de una parte de la obra de Céspedes del Castillo, “América hispánica”. El mapa ha sido tomado de https://franciscojaviertostado.files.wordpress.com/2016/11/1280px-vinland_map_hires.jpg).

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