Torre vieja de la catedral de Oviedo |
Con el paso de los siglos la Iglesia siguió prohibiendo, inmiscuyéndose en la vida de los seres humanos individual y colectivamente considerados. La Edad Media muestra miles de ejemplos en los que la Iglesia se empeñó en controlar hasta los aspectos más nimios de la vida de las personas. En España, país católico entre otros, la Iglesia ha prohibido todo lo que ha querido: por decisión del sumo pontífice o por decisión del cura de aldea más humilde. Cuando el siglo XIX ya se encontraba bastante avanzado y el régimen de la restauración borbónica se había establecido, las autoridades eclesiásticas creyeron que había llegado el momento de aprovechar los amplios huecos que dejaba la Constitución de 1876, para prohibir e influir en la sociedad lo más posible, siempre en favor de los intereses materiales de la Iglesia y de los objetivos espirituales que defendía.
Esto aún se acentuó más cuando el papa León XIII confirmó que había que hacer eso, acomodarse a los tiempos y a los regímenes políticos en la medida de lo posible. El liberalismo, pandemónium para la Iglesia, fue aceptado solo en aquello que la beneficiaba, y así la secular institución pretendió prohibir la lectura de libros (como había hecho casi siempre), la enseñanza laica, la enseñanza no católica (donde se pudiesen enseñar doctrinas luteranas, ateas, etc.), prohibir la libertad de cátedra, la libertad académica, prohibir la enseñanza obligatoria, prohibir la enseñanza gratuita, prohibir las subvenciones del Estado a las escuelas no católicas, que en ciertos casos debian ser cerradas. Los obispos quisieron vetar a los maestros que no concordasen con sus ideas, que se censurasen los libros que los obispos considerasen perniciosos, que se abriese expediente a los maestros que enseñasen contra lo que los obispos consideraban oportuno. Prohibir fue una afición irresistible para la Iglesia en todo tiempo y lugar.
Para prohibir de forma más coordinada, la Iglesia española celebró varios Congresos Católicos entre 1889 y 1902, en Madrid, Zaragoza, Sevilla, Tarragona, Burgos y Santiago de Compostela. El profesor Vaquero Iglesias (1) ha estudiado en caso particular del obispo ovetense, entre 1884 y 1904, Ramón Martínez Vigil, verdadero celador de lo que la Iglesia debía prohibir. Conocía bien el terreno porque había nacido en la pequeña localidad de Tiñana (Siero, Asturias) y se formó, probablemente, en la filosofía tomista de la mano del dominico Zeferino González y Díaz Tuñón. Querer aplicar el pensamiento de Tomás de Aquino a finales del siglo XIX era cuestión ciertamente peregrina, máxime cuando ya existían escuelas teológicas que habían discutido al dominico del siglo XIII.
Por medio de Martínez Vigil y de otros obispos, la Iglesia española intentó el control de la enseñanza en España, máxime cuando el Concordato de 1851 se lo permitía. Pretendía limitar los contenidos a enseñar, inspeccionar a los enseñantes y negar la libertad de enseñanza, que garantizaba el artículo 12º de la Constitución de 1876. En las Cortes constituyentes que aprobaron la carta magna citada, los obispos actuaron como un estamento en pleno régimen liberal, pues representaban a la Iglesia y no a la ciudadanía. Como la Constitución especificaba que "nadie será molestado... por sus opiniones religiosas ni por el jercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana", aquí estaban amparados, si nos atenemos a la letra y al espíritu de la Constitución, luteranos, calvinistas, anglicanos y otros credos cristianos (no necesariamente católicos). Otro escollo para el combativo obispo; de ahí que cuando la Iglesia pidió -de acuerdo con el Concordato de 1851- que se exigiese la obligación "de que los contenidos de la instrucción pública fuesen conformes con la doctrina católica", habiendo cesado ya en el ministerio de Fomento el retrógrado Orovio, la cosa se puso más difícil.
Martínez Vigil y el resto de los obispos pretendían que el Estado no tuviese competencias sobre la enseñanza privada, pero la Iglesia sí sobre la estatal, por lo que lucharon para que se restringiese la tolerancia religiosa, que se prohibisen "severamente" las manifestaciones públicas "de cultos disidentes" y que se prohibiese "con igual rigor" cualquier escuela no católica. El Estado debía impedir -según Vigil- la circulación de "los malos libros" y la Iglesia debía tener libertad académica "sin sujeción a centros oficiales", pues esto lo exigía "la institución divina de la Iglesia". Esta se pronunció -como había hecho siempre- contra el "libre examen", pues así "lo damandan los intereses de la fe". Quien interpretaba esos intereses estaba claro para la Iglesia. Esta consideraba a los fieles, "súbditos" por el "poder soberano y divino" de la Iglesia.
Los argumentos de Martínez Vigil, que interpreta a Tomás de Aquino como le interesa, pues pretende adaptarlo a finales del siglo XIX, son peregrinos: quien tiene autoridad para enseñar no es el Estado, sino el "autor" (de donde viene la palabra autoridad) es decir, los padres; siguiéndose de esto que de igual manera que un progenitor puede conducir a su hijo hacia el bien, también tendría derecho a conducirlo hacia el mal sin que el Estado pudiese intervenir en materia de enseñanza. La Iglesia es y fue considerada "depositaria de la revelación" y ante esto no cabe discutir más, pero incluso volviendo al argumento anterior, la Iglesia no es "autora" de los alumnos, por lo que tampoco podria tener competencias en materia educativa... Los "argumentos" del obispo ovetense no soportan la más leve crítica.
La Iglesia ha considerado siempre su buena voluntad, lo que la historia desmiente y aún considerando que la Constitución no toleraba la existencia de escuelas anticatólicas, lo cierto es que el interés por parte de algunos docentes (cada vez más) no era combatir a la Iglesia, sino poder enseñar libremente. Pero mientras la Iglesia considerase sus prerrogativas de "derecho divino" tampoco cabía discutir más, porque era un callejón sin salida. Por eso la Iglesia consideró que el hecho de que Estado impartiese enseñanza fue "uno de los errores de la sociedad", pues incluso cuando el poder público estableció la enseñanza primaria gratuita, el obispo Martínez Vigil clamó contra ella, pues se costeaba con fondos públicos a los que habían contribuido los padres sin hijos y los padres que no deseaban se enseñase a sus hijos más que lo que los obispos autorizaban. Un principio de solidaridad que el obispo no entendía, lo que parece muy poco cristiano.
Las apelaciones del obispo a la moral cristiana ignoran que el cristianismo era y es interpretado de maneras distintas, pero la Iglesia no estaba dispuesta a esa pluralidad, sino solo a la interpretación oficial. El hecho de que el Estado considerase a la Iglesia católica la oficial, daba al obispo Vigil la oportunidad para exigir que se actuase coercitivamente "contra cuantos propaguen publicamente en España errores contrarios a ella [la doctrina católica]". De ahí que el Estado debía subvencionar a los centros escolares de la Iglesia pero no a los demás... Una serie de despropósitos que podemos explicarnos por el carácter retrogado de la Iglesia jerárquica española (no no solo) casi siempre, pero no debemos olvidar que fueron muchas voces las que ya entonces se alzaron contra las pretensiones de los obispos, representantes de una Iglesia jerárquica que nada tenía que ver con el gran ejemplo pastoral, de abnegación y sacrificio que, a lo largo de los siglos, ha mostrado la Iglesia misionera, desde la que ejerció en lejanas tierras hasta la que llevaron a cabo humildes (y en muchos casos ignorantes) curas rurales.
Sin pretender justificar el anticlericalismo, quizá se pueda entender (solo entender) mejor el sentido de aquel movimiento, que exageró sus formas en tantas ocasiones.
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(1) "Escuela e Iglesia en la etapa de la Restauración...".