Óleo de Joaquín Agrasot (*) |
La llamada década
ominosa está llena de ejemplos de represión, abusos por parte de la autoridad,
arbitrariedades y acciones antijurídicas por parte del régimen del rey Fernando
VII. Pero las víctimas no solo fueron liberales que intentaron restablecer la
constitución, sino ultrarrealistas que acusaban al rey de blando y proclive a
confiar el gobierno a personas moderadas, ello como consecuencia de la
influencia que la monarquía francesa, primero con Luis XVIII y luego con Carlos
X, ejerció sobre el rey español, pues aquellos no estuvieron dispuestos a
mantener en España un ejército francés de ocupación, si no era a cambio de
moderar la política absolutista de Fernando, al que se le pidió repetidamente
que estableciese algún tipo de institución representativa.
Según Josep Fontana, en
1826 se produjo un acontecimiento que escandalizaría a Europa: la ejecución en
Valencia de Cayetano Ripoll, condenado a muerte por un tribunal eclesiástico
que no tenía existencia legal, pero que era tolerado por el gobierno.
Ripoll había nacido en
Solsona en 1778, se había educado en Barcelona –donde había aprendido “la
gramática y algo de filosofía”-, trabajó en una casa de comercio y fue soldado
hasta fines de 1823, cuando, una vez licenciado pasó a la categoría de indefinido.
Carente de recursos, se puso a enseñar las primeras letras a los niños de la
huerta de Ruzafa[i],
en las afueras de Valencia, con un interés y una abnegación ejemplares. Tenemos
una serie de testimonios de gente que le conoció que nos pintan un Ripoll alto
y robusto, de barba negra y cabellos largos, a quien los hortelanos de Ruzafa
llaman “el mestre Poserut”. La escuela donde enseñaba era una barraca que
habían construido los propios vecinos de la partida del Perú. Iba también a
algunas casas, como a la de Mariana Gabino, una lavandera a cuyos hijos daba
clase, que le guardaba un plato para comer –se negaba, no obstante, a comer
carne diciendo: “Es triste que haya que matar a los animales para que vivan los
hombres”-, y la de Josep Vivó, “l’arrosser”, donde acudía por las noches a
charlar, que fue precisamente donde le detuvieron. Ripoll era respetado en
general por su honradez y desinterés, pero no daba muestras de aquella piedad
ceremoniosa y externa que los ultras exigían; cuando Mariana Gabino le preguntó
por qué no iba a misa, Ripoll le replicó que sabía más que los curas.
Fue denunciado a la
junta de fe de Valencia y apresado en octubre de 1824. Permaneció veintidós
meses en la cárcel maltratado, lo que motivó que adelgazase considerablemente.
Su conducta fue de mansedumbre, pero a la vez de firmeza al negarse a la
retractación que se le exigía. Menéndez Pelayo hablará, sin ningún tipo de
vergüenza por su asesinato, del “indomable aunque mal aprovechado tesón de su
alma”. Al final de largos interrogatorios el acusador afirmaba que, pese a
negar los cargos, “tácitamente los confiesa”, y que en consecuencia había que
considerarlo “hereje formal que abraza toda especie de heregía”. Según el
informe enviado al arzobispo Simón López[ii] por
el vicario general de Valencia: “no creía en Jesucristo, en el ministerio de la
santísima trinidad, en el de la encarnación del hijo de Dios, en el de la
sagrada eucaristía, ni en la virginidad de María santísima, ni en los santos
evangelios, ni en la infalibilidad de la santa Iglesia católica, apostólica,
romana”.
Se le aplicó la ley de
las Partidas que condenaba a muerte a los cristianos que hubiesen abandonado la
fe para hacerse judíos o herejes y se le sentenció a morir colgado de la horca
y a ser quemado, si bien teniendo en cuenta que “en el día en ninguna nación
de Europa se quema o materialmente se condena a las llamas a los hombres”, la
quema “podrá figurarse pintando varias llamas en un cubo, que podrá colocare
por manos del ejecutor bajo del patíbulo ínterin permanezca en él el cuerpo del
reo y colocarlo, después de sofocado en el mismo”.
Vestido con ropa negra,
esposado y a caballo de un asno, fue llevado, la mañana del 31 de julio de
1826 a la plaza del Mercado de la ciudad de Valencia, donde la horca estaba
instalada permanentemente, tan frecuente era su uso en estos años de terror.
Murió serenamente, y su cuerpo metido dentro de un tonel pintado de llamas, lo
llevaron a un puente y lo lanzaron desde lo alto al río, en medio de los gritos
y las burlas de los presentes. Permaneció allí todo el día hasta que lo
recogieron los “hermanos de Paz y Caridad”, que lo enterraron en el cementerio
de Carraixet, en tierra profana. Cuatro años más tarde, Próspero Mérimée pudo
ver en Valencia el macabro ceremonial de la ejecución de un hombre que había
matado a un voluntario realista. Al mostrar sorpresa por el hecho de que la
gente no acudiese a ver la ejecución, su guía le explicó que estaban ya hartos
de este tipo de espectáculos.
El nuncio del Vaticano
aún comentó poco después que Ripoll era “un deísta fanático” que corrompía a la
gente con su falsa virtud. También el periódico Times de Londres explicaba, a partir de una carta recibida desde
Madrid, la historia de la muerte de ese hombre que “según todas las noticias,
era una persona caritativa que daba a los pobres todo lo que no le era
absolutamente necesario; acostumbraba a ir a las casas de los pobres a enseñar
a sus hijos gratuitamente, y con muchos otros actos de esta misma naturaleza mostraba
que había entendido bien el verdadero sentido de la religión y que la
practicaba”. El obispo Simón López, sin embargo, escribió expresando la
esperanza de que la muerte de Ripoll sirviese “de escarmiento para unos y de
lección para otros”[iii].
[i] Hoy
forma parte de la ciudad de Valencia.
[ii]
Amigo de Juan José de Cádiz, en las Cortes de Cádiz se mostró antiliberal. Se
negó a acatar la Constitución durante el trienio liberal. Arzobispo de Valencia
ya con ochenta años, en 1824 creó la Junta de Fe, que sustituyó a la
Inquisición.
[iii] El presente
resumen está hecho a partir de la obra de Jospe Fontana, “De en medio del
tiempo”.
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