"Mujeres en la ventana" (Bartolomé E. Murillo, 1675) |
Basándose en la
documentación existente sobre el Tribunal del Bureo, la profesora María Dolores
Madrid Cruz[i] ha
estudiado veinticinco expedientes que abarcan desde el año 1661 hasta 1835.
Dicho Tribunal tenía una jurisdicción privilegiada y se ocupaba de los procesos
del personal que trabajaba en el palacio real, comprendiendo soldados,
palafraneros, proveedores de las mercancías al palacio y los delitos que se
cometieran en él aunque los acusados no fueran servidores del mismo, en el que
se incluían la plaza o el lugar donde el rey se encontrase.
Una evidencia que la
autora señala es la relación existente entre ley y moral, ley y contexto
social, y el peso que ejercía en las conciencias la idea de virtud y honradez.
En un primer momento se estudian los cambios habidos entre los siglos XVII y
XVIII y luego en lo previsto para los delitos de estupro y violación en el
Código de 1822, aunque de acuerdo con esta legislación solo hubo una persona
procesada, en 1823.
El discurso que
mantienen los sujetos protagonistas de los procesos, víctimas, culpables,
familiares, testigos, médicos y jueces –dice la autora- son parte importante en
la investigación, considerándose en la época dichos delitos no en cuanto falta o
crimen, sino en cuanto a la lujuria y el pecado. Las sentencias en estos
procesos son dispares, por lo que teoría y práctica legal discurrían por caminos
diferentes, al parecer. Los jueces, a la hora de valorar el hecho no lo hacían
basándose en el acto delictivo en sí mismo, sino en el comportamiento femenino.
Se transforman en verdaderos valores a defender la castidad y honestidad de la
víctima, así como la intervención de la promesa matrimonial como mera excusa
para el logro de la relación carnal.
El matrimonio era un
anhelo para la mujer de entonces, por lo que los varones podrían incurrir en la
promesa de matrimonio con la intención de engañar y conseguir sus objetivos.
Luego se estudia que en buena parte de los casos hubo violencia, pero todos
menos dos fueron sustanciados como estupro, por lo que la autora se pregunta si
la mujer transformaba, por conveniencia social, la agresión física en
seducción.
Había
logrado quitarme mi onor con título de casamiento;
esta es la expresión más reiterada que pronunciaban las mujeres en los casos de
estupro. El honor, la honra, en primer lugar, y son los testimonios de los
vecinos los que destacan las virtudes y tachas de la mujer. El engaño es inherente
al estupro; honor y engaño pues, son elementos que destacan en aquellos
procesos, pero solo de las mujeres honestas cabe hablar de estupro, pues la más
mínima muestra de ligereza se entendería como consentimiento de la mujer, no
habría sido engañada.
Algunos autores de la
época hablan del diferente estado civil de la víctima en uno y otro caso, pues
si la mujer era casada y es seducida, más que el engaño del varón, lo que
contaba era el consentimiento de la mujer. Otros señalan en el delito de estupro
la virginidad de la víctima, pero siempre tenía que preceder al acto carnal la seducción
y desembocar en el desahogo de la lujuria.
La mujer era la
depositaria del honor familiar, por lo que debía evitar la ociosidad que la
llevaría, sobre todo si era de mediana o alta fortuna, a emplearse “en el tocador
horas enteras; indagando quantos generos de puro laxo excitan sus afanes; y
distrayendo con el mal ejemplo á las hijas y criadas de la vigilancia, y
cuidado, que debían tener sobre los objetos de sus obligaciones”. A la mujer se
le prohibían los cargos y empleos públicos, aunque no que se graduasen, “y sí
por evitar comprometer su honor, y decoro de la libre comunicación con tantos
hombres, no obstante ser más astutas y sagaces, que estos…”.
La fama del marido se
podía ver afectada negativamente por las conductas de la mujer, hijas o
hermanas, por lo que al padre o esposo correspondía guardar la honra de la hija o esposa. Hasta tal punto esto era así que el hombre tenía reconocido un
conjunto de medidas vengadoras, para algunas de las cuales estaba exento de
sanción penal. Sirvan las palabras en “Guzmán de Alfarache” de ejemplo: la honra
es hija de la virtud, y tanto que uno fuere virtuoso será honrado… Solo podrá
la mujer propia quitármela, conforme a la opinión de España, quitándosela a sí
misma… Honor y honra son lo mismo pero estas expresiones, en los procesos
estudiados, solo se predican del género femenino, pues la honra, en el caso de
las mujeres, deriva de su sexo.
Los delitos de estupro
y violación no son solo transgresiones sobre las personas, sino sobre el honor,
estimando la “flaqueza mugeril” la causa de que una mujer pase de ser honesta a
deshonesta. La honra masculina dependía de la debilidad de la mujer, que
arranca del matrimonio por rapto, pasando por la potestad del marido en el
sentido de pertenencia.
Los cambios jurídicos
introducidos en las Cortes de Cádiz no supusieron nada positivo para la mujer,
pero se tendió a abarcar a un número mayor de mujeres objeto del delito de
estupro. La mujer era despojada de una cualidad en extremo importante para la
vida futura, de ahí que los expedientes tiendan a exponer con detalle la base
de su defensa: “se la ha educado con toda christiandad procurando el que
siempre aya vivido y viva con honestidad y recato que corresponde a su estado…”.
Mientras tanto, los procuradores intentaban presentar a las mujeres como
frívolas e inmorales, utilizando adjetivos como “mujer publica”, “mundana” o
expresiones como “no guardaba su estado” o “vida licenciosa y desembuelta” con
el fin de desacreditarlas.
Cuando el deshonor
ocurría se intentaba buscar acomodos, componendas entre la familia de la
víctima y el estuprador como modo de reparar la honra, evitar la justicia y
sobre todo impedir que el desdoro se hiciera público. El concierto se intentaba
incluso en los primeros años del siglo XIX a instancias del padre de la
víctima. La autora solo ha encontrado constancia de estos tratos en dos
expedientes, uno fechado en 1788, donde el cuñado de la víctima es quien
intenta el acuerdo, y otro de 1800, cuya reclamación encabeza el padre, siendo
así que en ambos casos las víctimas se encontraban embarazadas. En algunas
demandas el motivo era el desacuerdo en la cantidad monetaria que debía servir
como dote, o porque las circunstancias del estuprador, casado, impedían el
matrimonio, promesa del cual era el engaño más corriente y típico.
En cuanto a las penas
que se imponían a los estupradores, la autora constata las siguientes: cuatro
años de destierro más costas (1661), aunque en este caso el acusado fue
absuelto en apelación; absolución (en varios casos), allanamiento[ii]
(1765), apercibimiento (1765), sin sentencia (en varios casos); casarse o
destierro de cuatro años para ella y un año de trabajos en el Camino Imperial
para él (1789); casarse o el pago de cien ducados más las costas (1801); cien
ducados más costas (1807); casarse o dos mil ducados y seis reales diarios para
la prole, más su reconocimiento y costas (1817); cuatro años de prisión en el castillo
de Peñíscola y dos mil ducados en concepto de dote (1819); trescientos ducados
en razón de dote más seis reales diarios como gastos de manutención más las
costas (1835).
En cuanto a las
violaciones, las edades de las víctimas en algunos casos estudiados (diez y
quince años), la denuncia partió de los padres de estas, alertados por las
señales externas y físicas que delataban la agresión que habían sufrido, pero
el forzamiento apenas se menciona, desplazado por el ahínco en defender la
moralidad de la víctima. En 1661, en un caso de violación sin testigos, las
cinco declaraciones que se hacen sobre la víctima solo sirven para manifestar y
asegurar las cualidades de la niña, no se alude a determinadas circunstancias
como el miedo…
[i] “El arte
de la seducción engañosa…”. En esta obra está basado el presente resumen.
[ii] Vencimiento
del asunto.
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