Con relación al papel de algunos militares en la política
española durante el siglo XIX, caben varias interpretaciones: que los
dirigentes civiles de los partidos políticos no fueron capaces de liderarlos y
recurrieron a los que han sido llamados “espadones”; que estos espadones tenían
una especial vocación de intervención en los asuntos políticos sabiéndose
fuertes; que los militares en general protagonizaron largas guerras en las que
se vio involucrada España[i]
y esto les hizo verse protagonistas… Pablo González-Pola de la Granja[ii]
ha estudiado éste asunto junto con otros historiadores.
Si los jefes militares que se destacaron fueron utilizados
por los partidos políticos, quizá sea más correcto interpretarlo como una vez
se “pronunciaron”, pues no está claro que desde los mismos partidos se instara
a los “espadones” a intervenir. Otra cosa es que se vio como normal que lo
hicieran. De ahí que se haya llamado al período que va desde 1840 hasta 1868 (y
aún podríamos decir hasta 1875) “régimen de los generales”. Pero de esto no se
puede concluir –como advierte el historiador citado- que el ejército ocupase el
poder, como así fue en los dos primeros años de la dictadura de Primo de Rivera
y durante la del general Franco (sobran los ejemplos en otros países).
El precedente más antiguo de intervención de un militar en la
política fue el de Juan José de Austria contra la regente Mariana, cuando el
citado hijo del rey Felipe IV se puso al frente de un levantamiento en Cataluña
y Aragón, llegando a ejercer durante unos pocos años como primer ministro.
Luego siguieron los militares que, con los borbones, recibieron un fuero
especial y fueron el nervio del poder al servicio del rey. González-Pola cita a
E. Giménez López cuando habla de “una administración fuertemente militarizada a
cuyo vértice se encontraba un Capitán General, con audiencias sometidas a su
autoridad, y con una malla corregimental extendida sobre el territorio…”.
En las Cortes de Cádiz se elaboró una doctrina castrense para
las relaciones de los militares con las juntas de defensa que se formaron en
toda España, apreciándose una prevención constante contra los generales, jefes
y oficiales del ejército regular, aún antes de que hubieran aparecido los
espadones. Alonso Baquer –a quien cita el autor al que sigo- escribió que
resulta sorprendente que en plena guerra se pensase más que en ganarla, en la
forma de sostener frente al rey y a su ejército, las libertades individuales y
municipales.
González-Pola habla del interés en controlar el poder que se
otorgaba a las autoridades militares, dándose un enfrentamiento entre junteros
y generales, que se concretó en las protestas de estos por los ascensos que
consideraban injustificados de junteros regionales. La guerra de 1808 se
desarrolló con una exigencia de responsabilidades y desconfianza entre
militares profesionales y junteros, la falta de una política coordinada entre
las diferentes juntas, y la negativa de las Cortes y juntas a que un militar
español ejerciera la unidad de mando, lo que sí se reconoció a Wellington en
1812.
La Constitución de 1812 consagró la idea del ejército como
nacional, no real, quedando dividido en dos categorías, las tropas de continuo
servicio y la milicia nacional. En 1813 el general Castaños y el conde de la
Bisbal (Enrique José O’Donnell, tío de Leopoldo) intentaron ante las Cortes
unir las correspondencias militares y políticas, pero la propuesta fue
derrotada. Tras la guerra, el ejército estamental borbónico estaba desaparecido
en la práctica, pues muchos militares se acercaron al liberalismo, los que
habían sido capturados por los franceses tuvieron ocasión de leer a Voltaire y
Rousseau, entre otros, y hubo militares que se afiliaron a la masonería. Los
que procedían de la guerrilla se incorporaron al ejército y convivieron con los
que, como Espartero, se formaron en las academias militares que se habían
improvisado.
En 1815 el ejército estaba sobredimensionado, reduciéndose
por el marqués de las Amarillas[iii],
que depuró a muchos liberales de sus filas, pero en 1826, el general marqués de
Zambrano[iv]
fue incorporando antiguos mandos liberales. En 1825 habían regresado los
generales, jefes y oficiales en América que venían influidos por los principios
liberales: son los llamados “ayacuchos” que apoyarán al general Espartero en
1840.
Cuando se produce el conflicto carlista, el posicionamiento
del ejército (la mayoría) en el liberalismo sorprende al pretendiente,
presionando aquel a la regente para evitar el conservadurismo. Pero la guerra trajo
a los militares sinsabores con el retraso en las pagas y las malas condiciones
de los abastecimientos, lo que provocó indisciplina en la tropa, que el general
Espartero, ministro de la Guerra, tuvo que combatir. La guerra de 1833 encumbró
a los vencedores, viéndose a generales al frente del Gobierno, lo que no es un
fenómeno exclusivo de España: en Francia más del doble de casos y en Portugal más
aún.
El liberalismo arraigó fuertemente en el ejército español, y llegado el año 1894, el periódico “El Imparcial” publicó lo siguiente: “Sin el
Ejército los partidos reformadores no hubieran llegado al poder, pero sin el
Ejército, una vez llegados, no lo habrían dejado jamás…”. Es decir, tuvo que
haber espadones que acabaron con el mandato de otros espadones. El ejército fue
propulsor y freno -sigue diciendo el periódico citado- en la política española.
Los partidos, por su parte, tenían una escasa base social que los progresistas
intentaron aumentar permitiendo el voto sin necesidad de tantas exigencias
económicas.
Los espadones, como ha señalado el profesor Pabón, actuaron
al margen del ejército, aunque implicaron a éste para el triunfo de sus
pronunciamientos, de los que se aprovechaban los diversos partidos ocasionando
perjuicios a unos en beneficio de otros: se producían injusticias al recibir
ascensos los seguidores del espadón triunfante, mientras que los que
permanecían fieles al Gobierno quedaban en situación de reemplazo con media
paga. Los generales políticos no aprovecharon su paso por el poder para hacer
reformas en el ejército, a excepción de O’Donnell, que hizo importantes inversiones
para reformar la Armada. Lo que preocupa a los espadones es la politización del
ejército en los pronunciamientos de los que eran protagonistas y sus efectos
sobre la disciplina.
Siendo dos veces Presidente del Consejo de Ministros en 1843
Joaquín María López, el general Serrano, ministro de la Guerra, envió una
circular a los inspectores de Infantería y Caballería y a los directores de
Artillería e Ingenieros, proponiendo que se extinguiese para siempre el espíritu
de partido en el ejercito, teniéndose como criterios la mayor capacidad y
aptitud, los méritos y los servicios de los militares, cualquiera que hubiese
sido el partido al que pudiesen haber pertenecido.
Los espadones –dice González-Pola- quisieron ser los últimos
pronunciados, y siendo la disciplina la esencia de la fuerza armada, temieron
la politización del ejército, lo que era una contradicción manifiesta. Cuando O’Donnell
se adhiere y patrocina al partido Unión Liberal, quizá pensó que no sería
necesaria ninguna otra irrupción de generales empujados por los partidos, pero
lo cierto es que los militares plebeyos ganaron protagonismo social, siendo la
revolución de 1868, según el autor al que sigo, eminentemente castrense. El
general López Domínguez, personaje fundamental en el ejército, se dirigió a los
diputados en la legislatura de 1869 diciendo que para conquistar la libertad se
había tenido que recurrir siempre a las armas, y sin embargo se habían
entregado armas al pueblo (el juntismo ya antiguo) contra el ejército…
Espartero fue el que nació antes de todos los espadones españoles, 1793, por lo que fue el único que pudo participar en la guerra de 1808; le siguió Narváez (1799), luego O’Donnell (1809) y Serrano (1810); Prim nació en 1814 y Martínez Campos en 1831, llegando a ser Presidente del Gobierno en 1879 y luego ministro de la Guerra con Sagasta. No importó a estos espadones apoyar a unos o a otros (siempre en las filas del liberalismo): Narváez apoyó una sublevación absolutista en 1822, cierto que era muy joven; O’Donnel participó en la sublevación progresista de 1854 para, dos años más tarde, contribuir a su ruina; Serrano estuvo con la reina y contra ella, con Espartero y con Narváez para derrocar a aquel, y Martínez Campos apoyó a Cánovas y luego a Sagasta…
[i] Contra la ocupación francesa en 1808, las de independencia de sus posesiones en América, la carlista de 1833.
[ii] “O’Donnell el espadón”.
[iii] Pedro Agustín Girón Las Casas, llegó a presidir el Estamento de Próceres en 1834.
[iv] Miguel de Ibarrola llegó a ser senador entre 1845 y su fallecimiento tres años más tarde.
La ilustración, tomada de cronicasderequena.es/la-insurreccion-de-1843-requena-contra-espartero/ ilustra el levantamiento de Narváez en 1843.
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