jueves, 3 de septiembre de 2020

La ciudad del centenar de campanarios


En el norte de Francia, en uno de los espacios de la gran llanura europea, se encuentra la ciudad de Arras, no lejos de la costera Dunquerque, la más cercana de Lille, al nordeste de Amiens y, por tanto, cerca de la frontera con Bélgica. Arras ha sido llamada la “ciudad del centenar de campanarios”, en alusión a las muchas iglesias, parroquias, monasterios y otros centros religiosos que había en el siglo XVIII.

Según Peter McPhee, a mediados del siglo citado Arras contaba con ochocientos clérigos en comunidades vinculadas a Saint-Vaast, la catedral[i], doce iglesias parroquiales, dieciocho monasterios y conventos, una docena de hogares de retiro y muchos hospitales, hospicios y pequeñas capillas. Arras era un puntal de la Iglesia católica; el obispo era uno de los prelados bien remunerados del reino, cuyos ingresos anuales rondaban las 40.000 libras, una cifra cincuenta veces superior a la que recibían la mayoría de sacerdotes rurales. En 1750, en los dieciocho monasterios vivían casi quinientos religiosos y la Iglesia proporcionaba empleo a muchos de los criados domésticos de la ciudad, e indirecto a buena parte de los artesanos, tenderos y comerciantes.

El clero parroquial ocupaba el extremo opuesto de la jerarquía eclesiástica –dice McPhee- en lo relativo a extracción social e influencia, pero en todo caso, constituía un cuerpo social relativamente acomodado. Las doce parroquias estaban atendidas por cuarenta y ocho curas, muchos de los cuales estaban seguros de su teología y mejor remunerados que el clero rural. Los sacerdotes de las parroquias más ricas de Arras, Saint-Géry y Saint-Jean, disponían en la década de 1780 de unos ingresos anuales de unas nueve mil libras. Arras era un auténtico bastión de la fe.

Se construyó una abadía nueva y un barrio nuevo en unos terrenos pantanosos situados entre la ciudadela militar y los terraplenes medievales de la ciudad. Los pantanos acabaron convirtiéndose en la elegante “Basse-Ville” de Arras, que se diferenciaba por sus anchas calles arboladas y por un imponente espacio público octogonal. En 1763 la ciudad estaba siendo objeto de reconstrucción a gran escala, tanto de viviendas particulares como de otros edificios. Los grandes terratenientes, nacidos en su mayoría en un grupo de cincuenta familias nobles, habían empezado a erigir las casas suntuosas cuyas fachadas restauradas siguen hoy confiriendo a la ciudad su peculiar estilo.

Las familias de comerciantes o profesionales de clase media a quienes les iba bien, así como los nobles y las instituciones religiosas, se aprovecharon del prolongado auge de la producción rural para construir edificios que transmitieran eminencia y seguridad, lo que redundó en el número de viviendas donde alojar soldados, que estaban por todas partes. Tras el sitio impuesto a Arras por el ejército español en 1654 y el Tratado de los Pirineos de cinco años más tarde, se construyó en el sureste de la ciudad una “ciudadela” descomunal, tanto para amedrentar a la población local como para garantizar que las consecuencias del tratado eran inamovibles. En sus barracones se podían albergar hasta 5.000 soldados y un millar de caballos, aunque otros soldados tenían que albergarse en viviendas particulares.

En realidad, la Arras del medievo había ejercido una influencia económica poderosa en buena parte de Europa. En la segunda mitad del siglo XVIII Arras era una importante sede de administración y justicia, pero los tapices medievales ya no eran la principal producción, sino la proporcionada por los campesinos y granjeros de los amplios campos que se extendían muchos kilómetros alrededor de la ciudad.

Era una capital de provincia como muchas otras del siglo XVIII, en la que las instituciones del primer y segundo estados del reino (clero y nobleza) gestionaban las rentas de sus inmensas fincas, que en total ocupaban la mitad de la región. Se ha dicho por varios especialistas que, cuando estalla la Revolución Francesa, el país era rico pero el Estado se había empobrecido por la mala administración, los fastos de la Corte y las guerras.

Con el ejemplo de la ciudad del centenar de campanarios, con la riqueza concentrada en unas pocas manos, sometida la mayoría a los abusos de los nobles y los ricos, desconfiados no pocos intelectuales y “sans cullotes” de las predicaciones clericales en comparación con la realidad circundante, se comprende que se aprovechase el más mínimo chispazo revolucionario para dar ocasión a unos cambios que aún no han sido superados.

En Arras nació Maximilien Robespierre en 1758, quizá el personaje que mejor encarna la etapa más jacobina y radical de la Revolución Francesa. Su vida pública fue corta, tan solo cinco años, muriendo a los treinta y seis víctima de los amigos de sus víctimas.



[i] En estilo gótico, fue destruida durante la Revolución Francesa.


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