Imagen antigua de Passau (sureste de Alemania) |
Durante el segundo imperio (1871-1916) se dio
en Baviera una lucha por el control de la enseñanza. En un lado estaba el
clero, particularmente los párrocos, que tenían como misión visitar las
escuelas para examinar a los alumnos y profesores (a los mismos centros
escolares) una vez por año. Marcelo Caruso[1]
ha estudiado este asunto poniendo de manifiesto lo que esto tenía de perjuicio
para una educación renovadora y creativa, pues los párrocos exigían una
educación memorística y ponían el acento en el orden tradicional que debía
haber en las aulas y en las escuelas.
Pero esto contó con una oposición creciente por
parte de los maestros y educadores. En el año 1896, durante la XII asamblea general de la Asociación de Docentes
en la ciudad de Munich, Lochbrunner ofreció a sus colegas “una ocasión de
algarabía”, explicando el resultado de sus anotaciones, años atrás, sobre una
escuela conventual, en la que una alumna, teóricamente, había explicado la
diferencia entre un cisne y un mirlo: este último “entonó su himno del
atardecer en las matas vecinas. A la escucha, el cisne tornó su cuello. ¿Pero
podrá entonar? ¡Inútil espera! ¡No hay una sola canción en ese pecho átono!”.
En realidad se trataba de un dictado copiado por la alumna sin una mínima
exigencia de creatividad por su parte.
Hubo incluso formularios de visitación, por lo
que la misma estuvo institucionalizada desde 1802, a partir del decreto
de obligatoriedad escolar homogeneizada, que fue derogado en 1918 y su
curriculum en 1926. En realidad se trató de una lucha por el poder en la
escuela, pues esa inspección eclesiástica observaba los contenidos, las formas,
el orden externo de cuadernos y aulas. Las bases de este control fueron
definidas en 1808, donde los párrocos tenían la misión “visitadora” como complementaria
a la pastoral. Debe tenerse en cuenta que, entonces, Baviera era un estado
mayoritariamente católico y agrario, extenso y con la población dispersa. Los
inspectores de distrito y locales, verdaderos jefes de los docentes –dice
Marcelo Caruso- establecieron un engranaje poderoso para la reforma social de
unas comunidades campesinas atrasadas a ojos de los ilustrados.
Estos inspectores tuvieron un mandato explícito
y el personal eclesiástico tenía capacidad para implementar la nueva pedagogía
pestalozziana, de mejorar la didáctica del cálculo y de fortalecer el vínculo
racional con los dogmas de la religión. En realidad, las normas establecidas en
1808 revitalizaron una instrucción que venía de antes. Los visitadores párrocos
preparaban un informe preliminar sobre los útiles y los muebles de la escuela,
tomaba nota de las quejas recibidas, intentaba producir un saber continuo sobre
el estado de las escuelas, todo lo cual estaba asociado al examen final exigido
por el estado para poder casarse, ejercer una serie de oficios y heredar. Las
preguntas del examen consistía en una serie de preguntas y recitaciones para
producir una comunidad cristiana y leal al rey, sin que se pudiese cuestionar
las dos formas de autoridad que encarnaba el párroco-visitador: la
sociopolítica y la de las “apariencias” en la escuela.
Las visitaciones decidían la nota que el
docente y la escuela merecerían en un tipo de enseñanza homogeneizada y
memorística, muy criticada por los renovadores de la época, entre los que se
encontraron docentes, como por ejemplo Geord Heydner. Contrariamente, muchos
maestros prepararon a los alumnos de acuerdo con “lo que quiere mi visitador” y
los documentos de la época permiten ver que de la enseñanza era mecanizante, lo
que fue comentado con amargura por el docente Conrad, en la ciudad de Kitzingen
(Baja Fanconia) y otro ejemplo de opositor a ese método fue Eugenio Leipold.
Para la llegada del visitador se limpiaban las
escuelas, lo que tiene que ver con esa ritualización de la que habla Caruso,
pero, como queda dicho, hubo modernizadores que se opusieron a este tipo de
control. La maestra María Müller ha relatado en su biografía novelada una
visitación de comienzos de la década de 1870: “Comenzó el examen. El señor
director lo hizo a su manera, yendo de un objeto a otro… Mientras el Director
controlaba los libros, los materiales para escribir e iba por las hileras de
bancos, el docente le dijo al párroco con evidente desaprobación, ‘qué tipo de
examen es ése…”, dirigiéndose luego al púlpito y anunciando a los alumnos que
todo era muy satisfactorio.
De 17 planes de estudios regionales que fueron
aprobados entre 1862 y 1913, en 16 de ellos se diferenció entre “reglamento
escolar”, esto es, los aspectos organizativos de la escuela ordenada, y el
“reglamento de enseñanza”, esto es, la apreciación crítica y mejora de los
métodos de instrucción. A pesar de que las críticas hacia los inspectores se
repitieron porque “el contenido, no el niño, continúa estando en el centro de
los exámenes”[2], la lucha tuvo que
continuar, hasta el punto de que el alcalde de Passau (Baja Baviera), informó
en 1871 al ministerio de que había visitado las escuelas de su competencia y
había encontrado oposición en la renovación de la enseñanza y de los exámenes
por parte de los párrocos, que alegaron “no se podía hacer nada”.
Munich fue la primera ciudad en derogar el
carácter público del examen (otra teatralización), y el primer director laico
de educación de la ciudad, el docente Georg Marschall, solicitó la derogación de
ese examen ante la oposición de los párrocos. Muchas otras ciudades, entonces,
pidieron la derogación total o parcial de esa ceremonia y el director de la
escuela Rosenheim (Alta Baviera) se entusiasmó por el retroceso de ese influjo
“nocivo” para la instrucción.
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