Azaña joven |
Para Santos Juliá –y no será el único- releer a
Azaña es un placer, pues “decía el castellano maravillosamente”, como nadie, al
tiempo que nadie ha tenido tanta contención en sus discursos, y así es más
fácil entender la conmoción que experimentó Amadeu Hurtado[1]
cuando Azaña cerró su intervención parlamentaria sobre el estatuto de Cataluña:
“saludar jubilosos a todas las auroras que quieren desplegar los párpados sobre
el suelo español”; también María Zambrano se emocionó recordando a Azaña
cuando, en Valencia, avanzada la guerra, este había dicho: “Vendrá la paz y
espero que la alegría os colme a todos vosotros. A mi no”.
Azaña –dice Santos Juliá- creó una política a
partir de saberes, de lecturas y de voluntad, lo habló todo y en él se resume
el ideal reformador de la tradición liberal española (liberal aquí no en el
sentido económico, sino en el amor por la libertad para que todos pudiesen
disfrutar de ella y conseguir sus legítimos objetivos). Nuestro hombre se
empeñó en el envío incesante de mensajes al Comité de Londres y a la Sociedad de Naciones para
que se comprendiese que la guerra de España tenía un componente internacional
que arrastraría a toda Europa; pero al mismo tiempo en Azaña se han visto sus
advertencias de que no se trata de exterminar al enemigo, sino de conseguir
vivir juntos aunque con intereses distintos, incluso antagónicos.
Por eso se dice que en muchas ocasiones invocó
la paz, y todo ello se le pagó siendo el que más saña sufrió tanto durante su
ejercicio político como por parte de los vencedores en la guerra durante
décadas. Hasta después de su muerte siguió un proceso abierto y se multó a sus
descendientes con cien millones de pesetas impuestas por el Tribunal de
Responsabilidades Políticas.
Cuando joven militó en el Partido Reformista de
Melquíades Álvarez y compaginó esto con su paso por la Academia de
Jurisprudencia y el Ateneo de Madrid, pero en torno a 1923 sintió la
frustración de ver que aquel partido no era lo que él ambicionaba para España.
De él se ha dicho que, en esa época, había sido un “señorito benaventino”, pero
Santos Juliá desecha esta idea recordando al doctorando a partir de las clases de
Giner de los Ríos, y se empapa de autores franceses en un momento en que
observa que ha aparecido la masa como sujeto de la historia.
Pero su labor intelectual había comenzado mucho
antes, pues en 1903 intentó su primera y fallida obra “La aventura de Jerónimo
Garcés”, en la que se trasluce la herida profunda de la muerte de su madre.
Luego vendrían “El jardín de los frailes” y “La velada de Benicarló”. Solicitó
y consiguió una pensión de la
Junta para Ampliación de Estudios yéndose a París para pasar
unos meses y frecuentar la biblioteca de Sainte
Geneviève, enviando artículos a España. Pero en política él mismo se tildó
de “reformista indolente”, lo que Santos Juliá desmiente, pues nos ha dejado
mucho sobre el problema de España, los orígenes de su decadencia, los caminos
para su retorno a la corriente general de la civilización europea. Así, se
remontó al Siglo de Oro y llegó a la conclusión de que la nación es una
“invención” moderna y que las raíces de la modernidad española no había que
buscarlas en aquel “siglo”, sino en la España de Alfonso XI (será porque consideró la
importancia del “Ordenamiento de Alcalá” -1348- verdadero compendio legislativo
para la Corona
de Castilla). En esto no se diferencia de sus predecesores de la generación del
98, que hicieron hincapié en el papel hegemónico de Castilla en la construcción
de España.
Propugnó alejarse del “nacionalismo de tizona y
herreruelo”; consideró que la
España de los Austria fue una distorsión de la historia, y
que la revuelta comunera fue la primera revolución moderna, en lo que coincide
Tierno Galván.
Azaña, según Santos Juliá, fue un francófilo
jacobino que simpatizó con los aliadófilos durante la primera gran guerra, pero
no participó del centralismo de los revolucionarios franceses: rechazó el
modelo jacobino cuando se discutió el Estatuto de Autonomía de Cataluña, el
primero. Nuestro autor, por otra parte, fue capaz de abarcar una enorme
variedad de temas objeto de sus inquietudes intelectuales y políticas, por lo
que nada que ver con el “gris y rencoroso funcionario” que algunos le han
atribuido desde posiciones cercanas al odio o al desprecio.
Los opositores que han acusado a Azaña de
“golpista y revolucionario” no han podido aportar ni una sola prueba de lo
primero, y dan a lo segundo un significado peyorativo que no tiene
objetivamente hablando. Fue Azaña revolucionario en la medida en que pretendió
revolucionar instituciones como el ejército atrasado y adoctrinado de España,
que pretendió descentralizar el poder, que pretendió ahondar la democracia
hasta niveles desconocidos en España entonces.
En
cuanto a sus relaciones con el Presidente Negrín, desde que este dirigió el
esfuerzo de guerra contra los militares golpistas y sus seguidores, cada uno
tuvo su personalidad, más realista la de Azaña, más idealizada la de Negrín,
que no obstante quiso buscar la paz de forma honrosa sin conseguirlo. Cuando se
recorren los discursos y diarios, además de las entrevistas con embajadores y
periodistas, vemos a Azaña –dice Santos Juliá- que no fue “prisionero de
Negrín”, pero sí hombre que, conocedor de la situación de la República durante la
guerra, quiso ahorrar sufrimiento a su pueblo y pronunció postreramente
aquellas palabras que le sitúan entre los justos: “Pero es obligación
moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, [el subrayado
es mío] sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible,
y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones,
que les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a
enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción,
que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que
han caído magníficamente por una ideal grandioso y que ahora, abrigados en la
tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los
destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de
la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón”.
[1] Político de formación jurídica autor de un
discurso en 1933 cuyo título es “La intervención del estado en nuestro régimen
de autonomía”.
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