De nuevo una tesis
doctoral suministra datos y reflexiones sobre los comportamientos colectivos en
un tema tan particular como el matrimonio, y las artes de la Iglesia para tener
bajo su control hasta los más mínimos detalles del mismo[i].
Uno de los aspectos
estudiados es el de las licencias de matrimonio y los certificados de soltería,
pues el concilio de Trento había reafirmado la indisolubilidad del matrimonio
católico, por lo que había que garantizar la validez del mismo, entre otras
cosas que los contrayentes fuesen libres de esponsales (promesa), matrimonio o
voto de castidad. Para ello el clérigo hacía tres amonestaciones públicamente
y, si nadie aportaba razón alguna para que no se celebrase el matrimonio, ello
bastaba. Pero si uno de los contrayentes era forastero el asunto se complicaba
porque ¿quien conocía sus antecedentes? Debe tenerse en cuenta que en los
pueblos e incluso ciudades del siglo XVII, casi todo el mundo se conocía
mutuamente, pero no así en el caso de forasteros.
Entonces comenzaban una
serie de interrogatorios a cuantos más testigos mejor, bajo juramento y ante
notario; superado dicho trámite, los contrayentes eran hábiles para velarse en
la Iglesia. Testigos y contrayentes eran amenazados con penas eclesiásticas
gravísimas si mentían o escondían la verdad conocida. Hubo quienes, antes de
verse en la necesidad de demostrar su soltería, teniendo previsto el abandono
de una localidad, solicitaban ya la acreditación que algún día podrían
necesitar. La autora cita los casos de un Gaspar Soto Herrera y de Pedro
Hernández, que realizaron una petición en 1628, en este caso para probar su
viudedad respectiva. En otro caso uno dice soy
mozo libre y soltero no sujeto a matrimonio, orden ni religión, ni tengo
impedimento canónico”.
El matrimonio católico
era, pues, la culminación de todo un proceso, habiendo estudiado la autora que
citamos 533 certificaciones de soltería, de las cuales 193 corresponden a la
capital sevillana. Los testigos eran generalmente cuatro y, de forma aleatoria,
se aportan también certificados de bautismo para demostrar la edad requerida
(12 años para las “mujeres” y 14 para los “hombres”), o de defunción del
cónyuge anterior. Son muy interesantes los textos que han quedado en los
registros: vestido de capa parda de
cordoncillo, calzón de bayeta todo viejo, jubón de lienzo blanco, mangas de
terciopelo, camisa, sombrero, calzón blanco, medias azules de lana, dinero
treinta y dos cuartos y un maravedí…se dice de uno que murió en un
hospital. Son muchos los expedientes en los que resulta fundamental el
testimonio aportado por clérigos y personal de hospitales, que en la época no
garantizaban la curación, sino que eran más bien lugares de tránsito hacia la
muerte. Pero en ocasiones certificar la muerte del anterior cónyuge resultaba
complejo, por ejemplo cuando los esposos no hacían vida en común. Este es el
caso de una Juana de Herrera, viuda, que no tuvo noticia de la muerte de su
esposo hasta bastante tiempo después de que se produjese; de haberlo sabido
antes, habría podido contraer nuevas nupcias, como realmente deseaba.
El “mercado matrimonial”
se veía afectado por los períodos de mortalidad elevada, consecuencia de las
epidemias de peste (1599, l649 y 1678)[ii] o
de contiendas militares, cuya repercusión afectaba sobre todo a varones
adultos, con el consiguiente desequilibrio numérico entre sexos. Certificar el
estado de viudedad para poder contraer nuevas nupcias se conviertió en Sevilla
en algo habitual entre 1640 y 1660: muchos matrimonios se rompieron por la
muerte de uno de los cónyuges o por las exigencias militares (sublevación de
Portugal desde 1640).
La incidencia de la
epidemia fue prácticamente igual en ambos sexos en las edades adultas, estando
más bien las diferencias relacionadas con el nivel socio-económico. Una
marquesa de Cardeñosa, al certificar el fallecimiento de su esposo en servicio
del rey, recibió de él una renta “por los días de su vida”. El descenso de la
población obligó, así mismo, a los solteros a buscar pareja fuera de su
parroquia o población.
El Puerto de Santa
María, Jerez de la Frontera, Ayamonte, Écija, Utrera y Moguer, además de
Sevilla, fueron importantes poblaciones donde la abundancia de extranjeros
propició los casamientos con no naturales de cada una de ellas, lo que provocó
todos los trámites de información de libertad. En cuanto al perfil de los
contrayentes, limitado el estudio de Ruiz Sastre a 193 expedientes, los enlaces
fueron variados, es decir, los matrimonios entre naturales y foráneos fueron
algo corriente, pero lo más abundante es que sea el varón el forastero, pues
las mujeres tenían restringida su movilidad[iii],
y esto se ve también en territorio francés: villa de Angers, Lyon, Saint-Malo
(François Lebrun). Volviendo a Sevilla, la edad de las mujeres al contraer
matrimonio era inferior a 20 años en el 38,5% de los casos y entre 20 y 25 en el 29,41%; para los hombres, en dicho
tramo de edad, eran el 38,42% y entre 26 y 30 años el 19,47%.
Otro asunto estudiado
por la autora a la que sigo es el de la dispensa matrimonial o disculpa que la
Iglesia otorgaba a quienes tenían algún impedimento canónigo para casare, lo
que significó un buen negocio. La dispensa había de solicitarse al papa, el
cual podía dispensar incluso sin “justa causa”, pero lo más normal es que
fuesen los obispos u otros clérigos los que actuasen en esta materia. El caso
era no incurrir en escándalo o deshonra de la familia, siendo entonces los
párrocos los que daban la dispensa.
El obispo de Coira
(Suiza), entre finales del siglo XV y principios del XVI, solicitó a Roma el
derecho de dispensa como consecuencia de la “escasa erudición” de las gentes de
su diócesis, que ignoraban los impedimentos canónicos para contraer matrimonio
en caso de consanguinidad, siéndole concedido el permiso. Cuando se trataba de “casos
perplejos”, es decir, si el impedimento se descubría cuando la boda era
inminente, siempre que se tratase de “casos ocultos”, también se solía dar
dispensa. En el fondo estaba el asunto de discutir al papa su facultad para
conceder las dispensas, pues representaba un flujo de dinero hacia Roma que los
estados querían retener. A partir de 1778 las dispensas se hacen en la
monarquía española por la Agencia General de Preces (Madrid) y poco después el
rey Carlos IV (1799) concedió al episcopado español dicha facultad.
No todos los
impedimentos podían ser dispensados: en los casos de consanguinidad en línea
recta o segundo grado colateral, por impotencia antecedente, perpetua, absoluta
y cierta; o el impedimento de ligamen[iv]
no podían dispensarse nunca y por nadie. La Iglesia disponía de un sistema para
descubrir los casos de consanguinidad, afinidad[v] y
parentesco espiritual[vi].
La solicitud de dispensa debía dirigirse al papa, en latín y por escrito,
aportando las pruebas necesarias para el fin propuesto, por ejemplo árboles
genealógicos y/o testigos. La concesión de dispensas se acompañaba de penitencias
para vindicarse la Iglesia e inmiscuirse en las estrategias matrimoniales de
las familias y los sentimientos de los individuos.
Podía darse dispensa
por razón de embarazo; entre los grupos marginales de la sociedad la endogamia
se erigió como opción preferente y sin tener presentes las normas de la
Iglesia, como es el caso de los gitanos, que a estos efectos (también) fueron
vigilados. Se constata que muchos optaban por refugiarse en su grupo
consanguíneo, al compartir historia familiar, intereses y costumbres; la
endogamia se mantiene desde siempre. Las dispensas también estuvieron
relacionadas con momentos concretos: antes o después de la peste de 1649, la
expulsión de los moriscos en 1610 (debe tenerse en cuenta que Sevilla era “la
mayor comunidad morisca de Castilla”) y está probada la existencia de enlaces
mixtos entre ambas comunidades (cristiana y morisca) pues de Sevilla salieron
expulsados sobre 7.500.
[i] “Mujeres
y conflictos en los matrimonios de Andalucía occidental: el Arzobispado de
Sevilla durante el siglo XVII”, Marta Ruiz Sastre. Este resumen se basa en
algunos capítulos de esta extensa obra.
[ii] La de
1599 llegó de la Meseta y afectó a las grandes ciudades; la de 1649 atacó a
zonas costeras y al valle del Guadalquivir; la tercera (la más extendida)
desembarcó en Málaga y afectó a toda la región. Se acepta que Sevilla perdió el
40% de su población como consecuencia de la peste de 1649.
[iii] En el
caso de Aragón (J. A. Salas Auséns) y para el siglo XVIII, la cifra de mujeres
inmigrantes llega a superar ligeramente a la de los varones.
[iv] Derivado
de la monogamia, solo es posible contraer nuevo matrimonio si se ha disuelto el
anterior.
[v] Por
ejemplo, los padres de uno de los cónyuges respecto de los padres del otro.
[vi] El que
tienen los bautizados y confirmados con sus padrinos respectivos y al revés.
No hay comentarios:
Publicar un comentario