En el norte de Francia,
en uno de los espacios de la gran llanura europea, se encuentra la ciudad de
Arras, no lejos de la costera Dunquerque, la más cercana de Lille, al nordeste
de Amiens y, por tanto, cerca de la frontera con Bélgica. Arras ha sido llamada
la “ciudad del centenar de campanarios”, en alusión a las muchas iglesias,
parroquias, monasterios y otros centros religiosos que había en el siglo XVIII.
Según Peter McPhee, a
mediados del siglo citado Arras contaba con ochocientos clérigos en comunidades
vinculadas a Saint-Vaast, la catedral[i],
doce iglesias parroquiales, dieciocho monasterios y conventos, una docena de
hogares de retiro y muchos hospitales, hospicios y pequeñas capillas. Arras era
un puntal de la Iglesia católica; el obispo era uno de los prelados bien
remunerados del reino, cuyos ingresos anuales rondaban las 40.000 libras, una
cifra cincuenta veces superior a la que recibían la mayoría de sacerdotes
rurales. En 1750, en los dieciocho monasterios vivían casi quinientos
religiosos y la Iglesia proporcionaba empleo a muchos de los criados domésticos
de la ciudad, e indirecto a buena parte de los artesanos, tenderos y
comerciantes.
El clero parroquial
ocupaba el extremo opuesto de la jerarquía eclesiástica –dice McPhee- en lo
relativo a extracción social e influencia, pero en todo caso, constituía un
cuerpo social relativamente acomodado. Las doce parroquias estaban atendidas
por cuarenta y ocho curas, muchos de los cuales estaban seguros de su teología
y mejor remunerados que el clero rural. Los sacerdotes de las
parroquias más ricas de Arras, Saint-Géry y Saint-Jean, disponían en la década
de 1780 de unos ingresos anuales de unas nueve mil libras. Arras era un
auténtico bastión de la fe.
Se construyó una abadía
nueva y un barrio nuevo en unos terrenos pantanosos situados entre la ciudadela
militar y los terraplenes medievales de la ciudad. Los pantanos acabaron
convirtiéndose en la elegante “Basse-Ville” de Arras, que se diferenciaba por
sus anchas calles arboladas y por un imponente espacio público octogonal. En
1763 la ciudad estaba siendo objeto de reconstrucción a gran escala, tanto de
viviendas particulares como de otros edificios. Los grandes terratenientes, nacidos en su
mayoría en un grupo de cincuenta familias nobles, habían empezado a erigir las
casas suntuosas cuyas fachadas restauradas siguen hoy confiriendo a la ciudad
su peculiar estilo.
Las familias de
comerciantes o profesionales de clase media a quienes les iba bien, así como
los nobles y las instituciones religiosas, se aprovecharon del prolongado auge
de la producción rural para construir edificios que transmitieran eminencia y
seguridad, lo que redundó en el número de viviendas donde alojar soldados, que
estaban por todas partes. Tras el sitio impuesto a Arras por el ejército
español en 1654 y el Tratado de los Pirineos de cinco años más tarde, se
construyó en el sureste de la ciudad una “ciudadela” descomunal, tanto para
amedrentar a la población local como para garantizar que las consecuencias del
tratado eran inamovibles. En sus barracones se podían albergar hasta 5.000
soldados y un millar de caballos, aunque otros soldados tenían que albergarse en
viviendas particulares.
En realidad, la Arras
del medievo había ejercido una influencia económica poderosa en buena parte de
Europa. En la segunda mitad del siglo XVIII Arras era una importante sede de
administración y justicia, pero los tapices medievales ya no eran la principal
producción, sino la proporcionada por los campesinos y granjeros de los amplios
campos que se extendían muchos kilómetros alrededor de la ciudad.
Era una capital de
provincia como muchas otras del siglo XVIII, en la que las instituciones del
primer y segundo estados del reino (clero y nobleza) gestionaban las rentas de
sus inmensas fincas, que en total ocupaban la mitad de la región. Se ha dicho
por varios especialistas que, cuando estalla la Revolución Francesa, el país
era rico pero el Estado se había empobrecido por la mala administración, los
fastos de la Corte y las guerras.
Con el ejemplo de la
ciudad del centenar de campanarios, con la riqueza concentrada en unas pocas
manos, sometida la mayoría a los abusos de los nobles y los ricos, desconfiados
no pocos intelectuales y “sans cullotes” de las predicaciones clericales en
comparación con la realidad circundante, se comprende que se aprovechase el más mínimo chispazo
revolucionario para dar ocasión a unos cambios que aún no han sido superados.
En Arras nació
Maximilien Robespierre en 1758, quizá el personaje que mejor encarna la etapa
más jacobina y radical de la Revolución Francesa. Su vida pública fue corta,
tan solo cinco años, muriendo a los treinta y seis víctima de los amigos de sus
víctimas.
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